viernes, 30 de octubre de 2009

La vista hace fe



Parece que soy una esponja. Hace unos días fui a un cumpleaños donde había un alto riesgo de contraer la gripe común propia de los cambios de estaciones. Lo sentí en el ambiente entonces y lo corroboré a las siguientes 48 horas. Me levanté con dolor de cabeza, tos, estado febril.
He pasado tres días metido en la cama temblando de frío, con un termómetro de mercurio instalado en las axilas, alternativamente, para controlar que la fiebre no subiera de 38. Pero el termómetro, según mi mujer, no era fiable. Dice ella que ya no los venden, que ahora son digitales y no contaminan el medio ambiente. No lo dudo, pero, contradije, toda la vida he usado los termómetros de mercurio, así que me fío de él.
Como no me levantaba de la cama, mi mujer llamó por teléfono a nuestro médico de cabecera, que es una doctora. Ésta pidió hablar conmigo:
-¿Cómo es la tos?
-Perruna, perruna.
-¿Con sangre?
-No.
-¿La fiebre ha pasado de 38?
-No. Según este termómetro, no.
-Por lo que me dices, no tienes la gripe A. Si te sube la fiebre, acude al médico. En recepción te dejo la receta de un jarabe para la tos.

Me quedé más tranquilo. Total, cuando alguien va a la consulta de su médico de cabecera, ni lo miran ni lo tocan. Los doctores están todo el tiempo rellenando una ficha en el ordenador. Son trabajadores de la salud puestos allí para tramitar recetas y visitas con los especialistas. Así que la consulta telefónica vino a ser casi igual. Y no tuve que moverme de la casa. Yo mismo me había suministrado paracetamol, abundante líquido y reposo antes de hablar con la doctora.
Esa misma tarde, mi mujer salió a recoger la receta y comprar naranjas para hacerme zumos naturales. Mientras tanto, me puse a mirar la prensa por internet y encontré un curioso caso. Una mujer de Barcelona se salvó de las consecuencias de un tumor de hipófisis gracias a un diagnóstico que le realizó una doctora en un viaje ordinario de autobús. Sin conocerla, la médico le extendió un papel en el que le indicaba unas pruebas. La mujer guardó el “recado” en el bolso, no exenta de asombro. Sin saber si se trataba de una adivinadora o de una especialista, decidió explorarse y el resultado dio positivo. Tenía un tumor. Luego de operada, sana y salvada, envió un mensaje a su ángel de la guarda a través de un periódico. Esta historia ponía de relieve la importancia de los diagnósticos puntuales.
(léase el caso completo aquí).
Mi mujer entró por la puerta cargada de bolsas. Sobre todo, traía naranjas. Había pasado por la farmacia para comprar el jarabe. Yo seguía igual, metido debajo del edredón de entretiempos, con la nariz roja y la barba crecida. En fin, con un aspecto feo y desaliñado.
-Mira lo que traigo aquí-me dijo tratando de pescar algo dentro de una de las bolsas. Cuando lo consiguió, saltó a la vista una caja rectangular con aspecto farmacéutico.
-¿Qué es eso?-pregunté.
-Un termómetro digital. Esto es más exacto y, además, te avisa con un pitido cuando debes retirarlo. A ver, levanta el brazo…

