jueves, 30 de septiembre de 2010

Hijos de papá y mamá


Son jóvenes en su gran mayoría y han llevado el tono de rebelde “sin causa” a su máxima expresión. Entrecomillo “sin causa” porque seguramente debe haber un porqué detrás de la conducta extravagante de estos seres incívicos que destrozan las ciudades , incendian contenedores, coches de patrulla y todo cuanto tengan a su alcance.
Es muy posible que la causa de su conducta se deba a una inadaptación a la sociedad en que viven, una sociedad, si bien egoísta y mecánica, democrática y tolerante por otro lado. Es un fenómeno generalizado en Europa, precisamente en el Viejo Continente al que le ha costado mucho tiempo y audacia alcanzar un alto nivel de respeto a los derechos humanos. Es la paradoja más grande que se haya visto y, al mismo tiempo, la respuesta de una o dos generaciones crecidas con todo mucho más fácil. Quizá por eso mismo no valoren lo que tienen.
No estoy hablando de políticas gubernamentales ni de un mundo capitalista que ya se sabe hace mucho tiempo de qué va. Hablo de gamberros, vándalos, incívicos, trogloditas que vierten toda su frustración contra el mobiliario urbano que pagamos todos. Éstos no son “antisistema” ni tienen ideología alguna. Son unos oportunistas a los que les viene perfecto un partido de fútbol, una cumbre internacional, una carrera de ciclismo o una huelga general de los trabajadores.
Daba pena pasar hoy por el centro de Barcelona y comprobar el destrozo hecho por ellos. A mí me avergüenza y me duele que un joven necesite llamar la atención de esa manera. Me entristece comprobar que no son pocos y que están organizados para asaltar comercios. Con sus acciones no van a resolver nada, sino empañar la imagen de un derecho a huelga ganado con la Democracia. Hasta hace muy pocos años viví en un país sin este derecho y de él me marché con profundo dolor.
Descubro, sin embargo, la triste coartada de unos hijos de papá y mamá abandonados en una suerte de existencialismo invasor, destructor y autodestructivo. Pero se sabe que muchos de ellos tienen cuentas bancarias –más o menos exiguas- y gustan de los jeans y la cerveza con espuma.
A principios del siglo pasado, para no ir muy lejos, los existencialistas volcaban sus frustraciones en el arte. Y ya se ha visto cómo aquellas "corrientes" funcionaron a la vuelta del tiempo.

Foto tomada de La Vanguardia

domingo, 26 de septiembre de 2010

Rumba catalana



Veinte años después

Aún no he leído un estudio que aclare por qué la rumba catalana y el son cubano se parecen tanto. Aunque despistan los nombres, porque la rumba, en nuestro caso, alude a un complejo afrocaribeño compuesto por la Columbia, el Yambú y el Guaguancó.
De esto no se trata cuando se oye rumba catalana. Nada que ver. Pero el ritmo sincopado sí es prácticamente el mismo del son. Más bien reposado, como las formaciones de Santiago de Cuba, tipo Sextetos, primero, que luego se convirtieron en Septetos y más tarde, definitivamente, en Conjuntos. Recordemos lo bien que se baila con Peret, uno de los más conocidos artífices de la rumba catalana. Y recordemos lo bien que se baila con el trío Matamoros, cuyas letras pícaras, en ambos casos, han dejado estribillos para toda la vida.
Pero nadie ha dicho, al menos que se sepa, quién bebió de quién o si se trata de fenómenos espontáneos que no se sirvieron del mimetismo.
Cuando Catalunya “vende” su música está clarísimo que se agarra de su rumba y no de la Sardana, su antiguo folclor. Y sobre esta etiqueta, la rumba, habría que darle la razón al ámbito gitano local que en definitiva es el que la ha hecho. Más con palmadas y guitarras en primera instancia, pero ellos abrieron el camino en los barrios de Gràcia y los alrededores del Mercado de San Antonio. De sus fiestas particulares sale este ritmo parecido a la Guaracha –que forma parte del complejo del son- como si se hubieran puesto de acuerdo los de ambos lados del Atlántico. Con el tiempo, la rumba catalana se albergó en orquestas grandes tipo jazzband, como Ketama, aunque en este caso se dio en llamar Flamenco-Pop. Y entonces la guitarrita quedó opacada por los metales, por una cuerda de vientos que se encarga de alzar los montunos para que la gente goce en grandes cantidades.
Así ocurrió en estos días durante las fiestas de la Mercè, la dueña de Barcelona en el santoral católico. En la plaza Sant Jaume, donde mismo está el Ayuntamiento y la sede la Generalitat, no se podía uno ni mover de la cantidad de gente que había bailando rumba -salsa, podría ser-, en el homenaje que le hicieron a Gato Pérez. Es curioso: Es éste uno de los más importantes compositores de la rumba catalana y era un argentino radicado aquí y fallecido hace veinte años. Así que nada está escrito todavía y a la vez hay algunas notas sueltas para preguntarnos, si hiciera falta, ¿de dónde son los cantantes?

Foto del autor
Esta rueda esperpéntica con músicos en vivo salió ayer girando por el parque de la Ciutadella, como parte del programa de fiestas de La Mercè.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Panegírico



Era un General Motors del ’52 pero no automóvil, sino refrigerador. Como muchos de su época, llegó a Cuba en la segunda mitad del siglo pasado y sirvió a una familia durante largos años, como un miembro más de una estirpe equis. Congeló carnes, pescados y cervezas y fabricó el durofrío, esa piedra de hielo saborizada cuyo color responde a la tintura del sirope que estuviera de moda.
Se llamaba Rocco. En sus últimos años, cuando pensó que la vida terminaba honrosamente, luego de haber trabajado sin obtener jamás un día festivo, el cine lo convirtió en un personaje famoso. Fue el interlocutor de Diego en los soliloquios que éste soltaba en Fresa y Chocolate. Ahora sabemos con quién hablaba “la loca” de esta entrañable película. Conversaba con él, con el alma de la casa, porque en Cuba, lo habíamos dicho en el post anterior, un refrigerador es tan importante y tan añejo como un sabio patriarca. Ahora Rocco es venerado en muchos países del mundo, porque, aunque difunto, su memoria hace justicia a los miles y miles de congéneres que como él nos acompañaron en todos estos largos años de deconstrucción del socialismo.
A diferencia de otros compañeros de exposición, no ha merecido un tratamiento plástico avanzado, con demasiados retoques, sino que se ha mantenido casi igual, aunque acostado. Ha entrado en la línea plástica de lo que se conoce como instalación; o sea, el trabajo conceptual de un conjunto de cosas que bien podría ser obra de un filósofo, más que de un artista.
Su corazón, antes oculto, ahora está colocado en la sección del rostro, como en las típicas “cajas” mortuorias; para que, motor al fin, sea analizado a la vista de nuevas generaciones. Ha sido embalsamado, como hicieron con Lenin, pero, a diferencia del ruso, Rocco viaja por el mundo como un obrero itinerante, ya que posiblemente nunca más se fabrique uno como él. Fue norteamericano de origen, tropicalizado después y universal siempre; nacionalizado cubano para su desgracia, pues los trámites consulares se le hacen cada vez más complicados.
Rocco acaba de visitar Barcelona luego de entrar en otra dimensión, en el mundo de los difuntos que alargan “la vida” rodando como bichos de feria. Lo importante sería, en todo caso, que las nuevas generaciones conozcan su obra, aunque sea a partir de la visión de su cuerpo inerte. Está pendiente una misa espiritual en su nombre, que se llevará a cabo cuando los santeros cubanos y las autoridades de la iglesia católica se pongan de acuerdo.
Hasta siempre, Rocco, y descansa en paz.

