miércoles, 30 de mayo de 2007

Doble vida

En agosto del año pasado, para paliar un poco mi déficit presupuestario, decidí colocarme en una portería, aprovechando un tiempo muerto estival. ¡Qué miedo me dan esos días en que todo fenece de una manera asombrosa! Hasta el bisabuelo que cuido se había ido de vacaciones, al campo, cerca de Moià; no se fue al Caribe ni a El Cairo, ni a Tailandia, ni a la Patagonia, porque ahora mucha gente se organiza viajes organizados, de esos que realizas empaquetado en un bus, o en un buque noruego fletado por una compañía argentina, para desembarcar con un frío que pela en la Tierra del Fuego, en el otro hemisferio. Ahora las distancias se acortan cada vez más, y el catalán, según he oído decir, es viajero nato, descubridor de tempestades allende los mares, porque el suyo, aunque parezca mentira, es un mar cerrado. La gran mayoría de todos los que conozco se habían ido de vacaciones, y me quedé suspendido en ese impasse del verano, cuando las caras de la ciudad cambian porque llegan visitantes de Noruega y de toda la península escandinava. Así que me conseguí una portería; o sea, una recepción o lobby de un edificio de la zona alta, donde podía leer en mis horas de trabajo, excepto los viernes que tenía que limpiar la escalera. El inmueble estaba prácticamente vacío (casi todos los vecinos se habían marchado a descubrir otros mundos), y apenas quedaron tres o cuatro inquilinos mayores de edad, con autonomía, a quienes sus parientes habían dejado al cuidado de los perros, loros y gatos de la casa.
Hay cosas demasiado curiosas en la vida, para no decir absurdas. Por suplencia, yo estaba de portero en un edificio lejos de mi barrio, mientras en mi barrio un portero, mi portero, cuidaba de mi edificio. Quiero decir que, en algún momento de la vida, mi portero y yo fuimos elementos homólogos, aunque él no lo sabe todavía. En ese tiempo fue cuando me percaté de que yo estaba llevando una vida por encima de mi nivel. No había caído en la cuenta. Lo digo porque se supone que, si mi edificio tiene portero, es porque la renta mensual es alta. Y de verdad que lo es. Pero, total, un trabajo es un trabajo, y, en fin, un techo es un techo. Sonó mi teléfono estando de conserje. Era de la empresa geriátrica para la cual trabajo. Me pedían otra suplencia, compatible en horarios con la portería. Se trataba de acompañar a un señor de unos 90 años al médico. Así me dijeron, inquiriéndome sobre si yo sabía manejar una silla de ruedas.
-Por supuesto que sí, -contesté-, ¿pero la vivienda no estará muy lejos del médico?
-No, todo está organizado, con un taxi adaptado para minusválidos, es solo por informarle el grado de invalidez-, concluyó la voz del auricular.
Creo que no he contado la cantidad de veces que acepté servicios por petición telefónica de última hora, aquella especie de castañas ardiendo que la empresa gestiona con pasmosa habilidad. Antes, a todo decía que sí. ¡Y me encontré con cada casos que mejor no mencionarlos! ¡Pobre gente! Ellos no tienen la culpa. Ellos solicitan compañía. Lo que sucedía era que la empresa pagaba por horas; quiero decir: no tenía tipificados los servicios y tu espalda podía sufrir demasiado por la misma tarifa. En tiempos negros siempre dije que sí, pero ahora, en aquel verano, ya estaba en condiciones de comenzar a cuidarme mis vértebras. Un poco por fastidiar, un poco en serio, me comporté como un puñetero. Pedí detalles antes de aceptar. Incontinencia, estatura, peso corporal, lucidez del cliente. A la voz coordinadora no le gustó mucho mi actitud, pero por suerte no había nada de qué preocuparse. Solo que el cliente se había cansado de caminar. Al día siguiente me presenté en casa del señor Martorell (era en el barrio de Sants). Me recibió amablemente. Lo tenía todo automatizado, desde pantalla de televisión en el intercomunicador de la casa, hasta una cremallera eléctrica con la que bajaba las escaleras sobre su silla de ruedas. En efecto, el taxi sacó una rampa por debajo del fuselaje, el hombre se colocó en ella y entró al coche sin problemas. Entre el conductor y yo lo sujetamos con unos cinturones de seguridad.
-A la calle Provenza-, indicó el anciano, y yo abrí los ojos como un búho antes de que arrancara el auto. Era en dirección a mi casa. Podría ser un despacho privado, de neurología, por pensar en algo, teniendo en cuenta que los edificios del Eixample están llenos de abogados y médicos especialistas. Podría ser. ¡Vaya casualidad! Media hora antes yo había salido del mismo lugar hacia donde se dirigía el taxi. Sonreí. Le dije al señor Martorell que yo vivía allí mismo, pero no le dio demasiada importancia. Era un señor acicalado sobremanera, perfumado escandalosamente, sereno, con clase, pero de pocas palabras. Me mataba la curiosidad, así que le pregunté exactamente qué tipo de consulta era. -¡Vamos al dentista!-, exclamó sin argumentar nada más. En ese momento, no sé si será posible, creo que pensé dos cosas a la misma vez. Una: ¿Qué hace un anciano de 90 años gastándose el dinero en el dentista? Y dos: ¿Sería en mi edificio? Sí, en mi edificio hay un gabinete dental, justo debajo de mi piso. Yo vivo en el antiguo apartamento concebido para el conserje (¿sería por esta razón mi continua fijación con mi portero?), pero en plan de alquiler desde hacía años. El inmueble es típico del Eixample, de principio de los años 20, de esos edificios profundos cuyas viviendas, dos en cada piso, son lo suficientemente alargadas como para tener dos grandes ambientes, el de la calle con su tránsito y ruidos, y el del interior de la manzana, donde, ciertamente, no te enteras de nada que pase en la entrada. El ascensor es una verdadera reliquia, una caja de madera expuesta a un patio de luz. En el trayecto vertical se ven ventanas tipo balcón, balcones que no son otra cosa que la antesala de uno de los dormitorios, por donde se escucha la marcha del motor y de todo el mecanismo de ingeniería instalado como una maquinaria suiza. Los que venimos de La Habana pocas veces tuvimos la suerte de ver, entre bambalinas, el funcionamiento de estos transportes, porque allá casi todos se deslizan a través de una bóveda.
Uno de estos inmensos apartamentos fue convertido en clínica dental, aunque, por esas otras circunstancias que tiene la vida, yo me atendí tres o cuatro veces en otro dentista. Llegamos a la puerta del edificio marcada con el mismo número de mi dirección postal. Se abrió la rampa otra vez y el señor Martorell bajó de marcha atrás y sin espejo retrovisor. Estaba acostumbrado. Despedimos al taxista, tomé el mando de la silla de ruedas y entramos. No le di tiempo a mi portero a preguntar nada. Me adelanté diciéndole:
-Aquí estoy otra vez. Vamos al dentista-. Y acto seguido nos dirigimos hacia el ascensor. Ya era demasiada casualidad que un anciano de 90 años quisiera ir al odontólogo, que encontrara uno que trabaje en agosto, y encima que sea el de mi edificio. Fue aquella la tarde de verano en la que mi portero supo por fin en qué yo trabajaba sin tener que esforzarse, yendo yo en short, mangas cortas y sandalias, como siempre voy en estas fechas.

Verano 2005

lunes, 28 de mayo de 2007

Congelados en el tiempo

Entre las cosas que precipitadamente dejé en La Habana había una foto en blanco y negro tomada con una cámara Zenit, modelo soviético con lente de 50 milímetros, de rosca, alternante con otras lentes más o menos pesadas pero cuya operación de monte y desmonte era toda una odisea. No sé cómo los soviéticos pudieron, al mismo tiempo, inventar una óptica tan suprema y un mecanismo de recambio tan tedioso, contraproducente para un periodista gráfico que podía perder la mejor instantánea en la tercera vuelta de rosa. Esas fueron las cámaras que nos acompañaron en la prensa buena parte del tiempo hasta que no sé quien compró un lote de Nikon y la inversión superó con creces la eficacia a la hora de hacer un cambio de objetivo.
Mi foto, aquella ajada y amarillenta estampa, impresa en formato de 5 por 7 pulgadas, recogía uno de los momentos en que el rockero argentino Fito Páez visitó la capital cubana por primera vez, en el lejano año de 1987. Aparecíamos, en plano medio y apaisado, de izquierda a derecha, Vivian, Fito Páez, Rosa María y yo. Vivian iba teñida de rubio (se veía la raíz del pelo) y portaba una sonrisa espléndida, contagiosa; Fito sonreía a medias, con una melena salvaje que le llegaba a mitad de espalda; Rosa María, rubia natural, de ojos azules (sé muy bien que eran azules), mostraba una melancolía demasiado seductora que se iba por encima de la sonrisita de compromiso que dibujó para la ocasión. Yo llevaba una melenita tipo los Bee Gees, con camisa blanca, risa suave y en el hombro izquierdo la correa del estuche de la cámara Zenit. Recuerdo que Vivian me haló de cuajo y, sin comprender nada, me hallé frente a la cámara y escuché como mi amigo Rafael hizo: Clic. Desgraciadamente ese negativo se perdió en una ampliadora del periódico Juventud Rebelde, pero me quedó la impresión en papel y parece que en el recuerdo también.
Vivian y Rosa María estudiaban Biología en la Universidad de La Habana. Yo estudiaba Periodismo. Estábamos en segundo año de la carrera. Nos escapamos sin saber que se realizaba entonces el último festival de la canción de Varadero. Ellas, supongo, perseguían algún ídolo, y Rafael y yo una aventura juvenil. Habíamos estado de polizontes en algún hotel de la hermosa playa azul y esa noche, según recuerdo, se cerraba el festival, con una presencia internacional y del patio de lo más selecta: Pablo Milanés, Silvio Rodríguez (que se negó a cantar porque llovía), Tania Libertad, Víctor Víctor, Baglietto, Fito.
Una de las dos rubias peligrosas de la foto, Rosa María, se convertiría en mi amante a la postre. Era una mujer muy madura para su edad, dulce, con voz infantil, seductora a más no poder, inteligente y llana. Lo digo en el plano de las actitudes, porque tenía unas curvas espléndidas. Fumaba con un estilo increíble, castigador, diría yo, y cuando sonreía se le abría una zanja entre los principales dientes superiores por donde se viajaba al mismísimo centro de la tierra. Su naturalaza era salvaje, lo que ofrecía un excéntrico contraste con su apariencia europea. No recuerdo haberla visto maquillada. Tengo clavada, sin embargo, la imagen de un trocito de picadura de cigarro pegado en su labio superior, y ella que no se daba cuenta y yo que se lo quería desprender de allí. Nos citábamos en mi casa, que entonces era el escampadero de los bohemios de la universidad. Mi casa tenía cinco dormitorios, tres cuartos de baños, un pasillo central por donde entraba sin dudas un Fiat 600 (el pasillo era un tubo de 20 metros de largo con las habitaciones a los lados); jardín, garaje y azotea. Las paredes estaban desconchadas y la iluminación general pobrísima. No había agua en los grifos porque la turbina, del tiempo de los americanos, se había estropeado hacía años. Había una cisterna en el sótano exageradamente grande, clausurada hasta nuevo aviso y cuyo fondaje, ya residual, debía almacenar diez centímetros de altura de un agua veterana No sé bien porque nunca me asomé a esos bajos mundos. De manera que espacio me sobraba, e infraestructura escaseaba en aquella Maison del otrora exclusivo barrio de Nuevo Vedado. Rosa María se movía a sus anchas por el pasillo, contoneando una licra que imitaba la piel de un leopardo (adelantadita ella a su tiempo porque las licras se pusieron de moda después). Llegaba por las tardes escapada de su marido (¡qué precoz, joder, cómo se le ocurre a alguien tener marido en la universidad!), y hervíamos un té con agua recogida, lo que, en pleno verano tropical, hacía brotar unos lagrimones de sudor desde las sienes, y aquellos ojos azules comenzaban a dilatarse. El té era un ritual llevado a casa por Rosa María. Una escena tan exótica entroncaba perfectamente con su parsimonia oriental, su suavidad descontextualizada siempre y esa manera suya de hacerme ver las cosas sin prisa aunque estuviéramos haciendo el amor. En todo caso la prisa la debía tenerla ella que andaba fugada del marido, y no yo que literalmente estaba detenido en el tiempo de esas paredes largas y desteñidas. No sé cómo se las ingeniaba para caer encima mío y cabalgar a sus anchas sobre mi cuerpo adolescente. Retozaba mucho rato así sin violentarme. Me poseía con la fuerza del té en vena, hasta que soltaba unos gemidos mortales simultáneamente con unos movimientos de caderas en vertical cortos y rítmicos. Entonces yo pensaba que se moría, y ahora, escribiendo estas líneas con una líbido del carajo, me doy cuenta de lo feliz que era conmigo. No digo más porque está muy lejos. Rosa María, como muchos cubanos, se marchó a Miami con su marido un par de años más tarde y le perdí la pista. Desapareció.
El recuento viene a colación porque un conocido, que sabía perfectamente mi pésima solvencia económica en Barcelona, me envió desde Madrid a una azafata para que le alquilara una habitación. Era azafata de verdad. La habían situado aquí en una compañía de vuelos charters y andaba desesperada buscando sitio. Era una cubana, obviamente, que se movía por la red de cubanos que habitamos el mundo y nos interconectamos de manera asombrosa. La azafata me llamó por teléfono y, a ciegas casi, aceptó precio, espacio y requisitos. Tenía un acento perdido, entre cubano pijo y español pijo. Aterrizó y, de lejos, vi a una muchachita veraniega, medio descalza y con buenos pectorales. Llevaba una maleta casi de su tamaño que interrumpía el paso a los peatones de la calle Provenza. No nos habíamos dado muchas señas física porque sospeché que, en el lugar donde le propuse quedar, a las doce del día, no iba a encontrar a ninguna otra azafata cubana. Me presenté a escasos milímetros de su rostro y le dije: “¡Coño, yo te conozco!”.
Registré mi disco duro en retrospectiva y hallé una foto en blanco y negro manchada de amarillo. Fui más rápido que ella. Le dije de entrada: “Varadero. Festival de la canción latinoamericana. Año 1987. Fito Páez después de un concierto. Llovía”.
“¡Síiiiiiiiii!”, me respondió. Habían pasado lo menos 15 años y esa chica estaba igualita. Se lo dije y ella no me dijo lo mismo. O sea, no me dijo nada. Sólo me regaló la misma sonrisa de la foto. No era Rosa María, era Vivian, la otra rubia, pero su presencia en Barcelona me hizo recordar muchas cosas. Esa foto, ¡esa foto cabía en mi maleta!


