domingo, 7 de diciembre de 2008

Adiós al satélite


Si mis compañeros de trabajo leen esta crónica pondrán en duda el resfriado que tengo, o dudarán a medias de la cara de pena que portaba el viernes por la tarde. Porque a nadie se le ocurre salir de casa con tal estado calamitoso y contagioso, para rimar. Con los mocos caídos y resoplados, en el ámbito de un vehículo de cuatro ruedas cerrado a cal y canto por el frío de diciembre.
A nadie con más de dos dedos de frente se le ocurre pasearse por la Cataluña íntima en este desorden “desaguacatado” en que me encuentro, con los ojos chinos y la nariz colorada, y las mejillas también rojas y la mirada más hacia mi interior. Subí al carro, no obstante, porque he escuchado infinidad de veces que, si uno no tiene fiebre, el mal estar o apaleamiento sintomático no debe pasarlo en cama. Al menos no es recomendable transitarlo en nuestra cama.
El histórico mercadillo medieval de la ciudad de Vic, a unos 70 kilómetros de Barcelona, se me cruzó en mi apretadísima agenda de navidades, más cargada de horas detrás de un mostrador que de audiencias privadas. Aún no sé si contagié a los otros dos ocupantes del automóvil –mi mujer y un buen amigo que iba en busca de quesos curados de ovejas-, pero puedo asegurar mientras escribo estas letras que he regresado peor.
Una razón es constatar que todos vamos a donde toca ir, y este fin de semana era Vic el destino, por lo que discurrimos a través de una larga caravana de dos horas hasta allí, con la música –no precisamente medieval- a toda pastilla en el interior del coche, y mi moquera alternativa desafinando.
Otro inconveniente –era de sospechar- fue la navegación forzosa entre una masa compacta de gente que no veía nada ni compraba casi nada, pero resbalaba por las callejuelas del casco antiguo de la ciudad casi buscando un horizonte, un refugio. Y lo peor era darte cuenta de que te podías gastar lo mismo allí en una parada tumultuosa, comiéndote una butifarra a la brasa, que en un restaurante cercano y calentito a pocos kilómetros de Vic.
Algunos puestos habrán hecho buena caja, sin lugar a dudas, a tenor de los tiempos desbancados que, según dicen, corren. Sin embargo, a mí me dio la sensación de haber pasado por un arroyo tupido de vegetación hasta llegar al delta de la corriente, sin ver nada, o poca cosa, a los lados.
Los tres mosqueteros decidimos salirnos de la cuestión para buscar aire fresco. ¡Vaya paradoja, con el frío que hacía!
Y ahí comenzó otra aventura.
Alguien tuvo la idea de despedirnos de Vic guiados por un GPS. Estos aparatitos prácticos no están programados para ferias populares, en las que las calles, lógicamente, están cortadas. No quisiera contar las veces que pasamos por un mismo punto.
Además, ¿para qué desprestigiar a un GPS si uno no se encuentra en condiciones siquiera de pensar algo creativo con este estado gripal?
Lo desconectamos finalmente, por decisión colegiada. Mi mujer bajó la ventanilla y articuló un catalán muy de pueblo para que no fallara la comunicación, porque no había tiempo que perder.
Terminamos en una brasería en un pueblo aledaño, cuando el candor de los meseros estaba a punto de desaparecer y el fuego, el calor de la leña, iba en declive como algo que se retira por defensa propia. Alcanzó un último suspiro para alimentarnos, ya lejos del ambiente medieval.

martes, 2 de diciembre de 2008

Se vende un Diario



Un conglomerado de símbolos ha salido de sus depósitos históricos, del polvo, de la vejez, del olvido. Algunos “pequeños” detalles se han puesto de acuerdo para caminar junto a mí en estos días fríos, y será porque el cambio de estación, como indican los manuales de filosofía poética, significa también un cambio de espíritu o una revolución de las cosas dormidas.
Pasear por los lugares conocidos no siempre supone lo mismo. Ya lo decía en la crónica anterior. Lo sospechaba. Se estaba gestando el punto final de un libro de memorias escrito sin querer. Porque aquellos textos difíciles, y otros divertidos -¡uf, qué lejos suena esto en el tiempo!- se dictaban desde adentro, con la disciplina y el oficio alguna vez ejercidos oficialmente. ¿Quién me iba a decir que la crónica desgarrada de cualquier mañana, cuando llegué a Barcelona y no comprendía absolutamente nada, se iba a convertir en un documento de reflexión? Entonces nadie, ni yo, sospechaba que venía de camino un Diario, en el sentido literario de la palabra.
Tampoco nadie intuía, a principios del siglo XX, que un edificio de obra vista, inspirado en las contraculturas de la Revolución Industrial, refugio de discapacitados psíquicos, a la vuelta del tiempo diera techo al Ayuntamiento del Nou Barris, a su Biblioteca local, a la sede de la estación de policía de la zona. Un gran edificio, unas mismas paredes y diferentes almas en su interior. Ya el tormento no es el ánimo del inmueble, pero a mí me sigue pareciendo simbólico que ayer haya puesto ese punto final entre las mismas estancias del manicomio, en un rato libre a la hora de comida.
Tampoco llegaba el metro hasta aquí, en aquellos años en los que Barcelona era el Eixample y la Ciutat Vella, y, lo demás, áreas verdes y paisajes. Sí llegaba el 47, primero hasta la plaza de Virrey Amat,y luego hasta los alrededores del psiquiátrico; pero entonces el 47 era un tranvía. Ahora es un autobús climatizado.
Todo esto me lo recordó un cliente ayer mientras le vendía una radio de bolsillo. Él fue conductor del 47. Y, casualmente, lleva el apellido de mi abuelo, Treviño, que no es gallego como parece suponer.
El Diario que acabo de terminar no incluye al jubilado Treviño como personaje, pero sí, de alguna manera, a sus calles desandadas una y otra vez, a su barrio, a su territorio íntimo, que fue por donde comenzó mi incursión en esta ciudad, cuando este servidor escoltaba a un anciano adicto a los caramelos de café con leche.
Parece que fue ayer. Pero fue hace siete años cuando quedé impactado con la estructura de un antiguo manicomio, desde donde escribo ahora mismo.
Y como estoy hablando de otra época –ahora tengo una tarjeta de residencia, un hogar verdadero, una mujer que, desasosegada, me espera-, este año cerró el ciclo del advenedizo que fui. Ahora Barcelona es tan mía como de otros que la habitan desde siempre.
Por el momento, mis memorias suman 254 páginas y se pueden comprar en internet. Llegan impresas, por pedido, a cualquier lugar, en blanco y negro, como manda la tradición. Espero sirvan de compañía, aunque, sinceramente, por otra parte, no espero que me comprendan, puesto que no se trata de un manual de instrucciones, de un libro de autoayuda o algo por el estilo. Eso sí: me gustaría que me sientan.
Gracias a todos.

El volumen se puede comprar aquí:

http://www.lulu.com/content/5151700

viernes, 28 de noviembre de 2008

El repartidor de caramelos



Volví a encontrar la marca de los caramelos Solano y su jueguito en el arco de la boca, su dureza, su sabor a café con leche, su slogan para cuidar la salud.
Caramelos sin azúcar.
El yayo, un nonagenario que ya no está en este mundo, los llevaba en el bolsillo como prendas de lujo; como se llevan los regalos ocultos tras un papel pintado. Gracias a esos caramelos mis días a su lado transcurrieron con un toque de miel, con la esperanza cada mañana de romper la envoltura de nylon oprimiendo el contenido y rajando así una punta, con la presión necesaria para que el caramelo no saliera disparado hacia lo lejos.
Sus dedos eran trémulas extensiones delgadas, largas, huesudas. Con ellos no conseguía romper el envoltorio, y me lo pedía a mí. El ritual de romper los papeles de los Solano duró aproximadamente tres años y medio, hasta que el yayo dejó de comprarlos por fuerza mayor. Porque debo explicar que hasta el último día de su vida los llevaba encima junto con un pañuelo mocoso, la radio de pilas y su billetera, además de su carné de identidad caducado que el ministerio de interior no se lo quería cambiar producto de la edad.
No tenía dientes, ni muelas. Solo encías tremebundas que arrasaban los callos en salsa, las paletillas de cerdo y las costillitas de cordero, todas las carnes en su jugo. Se le escapaba el suquet por las comisuras, y yo se las limpiaba con amor como si fuera mi abuelo. Nadie que no sea un abuelo te regala caramelos de café con leche todas las mañanas con la esperanza de verte reír, con el solícito deseo de que le rasgues la envoltura de esa piedra mágica que nos tenía becados en la confitería del barrio.
La mujer que despachaba allí hoy entró en mi tienda y me recordó enseguida. Rememoró mi rostro al vuelo, pero no lo supo ubicar. Mi rostro estaba fuera de contexto en su imaginario de dependienta. Noté su desconcierto y la ayudé un poquito, porque yo sí sabía quién era. De hecho, desde que me situaron en esta tienda, estoy por hacerle la visita y termino dilatando el incumplimiento. Pero las piedras rodando se encuentran. Y uno puede crecer y prosperar; uno puede ser el mismo en esencia y ser otro en apariencia. Uno puede ser un asistente geriátrico –cuidador de ancianos, en la tipología descriptiva de esta sociedad-y también puede ser vendedor de electrodomésticos.
Porque el mundo, sin embargo, se mueve.
Lo que no prescribió Galileo Galilei fue que rondáramos una misma manzana durante unos diez años para llegar al mismo lugar, al mismo punto de partida. Y ese comienzo de la historia siempre tuvo un mostrador por el medio.
Ella detrás vendiendo caramelos y yo solicitándole un manojo de un euro y medio, más o menos. Así largos años, porque fueron eternos para mí.
Ahora yo detrás acomodándole los canales a un televisor de 20 pulgadas y ella exprimiéndose los recuerdos, reubicando mi rostro entre miles, decenas de miles que había visto en su larga vida.
-¿No te acuerdas de mí, Ester?- pregunté con las manos en la masa, o sea, en los botones de la pantalla.
-Sí, lo que no sé de dónde-me dijo con cara de angustia.
-Yo soy aquel, como diría Rafael, pero no el pintor, sino el músico, pues soy aquel que te compraba diariamente una bolsita de caramelos Solano…
-¡Hombre, ya recuerdo! ¿Qué es de la vida del señor José?
-El yayo murió, hace lo menos cinco años. Y ya ves las vueltas que da la vida.
-Ahora trabajas aquí. Sí que es curioso-apuntó Ester con absoluto convencimiento de la redondez de la Tierra.
-Te digo más-continué-: Por aquellos años, mi primer televisor fue comprado en esta tienda. Y ahora soy el encargado. ¿Ves este manojo de llaves?
La mujer se quedó mirando alrededor la cantidad de aparatos audiovisuales que había; las freidoras, las máquinas de afeitar, las batidoras y corta fiambres encaramados en una estantería de tres metros de altura. Me apretujó las manos dentro de las suyas con cariño, con nostalgia y agradecimiento a la vida por el hecho de que ambos estuviéramos trabajando, aunque fuera en el comercio.
Al menos esa fue la lectura que me trasmitió el apretón.
-¿Pero aquel televisor que compraste ya es antiguo, no?-preguntó Ester para señalar de otra manera lo rápido que pasa el tiempo.
-Sí, todavía lo tengo por casa guardado en un altillo. Pero ya no lo uso. Era…Mejor dicho, es un Hitachi de tubo de 21 pulgadas. Toda un reliquia en comparación con las monadas que tenemos aquí.
Ester metió una mano en el bolsillo de su bata de colores y sacó un caramelo Solano de café con leche. Me dijo, casi en retirada fugaz, porque había dejado a su compañera sola en la tienda:
-Toma, casualmente tengo uno aquí. Es una lástima que aquel señor no pueda verte lo bien que luces detrás del mostrador.
-De alguna manera me verá, porque pienso en él muy a menudo, y, además, la vida no me ha devuelto a este barrio por pura casualidad. ¡Y gracias por el piropo, pero no se merece!