viernes, 23 de octubre de 2009

Fátima, ese candor en la mirada



Hubo un tiempo poblado de caprichos y malas sañas. Fueron años –no es poca cosa-, en los que brotó el rencor entre los vecinos, los mismos que se enfadaban si no bajábamos a tomar café recién hecho. No era culpa nuestra la mala comunicación (gritos, manguerazos, insultos y hasta una hoja de puñal agitada al vacío). La culpa la tuvo el Estado, ese gobierno que teníamos (todavía los que siguen ahí lo tienen) que nos obligó a criar cerdos en los patios traseros, en las azoteas y en las bañaderas de uso personal.
Yo no llegué a tanto; quiero decir, que no llegué a criar un cerdo en ningún lado, pero mis vecinos sí. El único alivio que tuve durante aquellos desgraciados años fue una obra de teatro que se encargó de contar lo que nos estaba pasando. En ella me sentí representado, reconocido por un ente público que, con mucha osadía, criticaba el salvajismo oficial. A nadie se le ocurriría criar ganado porcino en el centro de la capital, pues, locura aparte del criador, las autoridades le pondrían una multa por vandalismo sanitario.
En Cuba hay que decir que ocurrió todo lo contrario. El gobierno incentivó la cría de cerdos y, por consiguiente, el odio, la traición, el crimen entre vecinos.
En aquella época, mi vecina de al lado bautizó con el nombre de Fátima a una cerdita que tenía. Quiso darle el nombre de un personaje de la telenovela que paralizaba el país a las nueve y media de la noche. Nada que ver el personaje con el animal. Fátima, en la telenovela brasileña “Vale todo”, era una joven mujer luchadora por los derechos ciudadanos; luchaba contra la corrupción del gobierno, contra los malos tratos en sentido general. Lo que pasaba en nuestro país a principios de los 90 –y antes y después- era que se bautizaba lo más querido o lo más odiado con el nombre del protagonista de la teleserie brasileña de turno.
(De ahí el nombre de los catarros de época: Leoncio, por ejemplo).
Con el tiempo, Fátima, la de al lado de mi casa, fue creciendo y su familia se encariñó con ella. Incluso yo, que sufría sus irritantes chillidos a las seis de la mañana. Era bicolor, medio rubia y medio morena. Tenía una expresión tierna en la mirada, como si te agradeciera ese plato de comida que no tirabas a la basura pensando en ella, la pobre, criada entre rejas en un sótano húmedo. Aunque después la odiabas, cuando te despertaba antes de tiempo y recordabas, entre sábanas mojadas por el sudor, que vivías en un barrio alto. Lo que fue un barrio alto, porque con ese gobierno los límites se perdieron incluso a niveles zoológicos.
El día que la mataron todavía estaba en pantalla “Vale todo”. Las novelas brasileñas –en Cuba se denomina novela a los culebrones de la tele- duraban casi medio año. Eran el aliento perdido en medio de tanta desesperación. Eran el canal de reconciliación entre hombres y mujeres, incluso entre vecinos.
Fátima lloró de dolor hasta que sus fuerzas se agotaron del todo. Los propietarios nos habían avisado para si queríamos estar presente en el sacrificio. Yo dije que tenía una reunión en mi trabajo a esa hora. Era mentira, estaba en casa escribiendo para el periódico como siempre hacía por la mañana. Los gritos se escucharon a través de las ventanas cerradas. Yo me había trasladado con la máquina de escribir para la otra punta de la casa, la más alejada de la escena. Aun así, mientras tecleaba una reseña teatral sobre una obra que había visto en esos días, Fátima se fue al otro mundo. Contaba con la alegría que debía haberme dado su desaparición, pero no contaba con que me influiría más el recuerdo de sus ojos agradecidos.
Debí estar enloqueciendo. Y luego fue peor porque la serie continuaba en el aire recordándome, por asociación de ideas, los gritos matutinos de la última vez que la sentí allí al lado, enclaustrada, la pobre, en la antigua caseta que había en el jardín lateral de la casa y que fue concebida para un perro guardián.



La actriz que encarnaba a Fátima en Vale todo era Gloria Pires, arriba en la foto. Dentro de un par de meses estrenarán una película sobre la vida del presidente brasileño en la que ella actúa en uno de los papeles principales. Ya no hace de joven mujer, sino de la madre de Lula. El tiempo pasa.