Verano 2003

viernes, 25 de mayo de 2007

Cierta opacidad interior

-¿Y qué te dijo el doctor Artusi?
-Pero, bueno, ¿es que no te enteras de nada?
-Yo solo veo, no oigo…
-No me vengas con eso que tú sabes leer los labios perfectamente, y, además, tienes una intuición tremenda. Bien que podrías haberme ahorrado el dinero.
-Por cierto, todavía no sé por qué tuvimos que ir a una de las clínicas más caras de Barcelona. Te agradezco el detalle, el nivel, vamos, pero soy una retina bastante sencilla, proletaria, de las del montón.
-Fue lo que se presentó, hija mía, y no quería esperar más para no ponerme nervioso; o sea, no quería hacerte esperar.
-Me encantan tus protocolos. Sabes ser dulce cuando quieres y tienes un arte para manipular asombroso. Tú y yo vamos a cumplir el mes que viene 38 años juntos, habiendo pasado las de Caín y, además, no pocos contrapunteos nos han hecho crecer en nuestras relaciones filosóficas. Por no decirte que fisiológicamente no nos queda más remedio que soportarnos… Perdona que te hable a camisa quitada, pero bien sabes que vemos el mundo diferente. No soporto tu romanticismo.
-Vale, vale, vale. Por ese camino vas a lograr que no te cuente lo que me dijo el doctor Artusi. Y creo que te interesa. Si sigues molestándome me voy a tomar una cerveza aquí enfrente y te planto un soberbio No coment de esos que yo sé decir. Tenemos tiempo de sobra para disquisiciones filosóficas.

Yo acababa de salir de la Clínica de la Retina y, como aún llevaba las pupilas dilatadas, no veía un burro a tres pasos. La chica que me cobró antes de salir, me ofreció un plano del barrio para que pudiera encontrar fácilmente la estación de los ferrocarriles catalanes, pero como lo veía todo fuera de foco –y mis dos objetivos dilatados no contaban con la cómoda solución óptica de “imagen partida” que han incorporado los fabricantes de lentes fotográficos-, pues me perdí en dos cuartas de tierra y di más vueltas que un trompo buscando la estación. Me asusté hasta que vi la Vía Augusta y recordé que la zona me era familiar. “Lo único que me falta es que coja el tren en sentido contrario”, pensé mientras trataba de analizar las manecillas de mi reloj de pulsera con la poca nitidez que me quedaba. Nada. Ni siquiera pude enterarme de la hora. Me aproximé al tiempo calculando el rugir de mi estómago, que me pedía, creo recordar, un bistec con cebollitas picadas en rodajas, pimiento verde, patatas en cuadritos y arroz. Era el menú del día en mi casa, así que no había otra tentación posible ni un caprichito fuera de lugar. Mi ojo izquierdo, siempre de guardia y portavoz de la pareja, esperaba una respuesta. Mi estómago, desentendido, no sé por qué, con el ojo, esperaba otra. Yo trataba de enfilar mis pasos hacia el buen camino –“¡quiero llegar a la casa, si us plau!”-, o lo que es lo mismo: desembarcar en el andén correcto dejando atrás por un rato el fuerte sol del mediodía que me resultaba, lógicamente, el triple de agresivo. No se me olvidará ese mediodía de junio porque preludiaba un agosto insoportablemente abrasador. Para ir a la consulta –una consulta a la una de la tarde, ¿a quién se le ocurre?- había subido a la Bonanova en el 70, y al salir, se me ocurrió preguntarle a la chica de la recepción por los ferrocarriles catalanes, que me dejan en Provenza. Y, con la vista delirante como si estuviera drogado –lo único que me faltaba era ver elefantes subiendo por las paredes-, divisé la estación de Las Tres Torres y me sumergí contento. Egoístamente contento.
-¿En uno de estos edificios fue donde conociste a Solange, verdad?
-Tienes una memoria de elefante- le dije a mi ojo izquierdo coincidiendo con su retentiva gráfica. –Mira, esa te la debo, porque la verdad es que la chica estaba hermosísima y me permitiste taladrarle el corazón con una mirada lasciva, pecaminosa pero educada, de esas que tú sabes sostener y que no puedes evitar.
-No me eches la culpa a mí que yo hago lo que tú me ordenas. Tú eres el incontrolado, el mirón si se quiere. Y tus sentimientos locos un día me van a matar de la vergüenza. Recuerdo que cuando viste a Solange se te querían salir los ojos…Vamos, que me querías expulsar de mi órbita y me tuve que pegar como una ventosa a las paredes líquidas. Me tuviste humedecido durante un buen rato mirándola y, como no oigo a tu interlocutor, me tuve que conformar con el rosario de sandeces que se te ocurrieron para comenzar a conquistarla. Me llevabas dislocado de un lado hacia otro y de arriba hacia abajo, exactamente igual que todos los meneos que tuve que hacer ahora para que el doctor me mirara por dentro. Por cierto, ¡qué ácidas estaban esas gotas que me puso!
-¿Acaso crees que todas las sustancias van a tener un PH neutro como yo, amigo mío?
-Vamos a dejarlo ahí, que tú cuando te levantas parece que has desayunado ácido de batería…
Yo no tenía ganas de hablar con nadie, porque me incomodaba sobremanera ver las cosas fuera de foco, aunque, paradójicamente, me embargaba una alegría extraordinaria la confirmación de que no tenía nada grave en la vista. Llegué al oftalmólogo luego de pasar por delante de dos ópticos para que me hicieran gafas graduadas. ¿Cansancio de la vista? ¿Dolores de cabeza? ¿Muchas horas delante de un ordenador? ¿No distingues bien los números de los autobuses? ¿Tienes 37 años? ¿Y nunca has ido al oftalmólogo? Uno primero y otro después, los optometristas me enviaron a una clínica especializada cuando, al intentar acercarse al fondo de mis ojos, descubrieron una opacidad intrigante. La primera en descubrírmelo fue una chica de Óptica 2000, del Corte Inglés de la Diagonal, quien se negó a hacerme las gafas y me despidió apenadísima con una expresión que solo pude interpretar dos horas más tarde, reconstruyendo los hechos. Era como si ella pensara: “El pobre, ¡no sabe lo que tiene!”. El otro, un hombre joven y bastante frío, de General Óptica, también en la Diagonal, fue más preciso: “Te veo una nube extraña en ambos ojos. Debes visitar a un oftalmólogo”. Así que, por recomendación de una amiga que se atiende allí, me llegué a la Clínica de la Retina con un hueco profundo en la billetera, pues el día anterior me habían hecho una endodoncia en el molar 37 superior, que me había costado 160 euros.
Mis ojos color aceituna, herencia materna no solo en los tonos sino, además, en el dibujo, hasta el momento habían visto poco mundo. Habían visto paisajes únicos e irrepetibles a lo largo de la geografía cubana y habían sido objeto de una cruel declaración en los tiempos del pre-universitario cuando Olguita, aburridísima en el laboratorio de Física, un día me tapó la nariz y la boca con sus manos y me dijo: “Tienes unos ojos preciosos”. Yo no sé dónde estará Olguita y si recodará lo que me dijo, pero aquella declaración me vino a la mente mientras el doctor me escudriñaba las entrañas con una luz insoportable, con todo mi rostro metido dentro de un aparato intergaláctico en las alturas barcelonesas de la Bonanova.

-¿Y por fin qué te dijo el doctor Artusi?
-Tienes, y comunícaselo a tu compañero, tienen una catarata congénita que, ni es progresiva, ni afecta la visión. Según las estadísticas, soy, sois, un caso entre cinco mil, y me dijo el doctor que él se encuentra con dos o tres de estos casos al año. ¡Ah!, y que tengo, tenéis, un mínimo de astigmatismo que por ahora no es preocupante, así que no llevarás anteojos de El Corte Inglés, ni de General Óptica ni de algún otro sitio. ¡Mira que venir a enterarme en Barcelona que tengo una catarata congénita….!
-¿Y cuánto te costó enterarte de lo que tenemos?
-90 euros. Casi nada.
-¡Joder! Con ese dinero nos vamos a la Barceloneta a echarnos unos colirios de top less, tomándonos unas cervezas, y luego nos vamos al cine.
-Sí, y también nos compramos unos prismáticos para curiosear las ventanas indiscretas ahora que comenzó el verano. No creas que no le voy a sacar la inversión a ese ático omnisciente que nos acabamos de alquilar.
-Mira, cómprate para hoy un cupón de la ONCE ahora cuando salgas del tren, que a lo mejor nos lo sacamos.
-Tiro hecho. Venga, dame los dos euros que hoy es viernes. Y, por favor, aunque lo pienses, no me llames iluso…


