jueves, 29 de marzo de 2007

Energéticamente posible

Un olivo mediano se salvó de ir directamente al contenedor de la esquina. Lo di por muerto después de que no echara hojas en un año y medio. Lo vengo observando con resignación. Paralelamente, un objeto no identificado viajaba conmigo en el bolsillo/monedero de mis pantalones. Esa supuesta piedra me la dio un santero en La Habana antes de yo salir definitivamente. Estaba preparada para protegerme. Siempre ha estado envuelta en una tela de pañuelo de hombre. Esta semana, al meter un pantalón en la lavadora, cayó al suelo y se hizo añicos. Por fin la vi: era una esfinge de barro sin cocer. La compuse y hallé el rostro de un indio precolombino. Cuando me disponía a tirar los pedazos a la basura, mi mujer me detuvo:
-¡Siémbrala en el olivo!
Como estoy lejos de aquel santero, y las llamadas a Cuba son carísimas, preferí obviar la consulta espiritual. Enterré el amuleto en el lugar indicado. Esta mañana, antes de salir, tuve una inexplicable sorpresa: El olivo había echado cuatro hojas. ¿Metafísica? ¿Casualidad? ¿Conexión simbólica? ¿Teoría de los cuerpos comunicantes?
Las cuatro hojitas del olivo demuestran que nunca se secó. ¿Y cómo es que nunca tuve tiempo de tirarlo al contenedor? Es un verdadero milagro, aun a sabiendas de que los olivos son fuertes. Ahora no sé qué hacer. No sé qué atención especial brindarle al pequeño árbol que vive en el balcón.
Si me lanzo por el simbolismo de esta realidad, sería perfecto. Uno mismo puede revitalizarse, por un lado, y por otra parte las energías humanas brincan océanos.
La escena merecía unos minutos de paz. Me quedé sentado en el sofá mirando alternativamente el olivo y los árboles de la calle. Se llaman Lidoneros, según me ha dicho mi amigo Jaime. Estuve media hora mirando su floración: hojuelas pequeñas y pujantes, brotes de unas frutas marrones redondas. Desde que estoy en esta casa es la primera vez que observo un ciclo completo de las estaciones. Recordé que alguien me había dicho que la primavera es mucho más revolucionaria de lo que pensamos. Contrariamente a lo que comentamos, hace daño a los poetas, porque exige un cambio hormonal que provoca dolores en el cuerpo y en la cabeza. La primavera castiga en especial a los alérgicos, asmáticos y asténicos. Hasta que el cuerpo se amolda.
En el Caribe nunca sentí tal sensación de debilitamiento y tormento. Allí no hay cambios de estaciones, sencillamente. Las hormonas, por tanto, no tienen que responder a nada sino al dueño de ellas (o, por extensión, a la pareja sexual del dueño). La explicación de todos estos trastornos de la naturaleza es fabulosa, y me deja tranquilo.
Sigo pensando, no obstante, en la relación existente entre mi olivo casero y aquella prenda arreglada por un santero a miles de kilómetros de distancia. Son cosas inexplicables en primera instancia. Como es de suponer, esta mañana llegué tarde al trabajo.



Primavera del 2007

miércoles, 28 de marzo de 2007

Sábanas blancas


Al cabo de cinco años, volví a pasar hoy por La Casita Blanca. Me la señaló Jaime desde el autobús, cuando regresábamos del dentista.
-Esa es La Casita Blanca- indicó en tono informativo y confidencial, codificado entre dientes y sonrisa socarrona.
Se suponía que yo le preguntara qué cosa es La Casita Blanca, pues Jaime me toma todavía como un advenedizo; me trata a veces como un padre que le muestra historias de la ciudad a su hijo, que siente la necesidad de hacerle descubrir un mundo nuevo y, de paso, dejar huellas. Es una manera de reproducción, me parece entender a veces. Y me ofrece libertades, claro, ¡aunque le gustaría tanto dejarme pasmado con las nuevas noticias!, pero en ocasiones como la de hoy le hago darse cuenta de que también coexisto en sus historias, de manera actualizada y mía. Coexisto, con un cariño diferente, no tan filial, sino un cariño desprejuiciado y libre de trampas históricas. Desde el primer día en que viví aquí subí de copiloto a un motor, y así empecé a conocer la ciudad. Le narré, pues, mi paso por La Casita Blanca.
-Me llevó- le dije- una mujer de unos 45 años, en un Citroen AX, de esos a punto de extinción, lo que demuestra que todos los organismos vivos necesitamos las emociones hasta en los últimos rodajes. No me dijo adónde íbamos, ni siquiera qué cosa es La Casita Blanca. Simplemente dimos unas cuantas vueltas hasta llegar allí. Ella vivía sola, en un piso precioso del Eixample, pero se ve que le daba morbo desplazarse hasta allí en el automóvil. No sé de dónde salió un tipo flaco, escurridizo, y abrió una puerta de garaje haciéndonos señas de que avanzáramos a toda prisa. Ella pisó el acelerador. Entramos a un aparcamiento cubierto de sábanas blancas pendientes del techo y hasta el suelo. Al menos así lo recuerdo, aunque pudiera ser una ilusión óptica. El hombre levantó una sábana para que nuestro automóvil entrara en un cubículo forrado de blanco. Rápidamente tapó nuestra matrícula con un paño también blanco. Bajamos del coche, levantamos la sábana que nos pareció la salida; lo encontramos esperándonos con diligencia , como si estuviéramos de contrabando en un almacén. Nos indicó que lo siguiéramos. Así hicimos hasta una puerta numerada, luego de desandar un largo pasillo enmoquetado, girar por una esquina donde, si no recuerdo mal, había un surtidor de agua funcionando, y pasar por una supuesta recepción donde no había nadie. Entramos a la habitación. Nos enseñó los interruptores –incluido el de la tele pequeña colgada del techo- y nos dijo: “Para pedir las bebidas aprieten este botón. Si no van a pedir nada, pues hasta mañana. Recuerden que no pueden salir si no es apretando el mismo botón”. Cerró la puerta y ahí quedamos. Te puedo asegurar que en las horas que estuvimos en el recinto no vimos a nadie más que a ese hombre. Lo demás tú lo debes conocer –continúe con ánimo de concluir-.
Jaime movió la cabeza positivamente, pero quería saber más.
-Bueno- seguí- no te voy a contar los detalles, pero lo que sí te puedo asegurar es que jamás me imaginé que existiera un sitio tan cursi en Barcelona.
-Cursi e histórico. Ese lugar forma parte de nuestra leyenda urbana-acotó.
-Sí, eso lo supe después. Incluso alquilé un documental sobre el sitio, un mediometraje que investiga sucesos políticos y hechos de sangre vinculados con el meublé.
-¿Cómo sabes esa denominación?-me preguntó.
-Investigando. He ido a otros, pero ninguno tan misterioso como La Casita Blanca.
-¿Te llevó la misma persona a los otros?
-Sí, fue una época inolvidable. A ella le apetecía vivir cierto misterio, inventado, porque era soltera. Así fui conociendo lugares.

Debido a las obras de la Plaza Lesseps, La Casita Blanca ha quedado al descubierto. La fachada, quiero decir. Hoy se puede ver a lo lejos desde el autobús. Ya no hay que subir por la avenida del Hospital Militar. No la cubren edificios. Se tiene una perspectiva del inmueble totalmente desabrigada, lo que desmitifica la institución. Al pasar, recordé un texto de la película El lado oscuro del corazón, en el que la protagonista dice: “Nunca veas a una prostituta a plena luz del día. Es como encontrar en la cola del pan al actor que estupendamente hace de Hamlet”. Al pasar de lejos en el autobús, comprobé que las paredes de La Casita Blanca son grises, y que de día tienden las sábanas en la azotea. Las muestran descaradamente.
-¿Aquella noche te fijaste en el espejo del techo de la habitación?- me preguntó Jaime.
-Sí, claro, inmenso. Y también en que las ventanas están clausuradas. ¿Qué pasa si ocurre un incendio?
-Aprietas el botón que te indicaron. No hay otra salida.



