sábado, 23 de noviembre de 2013

“Ana en el trópico” sobrepasa la transición política





La obra del dramaturgo cubano-americano Nilo Cruz desembarca en Miami de la mano del provocador Carlos Díaz

 Ana en el trópico, del dramaturgo cubano-americano Nilo Cruz, premio Pulitzer de Drama 2003, vuelve a ser noticia en estos días. Después de su exitosa presentación en La Habana con el montaje de Carlos Díaz, director de Teatro El Público, se acaba de presentar en Miami este fin de semana, en la sala Colony, de Miami Beach, con una producción de la empresa FUNDarte. El elenco, también cubano-americano, representaba por sí solo nuestra tragedia nacional. ¿O acaso deberíamos llamarla tragicomedia nacional?
Actores de las dos orillas -algunos legendarios como Lili Rentería, Mabel Roch y Fernando Hechevarría-,  el director de la puesta que vive en Cuba, el dramaturgo, que  escribió el texto originalmente en inglés, y algún crítico de teatro de la isla que pudimos ver en la sala este viernes, más las soluciones visuales de la puesta, de las que haremos referencia inmediatamente, todo esto conformó un estado de ánimo que indica cómo están las cosas, aunque uno nunca sabe si ha sido ,o no, casual.
El texto es un joya de la creación que, para dar saltos en el tiempo y no complicarse con lo que más se ve (la historia de Cuba después de la mal llamada Revolución), se remonta a los torcedores de tabaco asentados a finales del XIX en el sur de Estados Unidos, en Tampa, donde, mucho antes de que existiera la palabra Castro como parte indisoluble de la nacionalidad cubana, ya había una emigración, y con ella, lógicamente, una nostalgia.
Partamos del texto
 Nilo Cruz utiliza la tradicional figura del lector de tabaquería como eje central, pero, yendo más lejos, le incorpora el nexo ruso a través de la figura de Ana Karenina. Ahí sí que no parece casual el personaje literario al ser transferido, como leit motiv ,a todos los personajes femeninos del texto teatral. ¿Sabían los tabaqueros cubanos de Tampa que en el futuro Cuba iba a ser dominada por los rusos?
Esta es una propuesta del dramaturgo con la que, magistralmente, logra una síntesis de nuestra nacionalidad; o sea, de nuestra identidad.
No por casualidad  (se hace necesario emplear esta palabra una y otra vez) el performance que ocurre como preámbulo de la puesta de Carlos Díaz se basa en una vendedora de vasitos de ron, a un dólar, ataviada la muchacha con el típico partó de “nuestros queridos hermanos soviéticos” y una pistola encajada entre los pechos. Llevaba minifalda y un acento cubano-americano. Claramente: una provocación al espectador. El precio del traguito es el riesgo que hay que correr  para hablar directamente con ella. Aseguramos que no había que perdérselo para tener una conexión más exacta con el espectáculo.
Los personajes giran en torno a una empresa privada de torcedores de tabaco que se debate entre la industrialización y la artesanía.
Todo un contexto histórico que cuenta, en este caso, con José Martí, el gran poeta modernista. Lo curioso, repetimos, es que Martí esté mezclado con Tolstoi en lo que sería un anticipo de adónde hemos llegado los cubanos.
La puesta va más lejos
 Carlos Díaz es un especialista en “pervertir” los clásicos. Ya lo hemos visto, también magistralmente, tratar nuestra identidad y nuestra tragicomedia (dentro de la isla, valga repetirlo) en títulos como Calígula (de Camus) y Escuadra hacia la muerte (de Sartre), por solo citar un par. Con Ana en el trópico parece haber pasado, o al menos estar descansando, su atrevimiento de emplazar al régimen castrista con simbolismos que son casi evidencias. Ahora –y es justo y normal- ha ignorado a la dictadura con una pieza que se adelanta a la transición que posiblemente ya esté en curso, valiéndose de un retroceso en el tiempo para obligar a recordar que Estados Unidos estaba en nuestro camino desde mucho antes y que, precisamente por ese país, dejamos de ser colonia de España.
A estas alturas, por muy fuerte que sea la imagen, una bandera norteamericana de grandes dimensiones como telón de fondo del escenario, acompañada por banderitas de mano que se ofrecían en platea, no deja de ser una realidad inobjetable para nosotros: -Al fin y al cabo –dice más o menos el texto- todo el mundo quiere ser norteamericano.
En Miami, después de todo lo que hemos pasado (remueve el sentimiento ver a Lili Rentería encima del escenario), miramos esa bandera como una pieza más de nuestras vidas, con realismo, sin pérdida de la identidad. En La Habana, según se ha podido saber, la policía política no intervino las funciones, y el público reaccionó probablemente con más ilusión que los que estamos del lado de acá.
Hay momentos inolvidables de la puesta –dos horas de reloj, sin aburrir- como la escena de la contradanza que se ejecuta para calibrar un nuevo “puro” llamado Ana Karenina. Y también la escena erótica con la música de fondo de ese clásico de la trova tradicional cubana: ¿Y tú, qué has hecho?
Carlos Díaz –el Almodóvar del teatro cubano- se ha mostrado esta vez recogido, sensible con la dirección de actores, con el casting que mejor no pudo haber sido, con el cruce de sentimientos que pude ocasionar esa misma pregunta (¿Y tú, que has hecho?) en los cubanos de las dos orillas.
El nivel actoral es altísimo y equilibrado, sin los efectismos que usa Díaz habitualmente. Remueve el cuerpo la interpretación de Mabel Roch, pero con ella brillan también Fernando Hechevarría, Alexis Díaz de Villega  y la jovencita Clara González.
Creemos que el director podía prescindir de la escena de la masturbación, un grotesco que echa por tierra el presupuesto estético concebido para este montaje. La tensión entre el personaje de Cheché, el “malo de la película”, interpretado por Osvaldo Doimeadiós, y la joven de la casa ya estaba marcada perfectamente antes de la fatal escena.
Pero bueno, estamos hablando de la excelencia y algo que rompe la concentración se nota mucho.
Casualmente (la verdad, ya no sabemos si las cosas son casuales), este fin de semana había dos obras del mismo dramaturgo en la cartelera de Miami: Ana en el trópico y Hortensia y el museo de los sueños.
Las dos con elencos cubano-americanos.  A partir del montaje de Carlos Díaz –tomamos nota- habrá que decir que somos cubano-americanos. Y valga la redundancia.