Verano 2003

miércoles, 23 de mayo de 2007

Leticia

Después de tres meses sin hablar prácticamente con nadie –excepto con los viejitos y con la gente de sus casas-, comenzó a sonar mi teléfono el día 21 de abril, cumpliéndose con puntualidad el vaticinio que me llegó escrito a mano desde la isla. Mi madre, a quien después de los 50 se le despertó un mundo nuevo con el espiritismo, había consultado en mi nombre a un tarotista medio brujo que reencarnó en un indio americano, según él mismo me confesó en una sesión íntima cuando me practicó un rogamiento de cabeza. Este hombre, quien además era nuestro vecino y yo no supe de sus contactos con el más allá hasta hace muy poco, le aseguró a mi madre que a partir del 20 de abril mi situación iba a mejorar notablemente. No falló porque, como ya digo, el 21 tuve al menos un par de sorpresas. Esta vez el poder de la mente fue demasiado lejos al realizar una conexión Habana-Helsinki-Sabadell-Barcelona.
Resulta que María Antonia, la primera novia que tuve en mi vida a los quince años, o al menos la primera mujer que ví desnuda, había ido de visita a La Habana y el recuerdo la llevó a mi casa. Ella hacía siete años que vivía en Helsinki porque se había casado con un cartero finés que luego se la llevó de la isla. Pues mi madre le dijo dónde yo estaba y le dio mi dirección de correo electrónico y mi teléfono. María Antonia, a la usanza de los viejos tiempos, prefirió enviarme un mensajero terrenal en lugar de un mail, y así fue como Leticia, su prima, que vive en Sabadell, me llamó y quedamos esa misma noche. Tengamos en cuenta que a Leticia hacía 20 años que no la veía y que, la única vez que la había tenido delante, ella rondaba los 11 y yo los 17 años. Con esas cuentas rápidas la cité para una de las cuatro esquinas de Paseo de Gracia y Aragón, un sitio que, además de quedarme de camino, me daba cierta movilidad para improvisar cualquier incursión que hiciera falta. Llegué con puntualidad para no hacerla esperar, porque me había dicho por teléfono que portaba un cuerpo que llamaba mucho la atención. Claro, capté al vuelo que se trataba de una broma cubana ya que aquí nadie, casi nadie, se mete con las mujeres por la calle, excepto los albañiles de andamio que a esa hora debían estar viendo el fútbol. Así que no quise elucubrar demasiado y me ajusté más a pedirle señas de su vestuario.
Fue muy fácil reconocernos. Su carita alegre no había cambiado mucho, pero su cuerpo ya no era grácil –no era de niña, claro-, y tenía los kilos típicos de una cubana paridora, según se apresuró a contarme. Ese mismo día, Leticia había perdido el trabajo en una fábrica de textiles y, para aliviar el encabronamiento, se había dejado doblegar por el poder de los cubatas. Tiramos hacia arriba en busca de un salón de baile que yo conocía perfectamente y que nos pillaba cerca, pues, me dije, el fuego que trae esta mujer hay que sacarlo con fuego. Hablaba alto, disparatadamente, vulgarmente a lo cubano, lo que me hizo sentir, más que avergonzado, en mi patio de nostalgia.
Bailamos sin mirar al suelo, entre risotadas y meneítos de caderas. Nos tomamos un par de copas –yo a palo seco; ella siguió con sus cubatas-, y luego nos fuimos a mi piso que no había visitado nadie aún. Pero, como yo sospechaba, aquella fiesta altisonante no era otra cosa que una válvula de escape para una mujer que llevaba ocho duros años en Cataluña, con un hijo ya adolescente y habiendo realizado los trabajos más ocasionales. La música la escogió ella, el diseño de iluminación corrió a su cargo, elevó las cortinas que yo no me atrevía a levantar hasta que no me sintiera con un mínimo de identidad en aquel espacio; se subió a una banqueta tipo bar que tengo para invitados –¿qué invitados, si no había ido nadie a mi casa desde que la alquilé?-,y, no sé si ella lo quiso así, pero quedó debajo de una luz cenital que la silueteaba, ocultando los detalles de su rostro. Yo que he visto tantos monólogos en mi vida –en el teatro, quiero decir-, recuperé con tal imagen mi contubernio con las tablas, como aquel observador que fui y que al día siguiente tenía que entregar 60 líneas al periódico, haciendo fortísimos actos de fe para que la reseña quedara lo más digna posible dentro de lo que me dejaban decir. No sé bien qué pasó. Leticia no había comenzado a hablar –solo se acomodó debajo del haz de luz- pero la intuición me indicaba que iba a presenciar un soliloquio improvisado, desgarrador y efímero. Voy a intentar reproducir sus palabras en primera persona porque vale la pena volver a escucharla:
“Mira, Jorge, tú no te acobardes que lo que yo he pasado en esta vida no se lo deseo ni a mi peor enemigo. A los dieciséis me casé y enseguida tuve a mi hijo Yosvani. Pero, aventurada al fin, y precoz también, el matrimonio se fue a pique y tuve que regresar con el tirano de mi padre. Como no me gustó nunca estudiar, me lancé a la vida fácil, entre comillas, para independizarme al menos económicamente. Y poco a poco me fui metiendo en los ambientes nocturnos de La Habana donde abundan los billetitos verdes. Me tocó la época de las redadas fuertes de la policía en busca de jineteras, ¡que dañan la imagen del país pero, coño, ingresan una cantidad de dólares a la economía nacional del carajo! Hasta que me cogieron y me llevaron a una estación que está en el Malecón. Como yo tengo la boca un poco salá, empecé a decirles que yo hacía con mi cuerpo lo que me daba la gana, que ellos no eran nadie para prohibírmelo, que saliendo por la puerta iba a ir a buscar un extranjero, que iba a gritar a los cuatro vientos que yo era una puta. Me metieron en un calabozo y allí continuaron el interrogatorio y yo gritaba más alto cada vez. El oficial que tenía delante no aguantó más y descargó toda su ira contra mi rostro y me golpeó tan fuerte que me fracturó el tabique de la nariz. Yo había mandado a llamar a mi padre que, como tú sabes, es militar, y el muy cabrón estaba detrás de la reja cuando me rompieron la cara y no hizo nada. Ese mismo día pensé en irme del país fuera como fuera, porque, teniendo la bestia tan cerca, qué carajo iba a hacer yo en Cuba. Y me fui, claro, pero no he dejado de sufrir. Al cabo de los años, porque creo que las cosas deben resolverse sin rencor, llamé a mi padre y me dijo que él no tenía ninguna hija que se llama Leticia, y me colgó el teléfono. ¡Imagínate, yo que pensaba que la distancia, el amor filial, si es que lo hubo alguna vez, lo iban a hacer reflexionar! Pero su compromiso con la patria, según su propio lenguaje, era más importante que yo.
“Aquí he limpiado suelos con la frente bien alta, trabajé de canguro y también ejercí la prostitución en un bar de mala muerte. Eso no se lo he contado a nadie y no sé por qué te lo cuento a ti. Debe ser que ya no me cabe adentro esta historia y los cubatas estos me han hecho vomitarla. O que me inspiras confianza, yo qué sé…Pero dejémoslo ahí. Ahora tengo 31 años y unas ganas de vivir del carajo. Por eso cogí el tren sin pensarlo y vine a ver Barcelona de noche. Mañana será otro día. ¿Por cierto, no tendrás algo de ropa más cómoda que esta?”.
Leticia no soltó ni una lágrima. Yo hubiera llorado por ella, pero supuse que esa acción no cabía dentro de su perfil. Cuando quiero, desenrosco la llave de paso y limpio mis lagrimales con la sal del emigrado, una sal casi siempre etílica y, como ya he dicho, con nada de hielo. Fue una obra en un solo acto, sin apoyaturas escenográficas, sin cambios de luces, sin banda sonora, sin efectos especiales, sin otra dramaturgia que la improvisación. Me acordé del fabuloso monólogo de Estorino Las penas saben nadar, interpretado magistralmente durante años por Adria Santana, también sentada Adria sobre una banqueta. Sobre aquel escribí una tímida crónica y sobre este, al que asistí en primera fila sin parpadear durante 20 minutos, otorgué un silencio sepulcral a Leticia, hasta ahora que me animé a contarlo.
Al día siguiente, tempranito, la acompañé hasta la estación más cercana de los ferrocarriles catalanes con la promesa mutua de que esos cubatas no se iban a quedar ahí.


Primavera 2003

lunes, 21 de mayo de 2007

Tejanos

El sol está afuera, sin nubes, aunque corre un aire gélido y tenemos que sentarnos de cara a la luz, protegidos en las espaldas por una cortina de edificios rompevientos que discurren a lo largo de la Vía Julia. José, mi abuelo postizo, va envuelto como una cebolla de siete capas, superpuestas por mí con mucha delicadeza y vigor al mismo tiempo: está tan débil que me da miedo empujarlo al suelo mientras lo visto, pero no puedo permitir que me haga tratarlo con pena. Lleva, además, guantes, bufanda y gorra del pueblo.
Enciendo un cigarro como parte de un ritual matutino que me lleva, invariablemente, a pensar en una canción de Sabina que habla de los abuelitos al sol. Abro las páginas de un libro y no me puedo concentrar. Quiero pensar en una noche en la que había tenido un sueño erótico con los pechos de Maika Vergara, una cronista “del corazón” de quien tuve noticias por primera vez a raíz de su prematura muerte, que ocurrió, coincidentemente, a causa de un accidente cardiovascular. Yo estaba bastante molesto desde que desperté y me di cuenta de que había soñado con alguien que había calado en mi subconsciente por culpa de la información subliminal.
Hay algo de lo que no podré evitar reírme en el tiempo de vida que me quede. Y es el gran absurdo de que a mí me pagan por ver ciertos programas del corazón. Me pagan en metálico, no es broma. A 7.84 euros la hora. No es que un equipo de sondeo de los programas “rosa” me pague eso, pero el resultado es el mismo y, como está bien pagado, justifico los medios. Es la señora de la otra casa donde voy a trabajar, la mujer del otro abuelo postizo. Se traga todo el cotilleo que le pongan delante y asegura que no le gusta el chismorreo, que solo lo hace por estar informada de lo que sucede a su alrededor. Y, para hacer tiempo antes de llevar a la cama a su marido, me dice: “¡Siéntate, que es temprano!”. Así fue como visualicé todos los homenajes póstumos a la recién fallecida cronista, quien, según insistieron sus compañeros en medio del dolor y la tristeza, gustaba de llevar escotes pronunciados.
Así que, atando cabos, responsabilicé de mi sueño erótico a la esposa del abuelo Jaume, un hombre noble de espíritu y culto donde los haya, enfermo ahora de parkinson y camino a terminar sus días frente a la pantalla rosa de un televisor. Y no es que tenga yo algo en contra de Maika Vergara ni de alguno de sus colegas, sino que me sorprendió verme en la Vía Julia del Nou Barris, a miles de kilómetros de mi casa de La Habana, con un frío que pelaba, recapitulando un sueño inducido por la sociedad, confirmándome eso mismo, que nadie, casi nadie, para no ser absoluto, escapa.
Lo del sueño con la cronista había sido semanas atrás. Así que lo pasé de largo lo más rápido que pude para poder concentrarme en un sueño erótico real, si es que cabe que algún sueño pueda ser real. La mañana anterior, realmente, yo había decidido regalarme por navidades un tejano, y entré a un comercio cercano donde había una chica sola, aburrida, ambientada por esa música estandarizada de discoteca que le da un toque alegre a ciertas tiendas juveniles. La saludé con una sonrisa y le expliqué mi deseo textil, impulsado por el engaño de hacerme feliz en estas fechas sumamente tristes si tienes tu familia lejos. Era rubia artificial, pero tenía el cabello largo y cuidado, brilloso, sedoso; estaba ligeramente maquillada y vestía con buen gusto. Debía tener unos treinta años. Me trajo tres o cuatro modelos de mi talla y me indicó el probador dentro de aquel recinto tibio y pequeño. Me probé todos los tejanos y le pregunté si me podían arreglar los bajos. Pues sí: servicio completo, profesional, a la medida. Pagué y le dije adiós a través del cristal. Como ando ligero de sueños, y al parecer en perfecta combinatoria entre lo subliminal y lo real, esa misma noche se me volvió a disparar el erotismo involuntario. Fui más abajo del torso y en esta ocasión tenía música de discoteca.
El abuelito José se preocupa por mi silencio. Hace una ruptura intelectual drástica. Me pide que localice los resultados de la Liga de Campeones del fútbol en las páginas del Metro. Abro el diario pero sigo pensando en que tengo que recoger el tejano esa misma mañana. La chica me había advertido que la costura se resolvía de un día para otro. Me desdoblo. Vocalizo, como un lector de tabaquería, las estadísticas de la Liga de Campeones. El abuelito se las sabe de memoria. Las había escuchado en la radio por la noche antes de dormir. Comprendo que quiere asegurarse de que nada ha cambiado en 12 horas, y me hace pensar que le gusta escucharme para no sentirse solo. Hacemos un dúo alternativo. Yo digo: “Barcelona-Osasuna…”, y él dice: “2-1”. Entonces leo mal a propósito y me rectifica. Se las sabe todas. Me hace reír, me relaja. Me pongo de pie y le aviso que voy a darme un saltico a recoger el tejano, que se porte bien y que procure que no lo rapten, pues no podríamos pagar el rescate. Nos reímos.
Entro a la tienda. La hipotética rubia hace ver que no me reconoce. -Vengo a recoger un pantalón-, le digo. -¿A nombre de quien?-, pregunta. Paso por alto su estrategia de hacerme impersonal. Entonces ella me dice algo que yo no esperaba pero que encajaba en su contenido de trabajo: -Ya está tu pantalón arreglado, si quieres, puedes probártelo-.
-Me gustaría contarte algo si tienes tiempo y si me aseguras que no lo tomarás como una falta de respeto-, respondí a cambio. -Tengo tiempo, no viene casi nadie a esta tienda. Y lo otro lo dudo. Me pareces unas persona educada-, fue su salida. Así que me explayé sin casi respirar:
-Mira, es que anoche tuve un sueño erótico contigo. Te pido de favor que no te enfades. Los sueños no se pueden dirigir. Como este espacio es tan pequeño, te sentía muy cerca. En realidad lo estabas. Esta cortina de tela es tan frágil que no va a insonorizar la respiración, y siendo tan corta, me verías los pies descalzos y verías cómo me coloco los pantalones. La dejé abierta deliberadamente. Era como si nos conociéramos de toda la vida. Mientras yo me cambiaba de un tejano a otro, tú me ibas dando tu parecer desde el mostrador, hasta que entraste y me dijiste que, si quería, me marcabas los bajos. Cuando te agachaste, vi la piel de tu espalda como nacía desde la cintura, una piel delicada, poblada en esa zona por un tapiz sensual de vellos claros. Vi la raíz de tu cabellera haciendo un contraste liviano. Te erguiste y rozaste conmigo. Me miraste a los ojos a menos de diez centímetros de distancia. Debajo de las miradas, tus manos comenzaron a acariciar mis glúteos y luego mi sexo que, como debes imaginar, estaba a punto de reventar la tela menor.
En mi puesto de cliente, estatus que marcabas con delicadeza a cada paso, yo no debía tocar nada de la tienda sin autorización. Así hice. Me dediqué a mirar cómo tomabas las medidas de todo mi cuerpo. Me encantaba aquel ejercicio de manos libres, pues podía disfrutar mirándote como me hacías el amor con toda la profesionalidad de una vendedora que intuye qué me convendría más, con qué pieza me quedaría definitivamente, intercalando ofertas y relación calidad-precio.
“Mi trabajo es usted”, al fin dijiste en un momento álgido en el que se necesitaba más que nunca una voz. Me sentía en las nubes, comprando al por mayor y al detalle al mismo tiempo.
“Quiero esos tejanos”, solicité señalando los que llevabas enrollados en los tobillos, y acto seguido me los pusiste y sentí que estaban húmedos. Ahora estabas desnuda, pero calzada, como en las películas. De pronto, recordé al abuelo José y levanté la vista por encima del vestidor. A través del cristal parecía justamente lo que dice Sabina: un abuelito al sol, meditabundo, quizá dormido, pero solo, en medio de tanta gente que pasaba de largo y lo miraba por encima del hombro. Había perdido la noción del tiempo. Le prometí una incursión de cinco minutos a tu tienda. Tal vez habían pasado diez. Todo había sido muy rápido, surrealista, y tú olías a flor salvaje. Te besé en los labios y salí corriendo con tejanos de mujer. Me deslicé a su lado como una liebre y le dije: -Yayo, aquí estoy-. No respondió. El olor a sexo de tu tejano envolvió la escena. El abuelo no oye bien, pero huele magnífico. Los abuelos saben mucho de la vida, han vivido lo suficiente como para, por lo menos, aproximarse a la verdad. El sabe, sin verme, cuando estoy inquieto, preocupado; cuando fumo más o menos, cuando estoy triste; cuando tengo exceso de ternura, cuando miento. Cuando él tiene pesadillas, yo también. El roce nos ha compenetrado de tal manera que hasta nos duelen los huesos los mismos días. Yo llego a casa extenuado. Me han dicho que eso sucede porque las personas mayores roban la energía positiva a las más jóvenes, con el afán instintivo de conservarse.
Me han dicho que se la roban a través de la piel, en el trasvase de las manos. Soy incrédulo para esas cosas metafísicas. En todo caso, le regalo mi energía con mucho gusto. Incluso, mientras hacíamos el amor, mientras me hacías el amor en aquel rincón de pruebas, le dediqué mi felicidad al abuelo José. Así que me daba igual compartir con él tu olor a sexo textil. Lo miré y estaba dormido. Lo removí un poco y me dijo: “¡mírame ahí cómo quedaron los gallegos del Celta!”. Giré la cara hacia el cristal de tu tienda y fue cuando me di cuenta de que no sabía tu nombre.
Hasta ahí. Es lo que recuerdo del sueño-, finalicé mirándola de la cintura hacia abajo para ver si llevaba pantalones o no.
Ella había demostrado hasta entonces ser verdaderamente parca en palabras. Parecía una mujer sin un tiempo real, excelente vendedora pero cauta hasta en la mirada. Una de dos: o estaba casada con el dueño de la tienda, o era una cazadora voraz cuyo trabajo la mantenía a raya durante el día y por la noche se perdía por las autopistas de internet. Dejó escapar una sonrisa nada comprometida y me dijo:
-Me ha gustado tu sueño. Por cierto, han traído modelos nuevos…-, señalando el probador.

