viernes, 29 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (VI y final)



Coexistir en Miami con Ricky Martin no estaba previsto en mi agenda de viaje; pero parece ser que las ánimas peregrinas tienen una fecha planificada bajo el mismo cielo, antes de entrar al purgatorio y cantar de un tirón todo lo que han hecho en esta vida. Para mí, llegar a Miami era como llegar a La Meca, después de muchas horas de radio escondidas en la cocina, escuchando las noticias, en onda corta, que se producían allí, a tan solo 90 millas de mi casa de La Habana.
Era también volver a los recuerdos de la FM en Inglés, con los Hits Parades de los ´80 que mis amigos y vecinos del edificio seguían a punta de lápiz. Era retroceder en el tiempo lo menos treinta años, mirar un cielo azul desde el observatorio de mi padre, donde había lentes de aumento que buscaban el horizonte, aquella línea divisoria que partía nuestro mapa y que ubicaba al “enemigo” detrás. He tenido que dar la vuelta –siempre he dado vueltas para lograr las cosas- y viajar desde Barcelona hasta La Florida, en busca de unos recuerdos de infancia que por supuesto encontré. Mi padre ya no está del otro lado de hilo telefónico, y esa circunstancia terrible me hacía perder casi la mitad del viaje, porque sin su nivel de escucha –sin su ayuda, es lo mismo- aquel lugar donde viven tantos desterrados me parecía un destino cualquiera, a sabiendas de que no era así.
En ausencia de mi padre, en Miami debía buscar un padrastro, decenas de amistades y un primo de mi madre. Pero, aun teniendo sus números de teléfonos, no llamé a los parientes y me concentré en los amigos de todas las etapas de mi vida. Todavía no sé por qué lo hice así. Lo cierto es que me dejé llevar por el tiempo, por las horas, y me organicé una selección de personas nada excluyente, toda vez que sentí que llegaba a mi casa cuando se abrieron las puertas del avión. El mismo olor a humedad, a hierba picada; el mismo calor de La Habana y los mismos gestos de toda la vida en la fila del control de emigración.
Me había puesto un jeans, una camisa blanca, una americana beige de lino y unos zapatos marrones de Purificación García que mi mujer me compró en una exclusiva tienda de Passeig de Gràcia. Lucía con gusto, sobre todo, mi pasaporte español, que, en mi caso particular, era el resumen de diez años de exilio político, social, cultural y económico; era el librito de pequeño formato que quise llevarle a mi padre como compensación de mi ausencia y no me dio tiempo. A pesar del calor del aeropuerto, no fui capaz de quitarme la americana porque pensaba que mi viejo me estaba observando a través de aquellos lentes de aumento instalados en su balcón, desde donde no perdía de vista el mundo sin tener que pedir permiso. Pasé entre las banderas norteamericanas que están en todas partes en ese país; pasé tranquilo ante los ojos de un funcionario de emigración más latinoamericano que yo, porque en diez años en Barcelona me había alejado de mi mundo y él en Miami, en cambio, continuaba en el suyo. Podía ser cubano, pero eso daba igual. Yo sabía que no habría diálogo amistoso con un funcionario estadounidense que estampa timbres de entrada al país. Yo también soy cubano y seguramente el hombre lo supo por mi acento.
Acababa de pasar la frontera y llevaba a mi padre siguiéndome los pasos, mi padre que nunca llegó a pisar esa tierra y sin embargo se la conocía como las palmas de sus manos. De allí salió siempre la información prohibida que acompañó a su generación y a la mía en todos nuestros largos años de censura ideológica. Aquella siempre fue una plaza importante, que lo mismo serviría para purgar la imagen de un artista como Ricky Martin, luego de reconocer abiertamente su homosexualidad, que para aclarar los compromisos sentimentales de un cubano anónimo que viaja por el mundo con pasaporte español.

Foto del autor
Los taxis amarillos de New York fueron pasiones imaginarias de mi padre, al punto de atesorar un long play con conversaciones en inglés de un taxista con sus clientes en la Gran Manzana. Aquí le envío a mi padre un taxi de Miami, de servicio por ese sur norteamericano que para nosotros siempre fue un norte importante.

Nota: Agradezco infinitamente las atenciones de Eduardo José Fernández para la realización de este reportaje.

jueves, 28 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (V)