Primavera del 2007

martes, 27 de marzo de 2007

No valen guayabas verdes


Los buscadores de tesoros a nivel planetario pusieron la vista sobre Cuba hace mucho tiempo. Se llevaron, o tomaron prestado, de todo, desde las hojas de tabaco hasta el tabaco torcido. También algunas frutas. Una guayaba, que por aquí no he visto, sirve lo mismo para un magnífico refresco que para denominar un tremendo engaño. Yo se lo he dicho a mi mujer, que es catalana: "incorpora localismos para cuando visites la isla entres directo al grano"; es decir, al asunto. ¡La pobre! Tiene acné juvenil y si lee esto del grano pensará que lo que digo tiene doble sentido. Ahora tiene uno en el mentón que la trae desquiciada. Yo soy un hombre desgraciadamente recto, que habla en sentido recto. El rey de la doble intención acaba de morir hoy mismo en Holguín, a unos 700 kilómetros de La Habana. Se llamaba Faustino Oramas, pero todo el mundo lo conocía como El Guayabero. Su música era una letanía, servida de un estribillo reiterado hasta la saciedad pero con una copla rimada demasiado salpicona para algunos gustos. Había ingenio en su puesta en escena. Apenas se movía al cantar. La gracia estaba en la escasa letra que rozaba sugestivamente con lo soez. En ese tono está parte de la tradición popular.
Murió a los 96, aunque los médicos de su ciudad dijeron que la edad biológica del juglar alcanzaba los 103 años. Yo lo vi un millón de veces en Holguín y siempre me pareció conservado en cámara fría, aun cuando el terrible calor de esa ciudad nos achicharraba a todos los demás. Su sombrero alón, sus espejuelos, sus delgadez, su piel tersa. Los negros se conservan más, eso ya se sabe. Ahora lo que se está investigando es la extensa durabilidad de los músicos; no de cualquier músico, sino de los que han vivido a la sombra del son, la guaracha y la farándula en general. El Guayabero era uno de éstos. Quedan más. Santiago de Cuba y las otras provincias del oriente nacional están llenas de viejitos que todavía dan la hora con la botella de ron al lado.
Esa es otra cosa: ¿El ron es combustible, antinflamatorio, vasodilatador, longevizante, relativista o concretizador?
La nota de prensa dice que El Guayabero murió de una enfermedad hepática. Quizá no bebía ron, no tengo el dato, pero lo dudo.
Lo cierto es que a todos estos tesoros cuasicentenarios les une una característica: saben tirar un cable a tierra. Descargar, desconectar, descompresionar. Parecen ser las palabras de cabecera para no cabrearse demasiado en el trópico particular que tenemos los cubanos hace ya casi cinco décadas. Es pura filosofía de la vida. Pregúntele usted a uno de esos cantantes antiquísimos. Le dirá que, tanto en las buenas como en las malas, no valen guayabas verdes. ¡Ni guayaberas en la percha!, que es el atuendo nacional y también ayuda a conservarse en la línea. Faustino: me acuerdo de ti a cada rato por aquello que advertiste:
¡Cuidao con el perro, que muerde callao..!



Marzo del 2007

lunes, 26 de marzo de 2007

La bola escondida

Una vez en Cuba me soltaron la conducción de un programa de radio, de esos que navegan en el éter de madrugada sin muchas dificultades aparentes. Digo aparentes porque, salvo los dos animales nocturnos que estábamos diariamente en la cabina de trasmisiones, ningún otro animal desvelado podía imaginarse el estrés que se sufre. Y, por lo menos a mí, nunca me pagaron un plus por actuar con nocturnidad; ni por recibir la alevosía de ciertos radioescuchas. Fue una época inolvidable, pues conviví con una comunidad virtual que me hacía llegar por correo tradicional su música –literalmente, discos-, y por el hilo telefónico me soltaba de todo un poco. Aprendí a relajarme, a desamarrar la lengua . No es difícil para un latinoamericano. Tenemos una verborrea tremendamente barroca. Hablamos hasta por los codos, como reza la voz popular.
Aprendí, sobre todo, que una cosa es el lenguaje escrito –del que yo me servía, y me sirvo, a cada rato-, y otra el lenguaje oral. ¡Ah, la oralidad! ¡Bella y traicionera oralidad! (Que conste que lo de bello no es excluyente de lo traicionero). Siempre me impresionaron sobremanera los poetas repentistas, esos que encuentran las metáforas más extraordinarias y locas del mundo y nadie, o prácticamente nadie, para no ser absoluto, las registra para la posteridad. La sencillez de esos improvisadores es inherente al género. O a la especie, porque creo que son un mundo aparte. Si uno de ellos viniera sólo de visita a Barcelona –tomo esta ciudad como muestra-, se horrorizaría por el escaso verbo. No sé si aquí llegaremos a la gestualidad como base de la comunicación: miradas intencionadas, cejas arriba y abajo, boca apretada o suelta según la circunstancia, manos agitadas, o, en su defecto, extremo mutismo. La extrema rigidez facial es impresionante a primera hora de la mañana: caras de palo, de cartón, de piedra. ¡Y así somos capaces de subirnos a un vagón de metro apretujados! Las palabras orales huelgan.
He llegado a pensar que es por el ritmo de la vida. Una sociedad tan dinámica y competente como ésta tiene que limitar algunos campos de acción, y, como el verbo es privado, por ahí empezamos a despojar. Bien: me aíslo y no pierdo tiempo en banalidades. Sé lo que quiero y lo que no necesito. El público lo dejo para llenar junto a mí una sala de teatro. Me basta con mis obligaciones.
Bien: cuando llego a casa tengo todos los medios interactivos, electrónicos.
Bien.
Ahora voy a contar tres casos recientes donde la elipsis de la palabra oral se presta a confusiones. Son reales.

Hoy mismo: Fui a acompañar a Jaime, un amigo, al dentista. Después de media hora que llevo sentado en el salón de espera, se me acerca la secretaria/recepcionista y me dice a bocajarro: “¿Usted verá a la señora?”.
Traté de pensar lo más rápido posible, de salir del libro que estaba leyendo a una velocidad tremenda, de no mostrarle incomprensión, para no decepcionarla, de asegurarme de si yo me estoy disociando mucho con los años, en fin; hice todas las búsquedas mentales posibles en fracciones de segundos y no entendí nada. ¿De qué señora me hablaba? ¿De la que estaba sentada hace un minuto a mi lado y fue al lavabo? ¿De la odontóloga? ¿De mi señora? ¿Qué señora tengo yo? No fue posible conectarme con mi interlocutora. Como me quedé pasmado, me preguntó que si yo podía hacerle llegar la factura del dentista a la mujer de Jaime, que es la que controla los pagos. Era muy sencillo: todo se complicó porque faltaba la palabra Jaime.

Hace unos días, compré una lámpara de aceite bellísima. Hay que aclarar que soy bastante abstraído. Siempre mi cabeza está muy lejos del lugar de los hechos. Y, por tanto, agarré la lámpara de muestra. Estaba en la cola para pagar, pensando en cualquier cosa. De repente, una mujer me bloquea el campo visual y me señala con un dedo diciendo: “¿Quiere que se la saque en caja?”.
Es una lástima que yo sea tan lento y correcto, porque hubiera sido buenísimo responderle: “No hace falta, sáquemela aquí mismo”.
La caja, me costó comprenderlo, era el embalaje, y lo que había de sacar envuelto era la lámpara, pero esa fue la única palabra que no mencionó.