Invierno 2003

viernes, 18 de mayo de 2007

La bienvenida se tomó su tiempo

Mi anfitrión se fue a la guerra. ¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!, diría, parafraseando, la canción. Una semana más tarde de darme la noticia de su designación como corresponsal de una importante cadena televisiva española, se marchó y nunca más lo he vuelto a ver en persona. En la pequeña pantalla sí, reportando desde puntos muy diversos de la geografía planetaria. Me acostumbré a convivir con su rostro enmarcado en 14 pulgadas, primero, y 21 luego, cuando adquirí una tele más grande. Ese hombre del Empurdá fue mi enlace con Cataluña, tierra políticamente conflictiva donde todavía estoy, desde donde continúo escribiendo impresiones de la vida globalizada, además de rayar en la intimidad de mis recuerdos, que versan fundamentalmente sobre la isla de Cuba. Hay personas que desaparecen para siempre. Este hombre no. Se quedó en mi vida como un fantasma universal de las telecomunicaciones, y nunca mejor dicho. Ya vamos para seis años y el reportero aún sigue allí, plasmado.
Antes de marchar para Afganistán, me dejó con mi maleta en casa de un amigo suyo. Digamos que me encomendó. Su amigo era un viejo desgraciado e infeliz, enfermo de varios padecimientos que lo único que tenían en común era habitar el mismo cuerpo. Era un ser perverso, además. Con ese infeliz conocí Barcelona desde la ventanilla del copiloto de su automóvil, mirando yo y guardando imágenes para después. Un después que he ido repasando progresivamente en el tiempo, incluso ahora, esta tarde, porque dentro de una ciudad hay muchas ciudades. También he conocido la ciudad en sucesivas mudanzas, hasta completar diez o doce (hablando como un conservador), en las que ha tomado partición siempre mi maleta que vino de La Habana, más otras dos que he comprado, una televisión y una computadora personal. Tengo escrito el periplo por los barrios. Lo dejaré caer en otra entrega.
Sobre el infeliz que me llevaba como su asistente por la ciudad juré no hablar nunca más. Pero ha sido en vano. Hoy he vuelto a retocarlo en estas líneas porque me encaja su figura en la reconstrucción de los hechos. Su nombre no interesa. Sus actos sí. Con él la vida puso a prueba mi dignidad después de muchos años. Yo no conocía a nadie en esta ciudad. Y ni siquiera sabía que ciertas humillaciones suelen ser el pan nuestro de cada día en una metrópolis del llamado primer mundo, en una urbe como Barcelona que solo había recibido los flujos migratorios intrapeninsulares, que no estaba preparada “mentalmente” para asentarse como destino de muchos países denominados tercermundistas.
Un ser infeliz como el que me tocó a mi lado por aquellos días (un par de meses aguanté), debió alimentar su autoestima con la desventaja de los demás, dejó aflorar su mezquindad porque hubo de sentirse impune; se permitió la perversión porque no tenía nada que perder. Nada ni nadie podía curar sus múltiples padecimientos físicos y ya le estaba bien andar con su maltrecha alma, porque disfrutaba del poder.
Me habían dejado en la miseria espiritual de un hombre amputado por sí mismo, que gozaba, entre sonrisas, con mi ilegalidad. Cuando uno emigra, y cuando uno queda en un limbo legal como quedé yo durante cuatro años, pues no me reconoció ni el país de origen ni el de destino, se tropieza uno con muchos oportunistas. Uno está más expuesto. Será por eso.
No sé dónde estará aquel ser malvado que conducía un automóvil timbrado para minusválidos. Desde que dejé su casa, porque uno siempre encuentra alguien mejor, no había vuelto a mencionarlo. Supongo que tendrá otro edecán. Ha pasado mucho tiempo y, en realidad, esta hermosa ciudad se abrió visualmente a mis ojos cuando comencé a viajar en autobuses, haciendo rutas largas y sinuosas. Un buen día, dejé deliberadamente de viajar en metro, lo que me suponía salir más temprano de casa. Fue una buena idea. Busqué una guía de autobuses para comprender mejor los trayectos. Desde la superficie, progresivamente, logré hacer coincidir el subsuelo de las estaciones del metro con el plano real de Barcelona, que era el que yo vivía, el que veía desde el autobús y no desde la escala ficticia del plano del suburbano.
Desde los autobuses, también, aprendí a tomarle el tiempo a la ciudad.
Hoy en día me explayo cuando viene alguien y le hago de guía. Gozo, me regodeo alternando trayectos, aunque eso es cosa mía, pues la mayoría de la gente que guío por aquí no tiene conexión entre sí. Pero soy muy exigente y no acepto repetirme. A nadie le cuento la triste historia de aquel hombre malsano que jamás identificó para mí una fachada o una plaza. Eso supongo que se olvida cuando el entorno y la historia que tienes por delante da para largo. Y la gente viene con prisa a ver los edificios tópicos de Gaudí, y yo los embosco por las calles enrevesadas del barrio antiguo.
Esta cuidad ha cambiado mucho. Me han contado el antes y el después de 1992, pero ahora soy yo quien a menudo lo cuenta.

