jueves, 27 de mayo de 2010

Peder los papeles no es nada diplomático



Por una parte, dentro de Cuba, el gobierno parece dar señales de suavizar la tensión: Hace unos días, Raúl Castro se reunió con la cúpula eclesiástica de la isla al menos parar escuchar a los prelados. Éstos, sin que se dijera claramente en la prensa oficial, hacían de mediadores entre la disidencia para que liberen de una vez y por todas a los prisioneros de conciencia, y de esa manera terminaría la huelga de hambre que realiza el opositor, ahora en libertad, Guillermo Fariñas.
De otro lado, los diplomáticos acreditados en diversas latitudes comienzan una cacería de brujas documentada con fotografías tomadas a los manifestantes cubanos en el exilio. Esas imágenes, según se ha podido comprobar recientemente, ingresan en un banco de datos del Ministerio del Interior para tomar represalias con los que afuera se manifiestan abierta y pacíficamente.
La cónsul general en Oslo, Carmen Julia Guerra, cámara en mano, ha tenido la osadía de salir de los límites de la embajada para desempeñar el papel de policía en un país donde no le corresponde hacerlo. Todo devino en un espectáculo lamentable que le ha dado la vuelta al mundo. Atacó a una muchacha quien, desde la acera de enfrente, filmaba la manifestación. La cónsul intentó arrebatarle la filmadora y como la joven se resistió, no solo la insultó con palabrotas obscenas, sino también la mordió en una mano.
¡Un diplomático mordiendo a un ciudadano en plena calle!
Como si fuera una vikinga, una bárbara tal cual aquellos conquistadores escandinavos, depredadores que usaban la fuerza brutal para reducir a su adversario.
El video lo muestra claramente. La mujer cruza la calle como si estuviera al mando de la policía antidisturbios, y forcejea con Alexandra Joner, una conocida modelo y bailarina nacida en Noruega aunque hija de cubanos. La televisión ha tomado cartas en el asunto por la envergadura y rareza de los hechos. La mordida humana, según explican los médicos, es incluso más peligrosa que la de un animal doméstico, por lo que Alexandra está bajo tratamiento de antibióticos y fue vacunada al momento.
Mi amigo Ketil Falch, periodista noruego a quien conocí en La Habana hace unos quince años, me ha descrito en Facebook todos los detalles del suceso, que en estos días ocupa la atención de los medios de prensa locales. “Como bien sabes”, me explica, “los diplomáticos en el extranjero tienen inmunidad, y no es posible para las autoridades noruegas abrir un proceso contra la cónsul, casada con el embajador cubano. Pero el ministro de asuntos exteriores, Jonas Gahr Store, se ha empleado especialmente en este caso, aunque todavía no quiere concluir porque va a esperar el informe de la policía. El ministro está muy enfadado porque el embajador cubano, Rogerio Santana, describió como un “insecto” y político bananero a Jan Tore Sanner, un destacado miembro de la Asamblea Nacional de Noruega (Stortinget) que pertenece al partido conservador Høyre y quien ha dicho públicamente que en Noruega no se acepta que los diplomáticos ataquen a manifestantes tranquilos y que la cónsul, por tanto, es indeseada y debe ser enviada a su país”.
Ahora resulta que la embajada cubana envió este martes una carta a la Asamblea Nacional de Noruega con seis fotos en las que, según ellos, se ve a los manifestantes cómo atacan a la cónsul. Intentan darle la vuelta a la tortilla, cuenta mi amigo Ketil, pero la película tomada por Alexandra Joner muestra otra historia.
Veamos cómo termina este desagradable episodio y si las autoridades de la isla tienen algo que decir. Ha sido un capítulo más del hostigamiento al que somos sometidos los cubanos que decidimos marcharnos del país y nos manifestamos abiertamente a tenor de las represalias. Lo que sí queda claro es que la vieja dictadura militar no soporta la democracia.


En la imagen superior, la joven de 19 años Alexandra Joner.

martes, 25 de mayo de 2010

El príncipe de San Leopoldo



No apostaron por él como creador de softwares y el mundo ganó en cambio un excelente humanista

Cualquiera diría que es un tipo mimado.
La verdad es que se ha ganado bien el cariño de mucha gente; amigos que sembró desde el instituto del Vedado –se coló allí para poder conocer a los más forofos de la FM norteamericana de los años 80-, hasta los que sigue conquistando día a día con sus “pasos perdidos”. Debemos decir, sin temor a equivocarnos, que pocos en La Habana no conocen a Joaquín Borges -Triana, el cieguito maravilloso más musical después del legendario Arsenio Rodríguez.
Se ha pasado su vida entera –casi cincuenta años largos- soñando por la oreja, una frase genial con la que bautizó a su columna del periódico Juventud Rebelde. Si la vida lo quiso invidente, al igual que Arsenio, quien, según dicen, nació en el mismo instante en que cayó del cielo una piedra de rayo, Joaquín lo aceptó todo sin reproches explícitos. Incluso, porque le encanta bromear, a cada rato dice que él es un ciego que lo ve todo muy claro. Intuición, desde luego, le sobra para regalar.
Lleva ya muchos años haciendo periodismo musical. Nadie como él conoce los entresijos del rock cubano, ese patito feo tan desconocido fuera de nuestras fronteras como necesario dentro de ellas, ya que el género ha sido una válvula de escape, más allá de la adrenalina propia de los años mozos, para servir de colchón a una estética denostada por la oficialidad y luego convertirse en un interés oportunista del Estado. El rock cubano ha sido traicionado muchas veces y, de alguna manera, además de la única madrina que tuvo (María Gattorno), y del investigador y hombre de radio Humberto Manduley*,ha sido Joaquín su soporte académico si es que se pudiera denominar así. También lo ha hecho últimamente, para no pecar de excluyente, el director andaluz de cine Benito Zambrano.
Después de muchos años sin vernos –siempre se me olvida que Joaquín es ciego-, nos acabamos de reencontrar en Barcelona, como parte de un periplo peninsular en el que todavía está metido en el momento de escribir estas líneas. Su sonrisa eterna se ha visto eclipsada por un trágico accidente ocurrido hace unos días en el metro de Madrid, del que fue víctima una muchacha también invidente, amiga y ex alumna suya. La vida otra vez lo golpea y se empeña en aguarle la fiesta al mulato más noble y tolerante que he conocido. Aún así, hubo tiempo de conversar tranquilamente en una de las terrazas de los alrededores de la Sagrada Familia. Venía dejando Sevilla, donde acaba de presentar su más reciente volumen, La luz, bróder, la luz (Canción Cubana Contemporánea), editado por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau en el 2009. De Barcelona saltaba a Alicante–en tren, es fanático de los trenes-, y de ahí a Madrid, cómo no, a la noche de los bares musicales de la ciudad más noctámbula del mundo. Lo dejé en la estación de Sants en manos de una guapa azafata que se encarga de los discapacitados. Cuando se enganchó al brazo de ella, automáticamente “me olvidó” y comenzó a contarle al oído una parte de su vida, recuperando esa sonrisa amable que engatusa al menor descuido. Ahora Joaquín está libre como el viento y pretende dejar su huella en la geografía de nuestros ancestros.
Por el camino, le pedí permiso para entrevistarlo, un plano que se me hacía extraño después de haber estado juntos infinidad de veces en los palcos de prensa de La Habana. Este es el extracto de la conversación con el príncipe de San Leopoldo, uno de los barrios más peligrosos de la capital cubana, donde Joaquín se mueve como pez en el agua.