Advertencia:
Cualquier semejanza con la realidad es la propia realidad.
Hace algún tiempo escribí unas notas de recuerdo al yayo José que pueden leerse aquí:

martes, 25 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



Las mismas calles. El mismo olor (VIII y final)

Las calles estaban oscuras. Estaban desiertas.
El grosor de los troncos gigantes del Vedado confundía a los ficus con muros de piedra, descascarados y húmedos, manchados de musgos. El silencio general era el típico de las madrugadas, pero yo sabía bien que eran solo las nueve de la noche. El taconeo continuo de un transeúnte me martillaba la espalda, la nuca; me helaba la sangre. Se acercaba en silencio el repique de los tacones. Donde hay ruido de tacones no debe haber silencio.
Pero sí. Había un silencio aterrador.
Lo tenía detrás, a escasos metros. Seguramente pensaría que yo era un turista, que llevaba dinero en los bolsillos. Llevaba dinero, en efecto.
Giré la cara de repente y el hombre me vio el susto en los ojos. Era un caminante más que debía regresar de su trabajo o simplemente iría a resolver algún trámite. Nada más que eso. Siguió de largo y se llevó el ruido de sus zapatos. Quedé solo nadando en las anchas calles del Vedado, conocidas por mí; más que conocidas, vividas intensamente en mi eterno andar de un lugar a otro, cuando visitaba novias en el municipio, cuando me echaba a la oscuridad para pensar un poco o tomar aire.
La Habana siempre fue oscura.
Ahora me embargaba la terrible circunstancia de parecer un extranjero en mis propias parcelas, y me embargaba el miedo de andar por un lugar conocido que ya no me pertenecía. Se apoderó de mí cierta ambivalencia que transitaba, alternaba, entre la melancolía y el miedo. No sabía cómo dominar esos extremos, si disfrutarlos u odiarlos, y sabía que tenía el tiempo calculado, como nunca antes, por encima de aquellos adoquines. Hace muchos años el tiempo me sobraba, como mismo me sobraban las piedras duras y entonces también me sobraban los zapatos, y le sobraban a mis novias.
Echábamos a andar contentos, tomados de la mano, jugando, a las tres, las cuatro, las cinco de la madrugada, buscando la avenida Línea, que era el paso fronterizo y allí nos calzábamos como si nada. En aquellos años los ruidos de tacones significaban un escándalo de la pubertad, solamente enraizado con la inocencia, con el semen desbordado, incontinente, y pezones erizados como burbujas de pan. Aquel ruido era el conocimiento de una sustancia gustativamente amarga que salía de los pezones, con olor a fieras, con olor a rasguño entre los dientes. Aquellos años pensaba que era así el olor del sudor de las muchachas.
Hasta que, por las mismas calles oscuras del Vedado, descubrí que el olor a sudor de la entrepierna era mucho más fuerte y más salvaje. Que debía amarlo o lo rechazaría para siempre. Con los zapatos de puyas en una mano, una novia me pidió que la desflorara entre las ramas colgantes de los ficus, semi tumbados los dos en unas raíces a flor de ciudad que eran duras y tejidas como un monte de Venus arborescente. Con destreza introdujo mis dedos entre sus muslos y me dijo:
-¡Esta es la esencia de una mujer!-, llevándome la untura a mi rostro.
No hubo desfloración. Y así transcurrió el tiempo por las mismas calles, entre juegos e incontinencias.
Amé aquel olor para siempre.
Yo tenía quince años, lo que quiere decir que habían pasado casi treinta desde entonces.
Y las calles continuaban oscuras y ahora tenía miedo, pánico a no poder salir de allí.
Se hacía interminable el camino. Quizá por la tristeza de comprobar que no había pasado el tiempo para bien en esos caminos. Todo estaba más viejo, más abandonado.
La muchacha atrevida de mis recuerdos sabía que yo me había marchado del país. Me había escrito una carta en la que me reprochaba que yo no le contaba nada acerca del alumbrado público en Barcelona, donde vivo ahora. Y también recordé aquella carta entre la angustia que me provocaba no poder salir de un mismo lugar.
Luego pasé a soñar que no podía salir del país, que las autoridades me retuvieron indefinidamente por mi osadía de querer visitar ciertos lugares, ciertas gentes y vías del Vedado.
Estaba sudando a cántaros. Pero no solo eso: había tenido una eyaculación difundida por toda la cama. Abrí los ojos y no vi nada. No había referencias de ninguna calle desierta excepto de las humedades. Me levanté de un salto y encendí la luz.
Eran las cuatro de la madrugada. La maleta estaba hecha, llena de artesanías para regalar. El pasaporte en su sitio. La ropa dispuesta, el reloj avanzando y yo en medio de una situación desesperada entre las cuatro paredes de mi antigua habitación. En mi antigua casa, que ya no era mía.
Soñando desordenadamente con unas calles y con una ciudad que abandonaba por segunda vez.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



Vestigios del socialismo (VII)


Un médico, ginecólogo, especialista en infertilidad, se detiene en un semáforo en las viejas calles de La Habana, en un Fiat Polski color naranja. Al automóvil le decíamos sacapuntas, por las pequeñas dimensiones y el diseño casi cúbico; pero ahora, más que sacapuntas, el humor criollo le nombra fosforera (en España serían mecheros), por el bajo consumo de combustible. Se trata de un coche de fabricación polaca con motor de dos tiempos –como una moto-, con la mecánica detrás y el maletero delante, planteado para adolescentes o mujeres estándar, más bien asiáticas. Un hombre polaco de 1 metro 80 no cabe en su interior. En Cuba, entran el conductor – del alto y ancho que sea-, el acompañante y tres amigos detrás.
Para ese doctor -que, además de conseguir gestaciones humanas casi milagrosamente durante todo el año, realiza un promedio de cuatro interrupciones de embarazos diarias-, el pequeño Fiat significa un desahogo importante en la vida cotidiana, por la pésima situación del transporte en su ciudad. Además, el carro le otorga una distinción entre sus conciudadanos: un mechero así es un lujo, sin exagerar. Hace cinco años, la clínica barcelonesa Dexeus, de amplia referencia internacional, le otorgó una beca pero el estado cubano no lo dejó asistir.
Detrás, en el mismo semáforo, está ubicada una pareja de abogados, él con casco protector y ella con su melena al aire. La pareja se mueve por las mismas calles en una MZ de 150 centímetros cúbicos, de fabricación alemana, pero de la Alemania del Este, la extinta RDA. Tienen ese ciclomotor producto de un cambalache que hicieron en una permuta de inmuebles, hace algunos años. La moto gasta poco, y, al igual que el médico, les lleva y trae de un lugar a otro.
Él es un reconocido abogado defensor, especialista en criminología y tráfico de divisas y estupefacientes; ella es una experta en derecho de familia y trámites de vivienda –quizá, de ahí, el chanchullo de la permuta que les proporcionó el ciclomotor-. En casa, el único teléfono móvil que poseen no para de sonar reclamando ayuda para importantes procesos judiciales, y el coste de la llamada lo pagan a medias el solicitante y el letrado. En Cuba es así: la telefonía móvil se paga en ambos sentidos de dirección.
Esta pareja de abogados ha conseguido vivir sola, aunque cerca de los padres de él. Tienen la casa amueblada con gusto y algo de estilo bohemio. Son felices porque se quieren y disfrutan de sus amigos y de sus logros laborales, pero, como la gran mayoría de los profesionales cubanos, tienen que hacer maromas para llegar a fin de mes, si es que llegan, porque en la isla se juntan los días con gran facilidad. La vida y el paso del tiempo se miden por los cumpleaños de los seres queridos.
El único motivo de infelicidad que les embarga –ya no hablemos de dinero, de poder adquisitivo- es que no han podido concebir un hijo, y el Dios Cronos se les echa encima.
En el semáforo hay un contratiempo. El pequeño Fiat comienza a soltar humo por detrás. El conductor de la moto queda extrañado y le comenta a su mujer:
-.¡Qué raro! Esos polskis funcionan con enfriamiento por aire. No debe ser la correa del ventilador porque no tienen ventilador.
-Ve a ayudarlos, Pipo-dice ella.
Arriman la moto a la acera. El abogado se acerca al médico y le hace un gesto con las manos y con la cara y el afectado responde:
-No sé qué será. A lo mejor se fundió el motor de una vez y por todas. Lo peor es que tengo una comida esperándome.
-¿No será en la Avenida 26?-pregunta el abogado.
-Sí, ¿cómo lo sabes?
-Porque yo también estoy citado para una comida en esa calle. ¿No serás el médico amigo de Jorge Pérez?
-¿Jorge Pérez el que vive en Barcelona?-pregunta el ginecólogo.
-Sí, el mismo.
Subieron al médico en la moto. Se apretujaron los tres. Dos horas más tarde, estaban hablando de política, de la desaparición de los huevos de granja y de la inauguración de una iglesia ortodoxa rusa en una zona residencial de la Habana. Degustaban un vino tinto catalán y embutidos ibéricos. El médico y el abogado tenían mucha afinidad. A ambos les gustaba la poesía, la canción trovadoresca, el cine, la copita de ron los sábados por la noche en casa.
En plena velada, formaron un mundo aparte. Tenían más o menos la misma edad. Llegada una pausa en la conversación, el ginecólogo preguntó a su interlocutor si ellos tenían hijos. La abogada estaba escuchando sin querer. Miró a su marido llena de ternura y lo dejó hablar.
-No hemos podido concebirlo. Creo que ya es demasiado tarde.
-Perdóname por la pregunta; ciertamente a veces es indiscreta, pero se debe a una deformación profesional-comentó el médico.
-No te preocupes, estamos acostumbrados-apuntó el otro y extendió su brazo por encima del hombro del facultativo.-¿Qué haces aquí?-disparó de repente cambiando de tema.
-¿Aquí en esta reunión?-precisó el médico.
-No, aquí en este país. No sabes el dinero que ganarías en otro lugar.
-Lo sé, y traté de irme, pero no me dejaron. Luego la vida se encaprichó en retenerme a través de una bella mujer y de una niña preciosa. Ahora es demasiado tarde para plantearme un punto de giro. ¿Y tú qué haces aquí?¿Sabes lo que ganarías en un bufete de asociados?
-Entre la moto, mi mujer, la criatura que hemos estado buscando y los postgrados de ambos se nos ha ido el tiempo. Este orden de cosas es aleatorio, no lo tomes a pie de letra.
Quedaron para verse. Se tomaron los teléfonos, las respectivas direcciones. El médico no le prometió nada a la pareja, pero se quedó pensando en citarlos pronto para su consulta.
-Si me llamas al móvil-adivinó el abogado-,déjalo que suene para responderte desde un teléfono fijo. Ya sabes cómo están las cosas.
La pareja de abogados se ofreció para llevarlo en la moto hasta el hospital, porque el ginecólogo entraba de guardia.
Se les vio irse a lo lejos, ella en el medio, como un entrepán, y las dos ruedas bajas de aire, casi raspando el camino.


