miércoles, 26 de marzo de 2008

INTRAMUROS



Guardia de honor (VII)

-Seguramente te acordaste de mí cuando leíste la noticia de la huelga…
- No hace falta un agente externo, siempre me vienes a la mente, incluso durmiendo- apostilló él de prisa.

Estaba sugiriéndole a Cristina la posibilidad de un sueño o de varios, un episodio íntimo del cual solo el portador era dueño. Ella lo miró sin decir nada, sin pronunciar palabras. Sus ojos brillaban con un intenso color verde que variaba los tonos en dependencia del ángulo de la cara; nadaban en un ligero líquido cristalino, suaves, como una nave al pairo en medio de una mar tranquila. La muchacha poseía la virtud de concentrarse en todas las situaciones que se le presentaban delante. Había aprendido a no mezclar pensamientos, mucho menos los pensamientos rutinarios que producen estrés, desequilibrio, desasosiego. Para su trabajo era necesario no perder la calma, observar todo a su alrededor con cierta frialdad, aunque por dentro llevara el alma tibia. Su proyección era el equivalente a una mujer ejecutiva que pasea sus encantos de un lado a otro por un amplio salón, manteniendo una línea divisoria entre el contacto puramente profesional y el íntimo, suscitando mientras tanto un profundo deseo de cercanía en el ámbito donde se mueve. Cristina tenía una gracia natural que consistía en equilibrar su belleza con la palabra exacta y el gesto preciso, sin que se notara que cada uno de sus movimientos había sido estudiado antes. Sabía guardar silencio cuando la dinámica de una conversación lo requería, y, a veces, como en este instante en el que David se pronunció desbordado, lo colocaba como estrategia para ganar tiempo.
El diálogo ocurría en una cafetería pequeña del barrio de ella, cayendo la noche. Estaban tan concentrados el uno en el otro que lograron abstraerse del escándalo de un televisor futbolero, así como de una peña de aficionados al deporte y a la cerveza. Ambos habían pedido café con leche. Se refugiaron allí mediante una cita que David improvisó, mientras le explicaba todos y cada uno de los botones del aspirador para suelos y muebles que él mismo le había vendido a la joven.

-O sea, que me traes a este bar bullicioso, actuando casi con nocturnidad, para confesarme que sueñas conmigo. ¿Quién te ha dado semejante derecho…?- bromeó Cristina inesperadamente.
-¿Derecho a qué? ¿A traerte a este bar o a soñarte?
-Lo del bar es pasajero, David.
-Pues los sueños son libres. ¿Quién te ha dado derecho a manipular incorrectamente los aparatos electrodomésticos, a ver?

Sonrió la muchacha. Su mirada se perdió unos segundos en un cenicero vacío que había sobre la mesa. Levantó la vista y preguntó:

-¿Te molesta que fume?
-Por supuesto que no. Y creo que a aquellos cerveceros tampoco. Te traje aquí para que fueras libre como el viento, para que fumaras, gritaras, hicieras cuanto te apetezca delante de mí. Hace días que tengo el deseo de verte con toda naturalidad. Lo que no sé bien es cómo has aceptado esta invitación, si me habías dicho que no tienes tiempo.
-Pero el tiempo se hace. Hoy es un día especial. Le pedí a mi madre que se quedara con la niña para poder estar sola y escaparme de mi rutina. Ya ves, no puedo estar sin hacer nada. Pudiendo estar tumbada con un libro en las manos, me puse a limpiar…
-Te ves espléndida, serena, irradias felicidad- interrumpió David desbordado otra vez.
-Si supieras… Te equivocas. Hoy estoy más turbada que nunca.

David interceptó en el vuelo el juego de palabras y lo hizo suyo. Cristina no quiso decirlo, solo se le escapó la frase, una frase, además, que casi nunca utiliza. Cuando se dio cuenta de lo que había salido por su boca, ya era tarde:

-No te preocupes…Todos tenemos momentos de intimidad, de regodeo con nosotros mismos; un paréntesis de distensión dentro del día siempre viene bien- comentó para ver qué pasaba.
-Yo no hablo de eso, David. Hice una pausa entre palabra y palabra y dije más turbada, lo que quiere referirse a más preocupada, ofuscada, atormentada si se es preciso- remató Cristina en voz baja, sonriendo como él.
-Pues son cosas muy diferentes, quiero decir: son sensaciones o estados de ánimo totalmente opuestos. ¿A cuál de los dos estados de ánimo te refieres, guapa?
-Al segundo, guapo. Estoy preocupada por el resultado de la huelga. No sé si llegaremos a un acuerdo ,y, por otra parte, me sabe mal que gente trabajadora como tú tenga que romper sus esquemas de transporte y llegue tarde al trabajo.
-¿Cómo sabes que llegué tarde?
-Lo supongo.
-Pues sí, llegué tarde. Me acordé de ti y te eché de menos. Subí y bajé del metro en la misma estación. Hice el papel del tonto y perdí unos quince minutos en la parada. Por favor, Cristina, no puede ser que mi vida dependa de las casualidades, del azar. Dame un teléfono, una dirección, un norte, por favor. Dame esperanzas.
-Esperanza es un nombre de mujer. ¿Qué esperanzas quieres? La vida es así de complicada y, en verdad, no hay tiempo para mucho más de lo que hacemos. Es una suerte incalculable que hoy estemos aquí tomando un café con leche.

Cristina no quería complicarse la vida. Se había acostumbrado a estar sola, a repartir sus horas entre el trabajo y su hija. Hacía un par de años que lograba salir de un divorcio traumático que tuvo que resolverse mediante los tribunales. Su ex y ella no se dirigían la palabra. La niña estaba por el medio y la vida debía continuar. Como salida emergente se había parapetado con una estructura rígida de forma de vida en la que no daba cabida a ningún hombre. Estaba dañada, lacerada por el maltrato psicológico de una pareja que había sido la única hasta los días corrientes, un hombre que cambió de la noche a la mañana, o que, quizá, ella no conocía bien. Aquel hombre dejó de ser cortés con ella; dejó de llevarle flores, de planificar salidas, de proyectarse hacia nuevas empresas idealistas como antes hacía. Se volvió un hombre gris, mudo, postrado frente al televisor con las piernas encaramadas encima de la mesita del centro. Comenzó, un buen día, a seguir los partidos de fútbol. Cristina odiaba el fútbol. Dejó correr el tiempo, hasta que se aburrió. Le planteó el divorcio y no hubo manera de que él lo aceptara.
-Dime una cosa, David. ¿Cómo llegaste a vendedor de electrodomésticos?
-Es largo de contar. Primero me gustaría que me respondieras cómo fue que aceptaste esta invitación. Estoy verdaderamente sorprendido- volvió atrás el otro, inesperadamente.
-Hay algo en ti que me inspira confianza. Aunque eso es una tontería. Las apariencias engañan. En principio, ni yo misma lo sé. Solo sé que esta mañana estaba ordenando mi casa, luego sucedió lo del aspirador, y ahora estoy aquí. Debe haber funcionado algún automatismo, con tan buena suerte de que no tengo a la niña…
-No te insisto más. Es posible que yo haya perdido la perspectiva de que dos seres humanos se puedan conocer libremente sin que alguien los presente. Esas cosas suceden también, aunque escasean. ¿Ves? Ahora a mí me gustaría preguntarte como fue que llegaste a conducir profesionalmente un autobús metropolitano.
-Yo me tengo que ir, David. No lo tomes como un desaire. Esa pregunta es muy fácil de responder: Me hice conductora profesional porque siempre me gustó conducir; además, no pagan mal.
-¿Sólo por eso?
-Sí, ¿por qué más?
-Por un desafío o algo así.
-Te complicas demasiado la cabeza. Mira, ¿el sábado que viene cómo tienes la noche para salir? Sé que trabajas hasta las ocho y media o las nueve?
-No tengo nada previsto. Podríamos quedar.
-Perfecto.
-¿Aquí mismo?
-No, por favor, este ambiente no me gusta. Espérame en la puerta de tu tienda.
-¿Y si me raptan?
-Yo pagaré el rescate, no te preocupes.