-¿Cómo percibe un invidente, fuera de su país, todo lo que está a su alrededor?
-A través de sus amigos (se ríe). A través de las vivencias y de las descripciones de sus amigos. Pero, igual que en donde uno vive habitualmente, apelamos al sentido olfativo y táctil y esto sin lugar a dudas nos ofrece una información muy importante. (Joaquín está tratando de imaginar en este momento el entorno de la plaza de Sants, después de preguntarme cómo son los edificios).
-Sentir las diferencias a través de España…¿Se nota un cambio de aire en las distintas regiones?
-La experiencia de estar sentado en el malecón de Cádiz me transportó fácilmente al Malecón de La Habana, aunque el olor fuera diferente. (Vuelve a sonreír. Señal de que va a lanzar una broma). Ahora bien, inevitablemente me he centrado en las comidas, en la inmensa gastronomía española tan diferente en un lado y otro. (Su rostro vuelve a dibujar una sonrisa).
-¿Cómo has percibido el metro, su ámbito en general?
-En el caso de Barcelona me parece que está muy bien diseñado para que las personas mayores, los discapacitados en general, puedan bajar al andén perfectamente por los grandes recursos de accesibilidad que hay. Los vagones también son muy accesibles y confortables. Uno percibe que este es un metro muy moderno y responde a todas las necesidades al menos para mí.
-¿Crees que el accidente de Danays se debió solamente a la fatalidad?
-Yo no pienso en esos términos de fatalidad, suerte y esas cosas…La vida es como es y nos da muchas sorpresas. Ahora bien, siempre uno tiene que buscar en todo la relación causa/efecto. No conozco el metro de Madrid, su disposición tecnológica, pero en todo esto, además de los problemas técnicos que pudieran imputarse y que ya se verán en el proceso de investigación, creo que también hubo falta de solidaridad por parte de las personas. Estoy acostumbrado a la solidaridad, a que cuando me paro en una esquina siempre aparece alguien que me ayuda a cruzar la calle. La gente se da cuenta cuando alguien es ciego; más en el caso de ella que es ciega total, que va con bastón. Por esto creo que, más que fatalidad, lo que hubo fue ausencia de solidaridad.
-¿Qué sentimiento provoca en ti el hecho de que la gran mayoría de tus amigos y colegas se hayan marchado del país?
-Mucha nostalgia. En estos días tuvimos un encuentro con viejos amigos. Allí afloraron las memorias de 32 años, porque una las personas presentes la conozco desde hace ese tiempo. Fue como revivir todo aquello y pasar una película muy rápido. Hay mucha nostalgia de momentos en los que fuimos muy felices. Siempre digo que, donde nos reencontramos, existe una isla posible. Hoy en día existe, por los imperativos de la vida, una Cuba políglota, trasnacional…
-¿Y esta Cuba, a tu modo de ver, es articulada o desarticulada?
-Hay de las dos. Eso depende de cada persona. Yo he logrado mantener comunicación con mis amigos que están en todas partes del mundo. El ciberespacio nos ha acercado a todos, nos ha unido.
-¿Y cómo logras comunicarte con ellos si en Cuba internet todavía sigue estando en pañales?
-Es cierto. Las velocidades de conexión son extremadamente lentas, pero, por suerte, los periodistas que trabajamos en los medios tenemos asignados por el propio estado una conexión a internet en nuestras propias casas; cierto que con tecnología muy atrasada. Esto nos permite estar vinculados a los blogs, estar al tanto de lo que va aconteciendo. Las fronteras en el mundo se van terminando ya: Cuba puede estar en un ático en Barcelona, en un pueblito como Aguada de Pasajeros, en Tokio o en Sevilla. Esa es la Cuba que quiero y comparto. Con mis amigos dispersos vivo en esa Cuba.
-¿Cómo has logrado sobrellevar el fenómeno de la censura incluso escribiendo una columna de música?
-La censura está en todas partes; el que ejerce el poder económico establece su tipo de censura porque el que paga manda. Los niveles de permisibilidad van a estar a tono con los intereses del poder. Más de una vez la censura me ha tocado…
-¿Justificada o injustificadamente?
-Pienso que la censura siempre es injustificada. Pero admito que son las reglas del juego…El quid está en cómo el creador trata de inventarse las mil y una formas posibles para sortear esa censura, ese obstáculo, y el nivel de riesgo que cada persona quiera asumir. En ese sentido me ha ido bien. A veces la gente se sorprende hasta dónde yo he podido publicar determinados textos sobre artistas que están fuera de Cuba. También hay realizadores en la radio que han tenido la misma actitud que yo. Yo trato de forzar los límites porque es peor la autocensura.
-¿Cómo es que un invidente decide estudiar periodismo siendo la observación, si no la primera, una de las principales herramientas de trabajo?
-Yo quería estudiar Sistemas Automatizados de Dirección y el Ministerio de Educación Superior no me aceptó, aunque tenía los puntos académicos para ello. A decir verdad, no di la batalla. Tengo un amigo que sí la dio y estudió la carrera al año siguiente. Hoy en día está dirigiendo los sistemas informáticos del metro de París…
-¿En el metro de París? ¿Cómo se llama este hombre?
-Ibrahím Bless. Hizo su doctorado en la Complutense de Madrid. Yo, contrariamente a él, no di la batalla y me puse a estudiar periodismo. El periodismo ha desarrollado otras formas de observar, como el tan mencionado sexto sentido tan difícil de definir. He sido reportero. Cubrí distintas esferas. Yo llego al periodismo cultural incluso habiendo pasado por el periodismo económico. Hoy con la ayuda de la tecnología de la información y la comunicación es mucho más fácil. Existen programas lectores de pantalla ideados para ciegos.
-¿Cómo lograrás ordenar en tu mente tantos kilómetros recorridos en España?
-He ido tomando notas, en braille, de muchas impresiones. También apelo a la memoria, algo fundamental para el periodista. Esto me permitirá reconstruir el viaje. El viaje no es solamente visual. No hay nada mejor que llegar a los lugares emblemáticos y respirar el aire que hay allí; comer estas comidas, participar de estas discusiones de estos días; necesitamos el reencuentro físico y no solo el emocional.
-¿Has sentido energías diferentes aquí, o son insignificantes?
-He sentido mucha energía positiva. Ha sido un proceso de enriquecimiento total. He salido de Cuba once o doce veces pero nunca había venido a España. Cuando el cubano pueda viajar libremente habrá menos cubanos que quieran marcharse.
-¿Has encontrado iguales a tus amigos o muy cambiados en su forma de ser?
-Después de cerca de veinte años en algunos casos, hay gente que ha perdido sus esencias y ha perdido el rumbo. Otros que no, otros que de algún modo siguen viviendo en Cuba.