Foto del autor
La instalación corresponde a Jorge Perugorría y Juan Carlos Tabío, dos hombres de cine.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Los "frigidaires" llegan a Barcelona




Virgilio Piñera se adelantó a venerar nuestros electrodomésticos

Por el mundo viajan 53 neveras tuneadas cuyo peso conceptual supera varias veces el de la carga física. Es una exposición totalmente vanguardista nada fácil de mover de un lado a otro, porque son refrigeradores reales, muy antiguos, convertidos ahora en obras de arte. La idea es genial: ¿Para qué tirar las cosas si hemos podido comprobar que hoy todo sirve? Todo vale y más aun las piezas que forman parte del recuerdo, como mismo se dieron cuenta los alemanes de la antigua república socialista, quienes guardaron sus trastos y hoy los subastan a precio de oro.

Porque la nostalgia no tiene remedio casero ni científico.

Pero veamos que esta nostalgia –ostalgie, le llaman los alemanes- es muy posible que ayude a resolver las cosas que tanto nos mella a los cubanos, esa dispersión global, sobre todo, a la que nos ha llevado el férreo gobierno dictatorial que todavía hoy sigue en su silla de mando. Los artistas siempre han estado por encima del agobio o la modorra que nos caracteriza a lo largo de todos estos años: El conformismo de que “esto es lo que nos ha tocado”. Los artistas –más los plásticos, ciertamente- siempre han dicho las cosas sin ambages, cosas muy fuertes expresadas a través de las vanguardias e incluso del clasicismo. Lo he visto mientras estudiaba Periodismo, a finales de los ochenta, cuando un movimiento vanguardista puso al gobierno en apuros y éste se los quitó de encima permitiendo que los plásticos viajaran a México masivamente. Allá se quedaron. Muerto el perro se acabó la rabia.


Pero no, siempre habrá artistas que hacen la puñeta. Entonces habrá que negociar con ellos. El negocio ha sido dejarlos trabajar dentro de la isla con sus ideas punzantes, con sus beneficios económicos bien ganados por su calidad, e incluso “exportar” sus cr
eaciones como indicativo de apertura y permisibilidades. ¿Para qué arriesgar tanto con los intelectuales? Es un juego y todos lo sabemos, pero hay que vivir, dentro o fuera, hasta que termine “lo que nos ha tocado”.



Lo más curioso de esta ex
posición viajera –además de su magnífica manufactura- es que el Estado mismo exporte a sus críticos internos, que los lleve por el mundo, o simplemente permita que esto ocurra. Me llama la atención el paralelismo que hay entre las reformas económicas que se propone ahora mismo el gobierno cubano y esta exhibición conceptual, que huele más a pasado que a otra cosa.

Son las mismas neveras americanas que estaban en nuestras casas y que –mediante una iniciativa gubernamental- fueron cambiadas por otras nuevas, chinas, con fines de ahorro energético. Nosotros estábamos hasta el moño de aquellos armatostes que apenas enfriaban, que cerraban mal la puerta, que llenaban de agua el suelo cuando se iba la luz; que hacían mucho ruido además. Pero con esas neveras se llevaron también los últimos recuerdos familiares que quedaban. En mi
casa había una nevera marca Frigidaire que no sé cómo trajeron de Canadá cuando nació mi hermano mayor, en 1964. Cuando me marché definitivamente de la isla, en 2001, todavía estaba funcionando en la cocina del apartamento de mi padre.

Ya no está allí. En efecto, l
a viuda de mi padre ha cambiado la clásica por una china. Estuve buscando ayer en la exposición para ver si la encontraba, pero no la vi. Entonces recordé uno de los textos imprescindibles del teatro cubano que se titula Aire frío, la magistral obra de Virgilio Piñera. El dramaturgo nos deja claro que un electrodoméstico es un miembro más de la familia, pero esto solo puede suceder en un país detenido en el tiempo.

El mayor indicio de que Cuba continúa “congelada” se podrá tener mientras no desaparezcan los viejos automóviles norteamericanos de uso ordinario. Hay muchos turistas a los que les gusta ese olorcillo a guardado, a ron viejo, que tiene nuestra isla
, expresado como primer impacto en las calles de la capital. Pero los que padecimos el inmovilismo durante largos años preferimos regodearnos en el progreso.


Hay reconocidos creadores en la exposición colectiva, organizada por la plataforma Havana 7 Cultura. La muestra estará hasta hoy sábado en Barcelona –Flora Fong, Fabelo y Zaida del Río me vienen rápido a la mente-, y hay también una diversidad temática increíble, dentro de la temática principal que es el inmovilismo, a mi modo de ver. (Emigración, balseros, vicisitudes e insularidad son ideas muy poco enmascaradas).También, ¡cómo iba a faltar!, está la nota de humor que relaja siempre las tensiones, la nota que, hablando en términos populares, “le da agua al dominó”.

Las 53 neveras tienen muchos kilómetros recorridos, pues ya han sido exhibidas en algunas de las principales citas del mundo del arte, como La Bienal de La Habana, la Triennale di Boviso de Milán, el Grand Palais de París o La Casa de América de Madrid, en 2007. Vienen ahora desde Sevilla y luego, después de un descanso, irán a Seúl, según me comentó una azafata que estaba ayer cuidando del montaje, en la Estación de França. Ella misma, una joven cubana, estaba impresionada por los detalles que han tenido en cuenta los artistas:


-¡Mira!, ¡una libreta de abastecimiento!-señaló un objeto pegado a una nevera. Es un ejemplar de nuestra cartilla, donde se anotan todavía los despachos del pan nuestro de cada día, sin que esto último sea una metáfora.

No es algo nuevo el arte cubano contestatario, pero de todas maneras esta exposición tiene el valor de testificar por todos nosotros, los que nos fuimos y los que se quedaron en la isla. En definitiva somos una nación, quieran o no los políticos.

Fotos del autor

Los cubanos creamos relaciones afectivas con nuestros electrodomésticos.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Tomás Barceló in memóriam



Buscando el Sur, sin miedo (tercera parte)

De regreso a La Habana, entregué en la redacción un texto raro para los estándares de este tipo de viaje. Se esperaba un reportaje, pero mi jefe, el gran maestro Juan Sánchez, publicó la crónica sin problemas, con la promesa que le hice: entregarle en días sucesivos varios textos de temas interesantes que encontré por el camino. Entre ellos, una entrevista con el ermitaño torrero del faro de Maisí.