Mi mujer también es elíptica con la boca. Mejor dicho, con las palabras. Y me ha expresado de las suyas. Recuerdo significativamente esto:

Hacía más de dos horas que yo había subido al terrado. Estábamos limpiando la casa, con música puesta. Cada uno en lo suyo. Se rompe la faena con una voz:

Mi mujer: -¿Me las bajas, cariño?
Yo: (Silencio)

Estuve varios segundos pensando qué tenía que bajar. Qué debía de bajar. Qué me pedían que bajara. Faltaba algo en el sintagma. O no. Volví a mirar a mi interlocutora con desconcierto. Me encogí de hombros.

Mi mujer: -Las sábanas, mi amor. ¿Ya estarán secas, no?



Primavera (oficialmente) de 2007

sábado, 24 de marzo de 2007

Alicia ya no me escribe

La última columna de El País de hoy me ha hecho recordarla, aunque en realidad yo nunca la he olvidado. Su imagen duerme en mis almacenes cubanos que aún tengo que clasificar, pero por ahí anda, entreverada con mis olores a naturaleza húmeda y verde, que es lo que queda cuando termina de llover en La Habana. Cuando sale el sol y se pierde todo el polvo y el aceite de las calles. Ese es el momento idóneo para salvar la memoria de alguien o de algo; porque –verdaderamente habría que preguntarse por qué- siempre uno encuentra sitio hasta el infinito. ¿Será que automáticamente y sin voluntad de hacerlo uno también borra a alguien o a algo en ese preciso instante? Cuando Alicia pasó por La Habana debió haber llovido. Ella diría que el arcoiris lo aportaba yo con mi camisa a cuadros verdes, amarillos y rojos, la camisa escandalosa que llevaba cuando la fui a conocer al portal de su hotel, al costado de mi universidad. Le hago saber, ahora, cinco años después, que esa camisa vino a Barcelona, que no sale a la calle, que no encuentra justificación con estas tímidas aguas de abril, de mayo, de todos los meses del año. Pero está aquí, dentro de un armario con olor a naftalina. La traje puesta sin pensarlo, porque evidentemente vine de paseo una tarde con mi bolso cruzado y en bicicleta. Es una lástima que ya no tenga que buscar a Alicia en ningún hotel, que no tenga que llevarla al teatro ni ofrecerle mangos ni mameyes colorados ni música ni tormentos tropicales. Quise decir tormentas y me salió lo otro. Por algo será. Es una pena que no vuelva a cruzar la pierna sentada en una silla de mimbre, que su instinto reservado no se deje escapar por el borde de sus miradas, como hacía a cada rato en aquella Habana seductora. Si los diluvios se pudieran inventar ya habría tirado mi camisa, y sobre todo yo no hubiera venido equivocadamente de paseo. La gente está en el lugar que le corresponde o en ese lugar estará cuando se le piense asociada a un sabor extraño. Eso es lo que me duele: tener que comprender que Alicia desaparecerá en el acto con el próximo aguacero para darle lugar a otra persona o a otra cosa. Llevo tiempo buscando la clave de su ausencia y hoy la encontré en unas líneas de nuestra colega Elvira Lindo que hablaba de la comunicación virtual. Es muy fácil, compañera, acercarte a otro continente con la simple presión de un botón e-mail. Lo milagroso, por paradójico que parezca, es dirigir el correo a un buzón de la ciudad donde habitas. Me sabe mal, muy mal, darme cuenta de que no estoy aquí de paseo.


Primavera 2006

jueves, 22 de marzo de 2007

Solamente una vez

María es una morena de unos 30 años que se gana la vida detrás de un mostrador, en una cafetería donde lo mismo tiene que vender pan, croissant o café con leche y bocadillos. Es guapísima, sobre todo sensual. Tiene los ojos negros grandes, los labios carnosos y el cabello rizado, largo. Sus manos decepcionan: se come las uñas. Esto último es una señal de que ahí va a parar su tensión nerviosa. Parece fría, siempre me lo ha parecido, pero me doy cuenta por sus manos de que no lo es. Es tímida. Jamás me ha mirado a los ojos. Llevo más de tres meses visitándola cada mañana para tomarme un café. Cada vez que entro, tengo la sensación de que percibe mi presencia, de que me ha visto llegar a través del cristal, de que me espera preparada para no mirarme. He probado con darle los buenos días en castellano y en catalán. He dicho “Hola” y “¿Qué tal?” Le he dicho un piropo. He hecho silencio al entrar.
Nada. Siempre con la vista gacha. Me pregunta, sin mirarme, si nos pone lo de siempre. Me da la impresión de que ella sabe que yo la miro intensamente y que, según su vergüenza, eso basta para que no me mire, porque yo lo hago por los dos. Mientras tomo el café, hago como si leyera el periódico, y es cuando siento su mirada. La mirada pesa: la siento. Cuando levanto la vista, ya ella mira hacia otro lado. Nunca hemos coincidido. No me da tiempo.
Cuando suena mi teléfono, descuelgo y hablo en baja voz. Solo pronuncio un nombre de mujer un poco más alto para darle celos. Vuelvo a sentir su mirada. Actúo como si estuviera concentrado en la llamada. Giro la cabeza sin aparente interés, y está con la frente clavada en el fregadero. Me levanto en dirección al baño. Se me clavan sus ojos en la espalda. Me vuelvo rápidamente y la encuentro cabizbaja frente a la caja registradora. Decido leer de verdad el periódico.
Al marcharnos, llevo las tazas del café hasta su mostrador. Me da las gracias con voz de niña, sin mirarme. Le digo “Hasta mañana”. Me dice “Adiós” sin virarse, frente a la máquina del café.
He llegado a pensar que María me ha mirado a los ojos solamente una vez, la primera vez que entré a ese lugar, y que supo entonces cómo yo la miraría en lo adelante, aun cuando en aquella ocasión la miré sin interés. Supo que yo la descubriría después de que me sentara, cuando la confundiera con el olor del café.
Hoy, San Esteban, día feriado en Catalunya, los dos trabajamos. Me trajo el café y, como siempre, no la dejé ponerlo sobre la mesa. Lo tomé de sus manos, provocando un roce ligero. Puñeteramente remarcando mi presencia. Al poco rato, se me humedecieron los ojos pensando en lo solo que estaba, pensando en que ni siquiera Adoración me había dedicado unas horas en estos días. Todo el mundo está desplazado. Excepto María y yo. En la cafetería hay una pareja que se ve que acababa de salir de la cama, y además una familia con niños. Estan desayunando a las 11 y media de la mañana. María lleva unos zapatos de tacones altos. No sé si querrá indicarme que ha ido al trabajo sin dormir, o que se irá de paseo después de su jornada laboral. Sus pasos retumban en este espacio desangelado, más silencioso que nunca. No hay periódico del día. Mi mirada se pierde a lo lejos, a través del cristal. Escucho sus tacones acercarse a mi espalda. Pienso que viene a recoger las tazas de café, sin consultarme, porque siempre las llevo yo. Una vez cerca, me pregunta, mirándome:
-¿Puedo hacer algo por ti?
Yo tenía dos opciones: o descargar mi pena, o aprovechar para saber por qué me ignoraba con la mirada. Preferí la segunda:
-¡Sí, me gustaría que me personalices! -exclamé-. Ya basta con lo que pasa allá afuera. No podemos seguir ignorando las miradas en las cafeterías.
-Sé que cuidas a este señor y que no eres de aquí.
-¿De aquí de dónde, de L’Hospitalet?- pregunté sonriendo.
-No, de España- dijo ella, también con sonrisa.
-De alguna manera lo soy. Mis bisabuelos eran españoles.
María continúa sonriendo y me pide permiso para atender a unos clientes. Creo que esos clientes la sacaron de la situación incómoda en la que se ha metido. Minutos antes se me habían aflojado las lágrimas porque por estas fechas estoy más sensible. Porque me dolió verme a mí y a ella un día de fiesta en la cafetería, cuando debíamos estar en la cama tibia que ambos sabemos que existe. Me dieron ganas de preguntarle si quería estar en la cama conmigo, pero me corté.
Nos marchamos a tomar el frío y la humedad del ambiente exterior. Me despedí como siempre y volví a encontrarla de espaldas a la puerta y de frente a la cafetera. Su voz pronunció el “Adiós” de todos los días. Antes de salir me acerqué para no gritar y le dije:

-Tal vez mañana vuelva a llorar, para que me preguntes mi nombre.