Foto del autor
Joaquín también participa en un blog sobre música, CONcierto Cubano. Aquí se le ve en el metro de Barcelona.
Nota: *Humberto Manduley es autor del libro El rock en Cuba.

jueves, 20 de mayo de 2010

Los extremos de la noticia



El amarillismo, la crónica roja y la ausencia de color

Hoy hablé por teléfono con un amigo cubano que está de visita en España. Es invidente y, no por casualidad, conoce a la muchacha que hace unos días, desgraciadamente, cayó a las vías del metro de Madrid. Mi amigo está consternado, como es lógico. Pero sobre todo está sorprendido con el tratamiento de la noticia en los medios españoles.
Los que vivimos aquí desde hace algún tiempo pudiéramos decir que estamos acostumbrados a enterarnos de todo, incluso de lo que no nos incumbe o de lo que nos hace sufrir en la lejanía de un escenario de impacto social, en la distancia del hecho en sí mismo. Uno está almorzando con el televisor encendido y, lejos de acompañar la comida, la guarnece con un bloque de sucesos entreverado inteligentemente con los despachos políticos y económicos. El fallo está en almorzar con la tele puesta. Eso lo sabemos y, sin embargo, somos reincidentes.
Hay telediarios menos sangrientos que otros. También, da la “coincidencia” de que éstos son los más anodinos, lights o como se quiera llamar en el tratamiento de la noticia. Esto quiere decir que estamos consumiendo altas dosis de crónica roja diariamente y sin que apenas nos demos cuenta. ¿O es que nos hemos acostumbrado a que lo que fue un eslabón perdido en nuestra formación en Cuba sea ahora tan cotidiano como cepillarse los dientes?
En la isla, con aquel gobierno medio centenario y paternalista, no nos enterábamos de nada. Nunca o casi nunca veíamos un muerto en televisión. Y, en la vía pública, para ver un herido hay que coincidir con el minuto exacto en el que ocurre el fatal accidente, porque enseguida cualquier automóvil se lo lleva al hospital. No pocas veces al herido lo traslada el propio coche causante o implicado en el atropello. En los países del denominado primer mundo no sucede así. Aquí el cuerpo yace en el suelo hasta que lleguen los servicios médicos y esto puede tardar un cuarto de hora o más. Con casi 45 años que tengo, fue aquí donde vi por primera vez una persona inerte en el suelo de una calle. Un espectáculo tremendo que hirió y hiere a cada rato mi sensibilidad.
Esto es un problema prácticamente de crianza. No quiero decir que los ciudadanos nacidos en este primer mundo sean insensibles; lo que trato de aclarar es que llevan una coraza especial de la cual, de momento, nosotros carecemos.
Cuando se dio la noticia de que la joven cubana, músico e invidente, había sido arrollada por un tren y había perdido un brazo, ese mediodía mi mujer me encontró con una cara absolutamente desencajada. Me preguntó qué me pasaba y le dije que nada. No quedó conforme e insistió. Entonces le conté. Me pidió, por favor, que no me tomara como mías todas estas desgracias, porque me iba a enfermar. “No quiere esto decir que no te duela”, precisó, “pero trata de relativizar porque en realidad no puedes hacer nada”.
“Es imposible”, contesté. “Es algo que va conmigo, con mi personalidad. Es algo que viene de muy atrás”.
Durante todos estos años en España he tratado de distanciarme de los hechos de sangre que emite la televisión y lo había logrado bastante hasta ahora. No conozco personalmente a la muchacha, pero sabía que mi amigo invidente estaba aquí y se enteraría de esto y establecí mentalmente un sinfín de líneas de conexión que, en efecto, resultaron reales. Hoy mi amigo estaba hecho polvo. No entendía el tratamiento de la noticia, el detalle recabado hasta con lupa, el morbo alrededor de la vida privada de ella, el seguimiento a pie de quirófano de los medios de comunicación peninsulares.
Son dos conceptos diferentes –no se lo expliqué por teléfono pero lo conversaremos en breve cuando nos encontremos-; uno es el silencio absoluto de la prensa cubana, en cuyo papel parece como si no sucediera nunca nada y en realidad sí sucede, y el otro es el de la crónica roja que alimenta los contenidos de periódicos, radios y telediarios. A veces se nos olvida que hay periodistas destinados en la sección de Sucesos y de eso viven, que tienen que competir con sus colegas para llevar más rápido la información e incluso “dar el palo periodístico”, como se conoce en el argot profesional. Hasta dónde cada medio de prensa es capaz de hurgar en la intimidad de una persona, esa es cuestión ética que aquí no está regulada.
Ahora bien: Muchas veces me he preguntado si lo tomaría en caso de que alguna vez me ofrezcan un puesto en la sección de Sucesos. Mi respuesta siempre ha sido negativa, incluyendo un puesto en la denominada prensa Rosa, pero valdría aclarar que esto es lo que pienso hacer y no lo que absolutamente haré, porque una cosa es cavilar en la distancia y otra muy diferente enfrentarse a un puesto real.
El triste episodio ocurrido a esta chica que probablemente no pueda tocar más la guitarra me tiene hace días triste, muy triste. He cerrado los ojos una y otra vez para tratar de sentir su espacio. Me duele mucho comprobar que las personas en el denominado primer mundo son tan individualistas en sentido general. La gente está metida en sus problemas y además está segura de que los discapacitados físicos lo van a hacer todo bien. Así que los dejan a su aire, no los siguen con la vista, los dan por seguros y así se ahorran un problema.
Esta triste noticia informa entre líneas –no sé si algún periodista lo habrá dicho explícitamente- que hay que estar por ellos, ya sea en la distancia para que no se sientan subestimados pero hay que estar por ellos.
Albergo la esperanza de que, con tanta inmigración, las costumbres se mezclen y el resultado sea mucho más altruista de lo que ahora es esta sociedad.