¿Por qué una crónica y no un reportaje sobre el tema central? Esa pregunta ya no me la hago. Los géneros salen solos porque las emociones los eligen. Lo cierto es que pasé tanto miedo encima de ese trasto que me salió una crónica en la que el protagonista era el camión. Entonces hubo que revisar en los negativos de Tomasito a ver si encontraban una foto del camión. Y sí, había imágenes de ese monstruo rodante que nos tuvo en vilo durante quince días, cargado como iba con todos nosotros, la utilería y los sacos de arroz y las latas de carne rusa, que increíblemente todavía quedaban en algún almacén del país.

Yo había tomado alguna foto al camión, pero no dije nada hasta que buscaran en las tiras de Tomasito, por cortesía con él que era el fotógrafo oficial. Finalmente, decidieron publicar la crónica con cuatro magníficas imágenes suyas en las que había desde planos generales, hasta detalles del público. (Bohemia, 10 de marzo del 2000)

En estos días reviso mis negativos. Me encuentro un fotograma que es un contraplano a un plano de Tomasito. Se ve a un fotógrafo en medio de un teatro al aire libre abarrotado de gente. El fotógrafo está muy cerca del actor con un lente ancho para supuestamente tomarle algún detalle. Me emocioné recordando ese viaje al que asistió un equipo muy completo de periodistas gráficos. Solo nostros dos. Tanto Tomasito como yo éramos, paralelamente, periodistas y fotógrafos. Él estaba en la plantilla de Bohemia como lo segundo y yo como redactor. Nunca he conocido a un fotógrafo de la prensa cubana que tenga inquietudes por escribir, y que además lo haga bien. Excepto Tomasito, cuya absurda muerte en Argentina traspasa las posibilidades de imaginar su final.

Había publicado su primera novela allá y anunciaba en esos días la publicación de otra. Se había colocado como profesor en una universidad de Córdoba, la ciudad austral adonde lo llevó la vida, y había tenido una segunda hija con la valentía que supone comenzar de nuevo a los cincuenta y pico de años. Pero una inyección de analgésico contra la gripe le provocó una reacción alérgica que al final se lo llevó de este mundo.

Tomasito y yo emigramos casi a la par, en el 2001, dejando atrás nuestro trabajo en Cuba que era más que un puesto laboral, porque Bohemia es toda una institución. Es la revista en activo más antigua de Latinoamérica, con una historia riquísima en la memoria colectiva, pero había decaído tanto que daba pena hojearla. Mis razones para marcharme del país son políticas, como también son las razones por las que esa revista pasó de semanal a quincenal y redujo su tirada a menos de la mitad de ejemplares. Bohemia se convirtió en un folleto casi clandestino que apenas se conseguía en los quioscos, y eso es un reflejo de adónde iba entonces el país. Casi diez años después, no me arrepiento lo más mínimo de haber dejado todo.

Tomasito tenía una novia argentina que vivía en Cuba. Me la presentó un día. Se llama Irina. Con ella se casó y los dos se marcharon a Córdoba para establecerse definitivamente. Siempre existirá la coartada seca de que Tomasito se fue de Cuba por amor, pero también hay una verdad que manejará cada cual a conveniencia: Cuba entonces era un país difícil para vivir en todos los aspectos, porque hasta el lado humano se estaba perdiendo con los diferentes tipos de monedas. Hoy está peor el panorama.

Solo espero que los interesados en narrar nuestra Historia no nos manipulen echándole la culpa al bloqueo yanqui.


Foto del autor

Imagen tomada en la Cruzada Teatral de Guantánamo del año 2000.Tomás Barceló es autor de la novela Recuérdame en La Habana (Ediciones del Boulevard, 2005), una historia ambientada en la guerra de Angola, el triste episodio que ha quedado como un trauma en la mente de varias generaciones de cubanos.

martes, 14 de septiembre de 2010

Tomás Barceló in memóriam




Ella es la rubia perfecta (segunda parte)

En el viaje a Guantánamo conocimos a Laura. La casualidad quiso que nos sentáramos justo detrás, en el An-24 de Cubana de Aviación que entonces –y supongo que aún- hacía los viajes a esa provincia. Iba sola, al lado de la ventanilla, mirando hacia las nubes. Tomasito y yo supusimos que era extranjera. No tenía ninguna pinta cubana. En Cuba hay rubias nativas, por supuesto, aunque pocas tienen la piel tan blanca. Fue Tomasito el que la “asaltó” primero, en pleno vuelo. Teníamos una hora y media de viaje –quizá dos-, pero él no podía esperar. Se lo comía la intriga de saber quién era:
-Hola, ¿vas a algún trabajo en Guantánamo o es un viaje turístico?-le preguntó.
En los vuelos nacionales de España este abordaje a quemarropa es difícil que ocurra. Los vuelos van llenos de ejecutivos y comerciales que no tienen ganas de hablar con nadie y conciben el trayecto como una rutina pesada. Pero en Cuba la gente habla constantemente en todas partes. La gente se conoce en la calle. O en un avión bimotor todavía de hélice:
-Voy a un evento, a un evento de teatro- respondió Laura girando todo el torso hacia atrás.
Entonces vimos sus ojos azules y sus incontables pecas, sus labios finos y toda la cara despejada. Llevaba el cabello recogido con una goma e iba sin pendientes.
Laura hablaba español bastante bien. Pensamos que podía ser europea, pero jamás norteamericana. ¡Hay, el bloqueo!
Cuando nos enteramos de que viajábamos con una muchacha yanqui, nos llenó todavía más de curiosidad su presencia allí, en ese avioncito desvencijado que nos habían regalado los soviéticos a cambio de tropas, de azúcar o simplemente de complicidad.
El panorama era bastante curioso: Una gringa en un avión ruso conversa con dos periodistas oficiales cubanos.
Sin embargo, el tema principal fue el teatro.
Nos llenamos de alegría al comprobar que íbamos al mismo lugar los tres. ¡Una rubia acababa de entrar en nuestro itinerario! Era la primera mujer confirmada en todo el viaje, periplo que comenzaría en la capital provincial y terminaría, con buen tiempo, en las márgenes del río Miel, en Baracoa. Pasaríamos por Maisí, el extremo más oriental de la isla donde, según se quiera ver, comienza o termina el territorio cubano.
Cuando llegamos a Guantánamo, nadie nos estaba esperando. Nuestra aventura comenzó en el aeropuerto haciendo autostop. Y terminó despidiéndonos de Laura en medio del monte, rodeados de amigos, de actores profesionales de teatro para niños. Después yo la volvería a ver en La Habana. Fui a visitarla a un pequeño apartamento que tenía alquilado en el Vedado. Me seguía pareciendo raro que una extranjera viviera como nosotros y tuviera una vida tan sencilla. Debieron otorgarle algún permiso especial para su investigación porque el gobierno cubano es muy estricto con los extranjeros. Más con los norteamericanos, supongo, porque enseguida piensan que son espías.
Pero Laura en realidad era una antropóloga que hacía su doctorado sobre los proyectos de teatro comunitario en la isla, y era también –eso lo supimos después- una excelente bailarina de salón, de niveles competitivos internacionales.
Otra cosa: no se llamaba Laura. Ese nombre se lo pusieron en Cuba nada más llegar. Se lo pusieron por comodidad pues a los cubanos les costaba pronunciar Laurie. Sin embargo, a ella le gustó y se presentaba así. Y así se quedó en nuestras mentes.
Tomasito, que era un divertido de la vida, la estuvo observando todo el tiempo. El primer día de camino, los actores trabajaron en una de las escuelas perdidas en la geografía nacional y nosotros los ayudamos con el montaje de la escenografía. Como era un lugar de difícil acceso, nos llenamos de fango hasta la cabeza. En un descanso, apareció Laura por detrás de un árbol, muy limpia, y no porque no hubiera hecho nada. Es posible que se hubiera lavado un poco en el río. Entonces Tomasito dijo aquella frase célebre que recordaré toda mi vida:
-¡Miren!- señaló a Laura con el índice-. ¡Lo de las películas norteamericanas no es mentira! ¡Esas rubias siempre están impecables!
Todos nos morimos de la risa. Y hubo que explicárselo a la protagonista, por descontado, porque no entendió nada.
Muchos años después, volví a ver a Laura en Barcelona, como adelanté en el post anterior. Entonces le mostré la foto que preparamos Tomasito y yo y recordamos la Cruzada Teatral del año 2000, rememoramos los escenarios improvisados y lo enriquecedora que fue aquella experiencia. Pero no tenía a mano esta foto que le tomé mientras ella observaba el Estrecho de los Vientos, subida en lo alto del faro de Maisí.
Es todavía un negativo sin imprimir, mal cuidado, como se puede apreciar, pero virgen. Es muy casual que su imagen no fuera cortada, como solía ocurrir –¡antiguamente!- con el último fotograma del carrete, el número 36. Se salvó Laura por ser una mujer muy observadora y absolutamente tranquila.
Hoy vive cerca de Washington y se ha casado con un médico de Urgencias, de esos mismos que salen en las teleseries norteamericanas y que tanto les gustan a las españolas. Con la diferencia de que su médico es real.
Han tenido un hijo recientemente.
Es una pena que Tomasito se haya ido de este mundo tan temprano y me deje solo con estos recuerdos. Es por ello que he preferido compartirlos.