No se giró. María preparaba el café más largo del mundo.


Diciembre 2005

miércoles, 21 de marzo de 2007

Las miradas vuelven

Vivir en Barcelona, además de para devanarse los sesos pensando uno en cómo entender a esta ciudad y sus gentes, sirve para recibir visitas inesperadas. Ya lo he dicho antes: por aquí pasa todo el mundo. Esta semana me llamó una amiga a la que yo hacía viviendo en Cuba. Pero no, también ha marchado de allí. Lleva algo más de un año instalada en Barcelona y ninguno de los dos sabíamos que habitábamos la misma ciudad. A partir de una conversación con un conocido, éste le indicó de mi presencia en la Ciudad Condal y le dio mi teléfono. Mi amiga, María del Carmen, intentó especular telefónicamente con la típica escaramuza: “¿A que no sabes quién soy?”. Pero ya un corresponsal me había puesto en alerta. Le maté la ilusión, lo siento, pero no sé mentir en estas cosas. Ella estaba en Montjüic cuando me llamó, haciendo de guía de turismo a una amiga suya que, además, pernoctaba en su casa esa noche y se marchaba a Madrid a la siguiente. Calculé que en dos horas ya podía haber bajado de la montaña y la cité para el Zurich, en el entorno de la Plaza de Catalunya, la cafetería donde se encuentra uno con la gente por primera vez. Su voz no le había cambiado nada (siempre nos pareció una quinceañera hablando). Ahora quedaba por ver cómo la habían tratado estos últimos seis o siete años. María del Carmen , sin yo preguntarle, me dijo antes de colgar:
-Oye: voy con Yolandita Ruiz.
-¿Yolandita Ruiz es Yolandita Ruiz?-pregunté asombrado.
-Sí, la misma. Yolandita Ruiz.
-Perfecto. Nos vemos dentro de dos horas.
Yolandita Ruiz, en mi infancia, fue una de esas mujeres inalcanzables de las que uno nunca llegó a saber si eran o no reales. Fue la musa de al menos dos generaciones desde la pequeña pantalla, aquel cuadrado de madera dura que nos hicieron llegar los soviéticos en diferentes versiones: primero en versión de tubos catódicos –que era el popularísimo Krim 218-, y luego en la tropicalizada versión de transistores, el Caribe, ensamblado en el patio pero con componentes de la antigua URSS. Este último modelo lo armaban, si no recuerdo mal, en la escuela vocacional cubana de ciencias exactas Vladimir Ilich Lenin. Todo cuadraba, como se podrá apreciar. Lo que no cuadraba mucho era la belleza y el sexapeal extraordinarios de esta mujer metidos en los horrorosos televisores donados por nuestros hermanos soviéticos. No cuadraba sobre todo el kitch inevitable de la gran mayoría de nuestros hogares, en los que el televisor –el Krim o el aplatanado Caribe- figuraba en el centro de cualquier sala que se respetase, con el invariable muñequito de yeso encima, la fotografía de los 15 años de la niña de la casa enmarcada en varillas plásticas provenientes de unas paleticas de helado de producción nacional; el tapetico tejido a crochet soportando la figura de yeso y la foto; y, si se acomodaba bien todo, una lámpara de artesanía criolla y el aparato de teléfono si acaso lo tuviera la familia. Todo encima de la tele, cuya versión de montaje más popular, si no me equivoco, fue la de las cuatro patas de madera dura que, en caso necesario, y destornillándolas, servían como arma de defensa.
En el centro de la pantalla, toda una vida, el rostro encantador de Yolandita Ruiz. Primerísimos planos a unos ojos que para mí eran azules con unas pestañas de esas que, con el parpadeo, echaban fresco al televidente. Una sonrisa de niña-mujer tenía Yolandita, una sonrisa seductora que nos servía de bálsamo para poder dormir obligados, a las diez de la noche, en las escuelas al campo. Una voz algo grave, pero también aniñada. Un cuerpo escultórico bien cuidado por los tiros de cámara, un cuerpo que fue el reposo de nuestras pasiones de adolescente durante muchos años; un cuerpo del que se nos antojaba un volumen equis, porque la televisión tiene eso: que nos permite soñar a nuestra manera. Yolandita fue nuestra creación de rubia tropical más deseada por muchos hombres y niños –y mujeres- durante la larga epopeya de la mal llamada revolución en un país sofocador; fue el patrón de belleza angelical y consistente que se escapaba del mejunje de aquel mueble ruso que todos tuvimos. Nos perseguía en nuestra imaginación como futuros padres de familias, y nos trasportaba al mundo del nunca jamás con el que realizamos la otra parte de la epopeya: intentar hacernos a nosotros mismos.
Yo diría que, entre los carnavales de La Habana, las escuelas en el campo, los baños en el Malecón, la música que corría por todas partes y las teleseries protagonizadas por Yolandita Ruiz transcurrieron los mejores años de nuestras vidas, los ahora lejanos 70 y 80.
Cuando llegué al Zurich y comencé a buscar con la vista a mi amiga María del Carmen, me comieron los nervios por dentro. Me puse pálido, transversal, agorrionado, melancólico, insoportable. Por fin nos divisamos. María del Carmen se había cortado el cabello ensortijado de toda la vida. Estaba igualita. Sonriente y guapa. Parecía una brasileña de fuego. Nos abrazamos llenos de felicidad. Cuando nos soltamos, me giré hacia la persona que iba con ella, que debía ser Yolandita Ruiz, y también la abracé. Como si nos conociéramos de siempre. Entre otras, esta es una de las mejores cosas que tiene el exilio: que muchas veces no hacen falta palabras para expresar los sentimientos. Llevaba unas gafas de sol exageradamente grandes, que le cubrían todo el rostro. En lo primero que pensé fue en los famosos escondiéndose de los paparazzis. Pero aquí nadie la conocía. Así que lo de las gafas era una cuestión estética. Se las quitó para saludarme y vi sus ojos. Era Yolandita Ruiz, pero en lugar de ojos azules, tenía ojos verdes. Movía las pestañas como cuando me encontraba con ella a las siete y media en el espacio fijo de Las Aventuras. Lucía una cabellera rubia rizada, enleonada. Estaba guapísima. Estaba intacta. Apresuré la idea de tomarnos un café para, disimuladamente, ver su cuerpo. Estaba intacto. Respondía a mis elucubraciones de televidente. En la cafetería, por pura casualidad, cayó a mi lado en una barra alargada; o sea, entre María del Carmen y yo. Hablamos como si nos conociéramos de toda la vida. Aunque de cierta manera sí nos conocíamos. ¿Quién no conoce a Yolandita Ruiz? Sentí deseos de besarla apasionadamente, de besarle los ojos y, por supuesto, las pestañas. La pasamos muy bien los tres recordando cosas. Al final de la tarde, anotó mi teléfono en la memoria de un móvil viejo y aparatoso y escurridizo que llevaba. Se lo anoté yo, mejor dicho, porque me confesó que ella lo que nunca había sido era miembro de la NASA, y por tanto se llevaba muy mal con las tecnologías de punta. Venía recalando del norte de Italia, luego de un largo tiempo asentada en Caracas. Ahora, hacía un año, vivía en Madrid. Ciertamente, su imagen fue una de las que desapareció de la tele a principio de los noventa, junto con un extenso grupo de actores que buscaron importantes capitales latinoamericanas alternativas, huyendo de lo que era el comienzo de la depauperación máxima de nuestro país.
Así comenzó nuestra diáspora. Quiero decir: la segunda gran escapada de nuestro imaginario popular, de nuestras raíces, de nuestra familia y de nuestros mitos bellos y adorados. Los carnavales –fui testigo presencial como reportero de prensa- habían quedado a finales de los 90 en un paseo decadente de comparsas sin entusiasmo.
La visita de Yolandita a Barcelona, además de para reencontrarse con María del Carmen, era para actuar en un bar pequeño de la Gran Vía, una noche, y de ahí regresaba directamente a Madrid. Me invitó y acepté, con el temor por dentro de verla buscándose la vida en una de las miles de facetas que tenemos que asumir en el exilio, y que no siempre, la mayoría de las veces, tiene que ver con nuestro estilo. Me dijo que recitaría unos poemas musicalizados de Pablo Neruda. Me imaginé el escenario y se me rompió el alma. Sin embargo, el gran poeta en su boca no debería quedar nada mal. Las grandes estrellas, las de verdad, saben hacer de todo.
A la noche siguiente estuve puntual en el bar. Compartíamos mesa, nuevamente, María del Carmen, Yolandita Ruiz y yo. Por respeto a las dos, a las dos bellezas de mujeres que me acompañaban, cuando Yolandita fue unos minutos al baño, no pregunté a mi amiga la edad real de la actriz. Me moría de curiosidad, pero me aguanté y creo que hice bien. Sí le dije a María del Carmen que me recordara un solo nombre de los tantos personajes que encarnó Yolandita. “Uno solo, por favor”, le pedí; “necesito soñar con ella esta noche”. Pero María del Carmen no recordaba nada. Ni yo. Nos quedamos en blanco.
La noche comenzó a envejecer y el guitarrista que debía acompañar a Yolandita no apareció jamás. Eran las 12. El local estaba casi vacío. Pedimos algo ligero, una ensalada griega, creo, y tres gin-tonic. A la una en punto Yolandita dijo que, si no se marchaba ya, perdería el tren.