Imagen tomada de la televisión
Nota:
Según el portal de asuntos cubanos Penúltimos Días, se ha abierto un número de cuenta bancaria para realizar donaciones benéficas a Danays Bautista Bruzón. El número es 2077 0905 353100214239 y está a nombre de la Asociación Cultural Yemayá. La joven se encuentra en politraumatismos del Hospital madrileño Gregorio Marañón y su pronóstico es grave, aunque está estabilizada por vía artificial.

Ciudad tomada por los hinchas



Por los pasillos del metro de Barcelona cantaban a coro y, los varones, piropeaban a las muchachas que iban en sentido contrario. No es usual: Aquí, excepto los albañiles a viva voz desde los andamios, nadie se mete con nadie. Pero ayer los hinchas del Altético de Madrid, sobre todo éstos, estaban desbocados desde primera hora de la mañana. Viajaban en los vagones del metro vestidos con la camiseta de su equipo, con la marca automovilística KIA delante. Rojo y blanco en rayas verticales que incluso, como se muestra en la foto, la tela sirvió de falda a alguna mujer.
Los seguidores del Atlético de Madrid estaban envalentonados desde que su equipo ganara una importante posición recientemente en Hamburgo. Ayer se decidía la final de la Copa del Rey, un partido que enfrentaba a los atléticos con los sevillanos. Es cierto que vinieron más de los primeros, ya sea porque en el AVE o por carretera lo tienen más fácil que los otros, o porque, como decíamos, estaban alterados últimamente.
El trasiego de rojiblancos me recordó las concentraciones de ingleses en esta ciudad cuando se discute un partido importante. Cerveza en manos –grandes jarras- desde que alborea hasta que termina el juego. Turisteo en grande con sombreros mexicanos encima (¿qué tendrá que ver México en todo esto?); cortejo salpicón y a veces hasta simpático con todo cuerpo femenino que se mueva en un radio de dos metros de distancia. Alegría y tono subido para esta ciudad cuya rutina y densidad de población hacen una combinación bastante mustia, estresante por gusto.
Entraban a los bares de los alrededores de la Sagrada Familia como mismo hacen los visitantes británicos, con la cara y los brazos y las piernas desconectados de la seriedad. Pude hablar con algunos altéticos mientras me tomaba un café. Estaban tan seguros de que ganarían por la noche que llevan la actitud de quien celebra por adelantado. Esa arrogancia es concerniente a las personas que lo dan todo por una ilusión, capaces de deshumanizar un escenario natural para convertirlo en un santuario, en un tema prácticamente religioso.
A eso de las ocho -¡pobre del que tuviera que viajar en metro hacia o desde el trabajo!- los atléticos se dirigieron al estadio para confirmar su triunfo. Unas pocas horas más tarde se anunciaba la victoria del Sevilla.
Nada está escrito de antemano en los campos de fútbol. Cualquier cosa puede pasar y no por esto habrá que perder la ilusión.
¿No?

Foto del autor

martes, 18 de mayo de 2010

¿Quién ha dicho silencio?