(Continuará…)

lunes, 17 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



El mundo es un rincón (VI)

La despedida de soltero de mi padre fue en el 1830; no en ese año, lógicamente, sino en la mansión habanera de igual nombre situada a orillas del mar, en una punta rocosa que divide un municipio de otro y que ocupa una porción del “Delta” del río Almendares. Luego de haber visto desde el aire el Delta del Tajo, en Lisboa, da risa utilizar ese nombre de accidente geográfico para el Almendares, pero se me ocurrió en vez de Desembocadura.
No obstante –y supongo que fue por esto que salió la palabra Delta-, esa lengüeta marina fue para nosotros un lugar misterioso y evasivo, al menos yo lo sentía así cuando la bordeaba en bicicleta. Ver los barcos de pequeño calado amarrados allí me transportaba a otro mundo. Me proporcionaba una fuga emocional. En Cuba a menudo se nos olvidaba que éramos isleños.
Y los somos todavía.
Pero se nos olvidaba con frecuencia y una prueba de ello es que llamábamos así solo a los provenientes de Islas Canarias.
Es muy probable que el elemento mar lo sintiéramos solo por un costado, por las inmensas dimensiones de nuestra ínsula; de manera que nuestro corazón siempre fue más terrestre. Me refiero al corazón habanero, al de la gran ciudad.
Tengo guardadas las fotos de la despedida de soltero de mi padre celebrada en el caserón del Vedado, con todos sus amigos de traje y corbata, o pajarita, enfilados en la escalera de mármol del interior del inmueble. En blanco y negro, se conservan como el primer día. Las fotografías de la época –años 60- se imprimían en papel duro, acartonado, y se lavaban bien, por lo que la química del revelado se marchaba completamente y las estampas no se ponían amarillas.
El álbum de fotos del matrimonio de mis padres –y de las respectivas despedidas de solteros- lo traje en este viaje de La Habana. Mi madre me lo regaló. Pero no he sido capaz de hojearlo en la distancia. Recuerdo aquella imagen de mi padre con sus amigos porque siempre me llamó la atención la escalera del 1830, aquel restaurante de etiqueta por el que pasábamos al menos una vez al año para celebrar un cumpleaños familiar.
De regreso estos días a La Habana, la vida quiso que volviera por esos predios llenos de recuerdos. El gran amigo del que he hablado en estas páginas, al mismo tiempo en que se ocupaba conmigo del destino de los restos de mi padre, organizaba una boda en los salones de la mansión. Y me invitó, por supuesto. Llegué tarde, pero tuve tiempo de recorrer los espacios del caserón, escapado del ambiente nupcial.
Me vi solo recorriendo los jardines de piedra -¡vaya paradoja del material, pero es que los concibieron así por la proximidad al mar!- buscando en mis recuerdos una gruta rocosa en la que tenían a un mono enjaulado. El primate ya no está.
Tuve un padrastro al que le encantaba ese lugar, por la calidad de una copa de ron aireada allí con un punto de sal, y el sonido de la libertad zumbando en los oídos como un aparecido. Recuerdo que la proximidad al mar nos insuflaba ese efecto, espontáneamente. Recordé el Cadillac negro de mi padrastro aparcado afuera, y sus gafas de miope gruesas y pesadas, y su rostro grabado por la acné juvenil, y su buen gusto, y su cariño.
Me palpé la cintura y comprobé que había dejado la cámara fotográfica en la casa. Estaba cansado de llevarla encima. Esa tarde fue la única vez en todo el viaje en que me puse una camisa de mangas largas, blanca, de hilo. Siempre la llevo en mi equipaje por si acaso. Pensé en que un lugar físico como era ese podía ser un punto de encuentro ideal, pero me entristeció que ya mi padre no estaría. El agua que llegaba en pequeñas olas y chocaba con los muros de piedra estaba sucia, llena de desperdicios y colillas de cigarros, repleta de abandono, como casi todo el caserón, aunque sé bien que cuando uno está inmerso en un espacio cotidiano no ve el deterioro igual que el forastero.

(Continuará…)

jueves, 13 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



Cierta canasta básica (V)

La valija era una Sansonite de tapas duras, con combinación numérica en tres ruedecillas de cábala. Al verla, un amigo que me despidió en la terminal aérea, el mismo allegado que se ofreció para los trámites de mi padre, me dijo que se podía abrir fácilmente, con un poco de tiempo, ya que las matemáticas no fallan y son ciencias exactas. También tenía la opción, en Barcelona, de envolverla en papel de plástico, o film, para darle más trabajo a quien se propusiera husmear en el interior de la maleta.
Pero no lo hice. En primer lugar porque siempre llego justo a los aeropuertos y no tenía más tiempo que el de facturar el equipaje en el acto, y además porque me parece innecesario gastarme cinco euros en un envoltorio fácil de cambiar por otro similar. Y no llovía, ni había pronósticos de lluvia en La Habana, de manera que la capa contra el agua no fue necesaria para la Sansonite.
Pesaba 18 kilos justos. Tres menos que lo que me permitía antiguamente la línea aérea. (Luego supe que ahora Iberia permite dos valijas de 23 kilos cada una por persona).
No quise arriesgarme, ya no por el pesaje en España, sino por evadir las revisiones y contrapesajes en el lugar de destino, aquella estación folclórica en la que te pueden solicitar el dinero que quieran solo por molestar y malversar.
Mi valija no era diplomática, era un pequeño almacén de víveres y ropa de bebé. Me había nacido una sobrina en la isla, hacía dos meses, y por otro lado había leído que dos ciclones seguidos dejaron desmantelado el país, con los peores abastecimientos que se recuerden en muchos años.
Viví el comienzo, el medio y la continuación de un largo período de escasez llamado eufemísticamente por el gobierno “Especial”.
Supe lo que es compartir una col con puré de tomate y soltar el jabón mientras me duchaba para no gastarlo, férreamente escoltado de cerca por mi ex mujer, quien fingía lavarse los dientes para vigilar el tamaño de la pastilla higiénica.
No exagero, créanme.
Pero han transcurrido siete años y esos pasajes surrealistas, aunque no los olvido, claro está, ya no forman parte de mi vida cotidiana.
Lo peor es tener que subrayar que aún suceden escenas similares en Cuba.
Constatar –in situ- que todo seguía más o menos igual, egoístamente me dio la razón de que un día de septiembre –una semana después del atentado a las torres gemelas de Nueva York- hice bien en marcharme, en aquella ocasión con una maletica sin pedigrí más estrecha que la bolsa de un cartero.
Para este viaje relámpago que realicé hace pocos días a mi casa, quise compartir el tiempo entre mi padre y seis amigos selectos, de aquellos amarrados a una realidad tan distinta y tan respetable como la mía. En ese grupo petitó –pequeñito, en catalán-, había médicos especialistas y abogados. A todos los conocía desde la adolescencia, porque estudiamos en el instituto.
Mi sueño radicaba en reunirnos resuelto el trámite fechado del cementerio, y tomar unas tapas al estilo español, entre jaranas y música del patio. Desde la distancia, me bastaba con la presencia de ellos, abrazarlos y brindarles algo típico de mi nueva vida. Mi mujer me organizó un lote de embutidos ibéricos, queso manchego, jamón serrano, aceitunas, fuet catalán, bombones de postre y palillos para enganchar los comestibles. En el aeropuerto compré dos botellas de vino tinto: un Rioja, que jamás falla, y un crianza del Priorat, de Cataluña. Quise comprar un Somontano, del Pirineo Aragonés, pero no lo tenían.
Eché en la cesta, por supuesto, un ron añejo dominicano, hoy en día, para mi gusto, mucho mejor que el Havana Club.
Estando en el aeropuerto de La Habana, ya con la maleta en mi poder, íntegra, improvisé que tal vez podía sumar al encuentro a una querida amiga quien no me perdonaría jamás que yo pasara por Cuba sin verla.
La llamé por teléfono –la sorpresa en estos casos es bastante sonora, y eso que mi amiga es discretita y suave como Platero.

-¿Cuántos días vas a estar aquí?-preguntó angustiada.
-Cinco.
-Estoy complicadísima con el trabajo, la casa y mi hija que no se adapta a la beca, pero buscaré un tiempo-intercambió ella.
-Mira, se me ocurre una idea. El domingo me voy a reunir con unos amigos muy cercanos y quiero brindarles algo típico español. Es por la tarde, en mi casa. Puedes ir con tu marido lógicamente.
-Lo intentaré-sonó su voz más lánguida que una mirada de un animal doméstico en pena-.Lo intentaré.

Para la reunión también compré cervezas nacionales, enlatadas, como es usual en Cuba, aunque estaban bastante bautizadas por una o varias manos de cohecho, apenas sin espuma y transparentes como el agua, cerveza mala, de muy mala calidad y a precios escandalosos.
La pasamos bien, la verdad. Nos divertimos recordando los viejos tiempos y, como es usual, introduciendo de vez en cuando la pregunta de ¿te acuerdas de fulano?
Hubo un momento en que entró el tema de la situación del país, cuyo desmenuzamiento duró tanto que me aburrí, me sentí fuera de contexto, excluido, perdido. Me di cuenta de que ya no era de allí. Sentí una profunda tristeza disimulada al corroborar que los que emigramos, llegado un momento, no somos ni de un lado ni de otro; y, sin embargo, cargamos con el peso del desarraigo como si la vida te cambiara un problema por otro. Que de hecho es así.
Demasiado tiempo duró la exposición del tema de la venta de huevos clandestina. El precio en mercado negro del huevo de gallina, las sanciones hasta con la cárcel para los traficantes de huevos de granja.
¿Y yo no tendría otras cosas que contar?
Por supuesto que sí, y ellos estarían encantados con escuchar mis relatos del otro mundo. Pero –y esto es una triste verdad- en Cuba urge la catarsis, la “descarga”, que es como se llama allí hablar de lo mismo en todas partes y a todas horas.
Alguien me dijo una vez que quejarse es terapéutico. Pero, apostilló, también depende de con quien te quejes.
Me consolé pensando en que, varias veces, cuando vivía allí, me comporté como mismo hicieron mis amigos. Es la relatividad de las cosas la que hace cambiar el punto de vista.
Mi querida amiga no apareció aquel domingo. Llamó por teléfono al día siguiente –la víspera de mi regreso a Barcelona- y se disculpó con toda honestidad:

-…Es que tuve miedo de que se hablara de política…Ya sabes como es Manuel.
-No te preocupes. Hiciste bien porque se habló de política, de la política de distribución de los huevos del Estado. Ahora, fuera de broma, recuerda que te sigo queriendo igual y que te llevo en el corazón.