Ahí está todo, casi todo, concentrado o disperso, pero está en los alrededores del Condado Dade. No se sabe exactamente cuántos agentes secretos de la seguridad del estado cubano viven infiltrados en la cotidianidad de la capital de la Florida, como parte de esa mezcolanza activa de compatriotas que, sin lugar a dudas, ha dado lugar a otra isla, metafóricamente hablando. Otra ínsula que reproduce costumbres cómodamente, en lugar de ampliar sus miras hacia el modus vivendi norteamericano.
Con las garantías legales por delante, las que ofrece un país democrático, el tema de la infiltración política sigue siendo un fantasma, pero a estas alturas no produce dolores de cabeza. Es como si se supiera que eso está en el ambiente “y a mí lo que más me interesa es trabajar, hacer dinero y comprarme lo que siempre he soñado”. También “enviar dólares a mi familia en Cuba, los pobres, que han quedado allá con la ilusión de que les llegue algo para pasar el mes”. Y no importa tanto cuestionarse que esos dólares se los queda el castrismo y da por ellos unos papelitos domésticos que tienen menos peso que el original, porque el billete verde original es cajeado, encima, con interés para las arcas del estado. Negocio redondo para el dueño de la isla.
Mientras tanto, ya “aquí, en Miami, traigo y llevo a todas partes las palabra Libertad. Me duele pensar en los que quedaron a 90 millas al sur de donde estoy ahora, pero tengo que mirar por mí, que vine como balsero, que me jugué el pello bajo ese sol achicharrante y esa maldita sal que me secaba la boca”.
No quise ir a la casa-museo donde estuvo alojado Elián, el niño balsero. No me interesa rascar la pintura de un proceso político perfectamente montado por la inteligencia militar, por los “cibernéticos” de las estrategias a seguir que han maltratado nuestras vidas. Es triste percibir, desde la Capital del Sol, cómo ha habido siempre un manto oscuro viviendo de la política, del diferendo cubano/americano, o lo que es lo mismo, del dolor ajeno. Incluso del dolor cercano, pero si se “hace caja fácil” no hay que mirar a los lados ni mirar atrás.
Miami es un modo de vida como cualquier ciudad democrática del mundo siempre y cuando uno no se deje arrastrar por los maleficios ocasionados por los dos sistemas, que, al final, son el mismo sistema. Intereses políticos destructivos aparte –como si fueran minas antipersonales-, hay un buen clima allí, claro, y mucha gente deseando que pase un ciclón para que las compañías aseguradoras los saque de deudas encaramadas sobre sueños imposibles. O mejor, sobre cuentas imposibles, porque los sueños, no estaría de más recordar, allí sí se han hecho realidad, aunque no vamos a decir cómo fue.
En 1992, mientras Barcelona, la ciudad desde donde escribo, vivía la emoción de los juegos olímpicos que cambiaron para siempre su destino, el huracán Andrew arrasó con el condado de Miami-Dade, con las casas preciosas con jardín y lago detrás, pero dejó rastros claros de ese Mediterranean Revival plantado allí con toda libertad de expresión. En poco tiempo, gracias a los cubanos que no abandonan ni a tiros el sueño americano, volvieron a levantarse las casitas sobre parcelas verdes que, a su vez, brotan de antiguos pantanos tropicales acomodados para fines lúdicos.
La vida volvió a ser como antes y el negocio montado sobre las dos orillas cubanas continuó siendo el puente invisible, perseverante e hipócrita; de cuyas estructuras se apoya la miseria material, por un lado, y el ilusionista american way of life, por el otro.

(Continuará…)

Foto del autor
Dependientas del famoso Palacio del Jugo de Miami, un negocio muy próspero pensado a partir de un típico agromercado cubano. La chica de la derecha, al hacer la foto, me pidió que enviara un saludo a su querida gente de Vueltas, municipio ubicado en el centro de la isla de Cuba.

sábado, 23 de abril de 2011

Dos caras de Sant Jordi



La vida –yo no- quiso que viniera a parar a una tierra donde un día como hoy todos, o casi todos, se acuerdan de mí. Cada año recibo varios SMS –mensajes cortos- el 23 de abril, y cada año me asusto más pensando en la irreversibilidad del tiempo.
Fue mi padre –quien hoy cumpliría 67 años- quien me nombró Jorge, utilizando de soslayo su segundo patronímico –Roberto sería el primero-, en total concordancia con esa costumbre latinoamericana de emplear los nombres compuestos, costumbre arrastrada hasta los culebrones o folletines televisivos. Según su origen en griego, Jorge es un varón noble que viene del campo, atormentado, diría yo, con tantas cosas nuevas que hay que hacer en las grandes ciudades del mundo. Barcelona, pues, me recibió de costado pero poco a poco he ido encarando ese perfil hasta comprender el alma de los catalanes, un alma también campesina, aunque muchas veces nos equivoquemos identificando primero al burgués.
No tuve tiempo de explicarle a mi padre cómo entronco yo en este ambiente de extrema corrección, un mundo que, como se ha visto, celebra su fiesta principal en torno a los libros, a la lectura o a la propuesta de ella. Hoy aquí es como si fuera San Valentín; un día limpio en el que las sonrisas dan vueltas por las calles buscando las flores que venden carísimas los gitanos, flores para Ella y libros para Él. Aunque se puede alterar la fórmula, faltaría más. Pero sí, es un ambiente comercial noble; nada mejor que vender libros y que la gente los compre. Casi veinte millones de euros, según la prensa local, esperaba recaudar el gremio de libreros de Catalunya. Toda una proeza en tiempos de crisis económica mundial.
En la localidad de Badalona, donde celebré mi santo otorgado –tuve mi investidura en el Sant Jordi de 2002- había libreros y floristas a lo largo de la preciosa Carrer del Mar. Puestos ensamblados con temor a la lluvia que nunca cayó. Ahí estaban, desde los clásicos autores, hasta los más tremebundos politiqueros que todavía hoy se anuncian como algo bueno. ¡Increíble un Fidel Castro –La Historia me absolverá- sobre la mesa de ventas de Esquerra Republicana de Catalunya! Todo un héroe cuando en realidad se trata de un tirano.
A veces, mirando hacia los expositores, surge el golpe de tristeza capaz de ensombrecer una fiesta que me he ganado a pulso. Pero así es la democracia, donde, por suerte, vivo.