Quince años atrás, el mundo se movía de manera diferente. Había destinatarios de correos de papel y remitentes solícitos que sellaban emocionados, con saliva, la lengüeta de un sobre postal. Había carteros, por tanto.
Hoy quedan empleados de estafetas, sí, aunque solo para llevar las facturas impresas, si bien éstas, además, se pueden mirar por internet. El mundo ha revolucionado tanto su manera de actuar que, a estas alturas, los que nos conectamos diariamente a la red no concebiríamos vivir de otra manera. Sin internet no se puede vivir.
Es muy cómodo mirar nuestro estado de cuentas bancarias desde casa, localizar el teléfono de una peluquería y mirar los horarios de los trenes, por solo citar algunos ejemplos. También, para los emigrantes, es una suerte poder comunicarse con sus familiares a través de un software que ofrezca imagen y sonido en tiempo real. Este hecho ha superado con creces a las cintas de vídeo que viajaban en una maleta y demoraban días en arribar a su destino.
Hoy la inmediatez, tanto informativa como de ocio, ha dado margen para que el común ciudadano interactúe sin tener que pedir la palabra, como es usual en las reuniones de empresa, fórums o debates controlados por un orden del día. La opinión pública ha alcanzado niveles nunca antes vistos. Ahora no es necesario escribir una carta al director y esperar a ver si la publican o se da por perdida. La posibilidad de dejar comentarios debajo de la mayoría de textos de los diarios digitales es una herramienta importantísima que muchas veces enriquece la noticia, la matiza o la desacredita.
Las redes sociales, un invento que comenzó siendo para uso interno de una institución, modificó la manera de interactuar de los ciudadanos e interconectó a personas de todos los confines que jamás se hubieran conocido en la “era de papel”. Navegamos, estamos al pairo cuando emitimos un juicio o improvisamos una acción en la red, y no sabemos adónde va a ir a parar nuestro pulso.
Ayer que se celebró el Día Internacional de la Red de Redes, pensé, cómo no, en los cubanos que desde la isla no disfrutan de este gran invento. Allí todavía está limitada la conexión para la gente común y corriente por razones de censura oficial. Muchos no saben lo que es el Skype ni tienen idea de que una de las bloggers más influyentes del mundo camina por las calles de La Habana. Siempre he pensado que definitivamente internet acabará con la dictadura. No será el pueblo el que se lance masivamente a la vía pública y dé la primera gota de sangre. Hubiera sucedido ya.
Será la conjunción del exilio con la resistencia interna, pero a través de internet.
Contra la opinión pública a día de hoy no se puede andar escamoteando nada.
Fijémonos si es así, que una simple y desacertada conexión en directo de un comentarista deportivo le podría costar el puesto a éste hombre. Lo que años atrás cumplía un rol efímero –aquello de que el que no lo vio tendrá que conformarse con el rumor-, hoy se multiplica por millones de conexiones y suscita interés, morbo o enfado popular. Manolo Lamas, cronista de la cadena Cuatro, tuvo la infeliz idea de hacer pública una humillación a un mendigo alemán, en Hamburgo, a propósito de que el Atlético de Madrid ganara un importante partido de fútbol allí.
Kalle, de 49 años, estaba como cada día sentado junto a su perro en el puente Reese. Unos aficionados españoles, eufóricos, comenzaron a burlarse de él depositando mecheros, tarjetas de crédito y todo tipo de objetos a sus pies. El reportero vio el show y tuvo la tan mala idea de querer demostrar en directo que los españoles son generosos. El espectáculo fue lamentable. Kalle, quien trascendió a los periódicos locales “gracias” a unos payasos de tránsito, ha declarado que, al final, solo le dejaron cinco euros. “Me siento herido, estoy realmente molesto. No pueden burlarse así de mí. No he entendido ni una palabra y no me pidieron ningún permiso. Nunca me ha sucedido nada parecido en los más de siete años que llevo pidiendo en el mismo puente de Reese”, dijo al diario Morgen Post.
Enseguida se crearon plataformas sociales en Facebook solicitando el cese de Manolo Lamas. Éste, por su parte, y a través de la propia cadena donde trabaja, ofreció disculpas, pero la gente está muy molesta. Hay más de 100 mil ciudadanos apuntados a la protesta. Incluso, han pedido a Opel, la importante empresa automovilística, que deje de patrocinar los encuentros deportivos de la cadena Cuatro. Todo se ha movido desde internet. La cosa está fea ahora mismo.
En el caso de la dictadura castrista, nunca pensaron que pudieran perder el control, resquebrajado hoy como se puede ver, porque precisamente internet ha encontrado la brecha para que el mundo conozca los atropellos que se comenten en la isla. Nunca antes lo pensaron, ni siquiera cuando se desplomó el campo socialista y, como consecuencia, el régimen tuvo que reinventarse para continuar ahí.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Cualquier día irá a comprar el pan



El domingo pasado estábamos hablando del Rey. Era una comida familiar de cuyas sobremesas sale lo mejor, si no es que a la peña le da por el tema recurrente del sexo, pero no del sexo “embarajado”, sino el directo, desnudo y con pelos y señales. ¡Cualquiera diría que en este país se practica el coito en abundancia!
Pues bien, el tema no fue ese sino Don Juan Carlos.
Incluido un servidor, la mayoría no estaba a favor de pagarle un salario a los monarcas, pero una exigua parte de tertulianos sí. Así que debatimos y empleamos casi toda la zona horaria del ocaso en dilucidar, como buenos economistas domésticos, hacia dónde se van los dineros públicos.
Nos despedimos hasta un próximo bautizo, comunión, boda o comida de navidad. Cada uno para su casa, a ordenarla por dentro.
Por el camino, encendí la radio del coche. Aunque llevaba puesta una emisora de música, la hora en punto coló un bloque de noticias. La primera, como si nos estuvieran escuchando por detrás, decía que el Rey estaba ingresado en el Hospital Clínic de Barcelona, en nuestro antiguo barrio, de donde nos fuimos no solo por los precios del habitatge, sino también por el insoportable sonido de ambulancias y bomberos, apostados en la manzana del Mercat del Ninot desde que Barcelona es Barcelona.
Puse atención a la noticia. No me lo podía creer. No era la clínica Quirón. Su Majestad estaba ingresado en un hospital público, referenciado lo mismo por sus excelentes médicos que por las insufribles demoras en urgencias.
Todos los días de mi vida, mientras vivíamos ahí, atravesé el Clínic por dentro de camino al metro, para no dar la vuelta a la manzana. En las escaleras de la estación, varios carteles hechos a mano y otros en ordenadores denunciaban casos de malos tratos, de negligencias, en el más famoso hospital general de esta ciudad. Durante los seis años que viví al lado del vetusto edificio (remozado, cierto), una sola vez tuve que visitar urgencias como enfermo y quedé puesto y convidado, no por mal trato. Fue la demora. ¡Un escándalo!
Dice la vox populi que el problema está en el éxodo de profesionales españoles de la medicina hacia países altamente desarrollados del área europea. Allí al parecer les pagan mejor. Lo cierto es que de urgencias no tiene nada el servicio de atención al público.
Hace un par de años, tuve que acompañar a una amiga que tenía un fuerte dolor en el pecho. Finalmente era ansiedad, pero para que la viera un médico tardó nueve horas. No miento. Se puede consultar aquí lo que escribí entonces sobre la pobre Solange.
Como me conozco el paño, sospeché en un primer momento del ingreso de Don Juan Carlos en una planta de esa institución. ¿Sería una estrategia populista? ¿Andaría caminando por allí el monarca cuando le sobrevino un dolor? ¿Si al Rey se le ha visto conduciendo una moto, una Vespa concretamente, por qué no habría de ingresar allí? ¿Pero lo de la Vespa no fue hace mucho tiempo?
En fin…Nunca lo sabremos a ciencia cierta.
El jefe del estado español resultó operado en el Clínic de una tumoración benigna de pulmón y salió por sus propios pies a los tres días, sonriente y saludando al pueblo. Ahora voy a llamar a un antiguo vecino de la zona –me quedaron un par de amigos- para que me informe cómo lo vivieron.