martes, 20 de octubre de 2009

Polly and Lempika



Como un happening que nadie se espera –valga la redundancia-, salió una voz del fondo ejerciendo todo su derecho. Sí, ella estaba allí; estaba en su habitación de atrás del corredor, estaba allí incluso antes que todos nosotros.
La anciana rompió la intimidad del lugar presentándose a sí misma. Se llama Polly. Tiene unos ochenta años y una memoria espectacular. Su vida ha transcurrido una parte en La Habana y otra en España, península donde nació y a donde regresó a morir. La gente ya no es como antes, dice. La gente ya no habla como antes.
Polly lleva unas gafas graduadas enormes, un pañuelo atado debajo del mentón, gigantes asentaderas y unos zapatos de antaño. Su cuerpo escorado descansa en la rigidez de un bastón de madera. Primero se alarma de lo destruida que está La Habana, según le han dicho, y luego cambia bruscamente hacia la deconstrucción del idioma, impregnado de anglicismos. Polly los colecciona, los suelta de carretilla mientras la gente que estaba tomando una copa y conversando en la penumbra del salón no sale del asombro. Esa señora se ha robado la atención.
Dentro de Polly hay un actor. Juan Carlos Rod es delgado cuando no representa a Polly; es, digamos, la antítesis de ella. Así que requiere falsear la voz, armarse con una estructura de varillas y untarse medio kilo de maquillaje. Tiene que doblar sus vértebras lumbares y mantenerse así hasta que Polly se marcha a su habitación. Cuando lleva a cuestas a la anciana nadie logra reconocerlo.
Hace una buena caracterización.
Desde la última fila, Alejandro lo observa atentamente. Piensa que cuando haya acabado el happening tendrá a Juan Carlos tomándose un ron en el patio de butacas. Alejandro lleva ese local con suma dedicación. Es un sitio alternativo dentro de El Raval, la zona sin dudas más mestiza, intrincada y oscura de Barcelona. Su público, sin embargo, no es del barrio; Alejandro se vale de los “niños” bien de los barrios altos, de los que viven en las márgenes de ese perímetro urbano que ofrece sexo, drogas, cervezas y miradas frías en las esquinas. También Alejandro es anfitrión de muchos extranjeros europeos que pasan en Barcelona una temporada. Es excelente anfitrión, diligente, conocedor de la coctelería tradicional e inventor de combinados.
Ofrece un salón ecléctico, lleno de tarecos que sugieren la utilería de un teatro, la ambientación de una puesta que siempre está en cartel. Cosas antiguas, desalojadas de otro tiempo o de un pasado que insinúa haber sido bueno, no mejor. Alejandro es cubano. Su acento no lo delata. Esto hay que averiguarlo pero ya lo digo aquí. A las nueve de la noche abre las puertas del Lempika, un nombre que viene de las artes plásticas y el diseño. Alejandro es postmoderno. Bueno, no hay que ser absoluto. Su bar/teatro seguro que lo es.



“¿Lluspiquinglis?”, un monólogo del también cubano Juan Carlos Rod. Mañana miércoles última función en el Lempika, en la calle Carretas 18, El Raval. Entrada libre.

domingo, 18 de octubre de 2009

Los justos van al cielo



Un emigrante nigeriano –inmigrante, diría la prensa regional y la nacional- entró a una sucursal bancaria para utilizar el cajero automático. Cuando iba a colocar la tarjeta de débito en la ranura correspondiente, vio que en la ranura por donde sale el dinero había un paquete de billetes. Lo retiró y, alarmado, contó 800 euros.
Si el hombre tiene trabajo en España, esa cantidad correspondería a un salario normal y corriente, una mesada que para él significaría una fortuna. Sin pensarlo dos veces, salió a la calle porque la oficina donde utilizó el cajero estaba cerrada. Era sábado, un sábado apacible de comienzos de otoño.
Se dirigió caminando a la comisaría más cercana de la localidad de Manresa, en el interior de la geografía catalana. Allí se presentó con el fajo de billetes y narró lo ocurrido, agregando que su religión no le permitía apoderarse de algo ajeno.
Paralelamente, en la ciudad de Barcelona, un periodista de La Vanguardia está apostado en la recepción de un hotel céntrico. Su objetivo es entrevistar a la mujer asturiana que, horas antes, había recibido el más reciente Premio Planeta de novela, dotando con unos 600 mil euros. La escritora, bella y discreta, baja de sus aposentos y se coloca en un sofá azul para ser entrevistada, como si el mueble fuera un inmenso mar tranquilo por donde navega la búsqueda de la felicidad.
Su novela recoge la historia de una mujer caboverdiana que llegó a Asturias para trabajar en el servicio doméstico. Planchar, lavar, cuidar a unos niños, en fin, hacerle la vida más cómoda y llevadera a una familia española carente de tiempo para esas cosas. Con el dinero de su trabajo, la asistenta del hogar sacará adelante a sus hijos que están lejos, les pagará sus estudios.
Según la ganadora del Planeta, quien no escribía una novela en mucho tiempo, el espíritu y la fuerza de su empleada doméstica, su biografía marcada por los abusos de toda índole, le van tejiendo un argumento en la cabeza hasta que, con la autorización de la emigrante –inmigrante, vista por la prensa española- construye un texto novelado y lo presenta a concurso. Es por ello que el dinero del Planeta se repartirá con la dueña de la historia, aseguró la esbelta mujer laureada.
Habría que entrevistar ahora a la mujer de Cabo Verde para ver qué piensa de todo esto. Ella se marchó a Portugal y allí se volvió a colocar como “chacha”, en un país que habla su propia lengua.
Yo en su lugar no daría entrevistas y no contaría a nadie lejano qué va a hacer con el dinero, al igual que ha hecho el joven de Nigeria que no buscó publicidad y entregó silenciosamente en comisaría lo que no es suyo. Aunque al final siempre hay un periodista por ahí que encuentra la noticia. Lo más asombroso de estas “pinceladas” ocurridas este fin de semana es que la ganadora del Planeta haya decidido compartir el metálico premio, aunque no ha dicho el porcentaje de la repartición. Yo ella hubiera hecho lo mismo. No estaría con la conciencia tranquila el resto de mi vida.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Tres horas con Juan Carlos Rod