Foto del autor
Victoria es hoy una bella vendedora de flores y libros. Su misión era recaudar fondos benéficos para una asociación de niños con discapacidad intelectual.

miércoles, 20 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (IV)



Mi mujer, al ver esta foto, aseguró sin sonrojo que el sujeto tiene buena planta. Las españolas no regalan elogios fácilmente. Mucho menos las catalanas, una “raza” de féminas que trata al pan como pan y al vino como vino, ya sea sobre una cosecha de mesa o sobre un exquisito reserva de los campos del Priorat. Por ese motivo siempre estoy atento a lo que ella dice: Le enseñaron a no marear la perdiz porque en Catalunya nunca sobró el tiempo.
Entonces, con la foto delante, dibujó al “guajiro” por dentro, algo que también me sorprende a cada rato, aunque esto último está relacionado con su poderosa intuición. En efecto: Omar Claro es un buscavidas auténtico que no se conforma con lo que ve, sino escarba pacientemente hasta encontrar las raíces de donde vienen las cosas. Conversando en Miami en una bodega de vinos, sacó un par de libros autografiados que resumen todos estos años en los que nos dejamos de ver. El primer “material” es un compendio de anécdotas y entrevistas que Omar tenía en el tintero y no podían salir de allí hasta que la libertad de opinión se lo permitiese. Medallas de oro y rostros de bronce (Ed. Trafford, 2006) imprime en el papel muchas leyendas urbanas que teníamos en Cuba, acerca de lo que pasó en la vida privada de ciertos deportistas de élite maniatados por el castrismo. Datos que salen de una libreta de notas trashumante, porque Omar, el viajero que buscaba un sitio en este mundo, llevó sus apuntes a Honduras en una primera emigración, hasta que pudo conquistar una redacción deportiva en el gran Miami.
Sorprende, hojeando Medallas de oro…, la fina ironía con que el autor explica, por ejemplo, cómo fue el caso de los Mercedes Benz que el gobierno cubano intentó arrebatar a los atletas Javier Sotomayor y a la también saltadora Ioamnet Quintero. Sorprende el lenguaje claro (honor a su apellido) con el que entrevista al pitcher cubano y millonario Liván Herández, atrapado en una colección de autos deportivos caros y al mismo tiempo en una sencillez despampanante: Liván, con su primer cheque en las manos, invitó a cenar a una muchacha y la llevó a un MacDonald’s. Pero también sorprende intercalada en estas páginas una entrevista a Guillermo Cabrera Infante, de paso por la Ciudad del Sol. Cuerpo a cuerpo, elegante y limpio encuentro en la habitación de un hotel. El escritor se siente cómodo hablando de algo que le pesó demasiado: No volver nunca a su país, a su Gibara natal.
Precisamente, Omar, compañero mío de guerras en la universidad, llegó a La Habana procedente de Banes, el norte oriental de la isla de Cuba. Quiso conquistar la capital, al igual que Cabrera Infante, y lo logró, convirtiéndose en cronista deportivo de la televisión nacional. Su provincia de origen, Holguín, dio a la luz dos autoritarios personajes: Fidel Castro y Fulgencio Batista. Y más recientemente ha vuelto a nombrarse –a pesar del olvido- por ser también la tierra chica de Orlando Zapata Tamayo, el disidente negro que murió de hambre, golpes y humillaciones en una cárcel de la dictadura castrista.
Banes queda ahora muy lejos de Miami, al parecer, solamente. El cronista deportivo que quiso y logró conquistar Miami –trabajó durante casi diez años en Univisión 23 y ahora aparece en las pantallas de MegaTV, canal 22- recordó en estos días cómo soñaba con lo que tiene, treinta años atrás, con pantaloncitos cortos y pelado a la “malanguita”, en aquellas provincias orientales donde el tiempo se olvidó de la gente. Con su trayectoria, queda demostrado que, cuando la vida viene con camisas de fuerza, hay que, por lo menos, intentar romperlas.
Omar fue mi amigo en La Habana en los duros años de hambruna nacional, aquellos tiempos en los que comíamos col hervida y después tomábamos un vaso de agua con azúcar. Andaba itinerantemente entre los portales del Vedado, entre los círculos de periodistas, la Facultad y mi casa que era, entonces, un escampadero. Tengo lagunas de memorias que no me interesan resolver. Ha pasado el tiempo y volvemos a encontrarnos en esa ciudad neutral donde confluye todo tipo de gente, a la sombra de unas palmeras tan tópicas que hasta me da risa pensar que estuve allí. Miami, con sus Marlins en la caja de bateo, es algo más que un cliché, que una estampa disidente pegada a la nación cubana.
A mí me dio mucho placer velo allí con las metas cumplidas, despachándose un vino tinto de altura en aquella planicie de la Florida donde los horizontes deben construirse a medida. Miami está sobrada de espacio, a diferencia de las capitales europeas en las que mirar hacia el lado puede molestar.
El segundo libro de Omar se titula Pasión por el cuero (Ed. Soccer entre amigos, 2010) y habla sobre el centenario del fútbol cubano, lo que, a priori, parce una extravagancia. Viniendo de él, explorador, por instinto básico, de objetivos difíciles, el tema merecía una segunda botella de tinto; pedimos entonces un Priorat catalán (habíamos comenzado con un Ribera del Duero suave y con cuerpo, si no recuerdo mal) escogido a propósito para que nos diera el pelotazo de las cuatro de la tarde, la hora atravesada en la que uno anda fugado de los cronogramas habituales. Sí, parece ser demostrable que los españoles dejaron una importante afición por el fútbol en la isla, que hubo clubes cardinales y que todo murió por falta de interés institucional.
En Barcelona, donde vivo desde hace una década, jamás se me ocurriría tomarme una copa de vino a esa hora, a 34 grados centígrados de temperatura exterior como había en el South West hace pocos días. Aunque en Miami todos los interiores están climatizados, se me hacía raro el descorche pero, al mismo tiempo, estaba viviendo un reencuentro de esos que obligan a pasar páginas del almanaque a destajo. Es un privilegio encontrar a un amigo luego de dos décadas pasadas por el tamiz del exilio, en el que, como los judíos, los cubanos hemos ido a parar a todos los confines del mundo.
Ver a Omar,claro y feliz –al margen de las turbulencias probatorias de la vida- me confirma lo importante que es un sueño como fuerza motora, lo que puede llegar a multiplicarse el tiempo si uno se lo propone. De lo que sí estoy seguro –como casi todo aquel al que le ha tocado vivir la experiencia- es de que el exilio jamás será un privilegio.