Foto del autor

martes, 11 de mayo de 2010

Exilio puro y duro



La última vez que viajé a Cuba, de regreso, en Barajas, el oficial de frontera se alegró por mí de que tuviera en mi pasaporte cubano el sello de habilitación, una estampilla que en principio nos permite entrar y salir a la isla libremente.
-No crea usted-aclaré-. Este permiso es relativo. Los cubanos somos cautivos del gobierno. El sello tiene validez siempre y cuando uno se mantenga alejado de la política, no haga declaraciones contrarias a la oficialidad cubana y no se manifieste públicamente en tal sentido.
El hombre de la garita de cristal se quedó mudo, observándome. No es usual que un funcionario de inmigración española entable una conversación con un viajero, de no ser que exista algún problema relacionado con su trabajo. Mi sonrisa apenada –una paradoja espontánea para solventar estos trámites- daba cuenta de la dificultad eterna que arrastramos los nacidos en la mayor de las Antillas. Porque, siempre que exista el castrismo, estaremos dependiendo de ese pasaporte azul, la libreta de control en todos los sentidos más cara (no por querida) del mundo.
Por tal motivo, algunos cubanos, una vez nacionalizados en otro país, optan por no pisar más su tierra natal; eligen la opción B que consiste en desprenderse de todo vínculo material con la isla, incluida la familia. Esta determinación, por supuesto, conlleva al desarraigo más profundo.
En mi blog me he autodefinido exiliado.
La palabra me ha traído no pocos reproches de algunos lectores. Dicen que no puedo ser exiliado si he vuelto alguna vez a Cuba, aunque sea de visita, sin tener en cuenta–o escamoteándolo- que al permanecer más de once meses en el exterior, y si uno no ha hecho algún pacto económico con el Estado caribeño, automáticamente se pierden nuestros bienes raíces; se pierde, además, el derecho a residir permanentemente donde uno nació. Y se usurpa el derecho de retorno temporal, como ya habíamos dicho, en el caso de manifestaciones públicas.
La exlusión de Urbano González lo ha confirmado en estos días. Él es un emigrado que vive en Tortosa, Catalunya, y ha preferido manifestarse abiertamente en contra del régimen en el umbral del consulado cubano en Barcelona. Quiero decir que lo ha hecho sin pasamontañas, y esto no es una metáfora, porque he presenciado asistentes con el rostro cubierto por temor a represalias. Parece ser que a Urbano lo han fotografiado en varios actos de la vía pública y no obtuvo el aprobado en el programa de detección de rostros de la frontera de la República de Cuba. Lo hicieron regresar al cabo de pocas horas en el mismo avión en que había llegado a la isla. Sin mediar explicaciones ni a él ni a sus ancianos padres que estaban esperando afuera.
Conozco a Urbano de las manifestaciones. Es un joven alto y alegre, trabajador y honesto. Hemos compartido algunas cervezas después de los actos, con total tranquilidad y siempre cobijando la esperanza de que termine de una vez y por todas la dictadura de más de cincuenta años que nos embarga el reencuentro definitivo con la familia que nos queda allá. Sé perfectamente que Urbano se manifiesta, como se dice en lenguaje popular, de corazón. Tenía su pasaporte habilitado, pagó las cuotas obligatorias para entrar al país y lo dejaron en el avión. Esto es claramente un suceso de ajuste político, de ajuste de cuentas. Es una señal de que las cosas no han cambiado nada y de que la dictadura lo ha elegido a él para recordar sus controles más férreos.
Urbano no ha actuado con violencia en las manifestaciones, ni siquiera contra los provocadores del partido comunista catalán que se citan allí y nos insultan y nos llaman “gusanos”. Ha sido coherente con su manera de pensar, con su expatriación y sus principios democráticos. Cualquiera que lea esto, desde Cuba, podrá pensar que Urbano se lo buscó. Esa es la cuota de autocensura que nos enseñan en la isla, pero desde aquí les podemos garantizar que en una democracia las personas se manifiestan abiertamente y se respetan entre sí. Al menos podemos garantizar que se respetan sus espacios jurídicos amparados en la constitución del Estado.
Ya en España nadie golpea a nadie por pensar diferente.
El golpe que ha recibido Urbano, su familia, sus ancianos padres, ha sido tan bajo que difícilmente el régimen militar pueda ofrecer un argumento razonable. El régimen hará silencio, como siempre, y se abstendrá de devolverle a este joven el dinero desembolsado en concepto de gastos consulares.
Si esto que acabo de contar no se llama exilio, ¿cómo podríamos nombrarlo?

Foto del autor
Esta imagen corresponde a una manifestación celebrada a finales del año pasado en la puerta del consulado cubano en Barcelona. Obsérvese la fuerte presencia policial para evitar altercados. Los contramanifestantes, mayormente relacionados con el partido comunista catalán, utilizan improperios idénticos a los usados en Cuba en los años 80( “Escoria, lumpen, gusano, traidor”), para insultar a las personas que se marchan del país. Obsérvese también cómo en partes contrincantes se empuña la misma bandera nacional.

lunes, 10 de mayo de 2010

Women' secret*



Al cine con Natasha (I)