Primavera 2007

miércoles, 16 de mayo de 2007

Un perro, el aire comarcal y yo

Desde una casa de piedra del Empurdá, en una de las hermosas y mínimas comarcas gironesas, noté un golpe de frío en el pecho que me asustó a primera hora de la mañana. Allí había quedado aislado sin conocer apenas Barcelona, luego de un pase rápido que me había ofrecido mi amigo por la ciudad condal, de noche, con lluvia y corriendo. De manera que no había visto prácticamente nada. Cada cual da lo que tiene y él, amablemente, me brindó su reino apartado de la bulla de las urbes, lejos del chismorreteo de los porteros en los edificios metropolitanos y al margen de las luces de neón, los comercios y las miradas frías de la gente de ciudad. Observé a mi alrededor y me inquietó la inercia de todo aquello. La mañana era clara, pero no tenía los colores a los que yo estaba acostumbrado. Podía ser semejante a un día con pronósticos de lluvia en la isla. Lo que no supe entonces era que me rodeaba un ambiente otoñal y que iría a más el cambio de luz. Tomé un sorbo de café recién hecho y decidí salir a caminar exagerando las capas de abrigos.
Era mi primera residencia en Cataluña. Una torre de tres pisos abierta a la imaginación, decorada con buen gusto bohemio, con un doble acceso por un patio trasero que no era tan extraoficial como parecía. La entrada principal debía estar enterrada en el misterio de aquella aldea rural, y, casualmente, mi habitación estaba también enterrada en el sótano que en sus días fue cobertizo o almacén. Ahora mi amigo me había ofrecido su enigmática habitación de huéspedes con cuarto de baño contiguo, ambas piezas cerradas con techo redondo. No pude evitar la sensación de penetrar en una cripta cada vez que cerraba la puerta. La soledad, el silencio, el ambiente húmedo y además la certeza de haber llegado a un mundo desconocido, terminaron excitándome quizá como mecanismo de defensa. A golpe de memoria, durante varios días, visualicé algunos rostros con los que hubiera querido compartirlo todo. Se trataba de un ejercicio espiritual demasiado pesado para soportarlo y me lancé a una tímida familiarización con los espacios hasta que choqué de frente con el televisor. Ahí me quedé clavado esperando a que llegara mi casero dos días más tarde con una noticia inquietante.
Mi anfitrión era reportero precisamente de la televisión y se tenía la vida muy bien montada. Durante la semana estaba en casa leyendo, escribiendo, andando por el bosque de la comarca y, en raras ocasiones, visitaba a una amiga de noche. Era lo que se dice un lobo solitario que optó por el aislamiento básico del buen vivir. Viajaba casi el mundo entero en funciones de trabajo o de placer, con una sencillez extraordinaria. Definitivamente era un hombre discreto y moderno que no dejaba por nada un Festival de cine en San Sebastián, pero, así estuviera en la Conchinchina, de regreso se encerraba en su pedregal unos días sin teléfono móvil (después comprendí por qué), aunque con acceso a internet en su castillo comarcal, donde yo escuchaba a lo lejos a un perro ladrar. Pues con el tiempo ni en mi contra ni a mi favor –sencillamente sin tiempo-, eché manos al teléfono a ver si alguien me daba una razón de vida, más allá de las voces caninas que llegaban jodidamente a mis oídos con una frecuencia fija. Llamé a mi hermano a La Coruña y el muy cabrón, que llevaba casi diez años en España, se echó a reír cuando le dije que no comprendía nada a mi alrededor, mucho menos el golpe de pecho que me dio aquel aire frío de la mañana. Terminó ofreciéndome una idea:
-¿Tienes el Canal Plus?—me dijo
-Creo que sí- le contesté.
-Pues atento, que a las doce ponen siempre una película porno.
Hacía tres años que no nos veíamos, después de que mi hermano visitó la isla por última vez. El destino me había traído a Cataluña, a mil kilómetros de Galicia, pero era lógico que un reencuentro no debía tardar demasiado. Colgamos el teléfono y, ya de noche, me puse a escribirle a mi padre, contándole, en primera instancia, lo cabroncete que era su hijo mayor (siempre lo fue), además del pragmatismo que intenta aparentar. Porque detrás de sus bromas frívolas, le conté al viejo, descubrí en mi hermano una morriña gallega elevadísima. Hablaba todo el tiempo de la lluvia del norte, de la importancia de tener sol, de que no se seca la ropa, de que los gallegos son huraños, de que él sí se tuvo que amarrar bien fuerte los pantalones, de que apenas tenía amigos a la vuelta de ocho años y, de que, a fin de cuentas, no me asustara tanto porque había llegado al clima templado del Mediterráneo. Como mi padre y yo siempre tuvimos un diálogo abierto, y como apenas tuve tiempo de verle con calma antes de salir, inicié la segunda carta narrándole mis últimas horas en el verde (y azul) caimán:
“Querido Viejo:
La última vez que hice el amor en Cuba fue en la playa de Varadero. Habíamos ido acompañando a un amigo madrileño, con un coche alquilado que, a juzgar por la matrícula, nos ofrecía cierto privilegio. Por la carretera enfrentamos un torrencial aguacero, de esos fenómenos tropicales que tupen todo el panorama con una espesa cortina grisácea. Como el coche era pequeño, se hacía difícil avanzar y nos dedicamos a reír de cualquier cosa y asegurarnos de que habíamos hecho el papel de tontos.
Nadie va a Varadero un día de lluvia, mucho menos desaprovechando la oportunidad de contar con cuatro ruedas, una “matrícula abierta” y algunos dólares en el bolsillo. Resultó una decisión equivocada o, mejor aun, una salida romántica sin consultar el parte del tiempo y prácticamente sin plantearnos un destino claro. Fue tan difícil aparcar en medio de tanta inundación, que al final decidimos mojarnos los zapatos. Bajamos y nos sentamos a comer en uno de esos sitios seductores por su fisonomía rústica e inteligentemente enclavados a escasos metros del mar. Como suele suceder en el trópico, inmediatamente después del diluvio salió el sol y se sintió una calma sobrecogedora. Pero la luz estaba debilitándose porque el día se acababa, por más que uno tratara de discutir una oportunidad con el más allá, exponiendo verdades tan contundentes como el privilegio que significa pisar aquellas míticas arenas.
Sin embargo, el sol fue declinando hasta extenderse por el horizonte, con una curiosa mezcla de colores vivos y muertos a la vez. Como la tempestad había recogido a todos los celadores de la costa, entramos por una puerta que negaba el acceso a los que no fueran huéspedes, y nos hallamos sin querer dentro de un espacio reservado.
“Nuestro amigo se alejó con el pretexto siempre creíble de la meditación, y una sensación extraña nos abrazó. Era ridículo que, a punto de yo dejar el país en pos de un futuro incierto, tuviéramos delante una playa prohibida y entonces vacía totalmente. Un pedazo de mar adorado por la burguesía cubana de la primera mitad del siglo XX, y ahora convertido, a fuerza de poder, en un balneario exclusivo para la circulación de lechuguitas, como cariñosamente le llamos al dólar estadounidense. Nosotros dos , que ni siquiera poseíamos uno de aquellos frescos vegetales, nos sentíamos fuera de contexto y nos embargaba la terrible circunstancia de ser bañistas furtivos en nuestra propia isla. Cualquier dificultad, lo teníamos claro, la resolveríamos apuntando con un dedo hacia nuestro amigo que cada vez se alejaba más por la orilla, con los pantalones recogidos a la altura de las rodillas. El resolvía consigo mismo otros asuntos terrenales, mientras nosotros nos reprochábamos no haber previsto un suplemento etílico, una de esas ‘petacas’ de ron que se consiguen baratas y sin verduras en varios puestos de la capital. De manera que el vasodilatador iba por cuenta propia con mucha imaginación, amor y erotismo.
“Zoe fue la primera en quitarse el bañador, y yo le seguí la ruta. El agua era transparente como un vidrio y creo que debía tener un +2 de aumento, porque los volúmenes se veían feroces y escurridizos con el vaivén de las olas. Nos abrazamos sin pronunciar una palabra porque, supongo, intuimos la urgencia de la posesión mutua por encima de todo. El tiempo se nos hacía contable toda vez que yo viajaba a la mañana siguiente. Solo gemidos tuvo aquel atardecer y un limpio susurro del mar Caribe como cortina de fondo. Fue tan leve entrar en su cuerpo que me dio rabia no poder quedarme ahí el resto de la vida, conectado con el sosiego y con la tibia temperatura de esa playa que ahora mismo echo de menos. Te debía este recuerdo todavía fresco en la memoria, y mi hermano me lo acaba de empujar con sus disquisiciones existenciales sobre los mares y los estados de ánimo. Intentaré dormirme, viejo: Un abrazo:
Jorge”.
El coche de mi anfitrión empurdanés arrastró de un frenazo sus neumáticos sobre la tierra rocosa. Llegó volando como siempre, me saludó y con actitud de soldado me dio la noticia:
-Pasado mañana salgo para Afganistán. Voy como reportero de guerra.

Octubre 2001

lunes, 14 de mayo de 2007

Dejando La Habana

El día en que mi padre me confesó que era miembro de la seguridad del estado cubano comprendí que estábamos absolutamente perdidos. Un hombre dedicado a seguir con tranquilidad el curso de la vida, sencillo trabajador del sector de la administración pública, romántico a más no poder e incapaz de penetrar en la intimidad ajena si no es estrictamente necesario, buscó una ocasión muy particular y casi entre dientes me lo dijo. Se notaba que no podía más, que un secreto de esa magnitud, guardado durante años en lo más profundo de su alma, lo iba a matar si no lo comunicaba al menos a una persona, y me escogió a mí.
Lo peor era que yo sabía su falta de vocación para esos asuntos, y solo de pensar en el hecho de que mi padre era cínicamente utilizado para conseguir información barata dentro de un país marcado por el espejismo y la desconfianza hacia el prójimo, me sacudió tanto que, en la soledad de mi habitación, me puse a llorar enlazando historias conocidas.
El, que no tienía nada de temerario y de arriesgado mucho menos, había dejado marchar una embarcación hacia los Estados Unidos en los tempranos años 60, un yate alquilado por unos primos “del norte” que, ahora sacando cuentas, no tengo bien claro si llegó a zarpar hacia La Habana o si la operación quedó solo en el trabajo de mesa familiar. Con dos o tres mudas de ropa en el armario, 50 kilos de peso corporal y la enorme utopía de construir la Revolución, en aquel tiempo se dedicó, como mucha gente, a la agricultura. Luego nacimos nosotros, dentro de la vorágine popular que significó la nacionalización de todas las empresas privadas y, a la par, la prohibición de los Beatles en los medios de difusión masivos.
Por eso el día en que me dijo aquello, me revolcó la rabia de pies a cabeza solo de imaginarme la cantidad de años aguantándose la boca, sufriendo sin saber por qué se dejó reclutar, o, peor, sabiendo que se aprovecharon de su alma noble y flagelándose por no haber tenido valor para decir que no. Lo peor era que ya a esas alturas de los años, después del desmoronamiento del campo socialista, ni siquiera la población sentía orgullo por los miembros del cuerpo de seguridad del estado, porque la pérdida de valores cívicos fue tan enorme que se desarrolló el individualismo más grande que yo haya vivido en todos estos años cubanos; se explayó la rabia y las bajas pasiones y no pocos comenzaron a escribir, mentalmente, sus listas negras.
Pero siempre tuve la duda de que mi padre haya sido de verdad un miembro de la seguridad del estado. Además de que no era su estilo, estoy casi convencido de que su capacidad de crear fantasías fue demasiado lejos alienado como muchos por un sistema intimidatorio, brutalmente dirigido a taladrar –y poseer- las mentes de todos los posibles. Ahora, alejado de aquella escena sobrecogedora y prácticamente muda de la sala de su casa, estoy casi convencido de que mi padre me regaló esa información para felicitarme por un camino que yo acaba de tomar horas antes en mi trabajo: no aceptar la membresía del Partido Comunista de Cuba.
Con esa declaración, mi padre me estaba premiando con un secreto exclusivo, estaba violando una de las reglas fundamentales que consistía en desinformar a la gente para que parezca que los agentes están en todas partes y a la vez no están. En cuanto a mí, por primera vez en mi vida yo tenía uno declarado delante, aunque, repito, estoy casi seguro de que su membresía era más una hipérbole que una verdad a raja tabla.
Con el recuerdo de sus labios titubeantes y sus ojos húmedos hice las maletas (o la maleta) para escapar de una isla en la que mi lugar, buscado y rebuscado pacientemente en los últimos años, no aparecía por sitio alguno, ni en las extensas paredes de mi casa; aquellos muros verdes desteñidos que, en el exterior, conservaban todavía la pintura original del año 1949.
Decirle adiós a mis amigos, a mi profesión, a mi casa, significaba una torcedura brusca en la vida que, a los 37 años, me podía costar muy caro. Un amigo me había tirado varias veces un cordel desde Barcelona, pero, entre recogidas y lanzamientos, el cabo no llegó hasta agosto del 2001, en forma de una carta bastante expedita que tuve que recoger en el barrio chino habanero, en un restaurante cantonés cuyo ambiente y respectiva cita en la oficina (una especie de entresuelo con escaleritas bien discretas) me recordó las películas sobre la mafia neoyorquina. Me largué del sito en mi eterna bicicleta china (ruedan tantas en La Habana que no se trata de coincidencia alguna), y no paré hasta un hermoso parque de mi barrio, amplio, verde y tranquilo como la mayoría de los parques del Vedado a las dos de la tarde. El sudor me corría de la cabeza a los pies, pegajoso, salado (seguramente) y, como ya estamos acostumbrados a esos líquidos corredizos, que se te secan en el cuerpo y vuelven a empapar, solo utilicé un dedo pulgar para desprenderme el que brotaba de la frente, el sudor más juguetón de los que brotaban siempre, porque se metía dentro de los ojos cuando ibas en la bicicleta y cuando no corría el viento. Con las manos mojadas abrí el sobre, pero antes de leer la misiva que, en principio, me abría una puerta en otros confines, recordé que llevaba en la billetera un dólar medio estrujado que representaba casi el salario de dos días de trabajo. La ocasión lo merecía: por alguna razón habían instalado un chinchalito en ese parque donde aprendí a montar bicicleta: para que un periodista sudado, a las dos de la tarde, portador de una carta-puente, recogida en el bario chino en medio de un trance peliculero, se lo gastara al instante. Pedí una cerveza más sudada que yo y hasta tuve deseos de dejar los quince céntimos de vuelto, pero me contuve.
-Ante todo –me dije-, se trata de no tirar la casa por la ventana porque faltan los temibles trámites migratorios de ambos países-.
Y me bebí la cerveza más intima que hubiera tomado jamás. Unos días más tarde, exactamente una semana después del atentado a las torres gemelas de Nueva York, un vuelo de Air Europa me depositaba en el aeropuerto de Madrid. Y, tomando el puente aéreo pactado dentro del billete original, otro me trajo hasta Barcelona cayendo la noche, aquel atardecer lluvioso impregnado de olor a mar, a una humedad que no pude reconocer dentro de mis registros olfativos adquiridos a lo largo de diez años de viaje por toda la isla de Cuba. Mi amigo estaba a la salida esperándome. Nos abrazamos sin apenas comentar nada, nos metimos en el coche y nos perdimos por una autopista rápida, hacia las afueras de la ciudad.
Aquella noche, aturdido aún por el cambio de horario, antes de dormir le escribí una carta a mi padre:
“Querido Viejo:
Barcelona desde el aire tiene el encanto del borde marítimo, que Madrid no. Y no quiero meterme en la eterna bronca comparativa de las dos ciudades. Cuando el avión sobrevoló Barcelona y siguió de largo hacia el mar, pensé que tal vez había tomado una ruta equivocada –quise jugar así-, hasta que dio un giro lento, espléndido, sobre las aguas del Mediterráneo, y le entró a la ciudad en sentido contrario, como si volviéramos a Barajas. Fue bajando lentamente y lo que hasta el momento era un panorama abstracto, iba tomando figuras de cruceros fondeados en el puerto, largas avenidas iluminadas sin austeridad, grandes vallas publicitarias, edificios, coches, grandes cuadrículas de edificios que me sugirieron, entonces, un sentido urbanístico muy fácil de llevar.
El llamado Puente Aéreo había sido, durante una hora y media, una terrible turbulencia que no permitió a la azafata repartir el café. Pero el encuentro desde arriba con Barcelona cambió todo de golpe. Se despejó el cielo y el avión dejó de tambalearse, aunque, considerando que ya estábamos sobre nuestro paradero, se olvidaron del café y a la aeromoza no volvimos a verle el pelo. En realidad es un viaje corto que a mí me tocó de día en el despegue y de noche en el aterrizaje. Llovía suavemente, pero de una manera pertinaz, como suele ocurrir aquí. Yo viajaba con una camisa demasiado tropical para la época, y no porque fuera estampada con palmeras, como aparecen siempre en las películas, sino porque la maldita camisa tenía un color chillón que nada tenía que ver con el otoño. Yo quería mucho esa camisa en Cuba, quizá porque allí empastaba mejor con la luz ambiente y seguro porque, aún, me sigue gustando su textura.
“Mi maleta no apareció en la descarga del vuelo en que vine. La tenían arrinconada, intacta, en un despacho de vuelos anteriores. Curiosamente, el equipaje había llegado antes que yo, debido a una mala sincronización entre la factura y los puentes aéreos de La Habana, Madrid y Barcelona. Pero, después de tanto esperar, al lado de la estera y no ver nada, hallé mi pequeña valija en aquel departamento de atrasos y, por lo visto, adelantos. Claro que me asusté. Aunque mis documentos principales de identidad iban conmigo, en la maleta estaba un dossier de mi vida profesional que no volvería a reconstruir jamás, y también un archivo de negativos contentivo de diez años de trabajo. Estaban allí las fotos de buena parte del teatro cubano de los años 90. Además, en la maleta viajaba mi título universitario y algunos objetos personales que me dolía perderlos. Cuando la vi solitaria y pequeña, todavía con olor a La Habana y con una fisonomía tan sencilla comparándola con las otras que rodaban por aquel aeropuerto, me sacudió ese pensamiento existencial que nos hace tan frágiles a veces. Ese sentido relativo del tiempo y el espacio que te asusta cuando ya no te da lo mismo ciertas cosas. Al final de todo, yo había tenido que hacer lo que mucha gente hizo en su momento: borrón y cuenta nueva.
“Como no tenía en casa nada más que aquella maleta pequeña, y como, a la vez, no quería seguir arrastrando recuerdos ociosos, la noche anterior del vuelo hice la depuración más importante de mi vida. Fui verdaderamente selectivo, duro, frío y calculador. Por primera vez. Quise traer solo los recuerdos vivos y cuando vi a qué se resumían me entraron escalofríos. Pero en fin, querido viejo, ya estoy aquí y desde aquí te escribo. Un abrazo:

Jorge”.

Septiembre 2001

viernes, 11 de mayo de 2007

Carta abierta a Connie

Connie:
Quiero extenderte un cálido abrazo con estas líneas, como reciprocidad. Es lo menos que podemos hacer teniendo tanto mar entre los dos continentes. La tecnología nos acerca a casi todos (los dichosos que la podemos usar), y, en medio de tan impresionante inmediatez, navega tu archivo con esa sencillez extraordinaria. Tienes –me salgo del lenguaje formal- la gran virtud de decir muchísimas cosas con breves palabras. Tu empeño por rescatar la memoria histórica de un par de generaciones, o tu desbordamiento de nostalgia -dos líneas que se complementan-, termina en suspiro de cada uno de nosotros, en la lágrima viva también.
El día en que se tomó la foto en el anfiteatro de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana yo tenía dos años de nacido. Ese mismo día mi padre estaría corriendo, diligente, con las novedades del nuevo gobierno a la postre mal llamado revolucionario que se había instaurado en la isla. Mi padre tendría ahora tu edad . Ese anfiteatro lo habité yo muchas veces cuando estudié en la misma Facultad muchos años más tarde de tomada la foto.
Que alguien tenga el cuidado de guardar fotografías intuyendo algo especial del momento histórico en que vive, demuestra una gran sensibilidad. La vida da muchas vueltas. Ahora internet nos provee de un canal abierto para reconstruir el pasado sin tapujos. Tú con fotos, yo con palabras, otros con voz o dibujos a mano alzada. Se me pone la piel de gallina cuando pienso en que dejé casi todas mis fotos de la infancia en La Habana. Mi casa, según noticias frescas, fue vendida con las fotos adentro. Así que te agradezco infinitamente, y a pesar de los años de vida que nos separan, te agradezco el espacio personal que encuentro en tus fotos, el espacio de la imaginación, el que sirve para cotejar el tiempo de una manera más cabal.
Ha sido una suerte encontrar tu archivo en la red, un archivo bilingüe que define tus ambos mundos. Ha sido un regalo para todos los que emigramos de la misma isla a la que te llevaron en calidad de inmigrante. Tienen que haberte marcado mucho esos lejanos años 60 para que nos los devuelvas con tanto cariño.
Nosotros estamos aún por dilucidar nuestra historia contemporánea, especialmente la de estos últimos 50 años. Tus imágenes encajan perfectamente en esa búsqueda y sé que las expones por una razón natural. No dejo de pensar en mi padre cuando leo estas fotos en blanco y negro, descubriendo detalles aparentemente insignificantes, disfrutando el costumbrismo que desborda por los marcos. Mi padre era un amante de la fotografía, un aficionado cándido que coexistió contigo en los avatares de aquellos años. Le hubiera gustado conocerte. Se hubiera enamorado de ti, seguramente, y te hubiera dicho el mismo piropo que han dejado en tu blog: ¡qué bonita es usted, Connie!
Reencarno en él, no tengo remedio. Tus fotos me estremecen. También he recordado en estos días a un profesor de la universidad que nos decía que la fotografía es la eternización de un instante. Veo que el procesador de texto word subraya la palabra eternización. Será que no está al corriente de tu archivo, que sí valida la palabra. Gracias eternamente.
Jorge

Primavera 2007

miércoles, 9 de mayo de 2007

El otro Samuel

Salimos del cine el sábado por la noche y la calle Verdi parecía igual que siempre, pero nos dimos cuenta de que algo raro pasaba al llegar a Gran de Gracia, ese plano inclinado y de alcurnia, fiel exponente de la Barcelona modernista por donde algunos caminan entretenidos de tienda en tienda, de fachada en fachada, de tribuna en tribuna. Como el Art Noveau indiscreto de las vidrieras, la gente pasa mirando los brazos de farolas que derrochan el metal, y otros, otra gente que tropieza contigo, absorta como va, hablando por el móvil. Ni te ven, ni te sienten, te aplastan. Lo peor es que creo que no miran las fachadas y hasta pudieran ignorar la fabulosa ferretería que hay subiendo por la izquierda, en donde te venden los moldes de repostería más insólitos, o cualquier otro instrumento culinario del que no has tenido noticia en mucho tiempo desde que se acabó el anecdotario de la abuela. Me encanta ese trayecto, a cualquier hora del día, incluso por la noche, cuando los comercios cierran y queda la luz artificial como sustituta del gran caché compacto, porque el Paseo de Gracia, la continuación en dirección al mar, tiene, desgraciadamente, una alcurnia menos cálida, si es que cabe la expresión.
Pues algo raro pasaba en Gran de Gracia. Anna y yo nos leímos el pensamiento el uno al otro. Solo un puente de fin de semana por la segunda Pascua no sería capaz de dejar desolada esa calle. Algo bueno había: teníamos menos probabilidades de tropezar con uno que hablara por teléfono, pero, de todas maneras, no daba gracia andar por Gracia (valga la cacofonía) carentes del elemento humano, al decir de los fotógrafos profesionales que hubieran logrado allí una pésima instantánea. O, visto de otra manera, con un buen pie de foto hubieran resuelto el ambiente:
22: 30. Exterior de la estación de metro de Fontana. Sábado 14 de mayo. El Barça discute el título de la liga española.
“Sin comentarios”, me dijo Anna. Así que aprovechamos para soltar las piernas dando vueltas por allí y llamar a unos amigos por el móvil, ya que, repito, tendríamos menos posibilidades de chocar con otro que hiciera lo mismo en ese mismo instante. No quedamos con nadie. Todos nuestros amigos estaban fuera de la ciudad, cumpliendo con el mejor mandato de rebaño que nos caracteriza. ¡Hay que salir! ¡Hay que salir a las afueras aunque sean cinco minutos! ¡Aunque nos pasemos el fin de semana y el lunes siguiente limpiando el lugar adonde vamos! ¡Aunque regresemos todos a la misma hora del mismo día y la carretera se colapse! La cuestión es hacer lo que toca.
Nosotros, como se ve, no nos fuimos. ¡Ay! Disfrutamos unos instantes de paz alternativa. Vimos a una pareja de cincuentones besándose apasionadamente, agazapados bajo el chorro de luz de una de las farolas modernistas de Gran de Gracia, creyéndose, ¡al fin!, solos; pero no, pasábamos nosotros. Anna sugirió que debían estar buscando un sitio donde cenar antes de entrar al Imperator, que tomaban, mientras, un vermutet salival, que el perfume los delataba, perfume de Imperator.
Felices, alternativos también, ni se dieron cuenta de que pasamos. Volvimos a encontrarlos más abajo, precisamente en la calle del Imperator, que aún no había abierto sus puertas. ¿Dónde está la gente? Una gran mayoría, ya sabemos, se ha marchado fuera de la ciudad; otro grupo numeroso de jóvenes de los que quedaron estaba terminando su función en los cines Verdi; un segmento de la población sexagenaria, de haber quedado en Barcelona, debía estar cenando en los alrededores antes de entrar a bailar al Imperator; el resto estaría viendo el fútbol en bares de fútbol.
Seguimos a la pareja aquella que se besaba en Gran de Gracia hasta un restaurante aparentemente tranquilo, donde, acto seguido, encontramos mesa para dos. La comida era excelente, con precio razonable. El servicio, ágil. El ambiente seguía siendo alternativo para nosotros pues era, en efecto, pre-Imperator. Teníamos al lado a dos mujeres de unos cincuenta años bien llevados, par de amigas que cocinaban algo “del corazón” antes del baile, con sendos escotes pronunciados para pechos voluminosos, que los tenían; ellas con mucho estilo y resolución femenina, “cargando pilas” para revolcar al más pinto del palomar que osara negarles una pieza. Y en la barra, ¡ah, cómo no!, la tele daba el partido de fútbol que en breve definiría el comportamiento del orden público. Hacía cinco años que el Barça no ganaba una copa de la liga nacional. Se jugaba mucho en ese partido: cambio de dirección técnica, nuevos goleadores, el pintoresquismo de Ronaldiño, mulato con demasiados dientes que llevaba loca a la gente; la valentía de Samuel Eto’o, un negro camerunés empeñado en que no le ofendieran los rivales diciéndole mono, que talento, simpatía y dinero le sobra. Y se jugaba, como siempre, una bofetada sin manos aunque intestina para el Real Madrid. El volumen de la tele no nos llegaba a la mesa; sin embargo, pudimos ver a medias, sobresaliendo por detrás de una lámpara de techo, una esquina de la pantalla que mostraba el decisivo gol de Eto’o para la victoria final por puntos, el empate con el equipo de Levante. Mediante la mímica del camerunés, pudimos interpretar que se dirigía al público con los brazos abiertos de par en par gritando algo así como:
-¡Ahora díganme negro mono!
Y salió la gente a la calle. Y las motos mordieron el polvo, como fieras mal heridas. Salieron de todas partes. Y coches también, sonando los claxon, aplastando vidrios. Disparos, humo, pirotecnia, gritos voladores. Los abuelos del bar donde estábamos corearon ¡Viva el Barça!, pidieron cava, por supuesto, y ninguno, en medio de la emoción, tuvo la idea de invitar a los presentes. Pagamos y nos marchamos con otra ciudad por delante, esta vez subiendo por Torrent de L’Olla, contra el tráfico, involucrados en el frenesí general. Esquivábamos las motos y los petardos, hasta alcanzar la puerta de Anna. Una bengala nos cruzó a pocos metros. Anna me dijo que no nos rompió los tímpanos porque Dios debe ser del Barça. Un grupo de jóvenes envueltos en banderas catalanas divisó a un negro que subía medio despistado, al parecer buscando el nombre de una entrecalle, y lo abordó de repente. Lo abrazaron todos a la vez. Uno le besó la mejilla gritando: ¡Viva Samuel Eto’o! El negro, desconcertado, se reía con un poco de miedo. Se asustó por el factor sorpresa. Siguió su camino volteando la vista hacia atrás cada tres pasos. Anna y yo subimos al balcón y nos servimos un ron. La noche prometía ser larga, ruidosa. Nos abrazamos con deseos de comprender mejor este mundo, de alterar, cada vez que se pueda, el rumbo de las culturas de masas. Acompañamos, moralmente, al personal de limpieza que tendría que encargarse a primera hora de la ciudad; trazamos el dibujo tentativo sobre el estatus del negro que subía la calle: Anna dijo que parecía un cura, y yo lo situé más bien en el ejército de sin papeles que acaba de acogerse al proceso de regularización extraordinario para inmigrantes puesto en marcha por el PSOE. Nos fuimos a la cama con las puertas de la primavera abiertas, y cerramos la noche con tres conclusiones básicas:

1. Los jóvenes que van a los cines Verdi no siguen el fútbol.
2. El salón Imperator tiene su público pase lo que pase.
3. Un desconocido blanco puede abrazar por la calle a un desconocido negro dependiendo de ciertos eventos deportivos.