(Continuará...)

Foto del autor
De Banes a Miami, el sueño de un Sports Anchor. El fondo de la imagen corresponde a la bodega de Philippe Douriez, un francés que descubrió bien temprano la pasión por el vino en una ciudad subtropical. Situado en el número 6421 del SW, en la famosa calle 8 de Miami, Best Time Wine Florida tiene unos precios increíblemente buenos, como si compráramos la botella en el lugar de origen.

martes, 19 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (III)



En el vuelo directo de Barcelona hacia Miami (Iberia acaba de inaugurar esta ruta con precios promocionales escandalosamente tirados), hubo una conexión de pensamiento que me puso la piel de gallina. Recordaba al artista plástico cubano Agustín Bejarano, quien continúa en una cárcel de la Florida, y de repente en las pantallas del avión comienzan a proyectar el filme Los próximos tres días, que trata sobre la inculpación, encarcelación y presunción de inocencia en los Estados Unidos.
Parecía como hecho a la medida, como si hubiera un sastre empeñado en que al traje no le sobren ni dos milímetros de largo. Fue uno de esos fenómenos no sé bien si casuales o causales –tampoco me lo cuestiono por si acaso-, que ocurren hasta en los altos cielos, porque la película, magistralmente interpretada por Russell Crowe y Elizabeth Banks, se adentra en un caso similar al de Bejarano, al poner en duda al espectador. ¿Será o no será culpable?
Aunque después se convierte en un thriller de acción –a Hollywood le cuesta salirse de su fórmula mágica-, la primera mitad del metraje utiliza básicamente el drama humano para poner en tela de juicio –y valga la redundancia- al sistema judicial del denominado país más democrático del mundo. En pantalla, hay una mujer acusada de un asesinato, metida en la cárcel, con el uniforme naranja de alta peligrosidad, mientras en su casa un marido y un niño sufren la terrible circunstancia de la duda.
En la vida real, concretamente en la ciudad de Miami, hay un hombre entre rejas acusado de pedofilia, mientras su mujer e hijos –los vástagos están en La Habana- no dan crédito de lo sucedido y tratan de movilizar a la opinión pública.
Es un caso delicado en extremo. En primer lugar, las leyes norteamericanas son inexpugnables y más todavía en relación con tratos lascivos a niños. El pintor se encontraba de visita junto con su esposa, como invitados a la feria ArteAmérica, donde debió exponer. De un día para otro, su vida ha cambiado. Una acusación de pedofilia en su propio entorno familiar le mantiene recluido hará casi un mes. Incomunicado y, también, vestido color naranja. Ha salido en la prensa miamense y, por extensión, en la mayoría de publicaciones digitales e impresas relacionadas con el ámbito cubano en el exterior. Se trata de uno de los más connotados pintores actuales, cuya obra no muestra evidencias de lo que se le acusa. Si acaso no se le deporta a la isla, donde reside habitualmente, podría ser condenado a cadena perpetua en los Estados Unidos.
Por supuesto, esta fue la comidilla que encontré en Miami. Se hablaba de otras cosas pero siempre se caía en el tema del pintor. Y no es para menos.
Hay quien se ha atrevido a ver el “cuadro” como una jugarreta más del gobierno castrista, a sabiendas de que Fidel, todavía en activo por detrás del telón, es capaz de elaborar cualquier plan para mantener la tensión en el llamado diferendo cubano/americano. El tema de los Cinco Espías capturados y apresados desde hace algunos años en Miami, cansa ya, según escuché. Además, Cuba tiene entre rejas a un empresario gringo al que el ex presidente Carter intentó rescatar infructuosamente. Entonces, según opiniones más o menos paranoicas, Castro pudo preparar todo para meter a Bejarano en un proceso largo que provocaría, al final, un canje de prisioneros; pero sobre todo mantendría la atención en el destino de un artista presuntamente pedófilo.
Lo primero que hace la policía estadounidense en estos casos es pasar a la prensa el acta de detención junto con las fotos realizadas en comisaría. Es decir, sea o no culpable, este hombre no podrá levantar cabeza nunca más.
En la película, Lara, el personaje interpretado por Elizabeth Banks, termina fugándose de la cárcel de una manera espectacular. El director Paul Haggis, además de desarrollar una buena acción dramatúrgica, ha dado a entender que cualquiera puede caer en desgracia y que el sistema judicial a veces falla. Porque, debido a una cadena sentimental que propone el guión, uno termina poniéndose de parte de la presunta homicida, aunque ella misma, en un segmento muy breve y un poco oscuro, dijera a su esposo, durante una visita privada a la cárcel, que sí lo hizo.
Bejarano también reconoció el cargo que se le imputa, en el momento de su detención; aunque, días más tarde, se retractara con el argumento de que no entendía lo que estaba sucediendo.
Ayer mismo se aplazó una sesión judicial en la corte del condado, ya que un nuevo abogado que ha tomado el caso pidió tiempo para analizar todo. Mientras tanto, en internet circulan opiniones diversas que, desde la subjetividad, acusan o defienden al pintor. Un gran conocedor de los asuntos cubanos en Miami me comentó que lo peor que pueda hacer la familia de Bejarano es politizar el caso. Podría ser contraproducente, dijo.
Cabe preguntarse entonces hasta qué punto el gobierno de la isla, en lo adelante, se interesará por esto. La familia Castro –los que realmente mandan a 90 millas de la Florida- están demasiado ocupados en una representación teatral: El VI Congreso del Partido (único) Comunista de Cuba.