Entró en mi casa con una botella de cava fría. La traía extendida como si el continente resumiera un sinfín de explicaciones de lo que ha pasado en todo este tiempo.
Los dos sabemos que el marasmo vivido en años de exilio es inenarrable en tres horas, cuatro, diez, y que la otra parte de la historia –los momentos de gloria- la pondríamos con fluidez sobre una mesa mientras cayera la noche. El agasajo de la bebida catalana cerraba una temporada a la que parece estamos predestinados. De una parte, emigrar nos enseña a retirarnos del cuerpo la falsa señal de que todo anda bien, de que somos inquebrantables, criaturas divinas y superiores. De otra, estar aquí nos obliga a reaccionar ante el inevitable paso del tiempo, algo que en nuestra querida isla funcionaba como una vida paralela, huidiza, abstracta y muchas veces renegada.
Emigrar es un cursillo acelerado en el que se tantea –o no- el uso óptimo de nuestro lugar en el espacio. Y la gran mayoría de las veces nos vemos obligados a reciclarnos para solventar este dilema.
Juan Carlos Rod, el que acababa de entrar con la botella de cristal a prueba de balas, es un magnífico actor de carácter que, como hizo este que escribe, lo dejó todo sin pensar en las consecuencias. Y, también como este servidor, no se arrepiente de nada. Sus días en Teatro Estudio, bajo la tutela de los hermanos Raquel y Vicente Revuelta, indiscutibles maestros, pasaron como un álbum de fotos después del café, abierto el cava helado y servido como se debe en copas de media caña. Estuvimos tres horas hojeando el material y revisando el texto, como hace un buen intérprete en sus períodos de estudio, sin perturbarse pero sin dejar a un lado la emoción.
El texto no era otro que la palabra viva, la cita oral de todo o casi todo cuanto vivimos en ese mundo de las tablas que ahora nos quedaba tan lejano en el espacio. Los festivales de Camagüey, los de Santa Clara, los estrenos de cada agrupación de puntera que tenían unos actores con nombres y apellidos. Juan Carlos Rod sabía cómo eran por dentro esos nombres y yo tenía claro lo que se veía en el escenario.
También repasamos nuestras vidas en Barcelona, porque aquí coincidimos seis años después de cohabitar la ciudad y no saber que estábamos tan cerca. Él, una parte del tiempo, en una envasadora de pescados, y yo, paralelamente, en una tienda de electrodomésticos jugando a ser un actor, con la sonrisa histriónica para vender más y mejor. Y así pasaron los días hasta que nos vimos a propósito del teatro. El teatro y siempre el teatro.
Él no se deja llevar por la corriente. Se busca y se encuentra, que es lo ideal. Se cierra un ciclo justamente con esa palabra en cartelera, porque, junto con sus antiguos compañeros de promoción, suben a las tablas el filosófico texto de Eleuterio González. En esos momentos ya él andaba buscando espacios en bares y locales de fiestas de la gran urbe catalana, se había reciclado, otra vez, y había vuelto de un viaje por carreteras secundarias. Ostenta la memoria como un arma eficaz y de ella se vale en todo momento. Se recuesta a la silla de la terraza con un puro encendido dándole vueltas con los dedos y persiguiendo el hilo de humo, observando cómo avanza gloriosa la brasa redonda. Señal de que el tiempo pasa.
Brindamos a cada momento, por una cosa y por otra, por viejos amigos, por nombres casi sagrados. Raquel Revuelta murió, su maestra y curadora, la que apenas lo dejaba ejercer en otros canales. Vicente continúa el curso de los años en su apartamento del Vedado, alejado de los escenarios, yendo al cine los domingos como un ser anónimo que jamás fue ni será. Pasamos lista y volvemos a brindar, por los presentes y los que no. Muchos se han ido de la isla. Demasiados. Estamos en todas partes. Algunos han muerto y otros, literalmente, se han suicidado.
Hay que dar gracias a la vida, ahora sin Mercedes Sosa que es otra que recién entró en el panteón de los indígenas de Tucumán. Hay que reírse un poco, sacar fuerzas para volver al ruedo a la mañana siguiente. Es una lástima que la noche, como una obra que nos ha mantenido expectantes, tenga final.