Mayo del 2005

lunes, 7 de mayo de 2007

Reciclaje

La parte más visible de mi cuerpo era una campana de cristal, coronada con un asa de bronce y un orificio por donde escapaba la combustión de la cera. Mi otra mitad era una base también de bronce, circular, plana y repujada para mostrar sencillos dibujos, hendiduras extremadamente discretas. Fui resuelto por un artesano del vidrio y por un orfebre, en salas diferentes, un día innombrable. Me ensamblaron con una simple superposición manual, un descanso gravitatorio común y corriente que formaba un todo, aunque estuviera vacío por dentro. Si no contenía una vela, había concavidad. Que es mucho decir. Creo yo.
Me llevaron a un bazar de regalos ubicado en la calle Casanovas, allí donde se ensancha el Eixample para crearle un pórtico magnífico al Hospital Clínico de Barcelona. Estuve menos de un mes imaginando mi destino hasta que él me compró para ti. Llegué a tu casa de Poblenou un día insignificante del invierno del año 2004, envuelto en el papel de estraza de la tienda, seccionado en dos (por supuesto) y compartiendo la bolsa de mano con una batería de velas blancas confeccionadas a la medida de mi vacío. Me pusieron en tus manos y me destinaste a la mesita de noche de tu dormitorio, un frío y limpio espacio en el que pude realizarme sin compartir lumbre con nadie, y en el que se me podía ver en primera instancia por la escasa compañía de objetos.
Pude ser palmatoria, pero fui vigía.
Dormí a tu lado todo aquel invierno. Quiero decir: dormiste a mi lado todo ese tiempo. Viví sin prisa largas horas en las que estabas y en las que no. Por las mañanas me alimentaba de la mínima luz solar que entraba a través de la cortina, y por las noches fui un gran observador, animado por la pasión y la lujuria. Tu mirada azul, tu cabello color miel, tu piel blanca y extensa, tus labios finos y rosados, tu sonrisa dulce y suave, tus huesos fuertes y sobredimensionados con respecto a tu sonrisa, tus pechos tibios y discretos, tu pubis rasurado, tus glúteos poderosos, tu andar pesado, tu respiración grave, tu mente tupida, tus palabras a cuentagotas, tu clítoris en relieve. Eso: te nombré la mujer clítoris.
Me acostumbré a ti y me enamoré de ti. Lo supe cuando no me importaba tu aliento del despertar, ni la transpiración de tus axilas a tan tempranas horas. Te vi durante seis meses ir directo y desnuda a la ducha. Te vi regresar igual pero con otra fragancia durante el mismo período de tiempo. Te vi vestirte en silencio; despedirlo a él o que él se despidiera de ti. Supe poco de tu alma y mucho de tus superficies. Me enamoré, digamos, de las cosas simples, visibles, seductoras de los objetos. Tú animada (no tanto), yo inanimado. Tú gimiendo con él, yo gimiendo contigo. Tú a viva voz, yo en silencio. Tú de paso, yo creyéndome eterno.
Cuando él te dejó la emprendiste con lo más cercano que tenías y de un zarpazo me echaste a la basura, sin separarme en metal y vidrio, como era de suponer en tu vocalizado primer mundo, en tu reciclaje aparentemente lúcido en el que las cosas tienen tres colores: verde, azul y amarillo. No. Me tiraste con furia, con locura para no verme más. Para no verlo más.
Dormí esa noche en el fondo del contenedor de basuras, a la espera de que alguien me llevara y comenzar una nueva vida. Y no quería ser otra vez vigía. Prefería quedarme con el recuerdo de la mujer clítoris y descansar sobre las manos de una anciana insomne. Pero no fue así.
Llegó el camión de la basura y cargó conmigo y con todos los demás desechos y nos hizo añicos. De paso por la trituradora, y ahora evocándote desde otro estado de agregación, he comprendido por primera vez que la belleza y la torpeza pueden llegar a ser directamente proporcionales.


Mayo 2004

viernes, 4 de mayo de 2007

Chequeo a distancia

El señor Rovira se me plantó delante arreglado, con corbata -como siempre va dentro de casa-, chaleco y, encima de la americana, un tabardo de piel virada. Me informó que se marchaba unos diez minutos a una reunión, que no hacía falta que lo acompañara. Me entró un ataque de nervios, o estuve al borde, mejor dicho. Se me ocurrió revisar detrás de la puerta de la cocina y hallé un juego de llaves; entonces decidí seguirlo a distancia. La última vez que se me escapó duró cuarenta y cinco minutos la espera, y me había jurado hacer cualquier cosa la próxima con tal de no sufrir más aquella expectativa rezando sin saber rezar, pidiéndole buena suerte a la providencia, que no lo atropellara un autobús, que nadie lo raptara, que no se perdiera por los portales del Paseo de Gracia. Aunque sabía que el señor Rovira llevaba una chapa encadenada al cuello con la dirección de la casa y el teléfono. Pero eso no bastaba. Podía ocurrir un accidente de tránsito fatal.
Le di tiempo a que tomara el ascensor y, cuando cerró la puerta, me lancé por las escaleras hasta el rellano del primer piso. Desde allí esperé agazapado. Su paso era flojo, casi sin desplazamiento, y eso era lo peor, porque no había calculado mi velocidad de traslación en relación con la de él. Tenía que improvisarla sobre la marcha. Guardar una distancia prudencial para que no me viera y ni siquiera me intuyera. Una distancia que, no obstante, me permitiera seguirlo en la oscuridad. Habían caído las ocho de la noche. Escuché como le dijo al portero que daría un paseo; abrió la puerta de entrada al edificio y salió. Yo tenía la perspectiva en cenital, por lo que no pude ver si giró hacia la izquierda o hacia la derecha de la calle. Conté hasta 20, suponiendo que ese sería el tiempo equivalente a 20 metros de distancia entre los dos, en relación con su marcha y sumando el tramo que ya nos separaba , y salté todos los escalones del rellano hasta la portería. El conserje debió ver un lince en lugar de mi cuerpo. Le hice una seña con los ojos y comprendió la secuencia enseguida: me indicó la dirección. Ya habíamos hablado antes de la posibilidad de que yo lo siguiera a distancia. Era el único recurso. El señor Rovira, con 87 años y principios de Alzhaimer, no entendería jamás mi papel. Al cabo de ocho meses visitándolo, seguía pensando en que yo era un pasante de abogacía que acudía a su despacho tres veces a la semana. Me entregaba documentos antiguos que yo mecanografiaba en su vieja Olivetti; también libros de Derecho Mercantil para que fichara fragmentos del texto y se los pasara en hoja aparte después; me indicaba que a veces recibiría visitas importantes –que sí llegaban, por cierto, pero descubrí que se trataba de antiguos colegas y clientes compasivos-, y, si aceptaba dar un paseo juntos, era para tomar un chocolate caliente mientras hablábamos de trabajo. Nunca entendió que yo era su cuidador. Su fantasía me exigió empaparme en el tema leguleyo, porque me hacía preguntas al comenzar cada encuentro y, aunque ya estaba casi sordo, tenía un poder de intuición tremendo, y me leía los ojos. Yo no sé mentir fácilmente. Comenté con su familia la situación y la única idea que me ofrecieron fue que le siguiera la corriente. Así que, a partir del segundo día de trabajo, decidí cortarme el pelo y asistir a su casa también de cuello y corbata.
El señor Rovira me había situado en un despacho contiguo. El suyo, abarrotado de libros viejos, alfombrado a la antigua usanza, tenía suficiente espacio como para que estableciera mi sitio junto a su mesa. Tenía un sofá mediano, un par de lámparas esquineras y teléfono, además de varias pinturas al óleo que, desde el primer momento, quise pensar que serían el gancho para establecer una comunicación en las jornadas iniciales. Pero él no quería que nadie lo molestara. Pasaba largas horas hojeando periódicos –no siempre los del día-; hablaba –sin oír- con personas que nunca supe si eran o no reales, y tiraba largas cabezadas en su espacio cavernoso y viejísimo. Eso si no le daba por salir a juntas directivas, que era cuando verdaderamente se complicaba mi función. Por todo esto, nunca quiso que yo hiciera parada en su oficina, y me asignó una más pequeña al lado, sin teléfono, también con alfombra y con una Olivetti. Sus citas laborales, para cuyas salidas no había calendario posible, se convirtieron en mi terror, en mi Talón de Aquiles ya que una ocasión en que decidí seguirlo de cerca me vio, y me pegó una bronca tan grande en plena calle que me convenció de que esa no era la estrategia más expedita. Y, ya digo, la última vez que determiné dejarlo ir solo, el suplicio se trasformó en cuarenta y cinco minutos rezando sin oraciones.
Debía convertirme en agente secreto, y eso hice, o intenté hacer, mediante la técnica bretchana del distanciamiento. El señor Rovira caminaba a unos 25 metros con las manos enlazadas en la parte posterior de la cintura. Hacía mucho tiempo yo sabía que no lo esperaba nadie. Sin embargo, tenía la intriga por conocer qué hacía exactamente en sus salidas profesionales. Y lo que vi aquella tarde partía el alma. Comprendí que, aunque te falle la memoria reciente, aunque no encuentres las palabras precisas –ni siquiera las parecidas-, aunque no reconozcas ni a tus propios hijos, aunque deambules por la casa al parecer ausente, la memoria física de tu barrio puede permanecer intacta. Lo vi andar con añoranza, detenido ante los escaparates de Paseo de Gracia, ante su chocolatería predilecta, ante su kiosko de periódico. Miraba a los turistas como quien posee sentido de pertenencia sobre los entornos; los observaba sin miramientos adjudicándoles la categoría de intrusos. El señor Rovira vivía en la famosa manzana de la discordia, donde un lejano día Gaudí proyectó la casa Batlló, donde otra eminencia de la época, el arquitecto Marcel-lí Coquillat i Llofríu, instaló otra joyita: la casa Josefina Bonet, y donde, a escasos metros, girando en ángulo de 45 grados por la acera, aparece una de las ferreterías más bien surtidas y más abiertas de Barcelona: el Autoservei de Estació.
Precisamente frente a la casa Batlló, decidió cruzar el Paseo de Gracia, y me horroricé. Se me heló el cuerpo más de lo habitual en estas fechas navideñas. Primero, al comprender que el Alzhaimer no le había borrado la capacidad de cruzar con la luz correspondiente, suspiré, sin analizar absolutamente nada. Y enseguida seguí sufriendo desde lejos ante la duda de que le diera tiempo de atravesar la ancha avenida. Resultó que sí, que los ingenieros han diseñado los temporizadores de los semáforos teniendo en cuenta los pasos lentos de un anciano. Esperé mi luz verde siguiente para así no acercarme demasiado. Estaba oscuro, de manera que se me perdía de vista su cabellera blanca. Por el lado derecho del Paseo de Gracia, subiendo, siguió en dirección a la montaña; o sea, cruzó Aragón. Otro gran susto: Aragón no es una calle cualquiera. Es una autovía de un solo sentido, peligrosísima, ancha, inhóspita, enturbiadora, ruidosa, escandalosamente motorizada. Y entonces fue cuando desapareció. Se lo tragó la multitud. Yo sabía en cuál dirección iba el señor Rovira. Entonces, a ciegas, corrí entre la gente. Volví a hallarlo en la esquina con Valencia, antes de cruzar. Evidentemente ninguna vidriera en ese tramo resultó de su interés. Estaba aún con las manos detrás, entrelazadas, sin guantes. Esperaba su luz peatonal. Frené en seco a 20 metros aproximadamente para guardar la distancia. Cruzó. Lo seguí con la vista, avanzando yo lentamente, a su ritmo. Sin esperármelo, se detuvo delante de la puerta del Hotel Majestic, delante de la cara del portero, y avanzó bordeando al hombre. Entró al lobby. Me quedé apostado detrás de una caseta de la Once. El vendedor de cupones, débil visual, comenzaba a asustarse. Saqué el móvil del bolsillo y me hice el que llamaba. Incluso improvisé una pequeña charla para tranquilizar al de la caseta. Según mi cálculo, el señor Rovira llegó al borde de la recepción, dio las buenas noches a los hoteleros y emprendió la media vuelta, porque permaneció un par de minutos fuera de mi campo visual. Cuando salió, casi me encuentra. Tiene una vista estupenda. Tuve que desplazarme rápido detrás de un grupo de japoneses. Me agazapé. Los nipones me sirvieron de cortina hasta que pude asegurarme de su nuevo rumbo. Creí que subiría todavía más, pero no. Enfiló hacia abajo, hacia atrás, por el mismo camino. Podía darse la buena ventura de que regresara a casa, o no. Habían trascurrido 15 minutos desde que dejamos su vivienda. Bajando hacia Aragón, un Mosso de Escuadra, que al parecer seguía mi trayectoria, me detuvo. Yo no soy sospechoso. Paso por un nativo. Y no es usual que detengan a un nativo no sospechoso en la calle. Debí llevar el susto en la cara, además de mal colgado aquel traje invernal, y debí realizar una trayectoria errática en la lógica del policía. Me identifiqué volando y le expliqué mientras tanto mi trabajo, grosso modo. Al colocar de nuevo la vista sobre el manto humano, no lo encontré. Había vuelto a perderlo. Cabían dos posibilidades: que siguiera rumbo a la Gran Vía, o que realizara la réplica de la trayectoria, en sentido contrario. El sonido estridente de un neumático frenado en seco me volvió a situar en lo peor. No era él, era una bicicleta. Comprendí que, si sus pasos se enfilaban de vuelta a casa, yo no tenía mucho tiempo para adelantarlo y colocarme en mi mesa de trabajo con el semblante fresco. Entonces me la jugué: Enfilé hacia la casa, dibujando la misma trayectoria. Me pilló el cambio de luz, hacia la roja, la que no necesitaba. Volví a otear en 180 grados y lo encontré terminando de cruzar la amplia avenida, otra vez al encuentro de la Casa Batlló. No cabían dudas de que regresaba por donde mismo. Ahora solo me faltaban unos cien metros suyos para asegurarme de sus pasos. Crucé. Aminoré la marcha. Justo en la esquina, de entre una nube de fotógrafos digitales, salió una muchacha con una carpeta de la Cruz Roja, y pretendió encuestarme sobre la asistencia sanitaria en la tercera edad. Eso le oí decir sin detenerme y, luego de exponer lo clásico en estos abordajes callejeros –¡Llevo prisa, discúlpame!-, le juré mediante un extraño gesto que en esos momentos estaba asistiendo urbanamente a un casi nonagenario. El señor Rovira giró hacia su edificio. Yo no tenía otra opción que pasar corriendo a su lado, con un pasamontañas imaginario, tal vez. U otra posibilidad era jugarme la vida entre los coches de la calle Consejo de Ciento –su calle- para alcanzar la acera de enfrente y volver a cruzar hasta su puerta. Preferí salvaguardar mi integridad física. Otro grupo de nipones me salvó en tablitas. Me camuflé entre los admiradores de Gaudí justo al pasar junto a mi objetivo. Y corrí. Entré al inmueble casi sin respiración y sólo pude decirle al portero:-¡Viene detrás!-. Subí las escaleras hasta el primer piso. Allí esperé con la puerta del ascensor abierta hasta verlo entrar al portal. La lentitud del elevador, calculé, me daba el tiempo necesario para regresar a mi puesto, encajarme el rostro y pensar en alguna inocencia. El señor Rovira, que acababa de atravesar sin problemas dos de las calles con más tráfico de Barcelona, que con absoluta paciencia disfrutó varios escaparates navideños, no pudo abrir la puerta de su casa con sus llaves. Sentí el trasteo y lo dejé seguir. Se dio por vencido y tocó el timbre. Entonces abrí, bien compuesto, histriónico. No me dio tiempo a preguntarle por qué no podía abrir pues me interrumpió:
-¡Doce minutos, ni más ni menos!- me echó en cara con cachondeo.
-Yo he perdido la cuenta del tiempo- dije-. Por cierto, ¿qué tal la reunión?
-¡Estos administradores de fincas son huesos duros de roer! Pero al final entraron en razón...Tienes la corbata torcida. Presta atención que ahora vienen unos colegiados de la vieja guardia.
Y se instaló en su despacho, teléfono en mano.