El más reciente filme de Julio Medem, Habitación en Roma, estrenado este fin de semana en la red comercial, es una emboscada, de esas que no avisan por dónde te van retener y sin embargo uno no ofrece resistencia. Uno ve la película hasta el final, casi dos horas psicológicamente metido en una cama que, según la sugerencia visual, huele muy bien. No solo eso, sino además la textura de las sábanas erotiza la piel del espectador.
Es como si asistiéramos de voyeurs a una entrega de cuerpo y alma de dos mujeres jóvenes que, según el guión, se cruzan en un bar nocturno de Roma y luego se meten 12 horas seguidas en la alcoba, el tiempo que más o menos dura la acción si ocurriera en un plano real. Hasta aquí, los ingredientes parecen interesantes porque, como se debe suponer, es todo un reto rodar un largometraje entre cuatro paredes y con escasos personajes.
Físicamente, al margen de la extrema delgadez de una de las actrices, el casting realizado funciona bastante bien, pero la película se resiente porque es muy pretenciosa y no está apoyada en un buen guión. No porque transcurra en un interior tiene que ser aburrida; el problema está en que no progresan ninguno de los argumentos de los dos personajes y esto hace que la mayor parte del tiempo nos sintamos incómodos con esos desnudos integrales.
Aunque sobreactuada –quizá porque al no haber sustancia, su personaje ya en escena necesitaba una subida de tono-, la española Elena Anaya demuestra mucha seguridad delante de la cámara; exhibe con total aplomo su cuerpo y es capaz de manipular el de su compañera con fuerza y credibilidad; pero no sucede así con la ucraniana Natasha Yarovenko, cuya belleza indiscutible se ve afectada por lo incómoda que está.
Si en un filme con un tema tan sensible como lo es el mundo lésbico, y tan atrevido por el reto que supone atraer el lado sentimental del espectador, dándole ante todo dos siluetas al natural, si uno siente pudor o vergüenza ajena en algún momento es porque algo falla. A estas alturas del séptimo arte, después del atrevidísimo El último tango en París, en los lejanos años 70, después de tanta censura franquista compaginada con la censura eclesiástica, después del destape a ultranza del cine español, es para que la piel por sí sola no ruborice; pero para que esto suceda la historia debe de ser creíble.
Medem se enreda en los deseos de crear un suspense que no funciona, se tambalea introduciendo tópicos a sus dos personajes y en definitiva no los lleva a ningún lugar más que a la cama; no convence esa relación entre una lesbiana consagrada y una joven que se inicia esa misma noche en los caminos de la homosexualidad, precisamente porque el matiz iniciático requería de mayor peso psicológico en el desarrollo de los personajes.
Eso sí, la película goza de unos primeros planos espectaculares, de un dibujo de los cuerpos entrelazados precioso, y, aunque abusa bastante de ese plano cenital que a veces da la sensación de estar ahí como mero hecho plástico, logra una atmósfera estéticamente agradable. Recomendaría el filme por la actuación de Elena Anaya porque supongo que ha sido un gran reto y ella lo saca adelante muy a pesar de los fallos de guión. También creo que uno no debe perderse la belleza de Natasha (se llaman igual actriz y personaje), ese descubrimiento de Medem que le da cuerpo a su obra y nunca mejor dicho. Los primeros planos de Natasha, para mí, son históricos desde este momento. Su belleza se traga la película, se impone muy al contrario de la vergüenza que al parecer atraviesa a la actriz.
Habitación en Roma –cuyos interiores pudieron ser rodados en cualquier lugar- se hace eterna, como si el título, alegóricamente, quisiera jugar con el slogan de la ciudad donde transcurre la acción.
He leído en algún lugar que esta película parte de un encargo. No me extraña nada que así sea.

*Women' secret pretende ser una serie que comienza hoy sobre el mundo femenino, a partir de historias que últimamente he recogido de la calle.
En la imagen superior, tomada de la página oficial del filme, las actrices Elena Anaya (izquierda) y Natasha Yarovenko.