Nota: Juan Carlos Rod se presenta hoy y el próximo miércoles 21 en la trastienda del bar Lempika, en la calle Carretas 18, en el Raval. Sube a escena su monólogo de la abuela Polly, sobre el uso de anglicismos en el español contemporáneo. Entrada libre, a las 22:00. La foto de arriba corresponde a la puesta de “Ciclos”.

domingo, 11 de octubre de 2009

Whatever Works


Nunca es tarde
Después de ver "Vicky/ Cristina/ Barcelona" pensé que yo no vivía en esta ciudad, o, de lo contrario, que el genial Woody Allen había rodado en otra parte. Entonces me sentí engañado, timado por un talentoso director que sabe captar las “atmósferas” mejor que nadie. Le dije adiós, sin más.
Pero me reconcilié.
Este año realizó una fabulosa historia neoyorkina que acabo de ver ayer sábado, desgraciadamente, y por vagancia, en una sala que solo proyecta copias dobladas. Aún así, salí del cine con ese buen sabor de boca que dejan las cintas inteligentes de Allen.
Aunque parezca más de lo mismo –de cierta manera lo es-, el sentido del humor de sus filmes neoyorkinos está muy bien construido y siempre nos dejamos llevar; incluso, por un tipo tan insoportable como es el nihilista que protagoniza "Whatever Works". Un tipo desgraciado por su inadaptación al medio social. Un tipo incluso comunista, incluso en estos tiempos. Desagradable, ríspido, procaz. Un tipo que le habla a la cámara como burlándose del último fantasma que anda por ahí. Ah, pero Woody Allen sabe envolver al espectador y mostrar la psicología de sus personajes sin que esto parezca una hazaña.
Más de lo mismo porque, al igual que en “Melinda and Melinda”, la historia parte de una mesa redonda donde se discuten asuntos coloquiales. También porque vuelve a utilizar el recurso del cine dentro del cine, porque Allen repite hasta el cansancio su interés en exponer la doble moral, pero –será con los años- ya no utiliza esos enormes planos secuencias de los interiores de las viviendas, de los que se valía para dar una perspectiva más íntima y teatral. Aunque, si nos fijamos bien, en "Whatever Works" hay cierto aliento del cine documental.
Otra vez Nueva York y otra vez la “captura” de excelentes locaciones que nos dejan ver la ciudad sin abrir demasiado el encuadre. Y de nuevo un exquisito reparto. Esos actores que encajan tan bien con sus personajes y que muchas veces nos dan la impresión de que su mundo ideal es el teatro, ya sea por el trabajo de dirección o por la madera de ellos mismos.
Jamás olvidaré esa pareja imposible construida por Allen, ese destartalado hombre senil (Larry David) y esa bellísima ninfa que parece no haber salido aún de la pubertad (Evan Rachel Wood), y sus excelentes diálogos, claro.
Incluso el director se permite textos tan de comedia de cabaret -"Dios es gay”- mezclados con otros tan exquisitos como “pareces sacada de una novela de Faulkner”. Y la mención a Obama, a la crisis económica, por aquello del tono documental. Funciona todo muy bien.
Luego, la cinta incorpora un menàge a trois, un ligue homosexual y un encuentro divino con el más allá en nombre del amor. Una serie de personajes pintorescos, anormales que, gracias al discurso resolutivo y el buen ensamblaje de Woody Allen, vemos que esos personajes están en todas partes, o por lo menos pueden estar.
Confieso sin que me quede nada por dentro –¡qué pretencioso soy!- que prefiero mil veces las tomas del barrio chino, de las pescaderías a pie de calle de Nueva York que las especulaciones de este mismo director en los emplazamientos de la cámara en Barcelona.
Y, bueno, de la comparación entre las historias que narran las dos películas mejor ni hablar.
Con Allen, ya está dicho, prefiero quedarme en Manhattan.