-Te acompaño a la estación- le ofrecí premeditadamente.
-Te lo agradezco. No quisiera dejar esta ciudad estando yo sola en el último momento.

María del Carmen se quedó en el bar.
Por el camino –yo arrastraba la maleta de ruedas de Yolandita Ruiz-, le pregunté que si le había gustado la ciudad. Me dijo que estaba encantada, que en realidad no le apetecía irse, pero tenía compromisos de trabajo en Madrid, en pequeños bares, como era el caso.

-¿Por qué me has acompañado hasta aquí -dijo al llegar a la estación.
-Las cosas se hacen completas, o, de lo contrario, no se hacen- le respondí.
-Nunca te olvidaré. Soy una mujer que vive bajo el signo de Libra con bastante equilibrio, aunque no lo parezca.
-¡Qué casualidad! Estuve casado con una mujer Libra de apellido Ruiz- exclamé de repente.
-¿Sería yo?-preguntó Yolandita.
-No, te hubiera identificado enseguida- bromeé y ella sonrió dulcemente, como siempre.
-Dime una cosa –me apresuré antes de que subiera al tren y me dijera adiós detrás del cristal-. ¿Por qué toda una vida te he pensado con los ojos azules?
-Por una sencilla razón: recuerda que nuestra televisión, a la que tú te refieres, era en blanco y negro.
Nos abrazamos con fuerza. Nos miramos a los ojos con tanta profundidad que vimos el paso del tiempo en una milésima de segundo. Lo que duró esa mirada, porque no podía durar más.
-Gracias por todo- me dijo.
-Adiós, rubia.
Y se fue.


Febrero 2006

martes, 20 de marzo de 2007

Metereológicamente ahora

Me han dado una noticia triste, y ya no se puede hacer nada desde la distancia. Sólo escribir en nombre de la memoria. Yo vengo a enterarme ahora de casualidad. Al despedirme de María del Carmen, en el bar donde la dejé la noche que no actuó Yolandita Ruiz, le dije a mi amiga una frase hecha por un sujeto singular: “¡Te deseo lo mejor!”. María del Carmen me cortó la sonrisa:
-Lima murió.
Me quedé pasmado. No lo podía creer. Lima era un hombre relativamente joven, era la eterna dentellada de la televisión nacional; era el hombre del tiempo que más queríamos, al que le perdonábamos cualquier equivocación; era un sujeto bajito y regordete enfundado en una americana –en un saco, no en una rubia alta de las películas del norte-, una americana que le iba estrecha y él se empeñaba en abotonar. Parecía que un día cualquiera nos tragaríamos el botón de la chaqueta. Era una pieza de verano tomada del vestuario de la televisión. La pregunta fue siempre si no había una talla de americana mayor. Nos acostumbramos a verlo rebosante de alegría y comprimido entre ese corte de sastrería barata. También es cierto que en Cuba ya nadie usa americanas. ¿Y por qué no le ponían una guayabera a Lima? Las guayaberas, prenda de identidad nacional, codificaban otras funciones ministeriales y además otras aparentemente secretas.
El doctor Lima siempre estuvo en la reserva. El meteorólogo oficial sabemos que es Rubiera, el hombre capaz de desviar el curso de los ciclones por iniciativa del comandante. Rubiera, con ojos desorbitados, nos trasmitía el parte conveniente, el boceto oral de Palacio y el plan de acción de la Defensa Civil. Todo junto. Lima, sin embargo, nos dejaba una simpática tarde de domingo por delante con su prestancia chaplinesca y su mala puntería para ubicar un sitio en el mapa de la isla. Era cómplice; era parte de cada una de nuestras familias. Ignoro de qué murió, pero no me extraña que haya sido de una repentina enfermedad, como eufemísticamente le llama la prensa nacional al infarto del miocardio.
Ser meteorólogo en Cuba es jugarse el miocardio cada año de junio a noviembre, en temporada ciclónica. Lima, campechano y redondo, lo que sufría nunca nos lo enseñó. Me ha dolido la noticia de su muerte. Era de esas figuras públicas que nos llevamos en el bolsillo donde quiera que vamos: no hubo manera, durante años, de que despidiera su sección seriamente después de pronunciar la eterna muletilla: “¡Les deseo lo mejor!”.