Foto del autor
Laurie Frederik es antropóloga y bailarina de salón.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Tomás Barceló in memóriam



La verdadera historia de una foto (aunque no es menos cierto que la verdad es relativa) I

Llevo años mintiendo sobre la autoría de la foto que usted ve ahora a la izquierda. Mintiendo a medias, ya que en realidad fui yo el que apreté el obturador de mi cámara Canon AE1 Program, con la que obtuve buena parte de mi archivo de negativos en blanco y negro sobre el teatro cubano de los años 90. Disparé una vez que la escena estaba montada y que la actriz –lo es en realidad- caminaba a lo lejos rompiendo con su cuerpo la línea del horizonte.
Fue en Playitas de Cajobabo, en Imías, Guantánamo, el lugar por donde desembarcó José Martí para hacer una revolución en Cuba, según cuenta la historia. Estábamos allí dos periodistas de la Revista Bohemia, el fotógrafo Tomás Barceló y un servidor, acompañando en su periplo a un grupo de actores de teatro infantil guantanamero que cada año llevaba –o lleva, no lo sé- su retablo a los lugares más intrincados de las serranías del oriente cubano, a lugares donde no hay luz eléctrica y donde mucha gente nunca ha visto una marioneta. Zonas de silencio. Primero lo realizaban a lomo de mulas y luego consiguieron un camión soviético para llegar más lejos.
En marzo del año 2000 se me ocurrió ir con ellos e invité a un fotógrafo que nunca desechaba las aventuras. No era un viaje cómodo, por descontado, pero era un trabajo que nadie quería hacer porque los periodistas estábamos más adecuados a los hoteles con buena comida. Tomasito me dijo que sí enseguida y entonces tramité los pasajes -en avión- hasta la cabecera provincial. Lo que sucedió en esos quince días es una historia larga que quizá algún día me anime a contar, porque tiene de todo: aventuras, miedos, intrigas e historias de amores efímeros. Sin embargo, producto de ese viaje salió esta foto, que tengo colgada en mi casa y que, a veces, regalo a personas que me agradan.
Cuando digo que la foto es mía me refiero a que yo la hice, o sea, ese fue mi encuadre, pero Tomasito captó otra imagen paralela que jamás he visto y creo que no veré. Él fue el de la idea mientras que el que consiguió a la modelo fui yo, porque la chica es mi amiga. La convencimos para alejarnos del grupo y hasta ese escenario nos fuimos los tres una tarde medio lluviosa y por supuesto tórrida. Desde que emigramos –él hacia Córdoba, Argentina, y yo hacia Barcelona- perdimos el contacto hasta que Facebook nos volvió a unir. Pero, ciertamente, Tomasito casi nunca utilizaba las redes sociales modernas, al menos que me conste.
En el verano de 2009 llegó a Barcelona Laurie Frederick, una antropóloga estadounidense que estuvo con nosotros en aquella cruzada teatral. Estaba investigando para su tesis sobre antropología escénica y el destino quiso que nos conociéramos en el extremo oriental de Cuba. Recordamos muchísimo al travieso de Tomasito –era muy arriesgado para conseguir buenas imágenes, llevaba un aventurero dentro- y entonces le mostré la foto y le conté esta historia a Laurie. Ella me preguntó que quién es la actriz y yo me guardé el secreto. Poco tiempo después me enteré de la muerte prematura de Tomasito en Argentina. No me dio tiempo a comentarle nada sobre esta foto que hicimos ni a decirle que yo omitía el detalle de explicar que fue él quien preparó la escena, porque esta gráfica no es espontánea.
Esta semana me salió de pronto su perfil de Facebook y me puse a mirar, cosa que nunca había hecho porque no me gusta el morbo. Además, una vez leí que es muy difícil dar de baja en Facebook a un finado, que es un proceso tan largo que incluso es preferible dejarlo correr. Tomasito continúa allí y sus amigos dejan en su perfil un recuerdo. Por mi parte, luego de sentir que en realidad no somos nada y a la vez sí somos algo en el tránsito por la vida, me encontré frente a la disyuntiva de retirar la foto de la pared de mi casa, o contar abiertamente la verdadera historia de un click que para mí guarda un grandísimo recuerdo.
Ni Tomasito ni yo nos dimos cuenta de que el vestido, que está en primer plano, quedó demasiado bien puesto en el suelo. Seguramente estábamos más ocupados en el andar de la modelo que en otra cosa. Así de bien la pasamos en una aventura altruista con el teatro a cuestas y durmiendo a ras de tierra. De regreso, nos fuimos solos él y yo por Baracoa. En la temida Loma de la Farola, Tomasito se le enfrentó a un policía que nos quería revisar el equipaje. El agente buscaba traficantes de aceite de coco y de bolas de cacao. Tuvo que pedir refuerzos porque Tomasito se negó a enseñarle el interior de su mochila. No la abrió de ninguna manera. Así era él de digno.
Gracias, Tomás Barceló, por viajar conmigo. A cada rato me acuerdo de ti por tu apellido catalán, que devino en marca de ron y referencia de hoteles.
Hasta siempre.