(Continuará…)

martes, 11 de noviembre de 2008

Regreso a Ítaca



El peso cruel de la desnudez (IV)

En el mismo instante que le di la espalda al panteón donde dejé a mi padre, noté alivio en el alma. Tal sensación tiene un resultado físico, aunque parezca una metáfora. Es la ligereza del cuerpo, la descompresión de la cabeza –sobre todo la desaparición de un tormento en la frente-, y la suavidad en las articulaciones de las manos. Parece que has dejado de cargar un saco de cemento, o un peso similar que te aprisionaba los músculos de la espalda.
En ese momento uno no se pregunta por qué tuvo que suceder así, con tantas tribulaciones por el medio, ni por qué el viejo –que no era viejo- tuvo que irse tan pronto. No hay capacidad para mezclar las preguntas filosóficas ni entrelazarlas, ni complicarse en divagaciones existenciales. Hay algo más fuerte y absoluto que es el cierre de una tapa de mármol, el sentido de haber cumplido con nuestro propio padre y con uno mismo.
Se goza, por muy desconcertante que resulte ahora escribirlo.
Haber cruzado el Atlántico en un plis-plas, haber desajustado un sistema de trabajo con los compañeros –alguno habrá realizado mis funciones-, haber compuesto una maleta –una sola- y sobre todo manosear el pasaporte cubano –que causa pavor-; todo esto fue necesario resolver en menos de una semana, más la búsqueda de un billete urgente que no supusiera un coste demasiado alto. Pero esto último, ya se sabe, es pura utopía. Al final uno termina pagando lo que se presente al precio que sea cuando viaja con motivos impostergables. No quise imaginarme la escena antes. Creo haberlo dicho en estas crónicas.
Lo dejé todo en manos del tiempo.
El ofrecimiento de un gran amigo para realizar el trámite más duro, más cruel, me libró de lo peor, de la peor imagen. Él y la viuda de mi padre se encargaron de colocar los restos en el osario. Yo permanecí algo retirado, a escasos metros.
De todas maneras –y esto entronca perfectamente con el surrealismo tropical cubano, tan bien expuesto en el cine nacional-, vivimos una secuencia complicada –al menos yo la sentí como la más difícil de digerir- que fue el traslado del osario en el maletero de un automóvil soviético, el carro que apareció para la ocasión. Íbamos mudos en el trayecto. No quería pensar en el absurdo de Virgilio Piñera en el teatro cubano, ni en la sordidez de algunas películas de Titón. No quería pero lo pensé. Mi padre viajaba detrás, con la rueda de repuesto y la caja de herramientas.
Todavía hoy supongo que será mejor tomarme la escena como un trámite. Repito: fue lo más duro de todo.
El panteón adonde definitivamente fue a parar mi querido viejo está ocupado por unos catalanes ilustres. Está bastante bien cuidado, a juzgar por el deterioro general de la Necrópolis de Colón. Me refiero al deterioro que ocasiona el tiempo, al desgaste natural de las cosas y la falta de mantenimiento. Pero este aspecto es general en toda la isla.
¿Se podría esperar un cementerio restaurado?
El empleado que nos acompañó –iba a decir el operario, como un acto reflejo- dispuso de todo con verdadero oficio. Nos dio las instrucciones básicas del proceso de depósito en el panteón, con pocas palabras y algo de compasión en la mirada. No podía dar más condescendencia, porque su trabajo es doloroso de principio a fin. Se hundió, pues, bajo tierra, y nos solicitó que le alcanzáramos el osario.
Así de sencillo.
Todo quedó cerrado al viento y al sol, guardado para toda la vida si se quiere porque la amiga que me ofreció ese lugar, ese espacio entre sus antepasados familiares, me había dicho que lo hacía a cambio de nada. O sí, a cambio de mi paz, de mi sosiego, de la tranquilidad de mis hermanos.
Y eso fue lo que sentí sobre el asfalto hirviente del mayor camposanto habanero. Paz. Necesidad urgente de ganarle al tiempo y al Universo un botón siquiera con mi nombre incrustado.
Algo mío. Experiencia, por ejemplo. Ganar una experiencia inenarrable en estas páginas en su amplio aspecto sensorial.
Porque lo más significativo de toda esta experiencia, supongo, es que podrá transferirse en uno o varios abrazos.


(Continuará…)

viernes, 7 de noviembre de 2008

Buenos días, Universo


Querido viejo:

Hace 48 horas el mundo abrió por fin aquella ventana que dibujamos tú y yo y que quedó en la carpeta de anotaciones especiales. Recuerdo que estábamos recostados a la mesa del comedor, como siempre, lápiz en mano, y tus discos de acetato fuera de sus respectivas carátulas. Había un mar de documentos sobre la mesa, y había entonces la ilusión profunda y efímera –qué lástima- de que un día el planeta daría un vuelco inesperado.

-Ten fe- me pediste.
-Hace falta tiempo- respondí en el acto.
-No te preocupes por el tiempo; vive de una manera digna, sé tú mismo, pues la libertad comienza por el pensamiento y termina, si es que termina, por ahí mismo- dijiste con esa voz de locutor de radio modulada y tierna.

De aquella extraordinaria tarde, lluviosa, ciclónica, pues pasaba uno de esos meteoros bravos del Caribe, salió un boceto de carboncillo en el que trazaste la ruta del huracán según –me dijiste- había anunciado una emisora “enemiga” captada en onda corta. Nunca te fiaste de los partes informativos nacionales, ¿o es que jugabas al espionaje doméstico? Al pasar una línea por la Florida, detuviste el lápiz y dibujaste una ventana, de dos cuerpos, con bisagras y todo, al estilo de los porticones rurales chirriantes; hasta ese sonido pude percibir. Te juro –no hace falta, creo- que no sabía por dónde ibas con aquellas puertezuelas de madera, con clavos oxidados y ranuras anchas, llenas de ojos como las tablas baratas de embalar pescado congelado.
Te olvidaste del ciclón, querido viejo, como un niño pequeño que cambia de actividad sin avisar, para que sea uno quien lo intuya o al menos lo atienda.

-¿Cómo se llamaba aquel ciclón?

No recuerdo el nombre. Dejó inundaciones en los bajos del edificio, dejó un mar a nuestros pies. Dejó también un apunte en el gráfico escolar de turno –porque hiciste muchos, entrañable Bob- y fue la irrupción de la luz del día a través de un pequeño mirador rectangular, puro desvío del tema, pero te salió de adentro y viste el cambio.
Se dio, viejo, pero no ocurrió en Florida, sino un poco más arriba, en Chicago, aunque da igual el sitio exacto. Lo importante es que este planeta estrena una promesa en la figura de un hombre “de color” -¡qué horrible!, ¿de cuál color?- joven, como la estampa del hombre nuevo sugerida tantas veces y tantas veces malograda. Hay esperanzas, mi adorado viejo, esperanzas de que finalicen las contiendas bélicas, y también, egoístamente, de que ese hombre se dé cuenta de que el bloqueo norteamericano a Cuba es la mejor excusa que tiene en las manos el tirano Fidel.
Lo suprimirá. Vivir por ver. Una vez roto el estambre –es un hilito, viejo, tú lo sabes, un cordel caprichoso- nos reencontraremos todos los que adoramos nuestra isla con los brazos abiertos. Confío en que esto sucederá en un futuro no muy lejano. Tiene que ser así. Ya es hora. Y confío en que el mundo enclaustrará al terror.
Te digo más:
Tengo fe en él.
Guardo el dibujo en la memoria –seguirá, supongo, en la carpeta tuya que no he querido tocar-, y conservo vivo el tono de tu voz, tus ojos enfilados hacia alguna esperanza.
Te quiero y te recuerdo siempre:
Jorge

P.D. El hombre del que te hablo se llama Barack Obama. Es así, no suena nada anglosajón.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Responso callejero (contracandela)



Después de un extraño fin de semana pasado por agua –como comerciante no trabajé el sábado, cosa rara-, retomo este blog, que es una vida paralela creada con toda intención para mantener mi antiguo oficio de reportero en prensa escrita.
Lamento enormemente tener que interrumpir la serie sobre mi reciente viaje a Cuba, sobre el triste motivo de este regreso casi furtivo. Y es que otro asunto funerario me ha robado la atención en horas tempranas de hoy. Resulta que el cuerpo de bomberos de Barcelona ha escenificado una farsa por la vía pública –me los encontré en la calle Valencia-, declarándose definitivamente extintos, fenecidos.
Más de un par de meses llevo observando su agonía, plasmada en la fachada de la sede principal de la calle Provenza. Y me preguntaba si habría una solución a las demandas de estos valientes auxiliadores. Se quejan de poseer un contrato de empleo precario y de condiciones laborales también frágiles, comenzando por el mal estado de los cascos de trabajo y hasta la presencia de escarabajos y roedores en sus cuarteles. Además, y quizá lo más preocupante, el bajo coste de las horas extras -14 euros brutos-, así como del exiguo plus de peligrosidad que cobra un bombero de esta urbe-63 euros brutos.
En fin, que hoy uno de ellos me puso en las manos un volante con todos sus reclamos impresos, para que la gente sepa de qué va el asunto. Marchaban pacíficamente –algunos hablando por el móvil, tal vez con las novias, o con un amigo-, e iban escoltados por la policía local, o sea, por los Mossos. El tráfico tuvo que circular por una vía paralela, y los aguerridos extintores tuvieron su momento de gloria, de reivindicación y fuga del cuartel. Peregrinaban con el difunto a cuestas, simbología de un duelo que se veía venir. La pregunta que me hice fue qué pasará ahora. ¿Dejarán de sonar las sirenas rojas en esta ruidosa ciudad?
Claro que no. Se trata una prueba de pulso contra el Ayuntamiento que seguro tendrá un acuerdo favorable para ambas partes.
No me gusta extrapolar las cosas, pero, como acabo de regresar de mi agridulce isla, la de Cuba, imaginé qué se haría Raúl Castro si los bomberos de La Habana enterraran metafóricamente sus equipos.
Irían a la cárcel, lógicamente, pero una manifestación como esta es prácticamente imposible que ocurra allá. El cuerpo nacional de bomberos cubanos es castrense y está formado, en su gran mayoría, por reclutas del servicio militar activo.
Nada, que cuando uno regresa de viaje necesita una transición para ponerse a tono con su realidad, y es muy probable que estas líneas se deban a semejante proceso intermedio.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Regreso a Ítaca



La amistad (III)