Febrero 2006

sábado, 17 de marzo de 2007

Geográficamente hablando

Esta tarde, cuando salí de la consulta con mi doctora de cabecera, me dirigí a la farmacia del barrio para comprar los medicamentos que me habían recetado. No era nada grave: solo una simple alteración de las funciones del cuero cabelludo que, debido a una alteración nerviosa, ha comenzado a segregar una sustancia inhabitual en mí, conocida popularmente como caspa. ¡Qué horror! Me estoy poniendo viejo. Pero eso ya lo sé desde hace tiempo. Al entrar en la farmacia me desorienté. Todo había cambiado, incluso las caras de las farmacéuticas. No es que nos reuniéramos a tomar café por los alrededores, nunca llegamos a tanto, pero sí nos conocíamos del “hola, hola, ¿qué tal?” y del “¿cómo te lleva la vida?”. Se habían mudado de barrio, en el sentido literal de la expresión.
El mostrador central había desaparecido. En vez de este mueble, habían instalado cinco mostradores pequeños, diseminados por todo el salón. Me recordó el supermercado de mi antiguo barrio de La Habana cuando dejó de tener razón de ser y los sesudos del Ministerio de Comercio Interior lo desmontaron todo y plantaron islas dentro. Quiero decir: desaparecieron los carritos de la compra y se eliminó el autoservicio. Instalaron dentro de una gran superficie el concepto de bodega. Con bodegueros incluidos. Hicieron varias bodegas. Vamos, una estupidez para darle contenido de trabajo a los mismos empleados que se echaban fresco con un abanico porque no tenían nada que vender. No es que aumentaran las ventas con el sistema de islas; sino que los sesudos se las ingeniaron para que se viera menos el vacío. Era la decadencia total. El supermercado de mi barrio –una zona privilegiada de la burguesía habanera de los años 50, del siglo XX, claro- se construyó a imagen y semejanza de los Minimax norteamericanos (Mínimo de precio y Máxima calidad, era el slogan). Y a principios de los 90 –del mismo siglo, claro-, el inmueble retrocedió en el tiempo: tomó la imagen y semejanza de los gallegos que llegaron en los años 20 –del mismo siglo, por supuesto-, con un lápiz enganchado en una oreja y las cuentas claras, a golpe de grafito ensalivado y papel cartucho. Uno de ellos inspiró el famoso Cha-cha-chá: El bodeguero.
Estuve un rato parado entre las islas de la farmacia de mi barrio actual, perdido sin saber adónde ir. Hasta que una joven me indicó que avanzara hacia ella. Su isla era un pequeño mostrador ovalado que sostenía una pantalla extraplana de ordenador –nunca supe dónde estaba el ordenador-, un teclado, un mause y el aparatito electrónico para cobrar con tarjetas magnéticas si el cliente no llevase el efectivo. Mi mayor asombro fue descubrir que las medicinas se solicitaban electrónicamente, desde la pantalla, y bajaban por una canal en espiral, discretamente empotrada detrás de cada isla. El techo era una maraña de poleas cruzadas y en movimiento, bastante silenciosas. Todo impoluto y nuevo, con olor a plástico. Se suponía que las cinco islas pudieran dar atención al público simultáneamente, pero eso no lo pude corroborar. Solo funcionaban dos a la hora que me personé en el lugar.
Le hice una broma a la chica:
-¡Qué cambio ha dado esto! Ahora, en lugar de un mostrador central, tienen islas...
-Eso depende de cómo se quiera ver- dijo entre dientes y de mala gana.
-Pues yo veo eso: un archipiélago.
La chica no comentó nada.
-Supongo que, aunque todo esté automatizado, alguna mano terrenal pondrá los medicamentos en los canales correspondientes-volví a la carga, incrédulo ante lo que estaba viendo.
-No, todo lo hace un sistema de robótica.
-¿Y el robot nunca ha enviado mal los medicamentos?
-Hasta ahora no. Este sistema es muy seguro. Son 7 euros con 40 céntimos- cerró el diálogo la farmacéutica joven y amargada.
Pagué con tarjeta. No me alcanzaba el cash. Comprobé mis medicamentos y todo estaba correcto. Miré de nuevo a mi alrededor y me pareció más insulso que cuando entré. Los pequeños mostradores simulaban tribunas diseñadas para la entrega de premios en un festival de cine o algo así: solo les faltaba el micrófono delgadísimo que ponen los diseñadores. La chica se veía ridícula y creo que ella lo sabía. Tal vez su cara de duelo cambiaría, cuando salieran de la fase de prueba . Antes de marcharme le pregunté:
-¿A qué hora se puede ver el funcionamiento pleno de todo esto?
No me respondió.


Febrero 2006

jueves, 15 de marzo de 2007

Lectura circular

La primera pregunta que uno se hace mientras lee el diario de Wendy Guerra es si ella todavía sigue allí. Cabe la posibilidad de que haya marchado, teniendo en cuenta que casi todos nos hemos ido. Es muy sugerente la perspectiva de alguien que anhela abandonar su país y no puede. Crea asfixia la situación estática del personaje que narra su vida con grandes saltos en el tiempo y todo sigue igual, excepto que sus amigos han emigrado. Ella está en una isla, lo cual, sicológicamente, agrava las emociones. Si ese libro hubiera caído en mis manos cuando yo vivía allí y comencé a pensar en salir, probablemente me hubiera hecho mucho daño. Hoy lo acabo de terminar, entre reproches de mi mujer que se afecta por extensión cuando leo testimonios sobre Cuba. Mi mujer me ha dicho que a esta casa no entra más un libro sobre mi país, porque no es menos cierto que me pongo serio mientras duran esas páginas, y decaen las posibilidades de desembarco en su cuerpo.
Es egoísta mi mujer cuando está en juego el sexo. Yo debería hacerle caso, pero prefiero torturarme con mis viajes astrales, desencajarme la cara por culpa del regodeo con mis memorias. Wendy Guerra me lo ha puesto fácil con Todos se van, su diario que acaba de publicar en Barcelona la editorial Círculo de Lectores. Lo curioso es que esta es la editorial preferida de mi mujer, a la que ha estado suscrita toda su vida, la que le enviaba a casa mediante un mensajero de carne y hueso los más recientes títulos, los libros de tapa dura y cómoda edición. Y digo más: hace unos días, mi mujer me llevó a las puertas de Círculo de Lectores, en Travessera de Gràcia, para que yo dejara mi currículum vitae en la recepción, porque ando buscando trabajo. No me han llamado para darme trabajo; lo que cayó fue el libro de Wendy.
Se lee rápido, porque tiene intriga y poca letra. Es un decir. Descubrí que en el diario de Wendy Guerra hay dos libros en uno: el que se cuenta y el que hay que leer entre líneas. Los dos me gustaron. Los dos me emocionaron. Es verdad que uno nunca sabe para quién trabaja. Yo volví a recorrer las calles de La Habana con la autora. Más que eso viví otra vez gran parte de ese tiempo que se fue sin darnos cuenta, que nos fue robado por la censura oficial que aún hoy embarga la isla. No es el embargo de Estados Unidos el que más afecta a la isla, porque al fin y al cabo no solo de pan vive el hombre. Es el rapto de nuestras propias vidas espirituales lo que más duele porque solo tenemos una vida, al menos desde la perspectiva materialista. Un país que ya acumula tres generaciones afectadas por la censura –por la autocensura como consecuencia- es una nación desestructurada.
Las páginas del diario de Wendy se basan también en la desestructura familiar. Ese ámbito es el primer círculo de referencia de un niño, y ella lo utiliza descarnadamente en su narración como eje paralelo de la asfixia provocada por el Estado. Afortunadamente no cae en el morbo, lo cual es bastante difícil de lograr. Su narración utiliza el estilo cortado y ahí está su carta de triunfo: que el interlineado vaya diciendo lo que todos suponemos pero que, escrito, desbordaría el lenguaje. Un libro autobiográfico engancha por el cuello al que vivió esos años en aquella isla y no la suelta, pero este diario es mucho más que una nación y que un contexto histórico: es la memoria existencialista de una niña, primero, y una joven, luego, cuya sensibilidad la atormenta. Es un clásico femenino universal que aquí está matizado por una fina ironía que se burla, sin ofender, de todo y de todos. Me encantó lo bien balanceados que están los tintes superdotados de la autora con respecto a la otra cara de la moneda que es el matiz directo, elemental. El libro es una bofetada elegante a la represión. Se sirve de la aparente ingenuidad para denunciar el acoso político. Hay muchos nombres que me recuerdan momentos, nombres que incluso cualquiera de nosotros que somos de la segunda generación afectada conocemos de cerca. Wendy sabe eludir la chismografía. Creo que por razones estéticas –y, de paso, éticas-, y se lo agradezco inmensamente. Un nombre mal puesto o puesto con pelos y señales sería venganza, y creo que no se trata de eso, por mucho que los episodios la provoquen. En España se diría que la autora es una chica lista. En Cuba se hablaría de que es un filtro. Y nunca mejor dicho: lo que ha procesado en Todos se van es el dolor de la adolescencia que a todos nos pesó tanto, por imaginar que escapábamos desde fechas tan tempranas.
Escapar fue un juego que terminó siendo verdad.
Yo sé que Wendy Guerra aún vive en la isla porque en este planeta todo se sabe. Sé que estoy en Barcelona porque me veo y toco, como diría el poeta, y sé que algún día regresaré. Aunque le he pasado el libro a mi mujer, puntualizando que hay capítulos eróticos interesantes, no dejo de entender que lo que mi mujer hace es protegerme. Pero somos suicidas vocacionales. Esta lectura me ha provocado el viaje al revés, hacia la isla, y ahora, por muchas razones ajenas a mi voluntad, mi cuerpo no puede regresar.