Nota: Esta es una trilogía que tiene continuación en II y III partes.

Foto del autor
Nunca vi cómo Tomás Barceló compuso esta imagen. Ignoro si su negativo existe todavía. El original mío lo traje a Barcelona.
Tomasito tenia un blog. Su último post lo dedicó a bromear sobre la inmortalidad. ¡Y vaya personaje que escogió!

miércoles, 8 de septiembre de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Puerto de montaña y puerto de mar (XV y final)

La tarde/noche en que se fue, cayó un aguacero cerrado y largo, como los aguaceros tropicales pero sin olor salvaje. La llevamos en el coche hasta el aeropuerto y juntos, los tres, despachamos su vuelo, un low cost de la compañía holandesa Transavia que viaja regularmente entre Barcelona y Copenhague. Le tocó un Boeing 737-700 todo forrado de verde esperanza por dentro, un color muy adecuado por si acaso el cliente no se siente muy a gusto en la dimensión de las nubes blancas; o, contrariamente, como en aquella ocasión, rodeado de nubarrones negros apiñados unos sobre otros y bastante furiosos.
Parecía que el tiempo no quería dejar a Silvia marcharse de aquí. El vuelo lo retrasaron hasta que el mal tiempo remitió, pero de eso nos enteramos después. María y yo regresamos a casa por una de las rondas que envuelven a Barcelona y nos despistamos en una de las salidas. Esto nos sucede a cada rato, esté lloviendo o no. El coche se portó bastante bien y los limpiaparabrisas hicieron su trabajo sin chistar apenas. Era entre semana y estábamos de vacaciones, por lo cual sentíamos un vacío al no tener que preocuparnos por dónde aparcar de regreso, además de que la ronda estaba solitaria como casi nunca ocurre. Sin embargo, el mayor vacío lo marcaba la despedida misma. Nos habíamos acoplado bien con los manejos del tiempo y del espacio; nos habíamos respetado las marchas particulares en todos estos días sosegados en los que compartimos techo y comida, ilusiones y recuerdos de todo tipo.
Yo le había dicho a Silvia que Barcelona era, hasta hace pocos años, una ciudad de espaldas al mar. Por supuesto que no me creyó en un primer momento, pero la llevé por los lugares del litoral donde había fábricas hasta 1992, fecha olímpica donde las haya en la que demolieron todo en esa franja para construir paseos marítimos y, en definitiva, abrir los caminos hacia el Mediterráneo. La gente antes de esa fecha no se bañaba en las playas que ella vio, en las playas, por ejemplo, del Hospital del Mar. Más que todo porque ahí no había playas sino residuos químicos y oscuros campos de piedras. La Barceloneta no era esa fiesta constante para la vista, era un pueblo de pescadores con pocos recursos, de empleados del mar que suministraban a la lonja municipal sus capturas de media y profunda noche, y luego de dormir un poco se iban a reparar sus botes. Hoy, un piso de La Barceloneta, destartalado o no, no importa, cuesta un ojo de la cara y la mitad del otro ojo, porque después de las olimpíadas Barcelona se abrió no solo al mar, sino también al mundo.
En el 92 se hizo la zona de la Villa Olímpica, sus dos altas torres y, debajo de éstas, las discotecas interminables que son en sí mismas una ciudad aparte. Se hicieron las rondas por las que transitamos María y yo cuando regresamos del aeropuerto, para no tener que atravesar la ciudad, y se construyeron, entre otras maravillas de la arquitectura moderna, las instalaciones de Montjuic. Ese era un lugar con muy mala reputación porque, al igual que en La Cabaña de La Habana hiciera el Che Guevara, allí el franquismo ejecutaba presos políticos, y también había una comandancia general en un castillo con vistas al puerto. Es, por otro lado, una montaña mítica de la cual se sacaron muchísimas piedras para levantar catedrales y palacetes, hace de esto incontables años. Ahora Montjuic –Monte Judío, en su traducción del catalán- es un parque natural inagotable en un solo día, porque alberga museos, jardines y espacios para conciertos. Allí subimos, faltaría más.
Silvia no vio el estadio olímpico porque el autobús que tomamos no pasó cerca, aunque supongo que este punto perdido esté anotado en su agenda para un regreso. Creo que ella es de las personas que no fuerzan nada esperando a que las cosas solas se crucen en su camino. La banda sonora de aquellas olimpíadas que todos vimos en Cuba dentro de un televisor ruso estaba todavía en el aire. Aquel Freddie Mercury supuestamente al lado de Montserrat Caballé nos venía a la memoria como un fantasma, con sus dientes grandes, asomado a una nueva Barcelona que recién se estrenaba aquella noche de arqueros y soñadores. Creo que desde lo alto de Montjuic, donde uno puede comprender mejor el dibujo de la ciudad extendida, se siente que en realidad hemos llegado y que podemos volver en caso de que nos marchemos alguna vez.
Además de las olimpíadas del 92, María y yo sentimos que podía existir una Barcelona antes y otra después del viaje de Silvia, porque uno siempre está aquí necesariamente con visión objetiva, trajinando con el metro hacia todas direcciones y queriendo vivir emociones fuertes dentro de lo que permite el tiempo. Sin embargo, pocas veces uno sube a la montaña. Debe ser que no siempre se reciben visitas que inspiren hacerlo.

(FIN)

Foto del autor
El puerto deportivo de Barcelona al atardecer. Al fondo a la izquierda, Montjuic, un cerro que ofrece la bienvenida o el adiós en dependencia de los hechos. Esta montaña fue el corazón de los juegos olímpicos celebrados en 1992. Barcelona, para crecer, históricamente ha tenido que inventarse grandes eventos. En 2004 organizó el Fórum Universal de las Culturas, con nuevas construcciones al lado del mar en la periferia de la ciudad. Mucho antes, tuvo dos Exposiciones Universales, una a finales del siglo XIX y otra a principios del XX.

martes, 7 de septiembre de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



El amor está en el agua (XIV)