(Continuará...)

Foto del autor
Perfil de los altos edificios del Downtown, centro de negocios de Miami.

lunes, 18 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (II)



Casi la mitad de mis ex compañeros de la universidad vive y trabaja en Miami; algunos llegaron recién graduados y otros fueron arribando más tarde, poco a poco, como parte de ese goteo interminable de exiliados que va cayendo allí, en la tierra de acogida por excelencia debido a la Ley de Ajuste Cubano. Disfrutan de ese privilegio que les ha permitido legalizarse en poco tiempo –cuanto más, un año- y por este golpe de suerte son mirados con recelo por otros latinoamericanos a los que les ha costado mucho más tiempo obtener un permiso de trabajo.
No hubo reposo suficiente para desmenuzar historias personales en las dos horas que estuve con ellos, en el entorno del cumpleaños del hijo de una pareja de periodistas de mi aula. Habría que repasar veinte años –nos graduamos en el ’92- y coserlos con puntadas grandes para que quedara una historia más o menos completa, recordando a los ausentes sin perder de vista a los niños que jugaban en la piscina del traspatio. Algunos de mi grupo han quedado en la isla realizando ese periodismo triunfalista y embustero del que todos, sin excepción alguna, tomamos parte alguna vez. En el exilio de Miami está también nuestro profesor de géneros periodísticos, el conocido cronista local Wilfredo Cancio Isla, antes columnista de la prensa oficial cubana. Él fue, precisamente, uno de los cuatro seleccionadores que nos otorgaron finalmente la carrera, como parte de un proceso más parecido a un casting en el que teníamos que demostrar nuestras aptitudes.
Yo había soñado mucho tiempo antes con este reencuentro. Siempre me pareció singular el hecho de que el cuarenta por ciento de una promoción estuviera reunido en el extranjero, trabajando en los medios de prensa de Miami. Una vez allí, observé sus vidas someramente –no podía hacer nada más que eso- y me dejé llevar por una velada coral en la que saltamos constantemente de un tema a otro, a veces sin transición. Las fechorías cometidas por la denominada Revolución ocuparon la charla como plataforma principal, un tema que para nosotros engloba todo: traiciones, doble moral, crecimiento personal, depresiones en el exilio, memorias de nuestras vidas; vidas robadas por unos dirigentes que, ¡increíble!, aún continúan en el poder. Podría decirse que el tema de la Revolución es como el Reportaje: Es el género de los géneros.
Algunos trabajan en El Nuevo Herald, una de las publicaciones periódicas hispanas más importantes de los Estados Unidos, mientras que otros se han desempeñado como reporteros de los medios audiovisuales en español, obligados éstos a presentar un deje mexicano que, según dicen los magnates de la prensa dirigida a Hispanoamérica, es el acento neutro.
De la promoción del '92, desperdigada por el mundo, hay de todo. Desde cantantes de boleros y filin en Galicia y articulistas en Barcelona, hasta promotores culturales en Extremadura, pasando por un Spokesman de la dictadura, Randy Alonso, que llegó al aula con la mayor inocencia provinciana y se ha convertido en el patrón del tedio de la televisión cubana, en el conductor de las infames Mesas Redondas.
La vida quiso que dejara olvidada mi cámara de fotos en el muelle del puerto de Miami. En la tarjeta de memoria digital quedó grabada la instantánea que tanto soñé, el abrazo crecido en la distancia y que fue posible luego de un largo deambular por Barcelona, la ciudad donde vivo y donde, a mi manera -¡qué mejor que eso!- continúo haciendo periodismo.
No tengo dudas –como le gustaba decir a un profesor de la Facultad- de que una fotografía es la eternización de un instante. Pero ese instante cobraría mayor simbolismo si, por alguna casualidad, mi cámara fue a parar al fondo del mar.