Cristina se marchaba y él miraba sus movimientos a través del cristal de la cafetería. Tenía bonita figura. Llevaba un bolso a juego con las botas. Caderas anchas, cintura de avispa, tacones firmes y, nunca mejor dicho, lejanos. A David se le escapaba de las manos un conjunto armónico de voz y estilo, de sensualidad y provocación juntas. Acaba de descubrir que la muchacha fumaba, que tenía sentido del humor, que poseía control y sabía jugar con ese recurso. David había dejado de fumar por lo menos un par de años atrás. El olor del tabaco era algo que conocía perfectamente y, sin embargo, por razones inexplicables, no lo había asociado a aquella treintañera aficionada al suspense. Prefirió quedarse allí sentado un rato más, entre el humo y el grito coral de los espectadores del fútbol. Hacía mucho tiempo que huía de las despedidas a la intemperie. Estaba recogido, satisfecho por haberla tenido tan cerca y, sobre todo, porque Cristina hubiera aceptado un café. Estaba tan feliz de esos últimos momentos que había olvidado una nueva cita, un nuevo desafío del tiempo que lo situaría, como un soldado del Kremlin, en la puerta de su establecimiento.


(Continuará…)

miércoles, 19 de marzo de 2008

INTRAMUROS



Sombras nada más (VI)

Algo extraño estaba sucediendo en la parada del autobús. El vacío total comenzó a preocuparle, así como la inexistencia de un aviso en las paredes de la caseta del transporte. Faltaba una nota informativa, una voz que se pronunciara en nombre de los desconcertados que esa mañana se hallaran en apuros en plena vía urbana. Observó a lo lejos de la calle Marina, cuya profundidad se percibe desde la pequeña colina donde está enclavada la caseta. A lo lejos se movía un conjunto de autobuses de turismo, con destino a la Sagrada Familia. La maraña de coches de todo tipo, incluyendo hilos de bicicletas que cada vez coloreaban más la trama citadina, permitió a David el disfrute efímero de una ilusión óptica. Un “monstruo” rodante rojo parecía empastado en los perfiles del campo visual, como una película que destaca subliminalmente un objetivo central pero tarda en presentárnoslo en un primer plano. El autobús, o lo que él tomaba como tal, resultó ser un vehículo de turismo de dos pisos, rojo, en efecto. Consultó el reloj y vio que no tenía tiempo para quedarse allí sin hacer nada. Siempre pensaba que era una pena que la vida fuera tan sincrónica, aunque en esa misma medida había sido posible construir por la mano del hombre todo un mundo de cosas que él disfrutaba. Había dejado de fumar. No contaba sin quiera con el pretexto de encender un cigarrillo para que llegara la guagua.
El tráfico alocado, la gente apurando el paso en todas las direcciones, los claxon contaminando aun más el ambiente, el murmullo de las obras por todas partes, el cemento abierto como una herida mechada con tubos de agua, electricidad, teléfono, gas; todo seguía igual que siempre a la hora de siempre, excepto que los ómnibus urbanos brillaban por su ausencia. Decidió dejar el mundo exterior y regresar a donde mismo emergió, a las arterias subterráneas del ferrocarril metropolitano llenas de luz artificial, gente con mala cara y velocidad, tanta velocidad que sentía que por allí la vida se le iba como un suspiro. También se le truncaba, por esos mismos canales, la posibilidad de encontrarse con su adorado tormento, la pelirroja hermética que conducía uno de esos carruajes inmensos que pasaban, mordiendo el asfalto, cada siete minutos por un itinerario fijo; como si no bastara que los trenes masticaran el subsuelo y las grúas instaladas por todas partes se tragaran el paisaje.
Consiguió asiento en el metro. Tapó con los puños de su camisa el reloj de pulsera. Mientras se preparaba para escuchar el reproche de su jefe, vio en el lineal de enfrente un periódico abierto. Un gran titular decía:
La huelga de autobuses toma carácter indefinido
David no había visto los telediarios de la mañana. Estaba despistado del ámbito noticioso, más que todo estaba absorto pensando en ella, en cómo una mujer tan joven, atractiva, perfumada, podía conducir ocho horas diarias un inmenso transporte público con absoluta diligencia. Se había despertado con el tema metido entre ceja y ceja. Preparó el café pensando en Cristina, sirviéndose de paso una gran ilusión que era volver a encontrarla. Pero el azar no se regala tan fácilmente, y él lo sabía.
En efecto, ahora se hallaba en el trance complicado de dar una explicación en el trabajo. Supuso que todo el mundo conocía la noticia de la huelga de autobuses, que no tenía excusas, o que esa excusa podía parecer endeble. Llevaba un cuarto de hora de retraso. Retiró la vista del periódico de enfrente y se enganchó los auriculares para adornar su situación con una tanda de boleros melindrosos que siempre cargaba en su reproductor de bolsillo. Pensó en lo distinto que era el ambiente arriba y abajo. En la calle casi podías tocar el sol y, sin embargo, la gente parecía sombras chinescas, sin detalles en el rostro; en un vagón del metro viajabas con el olor mezclado de un sinfín de perfumes escandalosos, con alguien al lado rozándote el abrigo, otro ser indiscreto observándote de pies a cabeza, decenas, centenares de personas cabizbajas leyendo la prensa, de pie, sentadas, recostadas a las puertas, hablando por teléfono, escuchando música. El metro parecía un planeta hiperactivo en forma tubular, en el que la velocidad de la luz impedía comunicarse correctamente, humanamente. Para su estilo de vida -sus tardanzas, su regodeo con la cama-, el metro era su única salvación en días laborables, que era la mayor parte de su vida.
David llevaba un par de días melancólico desde que se enteró, a través de un amigo, de la muerte de un actor histórico. Ese actor había estado largos años en la pantalla de la televisión encarnando el personaje protagónico de una serie de espionaje, en su querida Cuba, donde nació y crecieron sus sueños de conquistador, aquel archipiélago remoto en el que estudió y ejerció la abogacía. La muerte del actor corroboró el paso del tiempo –aunque el histrión y, a la larga, funcionario gubernamental, no era tan viejo-; corroboró además la destrucción de un mito, porque no era posible de otra manera. Fueron muchos años de tejido emocional los que tornaron inquebrantable al personaje central, tocayo de David. Se llegó incluso a la confusión popular del personaje con el hombre real, que era un intérprete de carácter de teatro y cine, una especie de hombre duro que inspiraba en sus desdoblamientos cierta melancolía traspapelada entre la sequedad. La gente le hacía la broma a David preguntándole si le habían puesto el nombre por el personaje del espía legendario. Y él respondía que no, que él había nacido primero, pero que no le molestaba la aproximación a un galán.
Ese galán introvertido acaba de morir en su país, el de ambos, y la noticia pareció como un remache en los recuerdos de David, en su mezcolanza de planos temporales y en el pastiche de iconos afro-hispanos-antillanos que llevaba en su alma. Los boleros le hacían sucumbir en viajes astrales, aunque con ellos andara casi siempre. El pequeño espacio que le reservaba un vagón del ferrocarril suburbano, cerraba su viaje en un cubículo lleno de recuerdos, ensoñaciones y delirios controlados mientras los convoyes peinaban las estaciones. Cuando anunciaron el final de línea, David vislumbró el colofón de una obra de teatro y a un actor legendario inclinándose varias veces para despedirse. Se levantó y se arregló un poco ante los cristales del vagón. Salió corriendo con el álbum de boleros aún enganchado, hasta alcanzar otra vez la calle. Había atravesado sin darse cuenta la mitad de la ciudad de Barcelona.
Su jefe lo recibió con una pregunta que nada tenía que ver con los ardides preparados:

-Buenos días, David. Me imagino que se te estropeó el metro, ¿no? Oye, llamó una clienta preguntando por ti, relacionada con un aspirador…
-Sí, un aspirador de 2200 vatios tipo ciclón. ¿Ha pasado algo…?
-No lo sé exactamente. Dijo que vendría a verte.
-¿Cuándo?-intercambió David con los ojos dislocados.
-Hoy, me dijo que pasaría hoy.

David trató de ordenarse mentalmente mientras tomaba posesión de su puesto de trabajo. Había asuntos pendientes, cola en el mostrador, teléfonos timbrando, amenaza de la llegada del camión con mercancía para reponer, cambios de precio, mucho polvo encima de cada uno de los ejemplares del género en exposición. Necesitaba urgentemente un café doble y no lo tenía a mano. Dejó el bolso en la trastienda, se cambió la camisa y salió a tomar responsabilidades con absoluto oficio, como un actor que interpreta a Hamlet después de haber pasado la tarde en una oficina de reclamaciones. El contraluz de la entrada dibujó una silueta móvil, sobre tacones de mujer. David olfateó un perfume conocido y encontró, avanzada la mañana, por primera vez en su vida, el contorno de la sombra chinesca de Cristina.


(Continuará…)

jueves, 6 de marzo de 2008

INTRAMUROS



Tres cuartas partes sumergidas (V)