Jose se enamoró de Silvia, como suele ocurrir en los casos en que una mujer le planta cara a un hombre. Plantarle cara, quiero decir en términos duros. No fue exactamente así, sino que cuando Jose le puso gesto de aburrimiento diciéndole que en Suecia la gente suele ser distante y fría, ella respondió en el acto, mirándole a los ojos:
-¡Pero yo no!
Y sé muy bien que esos emplazamientos suelen desconcertarnos y terminamos a sus pies. En primer lugar, muy poca gente mira a los ojos hoy en día. Este acto de relación se ha convertido en un detalle, cuando debería ser un vehículo idóneo de comunicación. Luego, la sonrisa dibujada suavemente indica que el impulso viene de adentro y no de la parte periférica o superficial del cuerpo. Y una tercera apreciación que tengo –tal vez Jose no- es que a las mujeres miopes les es difícil esconder su sensualidad porque ya las gafas mismas les hacen perder el pudor.
A todo esto hay que sumar que Silvia tiene una apariencia asiática, solo de rostro, porque de cuerpo es envueltica en carnes. (Ahora lo es: cuando estábamos en la universidad, lo ha dicho ella misma en sus memorias, era sumamente delgada). Cuando habla, se juntan otros parámetros para los que supuestamente Jose no estaba preparado. Esos cubanismos que utiliza para matizar su mundo sueco son bastante atractivos. Así que el dueño del local nunca dejó de ser anfitrión mientras conversábamos, ya casi al irnos, con una barra y sus banquetas atravesada en el camino. Primero me preguntó con sensatez si yo seguía con mi mujer y luego atacó a Silvia directamente al corazón.
Jose también sabe reírse para caer bien. Es alto y mulato, con acento portugués, obviamente. Lo primero que consiguió fue que Silvia tomara un ron especial en lugar de una cerveza, dejándonos la botella sobre la mesa como había dicho en otro capítulo. Después comenzó a trabajar una posible salida para encontrarse a solas con ella, y para esto se lanzó creo yo que demasiado, teniendo en cuenta que las mujeres cubanas aceptan sin muchas contemplaciones porque adoran compartir momentos con desconocidos:
-Te invito a cenar una noche-le propuso delante de mí, ya que estábamos en comunicación abierta y Silvia se había tomado el ron a secas; o sea, sin hielo.
Eso es bastante inusual aquí. Creo que a él le excitó esa situación, muy por el contrario de lo que suele suceder cuando una mujer no cambia por nada del mundo su gintonic o su vaso de cerveza. Y encima que demuestre no tener prisa. Jose nos demoró a pesar de que María estaba esperándonos en casa. Recuerdo que estuvimos el mismo tiempo en la barra tratando de pagar, el mismo tiempo que el que estuvimos en la mesa de afuera. Como es de suponer con tipos elegantes que son los dueños del negocio, nos invitó a una segunda copa y esa nos la tomamos delante suyo sin hablar de fútbol ni nada por el estilo.
Los días siguientes, Silvia estuvo pensando en la proposición de Jose. Le hubiera gustado vestirse para la ocasión y aparecer en el bar sin aviso.
-Hola. Vengo para la cena que me prometiste-le diría al mulato a quemarropa.
Hubiera sido buenísimo, pero Silvia no estaba para aventuras superficiales, por mucho que Barcelona le transmitía buenas vibraciones y el calor, quiera ella o no, suaviza las decisiones del cuerpo y de la mente en lugar de contraerlas.
Una noche la dejamos sola porque mi mujer y yo teníamos un compromiso familiar. La dejamos localizada en casa con uno de nuestros móviles a mano. Yo estaba seguro de que Silvia iría al centro para descubrir las luces de la ciudad que poco había visto y, de paso, casualmente, llegaría por el bar de Jose. Pero de regreso de nuestra cita familiar, tarde en la noche, la encontramos en la terraza mirando las estrellas. Había ido al centro pero no quiso pasar a ver al mulato. Se reprimió el deseo porque estaba segura de que volvería a Barcelona alguna otra vez y la vida la llevaría de nuevo por el bar. O no.
No tenía prisa.
Encima de la mesa, había una botellita de plástico de medio litro entre las cosas que iba a guardar en su equipaje. Porque Silvia se marchaba pronto. Había pasado por la Fuente de Canaletas –que no es una fuente sino un bebedero que está en Las Ramblas- y no solo había tomado agua para garantizar un retorno, según marca la tradición; sino también había rellenado la botella para llevársela a Malmö.
Agua de Barcelona.
Este lugar ha dejado de ser abstracto en su mente para convertirse en un surtidor concreto de energías e imágenes. Jose, estoy convencido, viajaba en la botella como un suvenir.

(Continuará…)

Foto del autor
Como Marilyn Monroe, pero sin alzar el vestido.

lunes, 6 de septiembre de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Plaza de abastos: Remedio contra el olvido (XIII)

Silvia, como ella misma dice a cada rato, se ha asuecado bastante. Es natural que así sea porque de lo contrario estaría enajenada de una realidad que es la suya la mayor parte del tiempo. Nos trajo de regalo un precioso libro con paisajes y rutas de Suecia y, adjunto, un manual de cocina para elaborar platos típicos de su nuevo país, el que comparte sentimentalmente con Cuba, porque, aun lejos del contexto del Caribe, su alma sigue siendo una isla, con todo lo que conlleva aceptar la maldita circunstancia de tener el agua por todas partes.
Sin embargo, he podido comprobar –por ella y por mí también- que las dualidades bien llevadas enriquecen en lugar de entorpecer. Pero hemos de reconocer que llegar al punto en el que está Silvia lleva tiempo. Sentirse cómoda caminando por la calle, comunicarse sin dificultades y ser una más, que es en definitiva de lo que se trata, supone un proceso largo de adaptación y de constantes diálogos con uno mismo para no claudicar en el empeño. Hubiera sido más fácil, más cómodo, quedarse allá arrastrando la única vida posible –la vida de la doble moral- en un sistema totalitario en el que la gran mayoría de la gente está cortada con la misma tijera, en el sentido de la uniformidad implantada por el Estado. Darse cuenta, primero, dejar atrás ese sistema, segundo, y, tercero, adaptarse a una nueva vida sin renunciar a los buenos recuerdos de la anterior, todo esto es un proceso intelectual parecido a caminar sobre el filo de una navaja. Solo los años determinan el “aprobado” y dan permiso para los viajes de reconocimiento.
Silvia y María hicieron buenas migas. Regalarle un libro de cocina a mi mujer es entrar automáticamente en el umbral de su alma. María aprecia la gastronomía pues comprende que por ahí se llega al centro de los pueblos y se puede imaginar cómo es su gente. Hay muchos platos de la cocina sueca que se pueden preparar aquí. Por suerte, vivimos en una ciudad donde se consigue de todo sin problemas. Solamente pasarle la vista al Mercat de La Boquería, el más grande y más bien surtido de Barcelona, es una experiencia única que Silvia no se perdió. Nos llevó una media hora apurada entrar en ese submundo que está esperando a la gente a un lado de Las Ramblas. Muchos turistas pasan por ahí a mirar; seguramente por eso las dependientas de las paradas de pescados –los fruteros no, sin embargo- están de mal humor. Hay más mirones que compradores y los tiempos que corren no son muy halagüeños para el comercio.
En La Boquería encontramos nuestras frutas tropicales de toda la vida, traídas de países africanos o incluso latinoamericanos, viajes largos que terminan en un puesto perfectamente armónico, lleno de color y gracia. No sé qué pasará si se alarga la crisis económica que afecta a todos los sectores, pero a mí me dolería que desaparecieran los productos típicos de la tierra de casi todas las latitudes del mundo. Digo casi para no pecar de absoluto.
Nosotros habíamos hablado en esos días de unas vainas verdes que en Cuba se conocen como quimbombó, se cocinan en salsa y acompañan generalmente a la carne. Yo no me acordaba de esto, pero fue Silvia la que me llevó imaginariamente frente a un plato de quimbombó compuesto que hace Belén, una madre santiaguera que todavía por suerte tengo, aunque en la distancia.
Se trata de un plato africano que nos queda en el recetario nacional; raro, poco conocido, pero rico. Silvia y yo comprobamos que es una comida innegable porque encontramos en La Boquería la materia prima. Hoy en día, teniendo la base material, todo es posible gracias a internet. María encuentra ahí las recetas y hace realidad los sabores perdidos.