(Continuará…)

Foto del autor
Esta imagen de Miami, como otras que irán saliendo, fue salvada en el ordenador un día antes del encuentro con mis compañeros de carrera.

jueves, 14 de abril de 2011

Miami o la tierra prometida (I)



La primera imagen publicitaria que cruzó mis ojos en Miami iba impresa en un autobús, en la parte posterior de uno de los escasos vehículos de línea que circulan en la tórrida capital de la Florida. Allí estaba ella, una antigua compañera de la universidad a la que todos deseábamos y, según el anuncio, todos debíamos continuar deseando, al cabo de veinte años. La preciosa y sonriente muchacha –ahora tendrá unos cuarenta y tres abriles-había sido silueteada de cuerpo entero y plasmada al lado de un texto que prometía una “Liposucción sin cirugía”.
Pero dejar de verla tanto tiempo y volverla a encontrar de esa manera resultó un hecho no tan casual. En Miami coexisten cubanos de todas las generaciones, estilos de vida y tendencias políticas, habiendo aterrizado allí desde 1959 y hasta día de hoy. Para ellos –mis amigos y parientes afincados en la denominada Capital del Sol- es bastante normal que sus estrellas de radio y televisión continúen siendo las mismas de La Habana. Sus fiestas de piscina y barbacoa son las mismas de antaño, con las mismas caras e idénticos chistes políticos; escenas matizadas ahora por unas comodidades materiales que no logran resolver el grave conflicto que tenemos con la nostalgia.
Los norteamericanos, lógicamente, se dieron cuenta de que esa manera persistente de extrañar algo que no existe –ni siquiera existe en el lugar de origen- es un producto vendible y de larga durabilidad. Mientras permanezca esa melancolía intrínseca en un isleño con reminiscencias anglosajonas, el terreno está ganado para recaudar impuestos. Los distintos gobiernos estadounidenses han dado la posibilidad de disfrutar de automóviles y hasta yates caros, una casa con jardín y si se quiere un perro juguetón, a cambio de echar raíces en una península que hasta no hace mucho tiempo era puro pantano. Pero la felicidad, basada en la simpleza de tener un trabajo y una hipoteca aceptable de bienestar material, es un punto en común que buscamos todos.
En Miami, uno de los centros financieros más importantes del mundo, la mayoría de los restaurantes y comercios se anuncian en español. Hay policías cubanos –desde la frontera hasta las calles- cumpliendo y haciendo cumplir las leyes estadounidenses que, como bien se conoce, son bastante férreas, rayando con lo radical en algunos aspectos. Lo importante allí es trabajar y jamás mentir. En estos dos principios éticos se basa el funcionamiento jurídico de una sociedad a la que no le ha quedado más remedio que utilizar la hipocresía para los asuntos sexuales.
Por eso hay muchos cubanos que se estrellan al llegar allí. Deformados bajo el techo de la mal llamada Revolución de la isla, entran por el camino más corto tratando de subsistir como los timadores que fueron, hasta que aprenden –demasiado tarde a veces- que en los Estados Unidos si hay algo que no se debe hacer es evadir las cuentas fiscales. El sueño americano –la casita con jardín y el automóvil de gran cilindrada afuera esperando- es muy rápido y fácil de conseguir. Lo más complicado es mantenerse allí sin consumir cosas insulsas porque el mercado y la sociedad lo quieran.
Una gran amiga -al igual que la del autobús trabaja en el mundo de las comunicaciones- me recibió en un precioso apartamento de Bay Viscayne. Allí tomamos unas copas de tinto presuntamente chileno, recordando los tiempos en los que los dos estudiábamos Periodismo en la Universidad de La Habana. Nos alcanzó la medianoche mirando a un zepelín tripulado que, desde los cielos del Downtown, anunciaba un partido de béisbol. Yo que conozco su origen pueblerino, supuse que, desde allí, con aquellas vistas, mi buena amiga no podría pedir más. Lo cierto es que las cosas materiales terminan siendo aburridas, como ella misma sugirió en la puerta del condominio, al despedirnos en compañía de su preciosa hija.
-En lo único que no estoy de acuerdo contigo –dijo aludiendo a un pensamiento mío publicado en Facebook antes de volar a Miami- es que ésta no es la tierra prometida.
Prometida sí, lo que seguramente no será perfecta, pensé observando lo bien que se veían madre e hija, en el lobby enmoquetado de un edificio de vivienda que parecía un hotel de cuatro estrellas.

(Continuará…)

Foto del autor
Vistas callejeras de Miami Beach, el ambiente más glamuroso rodeado de edificios medianos estilo art decó.