Marzo 2007

miércoles, 14 de marzo de 2007

Una boca de metro más

Aunque hayas resuelto todos tus problemas, hagas borrón y cuenta nueva, comiences a remontar, te cortes el pelo radicalmente, cambies de lugar los muebles de tu habitación, compres un ambientador con difusor eléctrico, te pases de la dieta sólida a las verduras, permutes los zumos industriales por los de naranja natural, desaparezcas el pijama que dejó ella en tu casa, abras una cuenta verdaderamente de ahorro, e incluso continúes escribiendo, si la melancolía te ataca no te queda más remedio que asumirla. Hubo un poeta-cantor que nos traicionó a casi todos y que, sin embargo, dio en el clavo con una simple exclamación, en acción titular y creo que haciendo galas de una de las expresiones más sintéticas que he encontrado en la vida: “¡Oh, melancolía!”. Supongo que después de decir esto no hay que agregar nada más. Quizá la música, que es un hecho abstracto y unas veces empaña y otras se pasa de oportuna. Pero estas líneas no llevan banda sonora. La tengo yo ahora adentro recordando al bardo-traidor, y la tarareo desde esta mañana en que sentí demasiado aire dentro sin saber cómo expulsarlo para no morir en el intento. Y continué caminando de frente al sol por unas ramblas minúsculas de L’Hospitalet, intentando no recordar la luz y el olor de La Habana por estas fechas, y, de tanto apartarme, la melancolía se resistió y se convirtió en agua, y se escapó rápido por debajo del cristal de las gafas oscuras. Es inevitable. Cuando es invierno, acompañas a una mujer a las siete de la mañana, una mujer que corre hacia su trabajo, como tú, una mujer que ha dormido contigo, pero no toma el suburbano, y te dice que por qué avanzas una boca de metro más, es una buena señal para empezar a dejarlo todo. Así fue como comencé a dejarla, y hoy radicalicé el propósito, por muchas otras cosas. Me escribió un mensaje SMS que decía que yo sólo buscaba compañía. Le respondí que, gracias a su compañía, me diagnostiqué el Síndrome de Ulises, porque, sin darme cuenta, intenté encontrar mi Ítaca en cada una de sus curvas. Lo dije por despecho, claro. Su sarcasmo no tardó en llegar: “¡Cuídate la coronaria!”. Y tenía razón. Ese músculo se resiente cuando tu novia te pregunta por qué avanzas una boca de metro más.

Enero 2006

martes, 13 de marzo de 2007

Asalto a Caprabo

Mi primer telediario de la mañana, sobre las siete o siete menos cuarto, anunciaba un hecho curioso. Yo estaba medio dormido, de camino a la ducha, corriendo, como siempre, cuando escuché que el entrevistado, un chico joven, desde la puerta de un supermercado, decía lo siguiente:

-Me puso un revólver en la sien y se le cayeron las balas. Las recogió una a una lentamente y volvió a cargar el arma. Cuando retornó a encañonarme, me exigió que le llevara una botella de cava y algo de jamón para picar.