Diciembre 2005

miércoles, 2 de mayo de 2007

Ariadna

Querido Viejo:
Tengo que enmendar la plana. Me veo en la obligación de matizar la carta anterior, la del desgano y la de las ganas de comerme a besos a aquella mujer que me engrasó el sistema dactilar. No sé si recuerdas que te hablaba de una misiva olvidada en una redacción de un diario. Pues a los pocos días compré el periódico –un lujazo que no puedo permitirme, excepto los domingos- y en un vuelco de hojas me encuentro mi texto destacado dentro de un recuadro, con todos sus pelos y señales y arriba mi flamante seudónimo. Yo iba en el autobús de la mañana con un sol radiante, a manera de preludio del verano que más he esperado en mi vida. Parece que me sacaron de la papelera de reciclaje o, pensando bien, me tenían en la lista de espera de los recuadros. Me llenó de alegría publicar por primera vez en España,y, al mismo tiempo, me entró un escalofrío rotundo.
Durante una década como periodista en Cuba, aprendí a autocensurarme con verdadero oficio. Si alguna vez se me escapaba algo que no debía escribir, mi jefe de sección, el primer filtro que teníamos en la oficina contigua, me soltaba una sonrisa cínica mientras calentaba el lápiz rojo entre sus dedos: “Ponte las pilas que tú sabes que esto no se puede decir”, me rectificaba sin mirarme a la cara. Y enseguida hacía un garabato gráficamente infantil, con una flecha que trataba de arreglar de alguna manera el corte. O sea, lo que leí en el autobús aquella mañana de mayo no era otra cosa que la síntesis de lo mismo que compartíamos el 80 por ciento de los cubanos en las fiestas privadas.
¿Podrían descubrirme los cazadores de brujas (o de brujos) detrás de dos iniciales falsas? La paranoia tomó posesión de mi cabeza y la felicidad duró lo que un merengue en la puerta de un colegio. Cierta vez, una ex nuera de Fidel Castro que vive aquí en Barcelona me contó que intentaron tirarla debajo de un tren, creo que en la estación de Provenza. No sé a ciencia cierta si me tomó el pelo aquella chica guapísima que sabe demasiado, pero yo no dejé de imaginarme la escena durante mucho tiempo. Así que consideré inoportuno contestar cartas sucesivas de los lectores en caso de que se armara la polémica.
Esa noche, como quien no quiere las cosas pero sí las desea, pasé por el bar del negro Jose (no José), que queda en la céntrica encrucijada de Travesera de Gracia y Paseo San Joan. Con sus manos enormes me apretujó mi diestra y se disponía a servirme un doble de añejo sin hielo cuando le indiqué otra botella. Hay cosas que no pueden evadir el simbolismo, y creo que Jose me entendió. Por el mismo precio, me puso un doble de aguardiente de cachaza, un elíxir salvaje, primitivo y rústico como el dibujo reductor de aquel jefe de redacción. Me dejó respirar el primer sorbo y, como estaba aburrido como una ostra, abrió su almacén indiscreto. Siempre se ha dicho que los barman son los psicólogos del barrio o, en su defecto, simple y llanamente te sueltan la información para vaciar de vez en cuando la bandeja de entrada. Entonces, para introducirse a sí mismo me dijo: “¿Bueno qué, cómo te fue con la pelirroja el otro día?
Yo le sonreí porque no quería hablar de eso. Fue algo tan especial que todavía siento sus mordiditas de niña-mujer en mis labios. Entonces el basquetbolista que tenía delante sirviéndome copas se explayó, y me enteré por qué la hermosa catalana se me había escurrido con los mejores y más dulces pretextos que me hubieran expuesto jamás.
La noche que salí por primera y única vez con Rocío (así me dijo que se llamaba), en la discoteca, mientras bailábamos, la potencia de la música nos obligaba a conversar con bastante cercanía. En uno de los giros de cabeza para escuchar al oído, nos besamos furtivamente en los labios. Y seguimos conversando como si no pasara nada. Ella se detuvo luego y me robó un enorme beso empapado de sudor y de un perfume que recordaré sin lugar a dudas. Ya sabes que me dejé hacer porque la iniciativa ya estaba tomada por su parte, pero hubo un momento en que necesité abrazarla y no me dejó. Otro impulso similar, eléctrico, me llevó prematuramente a una de las cosas que más me gusta hacerle a una mujer, que es besarle los ojos, tomando su cuello desde la base del cráneo con mis dedos intrincados en el cabello. Esta vez no me dejó llegar, siempre suavemente, diciéndome que no le gustaba que la tocaran cuando estaba sudada (¡ah, qué desperdicio, dios mío!), y ya te dije que acaté sus pedidos, pero de todas maneras lo del sudor me pareció extraño en una mujer que rondaba los 40. ¿Manías personales? No, aquello no encajaba con su estilo desenvuelto, seductor. Y me fui a la cama más solo que un pingüino en una gasolinera (gracias, Sabina), con la cabeza llena de humo espeso. Al final de la jornada, para poder dormir algo, me consolé dándome la explicación de las rarezas de las catalanas que he conocido (¡pero ésta había nacido en Salamanca, madre mía!), y no recuerdo nada más del descerebramiento.
La verdad era que la cicatriz que Rocío me dibujó por encima de su camiseta, señalando la base del seno izquierdo y en curva hacia arriba hasta la axila, no se debía a un terrible accidente de tránsito, sino a una operación de pecho por tumoración cancerígena. “¿Bueno y qué, es que acaso le hicieron una radical de mama?”, le dije a Jose por encima de su dramatismo. “No, creo que no”, me contestó, “pero la quimioterapia le tumbó el pelo y esa mujer llevaba peluca”.
Mira, viejo, aquello me provocó dolor en el sentido de que sus besos no merecían una mentira. Yo a estas alturas del partido, sin haber vivido tanto como tú, no puedo permitirme semejante superficialidad. La prueba está en que Rocío no me ha llamado –ni me llamará-, y por lo visto se cambió de bar.
Entre las cosas que no te he contado hay una historia conmovedora que viví en La Habana una noche. Después de terminar mi programa de radio, a las cuatro de la madrugada. Salí para casa de una oyente a la que nunca había visto pero que esa vez, luego de largas conversaciones telefónicas sostenidas semanas tras semanas, me dijo que estaba sola con media botella de ron. Llegué con la angustia que provocan las citas ciegas y encontré a una bellísima joven detrás de la puerta. Ariadna (no se me olvida su nombre porque soy fanático de Ariadna Gil) tenía las piernas más hermosas del mundo, hechas a mano y con muy buen gusto. Mientras nos conocíamos de cerca, me preparó algo de comer y yo aproveché para darme un enjuague bucal con un Legendario sin pedigrí que me supo a gloria, con todo el respeto que se merece el negro Jose. Ella colocó una cinta con mi voz -¡qué horror!¡escucharme a mí mismo después de conducir tres horas de radio en directo!-, y entonces me di cuenta de que algo pasaba en su vida. El peligro de los micrófonos abiertos a altas horas de la noche es incalculable. Yo, o sea, mi voz, se había convertido en su compañía diaria y tenía estudiada mis inflexiones, mis muletillas, mis giros lingüísticos, mis lugares comunes. En primer lugar, al menos en la Habana, resulta raro que una chica de 27 años viva sola, y más raro que, siendo una intelectual como era ella, te invite a las cuatro de la madrugada a su casa sin conocerte. Algo pasaba en su vida y yo tenía cómo averiguarlo porque ya sabes que difícilmente no salgan amigos comunes en un país tan populachero y retozón. Pero no hizo falta: haciendo el amor, más tarde, tras un artístico desnudo pélvico que me regaló, penetrada con el candor que me había dejado el ron ,y con el rico dolor de mi cuerpo madrugador, Ariadna me confesó que no quería dejarse ver el torso porque le habían extirpado un pecho.
La crueldad del cáncer había hecho blanco en los senos de una joven inteligentísima y guapa hasta más no poder. En plena lucha contra el tiempo, Ariadna había decidido dejarse llevar por los placeres que según ella le insuflarían un poco de vida, y yo fui uno de sus elegidos. Fue una sola vez, no tuve valor para más. Pero todavía, escribiéndote estas líneas, siento su ardor y sus torrentes de sudor que emergían de todas partes.
Como salí corriendo de Cuba (decía una profesora de la universidad que, debido a tantos trámites, los cubanos no nos sentamos en los aviones; nos desplomamos), dejé colgado el programa de radio y con él a los oyentes. Que me perdonen si pueden comprenderme, y tú, Ariadna, donde quiera que estés, recibe un humilde beso mío en nombre de tu valentía. Un abrazo, viejo:
Jorge


mayo 2003