Se ha pasado la mañana corriendo, resolviendo cosas que tenía acumuladas en una libreta de notas. Ahora va a la última página y sigue anotando tareas para el futuro, un futuro que podría ser la última hora del día. Es una mujer dinámica, sanguínea. Le gusta sudar porque así nota el recorrido de sus acciones durante las horas que está trabajando en cualquiera de sus frentes; en su casa, cuidando de su hija, o la mayor parte del tiempo de su vida conduciendo un enorme autobús por las calles de Barcelona.
Al observar que casi todas las gestiones habían sido resueltas y tachadas con un lápiz rojo, cerró de golpe la libreta con aire de victoria. No cejar, no descansar, no abandonarse en el sofá eran los dictados de su mente siempre, pero hay ciertos momentos en los que uno necesita expandirse y pensar en asuntos triviales, aparentemente insulsos. Abrió una cerveza y luego se tumbó en el sitio que ocupaba cada noche antes de irse a la cama. Le pareció totalmente raro encontrarse allí de día, sintiendo su respiración como único sonido del ambiente. Se asustó un poco y no porque tuviera miedo a la soledad, sino por terror a la quietud. Desde los dieciocho años estaba trabajando en la calle y hasta la fecha de este día singular no había parado.
Cristina era una joven divorciada. Salía muy poco a divertirse, aunque este asunto no le preocupaba demasiado. Estaba cerrada en una rutina tan exacta y tan circular como una maquinaria de relojería suiza. El tiempo, graficado perfectamente por los saltos de las manecillas de su reloj de pulsera, era parte de su ritmo interior. Desde que pone los pies descalzos en el suelo cada mañana, se dibuja un sincronismo perfecto a su alrededor, se escucha un tic tac en su interior, apaciguado durante los minutos en que permanece en la ducha. Vive en una cuidad moderna donde no hay posibilidades reales para la contemplación. Su empleo le exige exactitud, control absoluto del campo visual, control imprescindible de sus nervios de cara al público. Lleva un reloj de hombre en su muñeca izquierda, una esfera analógica que funciona con baterías de litio, la más exacta y amplia maquinaria que encontró en la joyería de su barrio. En el baño tiene colocado un radio-reloj digital cuyos parlamentos –noticiosos- se mezclan con el sonido del chorro de agua; cuando deja la bata de baño en su habitación, totalmente desnuda, encuentra de frente dos agujas provocadoras que, sin embargo, ella tiene controladas. Es un par de agujas negras sobre fondo blanco lo que abusa de su dulzura, porque la tiene. Su apartamento está lleno de relojes. La niña duerme mientras Cristina se coloca el uniforme, se arregla el pelo y se pinta el contorno de los ojos. Gasta un chorro de perfume a cada lado de su cuello detrás de las orejas, y se pone también en el dorso de las muñecas. Se arregla con celeridad, con ritmo, dejando atrás un marcaje coreográfico que se esfuma en segundos. Se calza unos zapatos cómodos de tacón mediano. En su estilo no es posible resquebrajar la presencia física. Ella necesita sentir el sonido de sus tacones y el sudor leve pasando por sus sienes como un arroyo musical.
Desde que se divorció, se dedicó más a fondo a su trabajo. Ser conductora de autobuses urbanos fue un reto y a la vez un aliviadero, porque quería demostrar que las mujeres sirven para otras cosas además de para llevar un hogar bien arreglado. Su temperamento va más allá de las ansias acomodaticias de muchas de sus amigas. Pero es también su enemigo porque se alió al rigor del paso del tiempo físico. Prepara el desayuno –una tostada y un zumo de melocotón- para tomárselo a media mañana. Mientras toma el café, invariablemente, sus oídos están dirigidos al timbre de la puerta. Su madre llega puntual y ella se marcha a conquistar la calle, y nunca mejor dicho. En su casa deja un mundo de cosas que quisiera disfrutar, y además un ambiente perfumado que la madre reprocha porque le provoca coriza.