Nota: Siempre espero algo más de los inexplicables títulos comerciales en España. A esta película le pusieron “Si la cosa funciona”. Coloquial, pero cursi.


jueves, 8 de octubre de 2009

La última vez que lo vi



Viajaba por la zona del puerto de La Habana en un automóvil del periódico cuando nos cruzó un ciclista. Nuestro carro estaba detenido en un intercambiador de vías de tren desahuciadas. El hombre superó los raíles rebotando sobre una bicicleta china, que eran las que había entonces.
Tengo la mala costumbre –según mi mujer- de mirarlo todo. Así que, cuando pasó delante del parabrisas, dejé lo que leía y alcé la barbilla. Lo vi sin que me viera, como quien está sentado en un palco guarnecido por la circunstancia del espectador.
Era él, sudado como cualquiera de los ciclistas de la ciudad y, como todos, llevaba una mochila llena de cosas.
El semáforo parecía atascarse, o tal vez la dilatación del tiempo fue un instinto de seguir al ciclista con los ojos hasta que se perdiera entre los camiones del puerto, el hollín, la grasa y el arcoíris a contraluz que proyectan los restos de combustible en el asfalto.
Mientras lo estudiaba, pensé que podíamos haberlo llevado si nuestro automóvil tuviera un maletero más grande para la bicicleta. Me pareció surrealista que un profesional de esa talla anduviera en medio del tráfico de la zona del puerto maniobrando sobre dos ruedas, porque sabía muy bien que él no estaba haciendo deporte, sino que iba para su trabajo, desde Mantilla hasta el Vedado, unos diez kilómetros, aunque quizá pueda exagerar.
Era él, Leonardo Padura, escritor prolífico de sagas policíacas, un ejemplo del periodismo de investigación de aquel momento y, además, hizo de oponente en la discusión de mi tesis de grado, algo así como un fiscal en un juicio.
Todos íbamos en bicicleta. Cuando el automóvil del periódico me dejara en la redacción, me esperaba un ciclo igual que el que llevaba mi insigne colega. Bueno, no debemos exagerar. No todos íbamos en bicicleta, pero a Padura no sé por qué nunca lo había imaginado pedaleando.
Años después supe que el gobierno le había dado la posibilidad de comprar un coche, como se llama en España un vehículo automotor de cuatro ruedas de tamaño medio. Sin embargo, aquella fue la última vez que lo vi, así, como el más común de los ordinarios ciclistas de la ciudad.
En estos días estuvo en Madrid, promoviendo su más reciente investigación literaria –le encanta la novela histórica-, un libro que intenta descubrir la trama que fabricó Stalin para asesinar a Trotsky en México. El periódico El País le ofreció un espacio para responder preguntas de los lectores casi en tiempo real. Vi que esa era mi oportunidad para preguntarle si el personaje de su saga policíaca Mario Conde tiene algo que ver con el ex banquero/ex convicto español. Y, por supuesto, le lancé la interrogante. Pero Padura no me respondió. O el sistema de la versión digital de El País no pasó mi duda. No sé.
Espero que la vida nos ponga cara a cara alguna otra vez. Se lo preguntaré. Mientras tanto, le deseo éxito con su nuevo título. Padura es uno de los intelectuales cubanos que ha preferido quedarse a vivir en la isla, mientras otros, tal vez demasiados, nos marchamos de allí prácticamente sin mirar atrás. Por lo menos a este servidor, la bicicleta, el hastío, la falta de perspectivas, de libertad de palabras y la alimentación básica se le hacían una cuesta arriba.

lunes, 5 de octubre de 2009

Ciudad impersonal



A la misma hora, en el mismo lugar, está el hombrecillo de piel cobriza, con la mirada fija en un punto de la pared de enfrente. Su escenario es un largo pasillo sin ventanas, enterrado unos diez metros, justo debajo de una gasolinera, debajo de uno de los cruces más importantes de la ciudad.
Su cuerpo permanece quieto como su mirada. Casi inerte. Sus manos pulsan las cuerdas de una guitarra de cajón, en cuyo interior se esconde un micrófono que va conectado a un amplificador portátil. No tiene algún atractivo. Es indio, un indio latinoamericano. Tiene alrededor de cincuenta años y parece llevar una prótesis debajo del pantalón, en el lado derecho. Aunque la pierna artificial ha sido realizada e instalada con sumo cuidado, la rigidez es evidente de la parte derecha.
Las personas pasan corriendo a esa hora. Alguna gente choca con el estuche de su guitarra en la maniobra que hacen para esquivar a los que viajan en sentido contrario. Otra gente salta el estuche que está abierto y donde se depositan las monedas de caridad.
El pasillo es demasiado estrecho en hora punta. Fue construido cuando la cuidad solo tenía un millón de habitantes. Ha sido restaurado pero todavía no lo han ensanchado. No es un lugar para estar. Es solo un camino de tránsito que sirve de enlace entre las dos líneas de metro que discurren por allí, dos de las más importantes.
A esa hora el movimiento de pasajeros es frenético, de manera que el cuerpo del hombrecillo queda arrinconado en un área ínfima que es como una campana de cristal, instalada a mitad del trayecto del intercambiador. Nadie se fija en él. La mayoría son personas que van a trabajar o a las escuelas. Casi todos llevan auriculares, un bolso cruzado y un paraguas.
El pasadizo está enchapado de azulejos blancos y en algunas paredes han pegado publicidad, fundamentalmente de viajes al exterior del país. Aunque hay anuncios de estrenos de cine.
El músico está allí aferrado a la idea de que arriba del túnel hay más competencia, más ruido y menos personas comprimidas por metro cuadrado. Alberga la esperanza de que caigan algunas monedas en el estuche negro de su guitarra, como en efecto caen, de manos diferentes que hurgan dentro del bolso cuando la figura del hombrecillo aparece a lo lejos y en perspectiva. Luego esas manos arreglan el pelo, sacuden la lluvia de los abrigos y ajustan los auriculares en el pabellón auditivo.
Él está allí a la misma hora de siempre y siempre pasan los mismos que hacen el mismo recorrido para llegar a tiempo al trabajo o a la escuela. Es un espectro familiar, un maniquí de ojos tristes y recurrente, sombrío, un cuerpo inerte que interrumpe el paso por una determinada zona del túnel. Siempre queda sincronizada con la escena una misma canción. Su voz es fuerte, valiente, segura. Las personas en su gran mayoría se pierden el texto, una pieza de León Gieco que dice:


Sólo le pido a Dios
que el dolor no me sea indiferente,
que la reseca muerte no me encuentre
vacío y solo sin haber hecho lo suficiente


Lo bordean, corren escaleras abajo al final del pasillo, saltando los peldaños para alcanzar el sonido de un tren que, sin embargo, superó los decibelios del altavoz del hombrecillo y penetró por los oídos taponados de una mar de personas con rostros alarmantes que no tienen tiempo siquiera para ofrecerle gracias a la vida.




Nota: Para Mercedes Sosa, que acaba de morir a los 74 años y había nacido en Tucumán, tierra indígena de Argentina. Llegó a cantar "Caruso" con Luciano Pavarotti. También creyó en el socialismo cubano, pero, por suerte, el tiempo le alcanzó para descubrir detrás de la revolución una dictadura. In memorian, "Negra".

viernes, 2 de octubre de 2009

Olímpicamente



El fin de semana pasado estuvimos conversando con unos madrileños en la barra de un bar. Era una pareja tan amena y culta que daba gusto estar allí recostados a la vuelta del tiempo, en ese momento impreciso donde fluyen las armonías por razones sensoriales y nada más.
Hablamos de política, por supuesto, pero no hablamos de fútbol.
Mi mujer se comportó como siempre, ecuánime, locuaz y reservada. Antes de conocerla ignoraba totalmente que se puede llegar a ser así. Ella es catalana de las nuevas hornadas nacionalistas, pero no le ciega la pasión. Sabe escuchar, observar y, sobre todo, respetar al prójimo.
Los madrileños estuvieron estupendos, también cautos y locuaces. Era una pareja joven de la generación de mi mujer; o sea, de las nuevas hornadas de la capital.
Esta tarde los recordé cuando Jacques Rogge, presidente del Comité Olímpico Internacional, desveló la tarjeta blanca donde estaba impreso el nombre de Río de Janeiro. Hasta ese momento, por muchas razones seguramente subjetivas, mi ánima volaba con Madrid y con la pareja que encontramos, porque no hay nada igual que conocer a alguien personalmente y en lo adelante conceder a esa persona el deseo de bienestar que es imposible tener para uno.
Uf, esto es menos egoísta de lo que parece, pero es egoísta al fin y al cabo.
No sé por qué, pero en los eternos minutos de deliberación para el otorgamiento de la sede olímpica del 2016 me sentí mucho más cerca de Madrid que de Río, cuando se supone que debería ser al revés.
Mi mujer, por su parte, en el momento en que Jacques Rogge enseñó la tarjeta blanca, exclamó:
-¡Ay, los pobres!
Se refería a los madrileños.
Sin embargo, no hubo en mi casa una catarsis ni algo por el estilo. No hubo un seguimiento nervioso y sí el lamento de que la programación emergente anuló un programa trivial que vemos a esa hora.
España sigue siendo un país de países, como mismo, en el ámbito periodístico, el reportaje sigue siendo el género de los géneros. Es así.
Aquí en Cataluña no dolió tanto la pérdida, no dolió tanto la decepción que se vio a todas luces en la aglomeración de la Plaza de Oriente. Entre otras cosas porque Barcelona tuvo sus olimpiadas. Y la cuidad cambió. Se habla de un antes y un después.
Mientras tanto, este que está aquí continúa en los bares buscando miradas y gestos neutrales.
Sigo en el empeño de mezclar los embutidos, los quesos y los vinos de todas las regiones para, por lo menos, regalarme la buena gastronomía que vengo mereciéndome desde hace mucho tiempo.
En este sentido, se pudiera decir que me vale todo.