Desde mi casa, la de toda la vida, se puede ir caminando hasta el cementerio. De puerta a puerta son veinte minutos, lo sabía perfectamente. Muchas veces realicé ese recorrido a pie antes de amarrarme a una bicicleta china que se volvió eterna. Entrando por un acceso trasero, situado en las inmediaciones del suburbio de La Dionisia, se corta camino, se reducen cinco minutos a los veinte que lleva bordear el muro amarillo de la avenida Zapata, ese inmenso cercado inhóspito cuya acera tan estrecha fue trazada para que dos personas no se crucen tranquilamente. La bici ya no forma parte de mi vida cotidiana, de manera que emprendí el viaje caminando, alrededor de las siete de la mañana.
Me crucé con gente que iba a su trabajo también andando, con la esperanza en sus rostros de que algún automóvil o autobús clemente los recogiera por casualidad. Una muchacha de unos 30 años me adelantó a toda marcha, con un perfume escandaloso y dulzón, tan propio de los gustos tropicales, del amasijo de olores de La Habana, que incluye desde la fragancia femenina hasta el carburante quemado de extraña procedencia. Y por el medio un rasguño de aire de agua que choca en las mucosas con cariño, y en ese preciso instante es que la memoria olfativa te devuelve tu infancia, tus años posteriores.
No hay nada más inexplicable que el impacto de una brisa sorpresiva al salir de una bocacalle o de una puerta cualquiera, interrumpiendo enseguida el sofoco del calor en el cuerpo. Y tal efecto, obviamente, lleva su propio olor.
A las siete de la mañana había calor en el ambiente.
Preferí bordear Zapata por el temor de entrar de lleno en el cementerio y tener que atravesarlo solo. No estaba preparado para la exhumación. De hecho, creo que nadie está preparado totalmente para semejante crueldad. Lo único que me daba fuerzas era pensar que había atravesado el Atlántico para despedirme de mi papá de esa manera tan extrema de la que se antojó la vida.
Durante el trayecto me dediqué a mirar los panteones con letras grandes. Me los sabía de memoria. Durante años fue el recorrido del autobús, primero, y luego de la bicicleta para ir a cualquier lugar. El más vistoso y, por ende, popular, era paradójicamente el de los Naturales de Ortigueira, último albergue de los emigrantes de ese pequeño pueblo gallego. Está en la curva más peligrosa de Zapata. Todo el que pasa por allí lo ve, por la altura del edificio.
Al sobrepasarlo, sabía que estaría próximo a la puerta de la necrópolis.
Como no viajaba en taxi, se alejaba la posibilidad de que alguien en la entrada intentara cobrarme el paso en dólares convertibles, pero no fue así.
Parece ser que los que ya no vivimos en la isla llevamos reflejado un aire distinto. No es por la ropa, porque muchos allí visten a la moda e incluso visten de marcas. Es quizá la actitud, el aire, repito.
Me llegó, pues, la pregunta de un guardia jurado que me vio enseguida:

-¿Usted es cubano?

Fue directo. Claro, qué otra cosa me podría preguntar.

A mí me sigue pareciendo una aberración que un país venda al turismo su cementerio. Otra situación muy diferente es que el viajero, por curiosidad histórica o cultural, quiera visitar el reposo de un poeta equis, o de un ilustre científico; pero de ahí a que el propio gobierno sea el que promueva el negocio hay un largo camino. Le dije al custodio que sí era cubano, también a secas. Con un simple Sí no se puede determinar el acento de nadie, pero quizá fue mi actitud tajante la que marcó una distancia y me dejó continuar.
Pocos metros detrás me estaban esperando la viuda de mi padre y un amigo de la vieja guardia que se ofreció para realizar él lo más doloroso.
A mi amigo yo lo había llamado por teléfono la noche anterior. Enseguida que supo el motivo de mi visita, y sin pedirle nada, él mismo se ofreció. Me dijo que no es que le hiciera mucha gracia, pero que yo no debía guardar tan terribles imágenes para el resto de mi vida. Se me hizo un nudo en la garganta escuchándolo. En ese instante sentí una profunda humanidad. El contrapunteo de situaciones impidió entonces que corrieran las lágrimas. Me las tragué todas, una por una, entre otras cosas porque la fortificación del alma que tuve que hacer para afrontar ese viaje fue tan radical, que en aquellos días no pude llorar ni una sola vez.
Yo quería precisamente pedirle ese favor a mi amigo. Y él se me adelantó. Cuando me recuperé, porque hubo un espacio de silencio en la conversación por teléfono, le respondí que yo también haría lo mismo por él.


(Continuará…)

lunes, 27 de octubre de 2008

Regreso a Ítaca




Las travesuras de Guillermo (II)

Una misiva amistosa que leí en el aeropuerto de Barajas, poco antes de tomar el avión hacia La Habana, me invitaba a relajarme; me aseguraba que todo iba a salir bien y que el paso fronterizo en la terminal aérea de Cuba ya no era ni la cuarta parte de lo temible que siempre fue. En silencio, en medio de mis cavilaciones, le respondí a la querida amiga de la carta que el miedo es inherente en nosotros, que tendrán que pasar muchos años para no sentir el cuerpo helado en el momento de atravesar la maldita puerta que nos separa de una y otra realidades.
Es cierto que las cosas han cambiado, pero también hay que tener en cuenta que quien escribe estas líneas creció a la sombra de la paranoia de su propio padre, un hombre que jamás dejó de pensar que su teléfono particular estaba bajo vigilancia. Y ese hombre, cuya muerte prematura le robó incluso la noticia del traspaso de poder de un hermano Castro a otro, ya no estaba presente para comprender ciertos temores, sino se había situado desgraciadamente entre una multitud de memorias. El corazón de mi padre no pudo esperar, no soportó la cruda verdad de que sus hijos se marcharan todos fuera del país, a confines muy disímiles, y que el edificio donde transcurrió toda su vida se estuviera cayendo a pedazos sin que nadie pudiera hacer nada. Y se marchó a otro mundo sin consultarlo con nosotros.
Hacía dos años que había muerto –poco antes de que el comandante iniciara su peor agonía- y entonces un servidor no pudo asistir a su entierro. Yo volé un año después para llevarle flores y gestionar un lugar definitivo, perfectamente identificado, personalizado, donde pudiera descansar con tranquilidad y adonde yo o cualquiera de mis hermanos llegáramos sin tropiezos. Así fue.
Esta vez, como se ha querido compartir en la crónica anterior, el motivo del viaje era la exhumación, toda vez que sus restos quedaron en una bóveda común y de ésta había que extraerlos obligatoriamente pasado un tiempo. Se trata de un proceso cruel y, en el Cementerio de Colón, en La Habana, doblemente debido a la escasa infraestructura, al empobrecimiento de los servicios y del propio entorno del camposanto.
Mientras se acercaba la fecha, todavía en Barcelona, me propuse no visualizar por adelantado tan desagradable escena. ¿Para qué? ¿Para qué sufrir por algo todavía incierto si había aspectos más próximos que requerían de un aluvión de energías? Estaba, por ejemplo, el asunto de qué llevar en la maleta, qué meter en el equipaje de mano, desarrollar una selección minuciosa para que el equipaje no fuera si quiera cuestionado y mucho menos decomisado.
Estuve toda la semana anterior al vuelo dilucidando si llevar o no el ordenador portátil. ¿Sería muy sospechoso? ¿Sería ofensivo, molesto, incómodo para las autoridades de frontera? ¿Y de material de lectura?¿Qué textos no serían convenientes? Consulté toda esta maraña de dudas con dos o tres amigos de diferente perfil social y todos, sin excepción, me dijeron:
-Ve solo a lo que vas. No te compliques la vida y vuela limpio de polvo y paja.
Hice caso menos con el ordenador. Cargué con él, un peso casi cotidiano en mi rutina que terminará escorándome el tronco hacia la izquierda.
Al llegar el momento de pasar por el control de emigración –inmigración, en este caso-, me había despachado como de costumbre un doble de añejo sin hielo en los minutos previos al aterrizaje. Tenía el cuerpo relajado, la mente curiosamente en Barcelona y el alma volando por la proximidad de la hora de la exhumación, o lo que era lo mismo en aquel instante: el día después.
El suboficial, cansado, en efecto, ojeó todo sin prisa, incluyendo mi rostro, y, sin articular siquiera un monosílabo, desplegó la señal de “pase usted adelante”.
Pasé rápido a registrar el portátil porque a esas alturas ya me había informado que se podía entrar a la isla siempre y cuando uno lo registre con número de serie y todo, para luego salir del país con él sin que te hicieran comprobaciones de archivos personales. Los tiempos han cambiado, ciertamente.
Ahora el que se fue de Cuba y nunca ha ofrecido declaraciones a la prensa internacional en contra del gobierno de la isla, no es más que un número de entrada y salida y una posible fuente de ingreso de divisas al país, y un portador de chocolates y chucherías que entretienen el estómago de algunos trabajadores del aeropuerto.
Cuando al fin estuve solo en la intimidad de mi habitación, en mi antigua casa, abrí una cremallera del maletín del portátil que no había desabrochado en la aduana. Y de allí salió un ejemplar de La Vanguardia que me habían obsequiado en el avión de Iberia entre Barcelona y Madrid. Para mi sorpresa, pues no lo había hojeado esperando un después, salió a relucir en la contraportada una entrevista con Miriam Gómez, la viuda del fallecido escritor Guillermo Cabrera Infante, uno de los enemigos más grandes en toda la larga historia del dictador.
Y fue así como, de cierta manera, Guillermo llegó a La Habana conmigo: en el equipaje de mano y sin demasiados subterfugios.


(Continuará...)

viernes, 24 de octubre de 2008

Regreso a Ítaca



El día después (I)

Ese sería el amanecer más temible de mi vida y ocurrió a mis 43 años, hace ahora una semana. Al abrir una cristalera de mi antigua habitación, volví a sentir el olor a hierba mojada y salvaje, esta vez más crecida y más dejada al olvido. Volví a encontrar de frente el color amarillo intenso de un rayo de sol, el mismo rayo de un astro anclado al parecer delante de aquellas cuatro paredes exteriores. Había más rejas en mi campo visual, de todo tipo y colores. Excepto este pequeño detalle –que no es tan pequeño si uno se pone a pensar- todo seguía igual. Las cosas en su lugar, quiero decir, porque todo estaba más destartalado que lo que pude imaginar cuando iba al encuentro de La Habana.
He contado en estas páginas que mi casa natal –o sea, la de toda la vida- la perdí en medio de una transacción comercial que realizó mi desesperada madre aprovechando mi ausencia –mi exilio-, negocio turbio y mal hecho pero que tuve que asimilar por razones básicas de equilibrio mental. Lo que no había dicho aquí es que el actual inquilino de La Maison –así llamaba cariñosamente una amiga de la universidad a mis ambientes desconchados, oscuros- se ofreció por teléfono para que cuando yo visitara de nuevo la isla pudiera instalarme allí, gratis, sin compromiso. Sé perfectamente que esas cosas pueden suceder en Cuba, pues conocí una historia similar en mi propio barrio, con un hombre que llegaba de Miami luego de 30 años de ausencia y decidió pasar delante de su antigua vivienda. Terminó hospedado para sorpresa del mismo visitante, quien solo corrió a cargo de una facturita regular de víveres y los siempre bienvenidos refrigerios.
Algo similar acabo de vivir, sin conocer personalmente antes a quien fuera mi anfitrión, el “compañero” que compró mi casa y por quien supe, en larga, distendida y etílica charla, el dinero que ofreció por ella. A través del teléfono respondí afirmativamente a su invitación, y allí me presenté, hace ahora, repito, unos pocos días, con el corazón en la mano, más que en la boca. Llegué tarde en el vuelo de Iberia con la nocturnidad a mi favor, pues a esa hora el personal de emigración y aduana estaba cansado y –algunos agentes, no todos- se dedicaron a solicitarme chocolates suizos. El ordenador portátil que llevaba no fue un escollo como supuse: solo tuve que registrarlo para –obligatoriamente- volver con él a Barcelona, ya que no es posible regalárselo a nadie. Como me cuidé de no llenar demasiado la maleta, pasé ligero, sin interrupciones de una puerta a la otra, hasta que me vi entre los brazos de mi madre, la misma que me dejó en el preámbulo del inmueble que ya no nos pertenecía.
-Dime una cosa, mijo-preguntó-: ¿Acaso no podías quedarte conmigo?
-Quise probar cuánto aguantaba mi corazón, vieja. No te lo tomes a mal, pero ¡he cambiado tanto..!-respondí sarcásticamente, suave, sin rencor.
Mi madre se quedó observando el cercado alrededor del jardín, un viejo sueño nuestro que no fue posible en otros tiempos, entre otras cosas porque teníamos que comer y trasportarnos ante todo.
Me despedí de ella hasta el día siguiente. Mi anfitrión tuvo el detalle de no salir a recibirme hasta que quedé solo con la reja interpuesta. Estaba escondido detrás de una persiana, mirando la escena desde el interior sin escuchar absolutamente nada. Luego sería yo mismo quien le contara más detalles de mi vida, la nueva y la otra que tuve en aquella querida isla convertida en archipiélago, porque en realidad lo es si miramos el mapa geográfico y el político, con todos nosotros, los que nos fuimos, girando alrededor.
El día después, la suposición de ese día, me llevaba envuelto en un auténtico manojo de nervios. Me refiero a lo que sería el día después que es cuando uno amanece, luego de varios años lejos, amanecer en el lugar donde uno nació y vivió la mayor parte de su vida. Y ese rotundo amanecer estaba marcado también por la fecha en que exhumarían los restos de mi padre, al cabo de dos años de enterrado en un lugar insólito.
Más que eso: El sitio donde lo depositaron era inesperado. Porque –también lo he narrado aquí- nadie sospecha siquiera que morirá un amigo tan a lo lejos y tan lleno de vida.