(Continuará…)

Foto del autor
En el Mercat de La Boquería, todo un espectáculo agrícola, el quimbombó está, aunque no etiquetado con este nombre. Se vende como Okra.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



El cine nos lleva de la mano (XII)

Una tarde, caminando por el viejo barrio de La Ribera, simulé que salíamos de Barcelona o que nos marchábamos definitivamente. Fue una puesta en escena a la que Silvia asistió sin darse cuenta, porque su objetivo era seguirme a todas partes con la confianza que depositó en mí.
Habíamos visto a una amiga de la universidad –exactamente una muchacha del curso de Silvia- en la Barceloneta, y con ella habíamos tomado lo de siempre para refrescar: Horchata y coca cola.
También se había cumplido un objetivo de la agenda de mi querida huésped. Desde los primeros días, me habló del Hospital del Mar. A mí me llamó la atención que alguien quisiera venir a Barcelona para, entre otros lugares, visitar el Hospital del Mar. No tiene nada de especial, arquitectónicamente hablando, a diferencia del Hospital de Sant Pau que sí está en la ruta del Modernismo. Pero está claro que cada uno tiene sus motivos. El caso es que Silvia tenía un motivo fetichista. Quería situarse físicamente en el mimo lugar donde Pedro Almodóvar emplazó su cámara para realizar una escena, para ella importantísima, de Todo sobre mi madre, aquella película de suspense rodada en Barcelona mucho antes de que Woody Allen nos hiciera el honor. Así que entramos al Hospital del Mar y subimos a la primera planta. Nos situamos en los cristales panorámicos de la sala de espera haciendo silencio. Mientras Silvia recordaba la escena que tanto la marcó, yo miraba a la gente cómo jugaba en la arena y tomaba el sol en topless. Casi se podían tocar los bañistas. Era verdaderamente contrastante el recogimiento que deja el interior de un hospital con respecto a un cuadro perfecto de playa.
¡Tantos años cerca de esa imagen tan poco usual y nunca la había buscado! Ni siquiera la había pensado. Tenía que venir Silvia para llevarme a lugares nuevos. Es así de grande el concepto del espacio, porque lo que sí está comprobado es que dentro de una ciudad hay muchas ciudades. También Silvia quiso que fuéramos a la Plaza del Duque de Medinaceli, recordando otra escena de Almodóvar. Allí nos sentamos un rato. Silvia comprobó lo deteriorado que está el entorno de la Plaza al estar clausurados muchos de los edificios antiguos de alrededor y lamentó una ruptura, la de la imagen que se había hecho antes de estar ahí. Aun así, apreció la fuente. Se quedó un rato jugando con el agua que sale de los tritones. Yo recordé ese mismo lugar, que está en la parte baja del Barrio Gótico, a través de un trámite que tuve que realizar un día ya lejano. Allí está el Registro Civil de Barcelona, uno de los zumos de la burocracia que nada tiene que ver con la arquitectura.
El viaje que yo había simulado, la salida hacia ningún lugar dejando atrás momentos de esperanzas y otros de decepciones, tenía su puerta en una estación cercana. A nadie que no la conozca se le puede ocurrir que pueda haber en esa zona una estación de trenes que sin soterrar. Por el centro de la ciudad ya no pasan trenes visibles porque los han enterrado todos, con el propósito de descongestionar el tráfico que, aun así, sigue congestionado. Pero esta estación de la que hablo no podía desaparecer. Es grandísima en todos los sentidos. Se le llama todavía Estación de Francia recordando que antiguamente salían de allí los trenes hacia el país vecino. La han dejado con algunas rutas regulares hacia el interior de la provincia pero, al instante de salir de ella, los trenes se sumergen en el subsuelo. Me encantan esas puestas en escena que se adaptan a los nuevos tiempos respetando el pasado. Siempre he dicho –y lo mantengo- que la prosperidad que tuvo o tiene una ciudad está planteada objetivamente en la arquitectura, siempre que las obras valiosas no se destruyan, por supuesto. En los breves minutos que estuvimos en el interior de la Estación de Francia, Silvia disfrutó de un reposo mientras yo pensaba que salía definitivamente. Como en realidad sucedió cuando, en tren, dejé Barcelona por Gijón. Aunque es obvio que volví.

(Continuará…)

Foto del autor
La Estación de Francia hace mucho tiempo dejó de ser la más importante de Barcelona, aunque todavía funciona a media máquina para no caer en el olvido. Se construyó para la segunda Exposición Universal celebrada aquí en 1929 y, como muchas obras de esa época, su estilo modernista de apoya fundamentalmente en el hierro. Está considerada una de las más bellas estaciones de España.

jueves, 2 de septiembre de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Un día para “hacer las Américas” (XI)

Mi padre murió sin conocer Sitges. Tampoco conoció Barcelona ni conoció nada de España. Pero sé que en uno de sus mapas tenía circulado a Sitges. La razón nunca me la explicó, seguramente porque no le dio tiempo. La vida no quiso que diera tiempo de reencontrarnos con tranquilidad y hablar sin apurar ni una coma, ni un pensamiento. Desde su balcón, que era un puesto de observación marítima y celeste, cambió las coordenadas de aquel pueblo la última vez que lo vi. Le dije que me había encantado Sitges y le pregunté por qué ese lugar:
-No te lo puedo explicar –me aseguró-, solo sé que está aquí-. Y señaló el centro de su pecho.
Pero este cuento no se lo he hecho nunca a María ni a Silvia. Hay muchos detalles de la última conversación que sostuve con mi padre en su balcón de La Habana que no he podido siquiera procesar. Primero que todo estoy aún procesando la noticia de su muerte prematura. Su ausencia irremediable que me lleva a todas partes con los puños apretados hasta que logro relajarme. Hace poco estuve en el Cementerio de Colón de vuelta con las despedidas; estuve sentado a su vera una tarde de tormenta calurosa pensando en que volvería a La Habana sin que hubieran tiempos revueltos; o sea, sin esa pauta pertinaz –hace muchos años dejó de ser provisional- que nos ha marcado el mismo gobierno en dos cuartos de siglo.
Me robé una piedrecilla desprendida de su bóveda a causa del tiempo y la traje en mi bolso, para dejarla en Sitges y con esto cerrar un círculo. Pero el día que llevamos a Silvia no la encontré. Para ser honesto, se me olvidó.
Ese día –que fue una tarde- nos hizo un tiempo espléndido e íbamos sobrados de tranquilidad. Nuestro plan era que Silvia conociera un pueblo aledaño a Barcelona con mucha historia nuestra. Es un pueblo de Indianos donde se puede ver la arquitectura colonial –comenzando por la iglesia al lado del mar- y se respira un aire caribeño en el paseo con palmeras. Es un regalo que nos ha hecho el Mediterráneo para que los del otro lado del Atlántico no perdamos las esperanzas de encontrarnos a nosotros mismos, una vez instalados como destino en un lugar que fue un punto de origen. Historias de ida y vuelta matizadas en los barrotes de los grandes ventanales de las casas, en sus patios interiores y en los nombres de las calles.
Sé que hay pueblos mediterráneos más indianos que Sitges –Begur, por ejemplo-, pero el caso es que el que circuló mi padre nos queda a dos pasos de Barcelona. Allí, siempre que voy, encuentro a un cubano gay, Tony, a quien desde estas páginas declaro embajador extraordinario y plenipotenciario de nuestra querida isla. Verlo y tomar un café con él es más que un suvenir: es un viaje en sí mismo. Simpático y hedonista como muchos de nosotros, le contó su vida a Silvia con detalles de conquistas incluidos. María ya conoce estas jornadas y se dedica a observarnos mientras nos remontamos a un ámbito social cubano que ya no existe. Es pura nostalgia desgranada entre copas –como la película-, que vamos bebiendo en cada lugar donde Tony nos presenta. Como si fuera un marqués o, prescindiendo de los títulos nobiliarios, como si fuera un verdadero embajador. Tony descansa su alma allí, apoyado en la libertad de proyectos que se pueden ostentar, porque Sitges, sin lugar a dudas, es una zona de tolerancia sexual que vive del espectáculo. La demarcación también presume de un festival internacional de cine de terror y de uno de los carnavales más famosos de la península, pero su principal atracción al uso está en ser un paraíso gay.
Para pasear y alargar una tarde/noche está perfecto el lugar; para comerse una paella a la orilla del mar, también. Nos habíamos apuntado a la paella antes de llamar a Tony por teléfono. Con él hicimos la sobremesa y terminamos –no me acuerdo por qué razón- en los bares de la famosa Calle del Pecado.