domingo, 3 de abril de 2011

El hijo de papá se sentaba a mi lado



Confirmación y réplicas a Juan sin Nada

Un día cualquiera de verano, en vacaciones, llegó a mi casa un telegrama proveniente del Ministerio de Educación. Mi madre lo leyó a solas y luego se dirigió al teléfono para darle la noticia a mi padre:
-Roberto, tu hijo Jorge ha sido designado para estudiar en una escuela especial. Debemos presentarnos en el Ministerio de Educación, este lunes.
Sonaba extraño el comunicado, pero, aun así, mi madre sonrió. Después de colgar, se dirigió a mí y me dijo que ella estaba segura de que algún día su más pequeño hijo le daría una gran satisfacción, pero que no sabía cuál era.
El lunes regresaron juntos a casa, porque, a pesar del divorcio, se llevaban bien y eran capaces de almorzar en la misma mesa algunas veces. La información que yo tanto esperaba era la siguiente:
-Mi amor, por tus buenas notas, porque según nos dijeron has resultado el mejor expediente del municipio Plaza de la Revolución, por tus buenas notas has sido designado a una Escuela de Formación de Cuadros Pioneriles.
Las mayúsculas del citado colegio se vieron dibujadas en sus rostros, en los inmensos ojos brillantes y llenos de gloria de mis padres, jóvenes todavía porque en realidad se habían casado con 19 años él y 18 ella.
Así comenzó todo.
Cuando terminaron las vacaciones, el primer día de clase , a las siete de la mañana, tenía un autobús esperándome en la puerta de casa. El conductor se llamaba Domingo y, durante el curso entero en que me recogió, usó el mismo perfume dulzón que hube de recordar muchos años después cuando un golpe olfativo, ya de adulto, me llevó de vuelta a sexto grado.
La escuela se llamaba Esteban Hernández –todavía no sé quién era, sinceramente-, pero justo cuando me matricularon  le cambiaron el nombre por el de Victorias del Socialismo. Era una antigua casona de la burguesía habanera, situada en el misterioso barrio de La Coronela, en el término territorial de Cubanacán. Quedaba cerca del Palacio de las Convenciones y de la Escuela de Ciencias Médicas Girón, o sea, tan lejos de mi casa que si no hubiera sido por el gran chófer Domingo –siempre me hizo sentirlo como el abuelo paterno que se me había muerto- mi madre no hubiera podido llevarme.
Desde afuera, en la rotonda de La Muñeca, no se veía absolutamente nada, sólo una cerca muy extensa forrada por dentro con plantas de areca. Allí me asignaron una taquilla, una preciosa profesora de ruso, un maestro de natación, otro de carpintería, otro de huerto escolar, otro de matemáticas, geografía y asignaturas básicas, un instructor de judo y una dietista personal. El jardinero era el mismo que limpiaba la piscina; apenas hablaba con nadie pero, al menos yo, le tenía miedo. Sabía que llevaba una pistola escondida . Fue la primera observación que hice el primer día en que me llevaron a ese lugar. Para mí no era una escuela, sino un centro especial, nada más. Un recinto apacible, eso sí, pero riguroso porque nos obligaban a dormir las siestas con música indirecta, bajita de decibelios, que salía de unos altavoces de madera clavados en el techo.
El maestro y guía del grupo se llamaba Dagoberto. Era un tipo trigueño –moreno de piel- con rostro duro y nariz prominente. Durante el tiempo en que estuve allí –nueve meses- estuve observándolo continuamente porque tenía actitud de llevar pistola y, sin embargo, usaba la camisa por dentro.
Entre los veintitantos alumnos, había un rubio a mi lado que se llamaba Antonio. Este era tranquilo, no era el que más sobresalía. Pero me llamó la atención que no subiera al autobús nunca. Mientras esperábamos a Domingo, aparecía un Lada rojo de último modelo conducido por una mujer relativamente joven, alta, recta y también misteriosa. Antonio subía al coche y se marchaba antes que nosotros. Yo lo seguía con la vista igual que al profesor Dagoberto.
Los muchachos de mi barrio, sus padres y vecinos no tan cercanos, llegaron a pensar que yo tenía algún problema. Un retraso mental, quiero decir. La única respuesta que dieron, a priori, a ese autobús gris de Transportes Escolares detenido en la puerta de mi casa era esa. Muy cerca, a unos quinientos metros, el autobús se detenía otra vez para recoger a una niña delgadita y muy buena, trigueñita, que se llamaba Celia Haydée. Ella y yo nos sentábamos juntos en el autobús, pero no en el aula. A Celia Haydée no le daban judo como a los varones. Pero idioma ruso y piscina sí.
El curso terminó y me llevaron a una en el campo, en las afueras de la ciudad, mientras otros, como Antonio y Celia Haydée, fueron dirigidos a otras escuelas especiales de enseñanza media. A mí me enviaron a Gilberto Arocha –entonces no sabía bien quién era-, en el municipio rural de Güines, de donde mi madre me tuvo que sacar al poco tiempo porque casi me matan con un golpe en la cabeza propiciado con un rodillo de limpieza. Allí había niños delincuentes cuya afición era pelearse a puñetazos con otros niños, aleatoriamente.
Con el paso del tiempo, logré atar algunos cabos sueltos y supe de buena tinta que Antonio, mi compañero de pupitre en la Escuela de Formación de Cuadros Pioneriles, era uno de los hijos ocultos del Presidente de la República, Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba –partido único- y Presidente a su vez de los Consejos de Estado y de Ministros, Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz. Lo supe porque alguien que, muchos años después, estudió ortopedia con él, me lo dijo. Entonces, aquella mujer elegante y rubia que iba a recogerlo en un Lada rojo era Dalia Soto del Valle, la secreta amante y madre de varios hijos varones que el presidente nunca ha tenido a bien mostrar en público, mostrar a su pueblo.
El resumen de todo esto, pensando yo muchos años después, es que me escogieron de extra, de figurante, al cambiarme de escuela primaria por decreto estatal, y arrancarme a mis amigos, juegos predilectos, tiempo de béisbol, capturas de lagartijas en una especie de campo baldío que teníamos al lado de casa.
La cosa, sin embargo, no había comenzado con aquel telegrama del Ministerio de Educación (ya podía haberlo llevado directamente el ministro, el Gallego Fernández, que vivía entonces en la esquina de mi casa). Había comenzado en otra escuela especial que aparentemente no lo era. Porque en mi primaria de zona, llamada Gustavo y Joaquín Ferrer –de éstos sí supe que eran primos de Hubert de Blanck, un pianista cubano de origen holandés- estudiaba un hijo del hermano del Presidente de la República, o lo que es lo mismo: un hijo del Segundo Secretario del Partido Comunista de Cuba, Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y General de Ejército Raúl Castro Ruz, hoy ocupando el puesto de Fidel por decreto directo de su propio hermano o del Estado, que es lo mismo.
También ese niño, llamado Alejandro, se sentaba a mi lado, y también era austero, como Antonio, aunque menos tranquilo. Los enseñaron a ser austeros y a no alardear de cosas materiales. El recuerdo más vivo que tengo de Alejandro es un sacapuntas esférico, según conté alguna vez en este blog.
De los Castro, como bien ha dicho mi colega Juan sin Nada desde su exilio en Londres, no se puede decir, o no está comprobado, que sean avaros, rústicos transmisores de la opulencia al estilo de jeques árabes. Su crueldad, como contrapartida, radica en dictar decretos a mansalva y en enviar telegramas capaces de cambiar la vida de una persona, ya sea destinándola a una eufemística Escuela de Formación de Cuadros Pioneriles o a una guerra en África de la que muchos jamás volvieron.