jueves, 1 de octubre de 2009

El lado más visceral



"Dry", literatura en la coctelera

La lectura de un libro que me regalaron por mi cumpleaños me ha dejado pensando hasta dónde podemos llegar, hasta qué punto es válido contar nuestra vida guiado por el instinto de que la narración sea útil a la gente y la historia hasta sirva de escarmiento.
Este es un libro escrito en primera persona por un alcohólico, internado por voluntad propia en un centro de rehabilitación al darse cuenta de que había tocado fondo y estaba a punto de perder su magnífico trabajo. Pero hay más: el narrador es gay, contracultural, solitario, abandonado por su familia.
Y es un publicista de Nueva York que gana mucho dinero.
No sé si verdaderamente todos estos ingredientes pudieran coexistir dentro de una misma persona. Quizá sí. Pero lo primero que me vino a la cabeza en el primer tercio del libro fue que estaba viendo una película norteamericana con un guión extraordinario, de esos filmes a los que se les perdonan el ensamblaje tan bien pensado porque al final logran hacer de nosotros un objetivo, más que un espectador. El hecho de que la novela esté contada en primera persona y el nombre del protagonista sea el mismo del autor nos hace sospechar que algo raro pasa con este libro.
Generalmente, las almas que tienen una historia tremenda detrás no están bien dotadas para escribir; quiero decir, para escribir con tanta excelencia, oficio y “garras” como lo hace este hombre. Y entonces, o se van de este mundo con su historia contada en petit comité, o se la entregan a un biógrafo para que haga con ella lo que pueda, lo que quiera o lo que el “dueño” le deje hacer.
A pesar de lo duro del tema, de la manera descubierta con que ha sido tratado, leí el volumen de un tirón y con ansiedad. Y, de vez en cuando, miraba la foto del autor para comprobar si coincidían sus declaraciones con la expresión de su mirada. Decidí entonces, pasando páginas a toda prisa, que me dejaría llevar sin ánimos investigativos. Fue una buena decisión porque el estilo narrativo ágil –lo que no quiere decir descuidado-, directo, irónico y muchas veces divertido aderezan una historia tan desagradable que de otra manera hubiera sido imposible dedicarle tiempo. A mí no me gusta regodearme en el descalabro; sólo asegurarme de que existe y de que hay que tratar de evitarlo.
El éxito de este libro está precisamente en que no se aproxima siquiera al melodrama. Siendo tan descarnado, consigue compasión sin que sea gratuita. Hay que tener presente que cualquiera de los mortales puede caer en desgracia, por muy bien que se sepan hacer las cosas. No obstante, y aunque esto es una realidad, también el personaje de marras es un caso extremo.
Confieso que al terminar la lectura busqué información sobre el autor porque no podía quedarme con su propia descripción. Sería un milagro que alguien que cayó tan bajo, y cuando digo bajo me refiero al nivel de lo humanamente insuperable por regla general, pudiera haber escrito un libro tan bien hecho técnicamente.
Google me informó que, aunque se identifica así por la vida, se trata de un nombre artístico, y que su obra entra en la nueva corriente de lo que se ha dado en llamar Memoir; o sea, algo que forma parte de la semblanza de una persona pero no es exactamente una biografía. El autor ha tenido un resultado comercial de talla extra.
Entonces me tranquilicé. Todo estaba en orden. El mundo seguía siendo tan desgraciado como hasta ahora para la gente que no logra salir del alcoholismo, esos pobres diablos que deambulan por las calles y duermen a la intemperie o, como mucho, en un cajero automático de una sucursal bancaria.
Sin embargo, el texto sirve de aviso, por un lado, y de disfrute literario por otro.
Lo recomiendo sin lugar a dudas.


Título de la edición española: En el dique seco (Anagrama)
Título original:
Dry
Nombre del autor: Augusten Burroughs
Nombre original del autor: Christopher Robinson
Antecedente fundamental: La primera parte de su biografía también tuvo mucho éxito de ventas y ocasionó desmentidos por parte de los personajes reales. Se tituló
Recortes de mi vida y, cómo no, fue llevada al cine en el 2006.