Me pareció un tanto peliculero aquello de que el ladrón, a mano armada, tuviera tiempo de degustar dos productos españoles –uno auténticamente catalán. Hasta que el presentador del noticiero dijo que, mientras tanto, Dieguito el Malo tenía otros ocho rehenes en la bodega del supermercado. No tardé en recordar el personaje. Hacía no mucho tiempo había visto precisamente en la televisión a un hombre flaco, muy elemental, firmando ejemplares del primer lanzamiento de un libro suyo que narraba cómo él mismo se había fugado, junto con otros 44 reclusos, de la prisión Modelo de Barcelona, por los años 70. Me pareció insólito que un ex convicto de larga trayectoria (había estado más de la mitad de su vida entre rejas y la otra mitad en búsqueda y captura) luciera tan pintoresco y tranquilo, rodeado de periodistas y curiosos. Todo un héroe moderno, pensé entonces. El libro de marras relataba –relata- la famosa fuga por los subsuelos de Barcelona y la salida a la superficie a través de una tapa de alcantarilla, incluyendo la preparación del evento. Corroboré dos cosas: lo que todos sabemos: que las leyes son demasiado flojas, por un lado, y por otro que los programas mediáticos necesitan de vez en cuando personajes delictivos envueltos en un hálito inofensivo, sin alta peligrosidad, para decirlo de otra manera. Dieguito el Malo –así comenzó a llamarle la audiencia sucesivamente- estaba prófugo una vez más, y entró en un juego con las cadenas de televisión mediante el cual él conseguía notoriedad y cierto perdón popular, y, por su parte, las televisoras ganaban índices de audiencia. Llegó un momento en el que la policía no daba con Dieguito el Malo, mientras éste aparecía en la pequeña pantalla esporádicamente informando que se encontraba bien de salud, pero que necesitaba atención para sus hijos. Estamos hablando de un hombre de unos 40 y pocos años, con acento andaluz, ojos nerviosos y peluca según la ocasión. Llegó a reconocer públicamente que el quid de la cuestión estaba en cambiar de ciudad cada cierto tiempo.
Todo lo anterior lo recordaba perfectamente cuando reapareció Dieguito el Malo en las noticias matutinas de la tele nacional, y reapareció en Barcelona. La simpatía que incluso llegué a sentir alguna vez por él se fue a bolina de repente cuando pensé en la posibilidad de que el supermercado que había asaltado la noche anterior fuera el centro de trabajo de la muchacha rubia con la que yo salgo últimamente. Ella está empleada como charcutera de un Caprabo en la calle Ganduxer, muy cerca de la avenida Diagonal, en la zona de clase alta de Barcelona. Tuve la corazonada, no sé por qué; quizá porque alguna vez soñé con vivir con una charcutera lejos de aquí, en Andalucía, y me veía respirando entre la pasión y las hojas cortantes. Un sueño trunco que ahora, por haber presagiado con tanto interés un tipo de mujer rubia y de pechos frondosos, la vida me lo había hecho posible. O tal vez tuve la corazonada de que mi charcutera real podía estar en peligro porque se hace sentir como su nombre: Adoración.
Los informativos dicen que el hecho ocurrió en tal barrio, o simplemente en tal ciudad, sin ofrecer el nombre de la calle. Y lo hacen, supongo, para evitar el morbo que producen las descripciones detalladas de ciertos acontecimientos policiales, y también, por motivos de seguridad de la investigación científica, para proteger el entorno donde ocurrió la acción. Pero esta vez dieron la ubicación: era en Ganduxer, casi al tocar la Diagonal. No hubo víctimas mortales ni heridos. El especialista en negociaciones de la policía secreta había logrado convencer al asaltante para que soltara algunos rehenes, mediante un altavoz. Así hizo el legendario atracador y aprovechó la oportunidad para camuflarse con peluca entre los liberados. Lo detectaron enseguida. Imaginé, no obstante, a Dieguito el Malo atemorizando a mi novia, y ella, que verdaderamente es de armas tomar, blandiendo un cuchillo sin soltar prendas, o sea: sin entregar el ibérico de pata negra. Quise con todas mis fuerzas que Adoración se hubiera dado cuenta de que se trataba de un fullero mediático, que lo mejor era seguirle el juego y olvidar su dignidad como mujer íntegra y profesional. Preferí pensar en la pura lógica: Dora se dio cuenta de que las balas son más rápidas que el estilete, y se entregó. En fin: no tenía más opción avanzada que llamarla por teléfono. El asalto ocurrió sobre las nueve de la noche, hora de cierre y contabilidad. Dora había dormido conmigo la noche anterior a la incursión de Dieguito. No habíamos vuelto a hablar. Tomé el aparato y marqué su número. Su móvil estaba desconectado o fuera de cobertura, dijo la voz de Movistar. Quizá lo hubiera apagado antes de acostarse a dormir, para no ser interrumpida por algún amigo curioso luego de una noche tan agitada en la comisaría. Eso calculé y por fin me metí en la ducha.
La preocupación crecía en mí. Los periódicos gratuitos que encontré por el camino, a la salida del metro, solo daban una nota escueta, pillados por la hora del cierre. Uno de los diarios incluía una foto de archivo de Dieguito el Malo. Lo miré esta vez diferente, con rabia, asustado, furioso por solo existir la posibilidad de que le hubiera puesto la mirada encima a Dora, esa mujer de ojos brujos que asalta mi cuerpo en días alternos, que me besa con toda su piel hasta sumergirse en mi cóccix con una calidez tan tremenda que nadie lo hubiera imaginado si solo se le calcula detrás de un mostrador. Volví a llamarla a la salida de la estación de Pubilla Casas y la voz del contestador me dijo lo mismo. Avanzó la mañana, en medio de elucubraciones. Cada vez sentía más rencor por aquel hombre flacucho que se antojó de planificar un rapto en ese y no en otro supermercado, aquel tipo físicamente común, cleptómano, aventurero, trasformista y oculto en la muchedumbre. ¿Por qué no regresó a Andalucía? ¿Por qué no se retiró a tiempo, como los grandes deportistas, si ya tenía publicadas sus memorias de la fuga de su imaginaria Alcatraz? ¿Por qué no eligió una noche en la que Adoración estuviera prendida de mis cabellos con manos firmes como quien bien sabe amar las cosas de la vida con igual entrega y distinto tratamiento, en dependencia de los cuerpos presentes?
A media mañana conseguí una radio portátil pero no decía nada nuevo. Volvían a entrevistar al mismo joven de la televisión que repetía lo mismo. Se le notaba bastante nervioso. Casi no podía articular las palabras. Con todo el humor que pudo haber cargado la escena, pues a ningún delincuente que no sea Dieguito el Malo se le ocurre pedir una botella de cava, frío, para tomarlo entre todos, el chico debió pasar unos terribles instantes con el cañón helado por encima de la oreja. El teléfono de Dora seguía fuera de servicio.
Cuando salí del trabajo a la hora de la comida, enfilé hacia la calle Ganduxer, con el estómago batiendo de vacío, seguramente por varios factores a la vez. Tomé el tranvía nuevo y me bajé en la última parada, en la rotonda Francés Macià, antiguamente llamada Calvo Sotelo. Durante el trayecto hasta la puerta del supermercado imaginé varias cosas: que el establecimiento estaba cerrado y tomado por la policía; que los capitalistas no pierden dinero y un día como ese, contrariamente a lo que uno pudiera sospechar, se producirían grandes ventas; que todo iba a estar como un día normal pero con policías dentro disfrazados de paisano. Pensé en comprar algo para no levantar sospechas. Revisé mi billetera y no llevaba dinero. Llegué por fin a la puerta y atravesé el umbral con gran resolución. Nunca había estado allí. En breves instantes tendría la primera visión de Dora con uniforme de trabajo, tal vez con un machetín en la mano derecha. Miré panorámicamente. La charcutería quedaba justo al final del pasillo central. La divisé de lejos. A ella. Dora me intuyó y levantó la vista. Se quedó muda. Siempre hemos tenido bien delimitados los espacios íntimos y los laborales. Me acerqué como un cliente cualquiera y pregunté:
-¿Estás bien?
Dora asintió con la cabeza. Tenía una pieza en forma de bola debajo del cuchillo, una pieza grande. Entonces suspiré lentamente y continué:
-Has tenido suerte con Dieguito el Malo, mi amor. He intentado comunicarme contigo desde que supe de la noticia, pero me responde una máquina automática.
-Perdóname, pichón. Tengo por costumbre desconectar el móvil cuando entro al trabajo y hoy, casualmente, me tocaba el turno de la mañana. ¿Estás bien tú?
-Ahora sí. Me levanté con la voz de un compañero tuyo que decía que el ladrón le apuntó a la cabeza. Luego, a los pocos minutos, supe que la escena había ocurrido aquí mismo. Por un instante te imaginé forcejeando con el asaltante. Menos mal que la noticia tenía un colofón feliz.
-Algunas compañeras están bajo atención psiquiátrica en estos momentos.
-¿Sabes por qué Dieguito eligió este supermercado, con tantos que hay en la ciudad?
-No, ni siquiera he tenido tiempo de pensar en eso.
-Ya lo sabremos. Ahora me voy, no te interrumpo más. Te quiero.
-Nos vemos luego. Yo a ti también...
Giré en redondo y salí por al lado de una caja que no tenía mucha cola. No sonó la alarma. Respiré más tranquilo y me fui a comer a casa.
Pasé el resto del día pensando en por qué Dieguito el Malo puede publicar sus memorias de la cárcel y yo no las mías de las calles de Barcelona. Sin que una cosa sea excluyente de la otra, claro está. He aprendido que hoy en día muchos asuntos insulsos pueden convertirse en impactos editoriales, como las semblanzas de la exmujer de un torero o de un político, o de un artista, o quien sabe si hasta las de la ex cónyuge de un fugitivo. Dora me visitó entradas las diez de la noche. Tenía libre el día siguiente. A esa hora ya habían pasado la tercera edición del telediario. Le volví a preguntar, abrazándola, si sabía algo nuevo sobre la elección del súper de Ganduxer por parte de Dieguito el Malo. Movió la cabeza negativamente.
-Yo sí- le informé-. Acaban de dar la noticia de que el chico que parecía que tenía un boniato atragantado, el que fue encañonado para amedrentarlo, para que fuera a la estantería por una botella de cava y también a tu puesto por un jamón, ese chico era cómplice de Dieguito el Malo. Acaba de cantarlo. La policía revisó los videos de seguridad y halló movimientos extraños en él, además de contradicciones en su declaración. Lo presionó y al final el muchacho dijo la verdad.
Dora se quedó pasmada. Me comentó que había sentido pena por él por el estado psicológico en el que había quedado después de resultar el rehén principal.
-Todos lo abrazamos, los ocho restantes, incluso lo felicitamos por no haber aceptado la locura de hacernos brindar con un maleante. Después de esto sólo podré confiar en ti, pichón-, me aseguró registrando mis muslos y mi entrepierna, con manos ágiles.
-Y yo en ti, mi amor-agregué arrastrándola hasta el dormitorio-. Siempre tuve la sospecha de que Dieguito el Malo es un cerebro infantil que en esta ocasión quiso hacerse de una cesta de navidad y tal vez de una estufa eléctrica para pasar estos tres meses de invierno que tenemos en las mismísimas narices. ¿Venden electrodomésticos en Caprabo?


Noviembre 2005