En la imagen superior, Antonio Castro, que nunca antes fue presentado en público, es uno de los hijos varones del dictador. Su rumbo lo ha dirigido hacia la medicina deportiva y hoy es un alto dirigente del equipo de béisbol nacional. Su primo Alejandro, mi otro condiscípulo, es posible que llegue a ocupar el cargo de Presidente de la República de continuar la dinastía. Es un gran desconocido del pueblo, pero se sabe que es militar.

viernes, 1 de abril de 2011

La gran tomadura de pelo



Carter y Castro en una sala de té

Si mi padre viera a estos dos viejecillos conversando tranquilamente y tomando alguna infusión en una terraza estilo colonial, estoy seguro de que se sentiría ofendido. Le dolería en el alma no haberse marchado del país cuando era joven y le dolería más haber entregado parte de su vida a esa Revolución fantasmagórica; inventada, sin principios éticos, en un laboratorio.
La senectud es un privilegio del que algunas personas, como las de la foto, gozan por obra y gracia de truculentas maniobras, llámeseles diplomáticas o estratégicas; es lo mismo. Lo cierto es que cuesta digerir la imagen de una merienda habanera distendida cuando estos mismos ex presidentes encabezaron un mundo bipolar del que los cubanos hemos sido víctimas a lo largo de los años, porque el mismo Castro de la foto nos enseñó a odiar a los “americanos” y a burlarnos de sus presidentes. De James Carter nos mofamos –supongo que yo también- gritándole “carterista” en las concentraciones de la vía pública, así como a Nixon se le cambió la X por la esvástica nazi y se le alargó la nariz en las pancartas “revolucionarias”.
Nada ha cambiado desde entonces y estamos hablando de más de 40 años.
¿Será que todavía el Estado nos subestima?
Fidel Castro es un sinvergüenza que ha manipulado la historia hasta donde ha podido, pero James Carter debería respetar el Premio Nobel de la Paz que le fue concedido; debería honrarlo no presentándose en la sala de té y así nos honraría a nosotros, que hemos sido trasladados al exilio, por un lado, y a la miseria material por el otro.
Porque todos sabemos que la reciente visita a Cuba del “mediador” –Carter realizó un viaje idéntico en 2002- no cumple el objetivo de ir liquidando la dictadura, sino el intento de extraditar a Alan Gross, el empresario norteamericano que Castro tiene entre rejas.
Mi padre siempre me aseguró que los EEUU y Cuba no son tan enemigos como parece, que todo era un juego político. Esto está comprobado históricamente y por tal motivo, entre otros, me marché de la isla. Pero me pregunto, viendo a los dos ancianos negociando off de récord, me pregunto este año que mis hijos nacerán en el exilio –vienen dos criaturas juntas-, me pregunto por qué continúan ofendiendo a la opinión pública.
He leído en la prensa que los blogueros cubanos afincados en la isla, los no “oficiales”, le han regalado a James Carter un estuche con diferentes presentaciones de maní, dulces y saladas. La escena carga un simbolismo extraordinario; es una bofetada de guante blanco mucho más elegante que cualquier acto protocolario efectuado en una magnífica sala de té.
El maní o cacahuete ha sido el alimento transgresor que pasó de mano en mano en los años más duros de hambruna nacional, los primeros años de la década de 1990. El maní es parte del folclor, es la esencia de ese pueblo callado y a la vez luchador. La poética interior de ese regalo a Carter compagina con el, quizá, mejor trabajo fílmico realizado en todos estos largos años: Suite Habana, docudrama de Fernando Pérez que ha fotografiado, nunca mejor dicho, la miseria cubana y, faltaría más, a ese manisero pobre pero honrado.
Si James Carter tiene vergüenza aceptará el obsequio de los blogueros; no como una burla, sino como una lección de humildad.

Vea el documental Suite Habana íntegro aquí.
La imagen superior fue tomada por Alex Castro, uno de los hijos del dictador.