Esta reseña fue publicada originalmente en www.cubanet.org

viernes, 22 de noviembre de 2013

Adiós a Estorino


Internet es bueno y malo. Uno se entera de todo. Hoy ha muerto en La Habana, con casi 90 años, Abelardo Estorino, el dramaturgo que llevó a las tablas –porque también dirigió- nuestra idiosincrasia sin guapería, sin facilismo, sin oportunismo.
Lo conocí personalmente porque la vida me llevó a ser cronista de teatro.  Tuve delante, en las oficinas de Teatro Estudio, a una persona que me hizo sentir bien, con todo lo que  podía haberme ninguneado. Yo era un recién graduado y escribía la columna de teatro de Granma, el único periodiquito que quedó en aquellos tristes años de “período especial”. El único diario, con ocho páginas, y, de éstas, siete dedicadas a lo que no fuera cultura y deporte.
La media página que nos quedaba debía compartir espacio con las otras artes. Quiero decir: el teatro era la última carta de la baraja.
Conseguí  colocar a Estorino en tan poco espacio y no porque me lo pidieran, sino porque el señor seguía estrenando y se había aliado –como actriz fetiche- a la gran Adria Santana, que, prematuramente, se fue antes que él.
Hubo una triste e inolvidable época en que parecía que el mundo se iba a acabar y personalidades como Estorino se aferraron a lo mejor que sabían hacer.
Como mismo, unas décadas antes, según me han contado, en los 70, de tantas prohibiciones el sector artístico terminó haciendo orgías, literalmente.
Estorino fue vertical, sobre todo un ser humano amable y dulce.
Su homólogo Pepe Triana  (La noche de los asesinos) marchó a París. Él optó por el insilio.
Se le recodará en la prensa “seria” como el gran dramaturgo. Y en la prensa de “relajo” como el amante de Raúl Martínez.

Nada más que decir. 

Foto de Jorge Ignacio Pérez: La casa vieja, de Estorino, en un montaje de Teatro de Dos