lunes, 3 de mayo de 2010

No volveremos a vernos jamás



Nuestros caminos festivos y nocturnos se cruzaron este sábado en el andén de una estación de metro, a las cinco de la mañana, cuando centenares de jóvenes regresaban a sus casas después de una larga noche. Viajábamos en direcciones opuestas. Esperábamos el primer convoy que inauguraba la circulación del suburbano a esa hora, pero la diferencia con una jornada común estaba marcada por la Feria de Abril, un evento con inspiración andaluza que cada año arrastra una multitud de almas emparentadas musicalmente con los aires del sur.
Me dejé caer en uno de los bancos duros del andén y estaba medianamente feliz. Con el cuerpo hecho danzas, la cabeza alelada y mi sangre retozando con un compendio de cubatas y surtidos marinos fritos en aceite reciclado. Había bailado de todo, con mujeres divertidas que pasaban buscando un cambio de estación en cada una de las casetas, buscando el punto de giro más allá de las coreografías sevillanas a las que, tristemente, le faltan los hombres. El andén, también el de enfrente mío, estaba rebozado y olía a pescado frito, alcohol y tabaco. Los ánimos iban en declive anunciando el comienzo de una resaca general que cada uno sufriría o disfrutaría en sus cuatro paredes dominicales, instalados –como haría yo- entre sábanas frescas y calditos calientes de pollo.
La observé directamente porque la tenía de frente. La vi vomitando y, aunque no escuchaba el sonido de sus arcadas, cada una de ellas me dolía como si me estuvieran clavando un punzón. He pasado por eso. Hace muchos años que no me emborracho, pero, incluso habiéndolo sufrido en la lejana adolescencia, el malestar y el arrepentimiento que genera ese estado es inolvidable.
Nadie se ocupaba de ella.
Llegó el tren de su lado y tapó el campo visual. Transcurrieron unos pocos minutos hasta que arrancó el convoy. Quedó sola sentada en el mismo banco con la cabeza hacia abajo, doblada toda su espina dorsal y su cabellera negra casi tocando el suelo donde había vomitado. Mi tren pasó enseguida y volvió a tapar el campo visual. Me quedé sentado donde mismo. El convoy arrancó y quedamos los dos solos en el sótano de la estación, frente a frente. Ella no me veía.
Decidí dar la vuelta. Por dentro una fuerza solidaria me impulsó. Si lo hubiera pensado dos veces no hubiera ocurrido esto. Hay muchas cosas negativas en las que pensar. Desenlaces fatales, acusaciones injustas.
Subí y bajé las escaleras a toda marcha hasta que por fin me coloqué a su lado. Ella no notó absolutamente nada.
Me senté a escasos centímetros de su cuerpo. Estaba tiritando de frío. Tenía los zapatos negros de tacón salpicados de lo que había devuelto. Llevaba unos jeans y una camiseta negra sin mangas. Entre el pantalón y la camiseta quedaba descubierto un tramo de espalda y un tramo de cintura. Le hablé al oído y me dijo:
-Me encuentro fatal- con una voz casi inaudible, hundida en su regazo.
-Lo sé, pero debes tratar de levantar la cabeza. ¿Cómo te llamas?
-Jenny.
-¿Jennifer?
-Sí.
-Bueno, Jenny, no te preocupes que vas a llegar bien a tu casa. Esto es cuestión de tiempo. A ver, mírame a los ojos.
-No puedo, no puedo.
-Debes tratar de incorporarte para que te dé un poco el aire.
Mientras le hablaba, pensé en que tal vez las cámaras de seguridad me habían seguido los pasos, me observaban. Llegaban nuevos pasajeros igual de contentos y tambaleantes. La estación volvía a llenarse.
-¿Hacia dónde vas?
-Vía Julia.
-¿Quieres que te acompañe hasta allí o prefieres esperar aquí a que te sientas mejor?
-Quiero ir a mi casa. Quiero acostarme a dormir.
Me quité la chaqueta y cubrí a la muchacha por los hombros. Las personas que estaban cerca tomaban la escena como algo normal. Miraban el charco a los pies de Jenny con cara de asco, pero enseguida cambiaban la vista. Logré que levantara la cabeza, sin hacer fuerza y solo convenciéndola. Tendría unos veinte años. Sus ojos almendrados estaban casi cerrados, sus labios rosados mojados y sucios. Metí una mano en mi bolso, tanteando, en busca de un paquete de clínex. Los encontré. Con Jenny tumbada encima de mí pude maniobrar y limpiarle un poco los labios. Le toqué la frente y tenía una temperatura bastante normal. Enseguida me tranquilicé. Estaba borracha pero la bebida no la había llevado a las proximidades de un coma etílico. Como le había dicho, todo mejoraría en cuestión de quince o veinte minutos. Mejor si le diera el aire de verdad. Allí abajo el aire no sirve.
Jenny se escurrió hacia abajo hasta que quedó totalmente horizontal, boca arriba, apoyando la cabeza encima de mi muslo derecho. Le aparté el cabello de la cara y le dije que esa posición era peor, porque el techo de la estación le daría vueltas y se marearía más. No me importaba que me vomitara encima. Me preocupaba su familia, sus padres. Decidí llevarla hasta su casa cuando pasara el próximo tren.
Todo el tiempo me venían a la mente las cámaras de seguridad. Yo no podía ser acusado de nada, aunque en el peor de los casos era la palabra de Jenny contra la mía. Si no hubiera ido en su auxilio, probablemente amaneciera tumbada en el mismo banco. Además, alguien podría aprovecharse de ella.
Logré incorporarla para subir al tren. No la soltaba por miedo a que se desplomara. Nos sentamos uno al lado del otro. Ella recostó su cabeza al cristal del vagón y aproveché para observarla. Estaba bien vestida. Era una muchacha preciosa. Intenté reconstruir los hechos. Me dijo que había salido con unas amigas y habían mezclado todo tipo de bebidas y se habían comido unos bocadillos. Sus amigas la habían dejado sola en la estación del metro.
Jenny volvió a vomitar entre sus piernas. Ahora me salpicó mis zapatos. Las personas del vagón sonrieron como si fuera algo normal. Pensaban que éramos tal vez pareja o amigos.
-Vomita todo, no te cohíbas- dije a su oído.
Le puse una mano en la frente. Sé que ese contacto físico da sensación de amparo. Noté signos ligeros de mejoría en ella. Estaba un poco más incorporada y con los ojos más abiertos. Me preguntó hacia dónde yo iba. Le dije que primero a dejarla a ella y luego a mi casa a dormir.
-Pero…
-No te preocupes, mañana no trabajo. Lo importante es que llegues bien.
-¿Cómo te llamas?-por fin se dio cuenta de que no sabía nada de mí.
- Jorge- respondí con una sonrisa suave.
-Gracias, Jorge, eres todo un caballero.
-Hoy por mí y mañana por ti. No tienes que agradecerme nada.
El convoy avisó de su parada, próxima estación.
La ayudé a levantarse. Se había enredado su cabello en un botón del puño derecho de mi camisa. Caminamos hasta la puerta del tren prácticamente abrazados. No daba tiempo de desenredar el cabello. Una vez en el andén, lo zafamos con cuidado.
-¿Cuál es tu salida?
-Esta de la derecha-señaló Jenny.
Las escaleras eléctricas estaban estropeadas. Cosas que pasan cuando uno más necesita que todo esté bien. Nos quejamos a dúo.
Comenzamos a subir despacio. Yo la aguataba por el hombro. Llevaba mi brazo derecho por encima de ella. Fue un instinto sobreprotector. Tenía miedo de que se desplomara. Pero en ese momento ya Jenny se sentía mejor.
Por las escaleras nos cruzamos a varios jóvenes, varones, que iban bastante alegres, borrachos también. Nos miraron pero no dijeron nada. Me pregunté qué hubiera sido de Jenny sola en esa situación. Qué hubiera sido de ella sentada como estaba en el subsuelo de Barcelona con la cabeza metida entre las piernas, temblando de frío. He visto gente perder el conocimiento por un shock etílico. Sé que han muerto personas por eso.
Acompañé a Jenny hasta la esquina de su casa. Me dijo que vivía cerca, que estaba fuera de peligro, que prefería ir sola a partir de ese momento. No quise forzar más la situación, aunque me quedé preocupado porque la calle por la que se adentró estaba oscura.
Jenny era enfermera. Eso me dijo. El mundo al revés.
-Algún día me atenderás tú- le aseguré medio en broma cuando nos despedimos y mientras me devolvía mi chaqueta y me daba dos besos en las mejillas.
La observé alejarse sin que ella me viera. Caminaba bastante bien. Había vomitado todo y debía tener el estómago y el esófago irritado. No quiso que le comprara una coca-cola ni una botella de agua en las máquinas de la estación.
Quería dormir, dormir, tumbarse en su cama y que pasara el malestar.
Supongo que esté bien, que no haya tenido ningún tropiezo en los metros que faltaban para alcanzar los bajos de su edificio. Yo no pude conciliar el sueño enseguida. Cuando llegué a mi casa estaba amaneciendo y tenía la sensación de haber hecho un viaje muy largo. Me senté en la terraza a fumarme un cigarrillo y a pensar en lo que había sucedido. La Feria de Abril, todo lo que bailé y los cubatas de ron me quedaban demasiado lejos.
Un final feliz me rondaba y, sin embargo, la imagen de Jenny solitaria con la cabeza hundida en el corredor de enfrente me perseguía sin dejarme tregua.
Fui a la nevera a buscar una coca-cola para hacer tiempo hasta que por fin pudiera meterme en la cama.
Amaneció.

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