Había vencido el mediodía, dejado ella misma a la niña en la guardería, de vuelta del mercado cuando se regaló un rato estirada en el sofá. No era su día festivo. Era una jornada rara marcada por una huelga general de autobuses de los transportes metropolitanos. Un huelga reivindicativa con carácter indefinido. Se sintió una mujer plena allí donde estaba, ligera de ropa y de preocupaciones. Había hecho un alto en el camino y colocó su disco de baladas de fondo, para después continuar. Se le cruzó en la mente el recuerdo de aquel vendedor de electrodomésticos simpático y atrevido. Su sonrisa, el vuelo de su palabra provocadora, el cortejo a quemarropa, la dulce y a la vez desordenada observación de David.
David, supuso, estuvo en apuros esa mañana. Si había escuchado los informativos estaría al corriente de la huelga. De lo contrario, habría salido a la hora de siempre, habría realizado el trasbordo aparentemente sorpresivo para tratar de encontrarse con ella, y se habría visto frustrado. Todo el sistema de horarios basado en los autobuses desarticulaba los desplazamientos cotidianos. No había escapatoria excepto bajar al metro. Cristina se regodeó con la marcha inusual del tiempo. Se percató de que llevaba el reloj de pulsera. Lo retiró lentamente con cierta altanería. Lo dejó por ahí, sobre unos libros de cocina. Repitió el disco y repitió la cerveza. Estuvo un largo rato estirada sin hacer nada, acariciándose con la yema de los dedos el cuero cabelludo, el cuello, los pechos, alrededor del ombligo y bajó hasta que se encontró con su clítoris. Fue un acto reflejo, involuntario, un vaivén de caricias acompasadas que solamente recordaba de algunos domingos de fiesta, cuando su mente la dejaba de perseguir en torno al tiempo, cuando sus pensamientos de acción directa y estrecha la dejaban en paz. La paz existe, lo sabía, y el placer de la contemplación también. La combinación de recuerdos lejanos con los frescos se apoderó de su mano derecha, mientras todos los conductos de su cuerpo, sus músculos, sus membranas se relajaban y se abrían como un organismo virgen. Era preciso hacer huelga, dejar abandonadas un montón de cosas hilarantes que hacían funcionar su vida con precisión asombrosa, pero cuyo sistema frenaba automáticamente el movimiento de cualquier cuerpo extraño. David no era más que un vendedor de electrodomésticos, un sujeto atrevido que tendría sus problemas aparte, un espectro intangible que no debía acercarse demasiado, porque ella no tenía tiempo. Y así se lo dijo claramente aquella vez que se encontraron en el autobús y él se atrevió a interrumpir su concentración frente al volante para invitarla a tomar un café algún día. Era cierto que no tenía tiempo, pero también era verdad que deseaba tenerlo, que anhelaba robárselo de algún sitio para disfrutarlo de puertas adentro.
Una excusa, un programa de voz marcado por las prisas, por las circunstancias y por el ritmo de la vida. “No tengo tiempo”.
El ocio la abrazó entera y entera dejó escapar un tipo de voz salvaje entre sus dientes. Bajos decibelios, pero no por temor a que alguien la escuchara, sino porque estaba acostumbrada a resolver las cosas sola; compartir con el más allá no entraba en sus proyecciones. Miró a su alrededor. Todo estaba tranquilo, la cortina batiente y seguía el ambiente en silencio. Se había terminado la música. No había vestigios de relojes ni de sonidos telefónicos. Se incorporó con la disciplina que la caracteriza y se acercó al espejo. Vio a una pelirroja con la cabeza revuelta, con el rimel corrido, con las sienes mojadas. Vio a un muchacho por detrás con los dientes afilados queriendo comérsela y muy cerca de su nuca. Se enderezó el vestuario, el poco que llevaba. Fue al baño y se lavó la cara. Entre las tareas del día especial que vivía, estaba pasar el aspirador por el sofá, por el mismo sofá que había sido el soporte de unos temblores enajenantes que quedaron allí, sin discusión alguna.
Su equipo de música volvía a la carga, con otro disco. Conectó el aspirador a la corriente y le dio al botón de encendido. No hubo respuesta. Le dio otra vez, tres veces más, cuatro. El aspirador estaba muerto.
Corrió a mirar dentro de sus papeles de la casa en busca de la factura de compra. La situación era totalmente contraria a los minutos de intimidad que Cristina acaba de vivir, en los que se fue lejos, a sus dieciocho años, al bachillerato, de donde extrajo el cuerpo de un compañero de clases para colocarle la cara de David.


(Continuará…)