(Continuará…)

miércoles, 15 de octubre de 2008

Pasajeros en tránsito (otra vez)


Nadie notará mi ausencia excepto una mujer que conoce mis juegos favoritos, mis desvelos. Nadie escuchará mi suspiro al sobrevolar la costa, excepto ella. Nadie sabrá o podrá entender mi dolor porque es absolutamente íntimo, silente. Nadie quiere planear junto a mí sobre el océano para encontrar la pena multiplicada en el rostro de mucha gente, menos una mujer elegante que ha logrado tragar lágrimas conmigo. Nadie podrá decirme que falta algo en mi rutina, en mis entregas de todo tipo, nadie que no sea ella, porque los habitantes de este planeta no somos imprescindibles.
Un señalamiento despechado, furibundo, mal intencionado es como un alfiler esparcido por la cocina, dañino y cobarde. Esa mujer que me ama me ha dicho que no haga caso a las malas intenciones y siga adelante, en mis proyectos de vida, en mis deberes. Esa mujer me ha propuesto un sueño que radica en amar a la vida a pesar de todas las dificultades y todas las miserias humanas. Parece simple. Pero no lo es. Porque somos vulnerables y eso también es humanidad. Aquí estoy, mi amor, en cualquier lugar.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Soderbergh : la vuelta al cole



Luego de casi toda mi vida viviendo en las inmediaciones de la casa del Che, en La Habana, y de tener que jurar en el matutino escolar, diariamente, que sería como él, se me quitaron las ganas de llevarlo en mi equipaje de mano, cuando realicé este viaje sin retorno.
A los que tuvimos la mala suerte de estudiar en Cuba después del año 1959, el argentino se nos colocó a la fuerza en el alma, y en el alma fue que lo procesamos como una mala digestión, en la que el peso de la grasa y/o el alcohol inflama el intestino grueso y esta carga no se pierde hasta que los malos nutrientes se convierten en aire. Así de densa se nos volvió la figura del guerrillero, un símbolo nada más, hecho a la medida del gobierno que teníamos metido en casa por los cuatro costados. No hay nada que pueda asegurar que de niños queríamos ser como él. Más bien, el coro de voces que formábamos reproducía una especie de adoctrinamiento del cual ,con toda certeza, no éramos conscientes.
Ahora tenemos más de 40 años.
Jamás pensé –porque hay que dedicarse a otras cosas en la vida- que la figura de un hombre intangible nos persiguiera tanto tiempo. Primero por la calle, estampada en las camisetas de jóvenes que no saben bien a quien divulgan, y luego en incontables materiales fílmicos.
El más reciente, el largometraje de docu/ficción de Steven Soderbergh, me llevó incluso a una sala oscura el sábado por la noche al salir de mi trabajo, cansado como estaba de tener que lidiar con el rebaño que visita la tienda donde estoy. Yo no quería ir, lo confieso, pero, al mismo tiempo, no podría luego comentar con conocimiento de causa un tema que está en la calle.
La película es aburridísima. No me esperaba un material didáctico sobre la epopeya de las columnas de barbudos que tomaron la capital cubana en 1959. De ese asunto ya tuve que estudiar bastante durante casi los años que tengo. Imaginé que un cineasta como Soderbergh podía tomar el personaje para recrear una buena historia narrativa, un buen largometraje con un guión espectacular, aunque el tema me estuviera, verdaderamente, tocando los cataplines desde hace rato.
Me equivoqué.
Pero salgamos del Che como fantasma.
No es justo que paguemos más de seis euros y dediquemos más de una hora de nuestras vidas a un filme épico redundante, cuyo argumento no avanza nada y su estructura narrativa nos mantenga todo el tiempo alternando el famoso discurso de Guevara en la ONU con la toma de Santa Clara. Así, a palo seco, sin una desenvoltura dramática ni siquiera una pequeñita historia de amor –que sí aparece, pero al final. No hay manera de justificar nada en el argumento de este filme porque no se trabaja ninguna dramaturgia. Está hecho para nosotros que conocemos al dedillo de qué va la historia, y resulta que muchos de nosotros no queremos saber ya nada más de eso. Me pasé todo el tiempo pensando en el espectador no cubano, que termina viendo una caricatura de cuatro o cinco personajes aleatorios –Fidel, Camilo, Raúl, Almeida, El Vaquerito-, unos con mejor suerte interpretativa que otros.
Una amiga española, al salir del cine, me preguntó si de verdad en Cuba se fuma tanto tabaco (puros, me dijo). El largometraje no da para más comentarios, y se lo agradezco, porque me hubiera encendido los recuerdos de primaria, cuando este que escribe usaba una pañoleta roja y vociferaba querer ser, de grande, como alguien que jamás vio en persona, alguien que fue muy valiente y que también cometió graves atropellos, pero esto último no salía en el guión de las clases del colegio.
De Che, el argentino, se salva, a mi modo de ver, la actuación de Benicio del Toro –productor de la cinta- y la banda sonora. Y el esmero por calcar los escenarios de Santa Clara, que, verdaderamente, como dicen en común en España, se lo curraron mucho.
No sé qué pretendían el director y el productor de esta película. A los cubanos nos aburre el argumento, porque nos lo sabemos de memoria, y los otros seres cinéfilos tendrán que irse despertando paulatinamente con los disparos de ametralladora –que suenan bien fuertes, y en estéreo- porque cualquiera se duerme tal y como está la vida de agotadora. Luego, y a pesar de la inmensa apología a la Revolución en la película, dudo mucho que este material se pase en los cines de Cuba, solo por el “bocadillo” en el que Fidel le sugiere al Che que no se situé en primera línea de combate. Así que, hablando de disparos, supongo que a los productores le saldrá el tiro por la culata.
Y como era de esperar: en el casting clasificaron Jorge Perugorría y Luis Alberto García, los dos únicos histriones verdaderamente buenos con que cuenta la isla de Cuba. No hay más opción: el contacto con los actores de categoría comienza por ellos y termina por los dos. Mal vamos, Soderbergh.
Acabo de confirmar que toda aquella parafernalia sobre el Guerrillero Heroico sirve también para jugar al monopolio. Tal vez me equivoco, pero esta empresa concreta de Del Toro –una historia que promete continuar en el cine- se quedará en un partido de mesa.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

La mala llet



Mientras todo se va normalizando –en el trabajo, en la vida social-, sigo atento a la trayectoria de Ike, el ciclón rematador que paseó por Cuba en estos días con ganas de acabar con la quinta y con los mangos, además de con otras frutas nacidas a la luz del sol y a la sombra del desparpajo de la isla caribeña. A los que vivimos en España, Ike nos suena en euskera y tendemos a pronunciarlo tal y como se escribe, con I,y no con la fonética inglesa que le sitúa una AI delante. Para colmo, existe un futbolista famoso llamado Iker, y su nombre se escucha bastante en la televisión.
Ahora que ya pasó y sabemos, medianamente, lo que dejó el meteoro, me permito comparar sus rachas de viento y su furia con la actitud de algunos clientes mal educados. Me ha quedado claro que el llamado estrés postvacacional no es un invento de los sicólogos y sociólogos para justificar horas de consulta. Es real: la gente vuelve a sus rutinas con las hormonas alteradas, con mala leche, como vulgarmente se le denomina a cierta actitud áspera o repelente. ¿Por qué vuelven de un viaje de ocio tan mal relacionados con el entorno propio? Es una buena pregunta, pues debería ser al revés.
Según análisis de este que escribe, quien dedica horas a pensar en el comportamiento del ser humano, la mala llet –en catalán- se debe a un cúmulo de frustraciones que están antes de salir de vacaciones. Llámese insatisfacción con la vida cotidiana, que incluye el trabajo fundamentalmente como elemento de rechazo. Y en el trabajo es donde más horas nos pasamos.
Si la gran mayoría de las personas trabajamos en algo que no nos satisface, y, además, estamos obligados, por los pagos fijos de facturas, a soportarlo, pues esto, supongo, genera una insatisfacción grandísima. Si tal insatisfacción no se sabe o no se puede canalizar, el resultado, como todos podemos comprobar, está en la calle.
Yo que trabajo detrás de un mostrador le temo sobremanera a septiembre, un mes durísimo que significa mucho más que la vuelta al cole.
Supongo que las vacaciones, el tiempo en el que no tenemos que pensar en nuestro equilibrio socio/laboral, nos relajan y nos permiten ver otra vida a un costado, que está llena de colores y que en ella existe la calma y el ocio. Es saludable estar con nosotros mismos porque disfrutamos de una parte oculta que no sale a relucir en todo el año porque estamos alertas, contraídos por la convivencia en la actividad laboral.
Supongo que da impotencia volver a esta cruda realidad luego de un mes, o quince días, realizando lo que realmente no da la gana.
Y digo supongo porque hace muchos años que no tomo unas vacaciones largas. En agosto que viene será mi prueba de fuego.
Mientras llega esa fecha, invito a los que arriben a mi mostrador a que mantengan la calma porque serán atendidos con amabilidad a su debido tiempo, y así no liberamos tanta energía negativa en el ambiente colectivo, y podríamos llegar a entendernos mejor.
No hay nada más contradictorio que una mujer con mala leche, descotada y bronceada por el sol. Me parece una escena que ocurre en planos temporales y físicos diferentes.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Ike, no te empeñes…