(Continuará…)

Foto del autor
Una imagen de ambiente tomada en el paseo marítimo de Sitges. En esa calle hay un merendero llamado El Chiringuito que fue el primer lugar en España denominado así a orillas de la playa, en 1913. Según reza en una de las paredes, Chiringuito era un café, antiguamente, en Cuba.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Verlo todo con distancia duele menos (X)

La mejor descarga existencial con Silvia –ron mediante- no tuvo lugar en el bar de Jose, sino otra noche en la terraza de mi casa. Nos quedamos desmenuzando el pasado a cielo abierto y a pocas calles de la orilla del mar. María aún no estaba de vacaciones y se marchó a la cama temprano, después de tomar un postre.
Nos remontamos a la –para mí- difícil época escolar. Silvia nunca había estado becada pero yo sí. Hablando con ella me di cuenta de que tengo asumidos los muy malos episodios que me ocurrieron como si fuera algo normal. Me becaron desde séptimo grado, siendo un niño todavía, porque en aquellos tiempos estaban de moda las becas, que no eran más que campos de concentración para realizar trabajos forzosos –lo digo claro, sí, forzosos, porque había metas obligatorias que cumplir. Solo veía a mi madre los fines de semana –a mi padre casi nunca- y me pasaba el tiempo durmiendo cuando iba a casa. Fue una pesadilla que duró tres años pero de la que aún recuerdo algunos nombres concretos, como el del maltratador que me golpeaba diariamente en las duchas antes de meterse en la cama, y el del jefe de albergue que también nos golpeaba a todos y se entretenía en inundar el dormitorio a altas horas de la noche para que sus subordinados –repito, niños- sacáramos el agua y dejáramos el suelo brillante. Luego de esta humillación, que jamás fue controlada por ningún profesor, nos mantenía un buen rato en atención en la antesala del albergue, desnudos y sin pestañar. Si alguien doblaba las piernas lo abofeteaba fuerte dos o tres veces.
-¿Y por qué no denunciaste estos hechos ante tus padres?-preguntó Silvia compartiendo el dolor.
-Supongo que por lo mismo que una mujer no denuncia a su maltratador. Por miedo, o porque sencillamente cree que eso que pasa es normal.
Mi amiga de la universidad me sugirió que buscara esos nombres en internet, pero realmente no tengo ánimos para revisar nada de este pasado. De hecho nunca supe la gravedad de esas cosas hasta ahora. Creo que era la primera vez que se lo contaba a alguien. Si estuviéramos en Cuba tal vez no lo hubiera narrado. Cuando uno emigra es que verdaderamente toma distancia de los episodios de su vida; sucede al emigrar o cuando uno llega a la senectud. La verdad es que la conversación con Silvia fue como si me confesara ante un cura, cosa que nunca he hecho en mi existencia. Estábamos por supuesto a rostro destapado, sin celosía mediante que nos obligara a un diálogo impersonal; tanto mi madre como la de ella habían fallecido en la isla –producto de la misma enfermedad- y nos embargaba un ánimo solidario capaz de destapar cientos de miles de cajas de Pandora.
Es cierto –me lo ha recordado ella misma en los mails enviados a su regreso a Malmö-: Tomábamos el ron añejo a palo seco, un Barceló que compró para mí en una tienda de chinos. Nos supo a gloria aquella bebida conocida que ahora valía para remarcar la distancia y comprobar que el presente ha sido cierto, benéfico, absolutamente nuestro. Es la mejor ventaja que tenemos al marcharnos de un régimen totalitario, que uno por fin es uno mismo. Pero antes de irnos no nos dábamos cuenta.
-Y es una suerte que estemos aquí, reunidos por voluntad propia, recordando a nuestros amigos-apuntó mi invitada con su insistencia de agradecer las cosas buenas de la vida.
Cuando subimos al Tibidabo, al menos yo, recordé nuestra conversación en la terraza. Subimos en el coche con mi mujer y a Silvia se le quería detener el corazón. Las alturas son como un látigo en su espalda pero ella aguanta si cree que vale la pena. No cierra los ojos, sino más bien disimula hablando sin parar acercándose a otros cuerpos, buscando esa seguridad que su naturaleza le intenta arrebatar, buscándola en el contacto humano. Llegamos hasta lo más alto donde se puede ascender en esa montaña, hasta los pies del Cristo que está sobre la ciudad con sus ojos omniscientes. Es el poder de la Iglesia –como en Río de Janeiro, como en París, como en La Habana- colocado en un gran observatorio para, dice la institución, salvaguardarnos de los desastres naturales. Pero al margen de esta gran ilusión religiosa, está el hecho en sí mismo que es la construcción del monumento.
Se lo había advertido a Silvia, que llegaríamos hasta lo más alto de la ciudad y desde allí tendría a Barcelona a sus pies, compartida, eso sí. El dominio desde las alturas y el aire fresco que soplaba nos envolvieron en momentos de recogimiento y silencio. Yo pensé en el valor de Silvia luchando contra el vértigo, en lo que debía sentir ella en esos instantes, teniendo a uno de sus destinos soñados en un puño. Aproveché que estaba en la cima de un templo expiatorio y perdoné a mis verdugos de la época escolar. Todo en silencio, hasta ahora.

(Continuará…)

Foto del autor
El Tibidabo es uno de los puntos más altos de la ciudad. Se puede acceder fácilmente, tanto en automóvil como en transporte público. Es, al mismo tiempo, parque de atracciones y lugar de recogimiento. Allí está instalado el templo del Sagrado Corazón de Jesús, curiosamente en el mismo emplazamiento donde se pretendía construir un gran casino a principios del siglo XX.