Después de varios días intentando comunicarme con mi madre que está en La Habana, su voz apareció muy a lo lejos en el auricular del teléfono.
-Mijo, ya me extrañaba que no me hicieras una llamadita-me reprochó acostumbrada a que desde aquí se origine el contacto.
-Llevo días marcando tu número-respondí un poco cabreado y preocupado por su suerte, luego de que el ciclón Gustav atravesara la isla por la parte occidental y desconectara todo tipo de cables de electricidad y enlaces.
Hace unos pocos años, mi madre permutó nuestra casa de toda la vida –construida por su familia con fuertes muros de ladrillos- por un piso horroroso en uno de los edificios tipo Girón, cuyo sistema constructivo nos legaron nuestros hermanos del Consejos de Ayuda Mutua Económica del antiguo campo socialista. Ahora vive encaramada en una mole prefabricada prácticamente sin ventanas o, en su defecto, con las ventanas remendadas. Sopla el viento en su casa como si ese enemigo invisible se originara en las entrañas de las cuatro paredes que cambió mi madre, un trueque mal hecho y sin sentido. Porque la urgencia por mejorar en la estancada Cuba lleva a mucha gente a perder la cabeza muy a menudo.
-Es la primera vez que paso un ciclón aquí-continuó hablando entre el garrasposo sonido de la línea telefónica-¡Y me da un miedo tremendo!
Mi madre se ha quedado sola.
En épocas de huracanes, yo aseguraba las ventanas, la tapa del tanque de agua y nuestra mata de aguacates. Esta semana no estaré, pero tampoco nos queda un patio ni aguacates colgando de un árbol legendario. No nos queda más que el recuerdo de aquellos días en los que suponíamos que, con el tiempo, las cosas irían a mejor.
Según las noticias ofrecidas por los telediarios españoles, esta noche comienza el barrido de este a oeste que realizará otro ciclón, el Ike, por lo que, a mediados de semana, estará mortificando las ventanas de aluminio de mi madre, colándose como agua impertinente en el interior de su alma.
Solo te pido, Ike, que modifiques tu ruta y que no dañes a nadie. Que desaparezcas, que te enfríes, que te evapores, porque a día de hoy ya te convertiste en noticia.
No castigues a mi país, que ya bastante tenemos con el legado desastroso de nuestros hermanos marxistas, quienes se empeñaron en sovietizar esa parte del Caribe por donde andas ahora.
Vete lejos, Ike, y no vuelvas, ni tú ni tus primos ni alguien que se parezca. Te estaré vigilando.
Nadie en este mundo te necesita.
O sí, alguien sí.
Quise decir ningún país.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Hay otros Gorki



Solo de pasada a todo tren por el blog de mi querida Ivis, me doy cuenta de que no soy el único contrariado con las noticias sobre Cuba. Un ciclón con nombre de pintor austriaco y un músico punk con apelativo de novelista ruso forman un cóctel demasiado postmoderno. El primero trazando una ruta que conocemos los caribeños, más o menos grados a la izquierda o a la derecha, y dejando como siempre inundaciones y corte de luz y teléfono a su paso, para que los que nos fuimos del país estemos aún más incomunicados con nuestros familiares. Y el gobierno, a través de la Defensa Civil, demostrando su capacidad movilizativa y poco reparadora en estos casos. Porque no debemos olvidar que, cada año, el meteoro de turno destartala más la isla y así se queda para la posteridad.
Paralelamente, el mundillo de Internet, del cual formo parte a mi manera, haciendo zafra con la noticia de la detención del Gorki Águila, creyéndose salvador por la pujanza de estos medios electrónicos a día de hoy. No nos equivoquemos: a Gorki lo liberaron porque no conviene retenerlo demasiado tiempo, porque la época es diferente a aquellos duros años 80 y 90 en los que los artistas y librepensadores con temeridad absoluta iban a la cárcel y nadie decía nada públicamente, ni este que escribe.
Hubo un aspecto peligroso en las declaraciones que hizo el propio Gorki cuando lo “soltaron”. Dijo algo así como que sus palabras, su discurso reivindicativo y, en fin, las criticonas letras de sus canciones pertenecen solo a su pensamiento. Y así exculpó de conjura a todos los demás cubanos. Habría que comenzar por decir que esas letras expresan el pensar del 90 por ciento de la población. Pero, claro, todavía no es posible explayarse.
Quiero decir que, mientras la dinastía de los Castro esté en el poder, sería una especie de suicidio colectivo. Nadie, ni siquiera un servidor, está o estuvo dispuesto a ofrecer la primera gota de sangre. Ni siquiera Gorki, que sí brindó un poco de sal y saliva al asunto.
El motivo de estas líneas apuradas, escritas desde el ordenador de mi tienda en el horario de almuerzo – o comida, en una parte de España- es recordar que antes de Gorki otros artistas se plantaron cuando el terreno estaba mucho más árido y verde a la vez. Aquí no vale la metáfora porque me refiero concretamente al color del uniforme de la dictadura.
Recuerdo especialmente en estos días la triste historia de dos hermanos muy talentosos que tocaban la guitarra clásica como dioses, a los que llamaban Místers Acordes. Hacían verdaderas virguerías con las manos.
Un día decidieron sentarse pacíficamente frente a la Plaza de la Revolución, para significar su desacuerdo con el gobierno. Luego de varias horas, los retiraron a la fuerza. Entonces se marcharon a casa con una advertencia de castigo. Y el castigo les llegó a los pocos días, pues un operativo policial los secuestró en su barriada del Cerro, cerca del preuniversitario de ese municipio.
Fueron a parar a la cárcel acusados más o menos de lo mismo que acusaron a Gorki. En la prisión pasaron varios años. Uno de los hermanos enfermó y murió entre rejas. El otro salió a la calle al cabo de un tiempo largo y enloqueció.
No es para menos.
No recuerdo sus nombres, y creo que podría encontrarlos en Google.
Por favor, si alguien que lee estas crónicas lo sabe, agradecería enormemente el detalle de la información para completar mis condolencias en absoluta intimidad durante estos días de septiembre.
Como había dicho antes, tengo en la tienda una brigada de obreros cubanos haciendo reformas generales. Estamos abiertos al público mientras tanto, porque el dueño de la empresa decidió que, solo vendiendo unas pilas para radios, estábamos ganando algo. En estos precisos instantes, los veo colgados de una escalera. En cuanto ponga el punto final, me acercaré a los compatriotas para preguntarles si conocen la triste historia de los hermanos Místers Acordes.

Nota: no puede esperarme, y al llegar a casa busqué algo sobre la vida de estos músicos. La historia es bastante amarga. Se puede leer en la página:
http://profile.myspace.com/index.cfm?fuseaction=user.viewprofile&friendid=320185047

martes, 26 de agosto de 2008

El argentino que llevo por fuera



El problema de la identidad no es tal cuando te encuentras en un país que no te pertenece pero al mismo tiempo es tuyo. El país es tuyo si tienes la suerte de trabajar y pagar los impuestos correspondientes a tus ingresos.
El párrafo anterior –lo sé bien- es difícil de digerir. Sin embargo, me salió a la ligera, dejando jugar mis dedos sobre el teclado de un ordenador en las horas de sobremesa. Ahora en la tienda donde trabajo están haciendo obras. Para mi sorpresa, la brigada que contrató mi empresario es totalmente cubana. Son ocho paisanos que se pasan las horas bromeando sobre Fidel y su pandilla de adulones, sobre los recuerdos de la escuela, de las becas, aquellos campos de concentración en los que muchos creíamos que éramos felices. De hecho, sí que fuimos felices, porque ignorábamos un millón de cosas, y conocimos el manejo sexual y el hurto de frutas y caballos allí. Ahora tenemos más de cuarenta años y estamos lejos de aquel escenario, con un martillo en la mano o una calculadora haciendo descuentos a los clientes.
Cada mañana, al levantar la persiana, nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida. En realidad, no somos nada más que compatriotas. Yo casi siempre estoy detrás del mostrador con cara de vendedor de electrodomésticos, y eso es una circunstancia. Como soy blanco y tengo el cabello lacio, la mayoría de mis clientes se desayuna con mi verdadera nacionalidad al cabo del tiempo. Pasan meses pensando que soy argentino, y no precisamente porque tenga tal acento. La cuestión es que el español promedio no identifica los acentos ni las regiones latinoamericanas.
De los Estados Unidos de Norteamérica hacia abajo todo es Sudamérica. Y el hecho de que alguien como yo no tenga rasgos andinos, ni africanos, o sea, negros, automáticamente pasa a ser argentino.
Los vacilo, los vacilo a todos.
Hace pocos días, un cliente al que le vendí una lavadora llamó por teléfono y mi compañera de trabajo intentó precisar, seguramente para salvar responsabilidades:
-Pero, dígame, ¿quién le atendió?-preguntó ella.
-Un argentino con gafas- respondió la voz por el auricular.
Nos partimos de la risa. Y le expliqué entonces a mi compañera lo simple que suele ser el ser humano.
Ahora resulta que , con los obreros in situ, somos una cuadrilla de argentinos, excepto el mulatico del grupo.
El cubano se hace notar. Y el argentino también. Pero los acentos distan mucho, mucho.
En las fiestas de Gracia, recién concluidas, vislumbramos a los lejos una bandera cubana ondeando en la entrada de un bar. Ya estoy cansado de estas emboscadas, pero, así y todo, arrastré a mi mujer y a un amigo hasta allí. ¿Qué encontramos? Era un bar sirio, cuya gastronomía nada tiene que ver con la nuestra, pero alguien nos comentó que una camarera del local es cubana.
Y si voy a enumerar la cantidad de automóviles que veo con la bandera de la isla pegada por detrás, no terminaría la sobremesa.
Los mismos obreros no me ubicaron el primer día hasta que pronuncié un par de palabras. Así y todo, bromeé:
-Soy canario, de una isla un poco más cerquita.
-¡Coño, yo pensaba que eras argentino!-gritó uno golpeándome la espalda.
-A veces sí, aunque te confieso que durante las olimpíadas le iba a España en algunas disciplinas. Todo se pega, compadre, menos la belleza y el dinero- le dije muerto de la risa.

viernes, 22 de agosto de 2008

Adela: cara y cruz



El universo lorquiano me obliga a interrumpir la serie estival propuesta en estas “páginas”. ¿Qué mejor pretexto para realizar un paréntesis dentro de la venta al detalle de electrodomésticos?
La vasta obra de Federico transcurre casi toda en el oscuro espacio de la España más dura y más cruel, la más tradicional y la más arcaica. Nada que ver, pues, con los aparatitos hipercómodos que hoy nos “endulzan” la vida, desde el entretenimiento puramente lúdico hasta la terapia ocupacional más básica que pudiera ser un afeitado correcto, una depilación general o un masaje exfoliante en tardes de fiestas. Y, con estos cacharros intergalácticos, así y todo, ocurren crímenes pasionales porque no basta la corriente eléctrica para entretener un alma desesperada. Volver a Lorca siempre es volver a sentir lo que por primera vez notamos en sus textos: el frío de una noche eterna en la que transcurre toda una vida; una vida, eso sí, desbordada de pasión.
Cada vez que pienso y escribo el nombre del poeta me viene a la cabeza una directora cubana de escena que se llama Berta Martínez. Ella se apasionó con el repertorio lorquiano y, desde la insularidad caribeña, lo entendió y lo adaptó a unas tablas que sufren mucho el paso de los años. Lo iluminó con escasos focos y muchas velas para lograr una estampa realista de una época llena de prejuicios; en fin, un terreno anquilosado. Y no es otro que el que hoy se conoce como La España Profunda.
Lorca visto desde España ofrece otra perspectiva. Ya no es la rigurosa Berta Martínez quien nos lleva de la mano, sino el sentido de la propia atmósfera que respiramos en la idiosincrasia de este país de países; pero no es menos cierto que Lorca se refería a la aridez, por ejemplo, de Extremadura, o a la noche andaluza en la que ladran los perros sin parar. Y ese es más o menos el decir de los telediarios de hoy, con sus bodas de sangre interminables, por un lado, y sus eventos de cocina mediterránea por otro. En el medio del gran mural electrónico, tal vez, aparece una hermosa mujer depilándose las piernas con un aparatito inalámbrico y dotado de un rayo ultravioleta.
La modernidad es una camisa de fuerza que nos obliga a ser originales incluso sin perder las tradiciones. Anoche lo viví en el teatro Romea, cuyo escenario es un tipo de oasis en el corazón del Raval. Volví a Lorca, a la Casa de Bernarda Alba, a Adela y sus hermanas, al campo, al claustro y al hecho de sangre, al teatro y a la danza. El espectáculo, que concluye este fin de semana, es uno de los más logrados que he visto; en una hora y veinte minutos se pasea por la casa de Bernarda, y eso es muy difícil de conseguir. La compañía Metros Angar, con la dirección y coreografía de Ramón Oller, me ha dejado el preciso sabor que uno busca como ciudadano de este mundo nuestro. Es muy reconfortante que funcione la comunicación y que el tiempo no te aniquile con excesos de pretensiones. La puesta en escena está ajustadísima al espacio lorquiano y es un bello regalo para los ojos. Hay austeridad y elegancia a la vez, estilo, sin desbordar el patio andaluz, pues se trata de danza contemporánea. Hay espectáculos que se quedan en la memoria para toda la vida, y no exagero si digo que este será uno ellos, porque no sobra nada, ni el tiempo, ese metraje que traiciona tan a menudo a los directores. La escena del suicidio de Adela es fundamentalísima: nos tuvo en un hilo de nervios y nos sacó la sal por los ojos. Amo la sencillez, el buen gusto. No dejo de ser consciente de que estas dos posibilidades estéticas son tan relativas como que estábamos en el entorno del Raval, barrio duro, difícil, oscuro. El alma de aquella España que Lorca se empeñó en retratar hasta la saciedad, pasa volando, dibujada o desdibujada por un trazo distinto. Un pretexto para no olvidar aquel pasado reciente que no hubiéramos escogido jamás.

jueves, 7 de agosto de 2008

HISTORIAS DE DEPILADORAS (Y BATIDORAS AMERICANAS)


Cuarto día: Te regalo mis poros

La tienda estuvo cerrada más de una semana porque el dueño que, a duras penas, pasaba por allí, se enteró de la pérdida de la clientela por culpa del calor. Los aparatos acondicionadores de aire llevaban varios años en desuso, y el encargado del establecimiento se las apañaba para entretener a los clientes con su gracia natural, a golpe de verbo y monerías, e, invariablemente, cada verano cursaba una carta por correo electrónico notificando el desperfecto de los compresores para el aire frío. Esta vez sí le hicieron caso, por una razón todavía desconocida.
Así que el vendedor de electrodomésticos tuvo que tomar unas vacaciones forzadas, un tiempo corto que aprovechó para leer y tomar refrescos con hielo frappé, utilizando una batidora con vaso gigante de cristal que se había auto regalado. La estrenó con una champola de chirimoya, porque fue la fruta más parecida a la guanábana que encontró en un comercio regentado por un personal de Sri Lanka. Esa batidora era un sueño, con un motor de 700 watios y marcha superpotente especial para picar hielo. El sonido del motor le hacía situarse dentro de la cabina de un avión a punto de despegar. Y el olor magnético que desprendía el enrollado de cobre de la bobina, le gustaba porque era un sentido del trabajo, de la fuerza de la creación de las cosas. Se empapó en la materia y probó haciendo gazpachos, mayonesas caseras, alioli, papillas para niños –que luego él mismo degustó-, batidos de todas las frutas que encontró y que fueran compatibles con el sabor lácteo; daikirís con la receta original, tomada de Internet, y refrescos de sandías rojas, a todas horas, con semillas molidas incluso.
Pasó poco más de una semana entre la literatura y los experimentos con la batidora, para luego tratar de demostrar a sus clientes que el socorrido túrmix o minipímer no es tan completo como parece. Porque descubrió que también podía confeccionarse la vichyssoise en la furiosa máquina que acababa de adquirir, y luego conservar el sobrante en el propio vaso de vidrio, dentro de la nevera. Además, no dejaba de pensar en la incipiente clientela de inmigrantes que iba adornando el barrio, gente oriunda de climas tropicales que conocían perfectamente el producto. Junto con las depiladoras, quiso hacer de las batidoras de vaso el producto más buscado de la temporada.
Y no se equivocó.
De vuelta a su tienda, con una temperatura más agradable en el ambiente –las obras llevaron a reestructurar la concepción de escaparates y movió de sitio el mostrador central-, se encontraba quitando el polvo precisamente en la zona de pequeños electrodomésticos cuando alguien susurró a sus espaldas.
Era una voz femenina y dulce.
Se giró sorprendido y se halló a menos de un metro de una hermosa morena de unos 27 años engrasada de la cabeza a los pies. ¿Cómo fue posible que no la sintiera, que no la olfateara, que no la intuyera?
Miró al suelo y comprobó que la joven se deslizaba sobre un calzado compuesto de tejidos vegetales y suela de caucho, chanclas inspiradas en algún modelo oriental. Siguió alzando la vista –reinaba el silencio, la paz- y encontró una capa de aceite más gruesa en la separación de los senos de la chica, que casi iban al aire, excepto la aureola y la punta de los bustos. Pensó que no era normal tal exhibición pero que debía ir acostumbrándose a ella, porque en poco tiempo sería una imagen de rutina; cada verano las mujeres utilizaban menos telas para vestirse. Y la poca que hacían servir, era cada verano más transparente.
Debía de acostumbrarse. Eran las reglas del juego.
El rostro de su clienta era atractivo, también con rasgos orientales, teñido por un color anaranjado, proveniente de varias sesiones de rayos ultravioletas. La joven se cuidaba, era obvio, y además cuidaba su educación.
El proveedor sabía que estaba a punto de vender una depiladora, pero, sin saber exactamente por qué, no se lanzó. Continuó observándola con recato y eso provocó que el silencio se prolongara y fuera ella la que ayudara a resolver la pausa:
-Veo que tienen arreglado lo del aire acondicionado- dijo con tono jovial.
-Sí, tanto va el cántaro a la fuente…
-Es una lástima que hayan tenido que cambiar las piezas de lugar. Ya estaba acostumbrada a pasar por aquí y mirar mis cosas directamente.
-¿Tus cosas? ¿Cuáles son tus cosas?-jugó el comerciante.
-Bueno, quiero decir mis objetos de consumo, los aparatitos que utilizo y que cada vez duran menos.
-Sí, es cierto…Antes fabricaban los electrodomésticos, los autos, todo para toda la vida. Pero, en cambio, ahora consumimos más y de eso vivo precisamente.
-¡Vaya!, qué lástima de empleo, con todo respeto- interactuó ella mientras dejaba el bolso en el suelo.
-No, no me has entendido. O quizá no me expresé lo suficientemente bien. Quise decir que vivo de las ilusiones, de la posibilidad de que tal o más cuál gente vuelva pronto y así la puedo volver a escuchar.
-Eso está mejor, más poético. Tenga usted cuidado con la coronaria.
-Hago deportes, deportes de mesa, que son relajantes. Y me entretengo buscando recetas para licuadoras.
-He venido, por cierto, a buscar una.
En ese instante se le derrumbaron las palabras que tenía preparadas para comenzar a empaquetarle una depiladora. Aunque se excitó con la posibilidad de hablar sobre sus mejunjes caseros, fríos y espesos.
Sin gastar demasiado tiempo ni palabras, terminó vendiéndole la misma máquina que él tenía. Era potente y, en relación calidad/precio, era la mejor. Le advirtió que el olor a circuito eléctrico quemado era normal, que no lo tuviera en cuenta, o que, en su defecto, lo disfrutara como algo extraordinario. La chica estaba de vacaciones, según dijo, y se dio a la tarea de completar su apartamento con algún electrodoméstico novedoso y eligió ese, por recomendación de una amiga adicta al gazpacho andaluz.
El dependiente quiso envolver el equipo en papel de regalo y ella no lo dejó. Le ofreció, en cambio, un detalle. Era una depiladora pequeña que funcionaba con pilas solamente, especial para viajes o excursiones a balnearios de verano. La sacó debajo del mostrador, con ese arte que tienen algunos profesionales de atribuir un obsequio sin que el cliente sienta que es por compensación, sino que se hace por simpatía.
-Es un regalo- dijo a secas, sonriendo.
-¡Uf!, justo lo que menos necesito-aseguró ella.
El hombre se quedó sin palabras. No supo reaccionar, puesto que se trataba de un objeto siempre bien recibido y, además, lo primero que sintió fue desprecio, irracionalmente.
-Es que estoy depilada con láser, y eso es para toda la vida.
El tendero no acababa de reaccionar. Solo sonrió y la joven fue condescendiente con él. Se comportó de una manera natural. Era cliente de allí, aunque su interlocutor no la recordara. Era una muchacha muy suave y amable, con apariencia volátil, algo extravagante. Se notaba que llevaba una vida cómoda y que quería probarlo todo. Con la misma elasticidad de sus palabras, retiró el pantalón de lino de su pierna izquierda y la subió al mostrador.
-Mire. Aquí no saldrán vellos jamás-le mostró una pantorrilla brillosa producto de un aceite aromático.
Volvió el silencio a la sala, por desgracia del hombre, que no sabía a qué atinar. Sintió el deseo de preguntarle a la chica que si podía tocar la piel, aunque se reprimió. Preguntó, a cambio, una curiosidad:
-¿Ese resultado es producto de una sola sesión?
-No, de varias, pero ya he terminado el tratamiento- argumentó ella.
-¿Y es caro?
-Sí, pero vale la pena.
-¿De cuánto estamos hablando, si no te sabe mal decírmelo?-insistió el mayorista.
-De tres mil euros, en total.
-Eso es dinero. Pero, en fin, cada cual…¿Sabes que hay otros países en los que predomina el culto al vello?
-Sí, es una cuestión cultural. Yo, en cambio, siento como si me hubiera quitado un peso de encima.
-Y te lo quitaste, porque el vello pesa- dijo el hombre observando la pierna anaranjada de la chica, todavía encima del mostrador.
Como era un sujeto con clase, no se permitió retirar la oferta del regalo. Insistió para que se lo llevara a alguna amiga, para que se acordara de ese humilde vendedor que agasajaba a sus clientes con un premio ajustado a la temporada. Estaba con las palabras un tanto atragantadas todavía. Nervioso y frustrado por la equivocación, aunque satisfecho por haber aprendido algo nuevo. La venta de la batidora estilo americana le produjo un giro en su estado de ánimo. El gran preludio comercial de su otro producto favorito había comenzado.
El adiós se imponía y el ser detallista que estaba a cargo del establecimiento prefirió acabar la gestión:
-No te pierdas, guapa. ¡Y no dejes más el bolso en el suelo que se te va el dinero más rápido!- dijo moviendo los brazos.
-¡Ya ves! Acabo de dejarme algo aquí-sonrió la clienta.
-Espera, me quedo con una duda. ¿La depilación que te hiciste es general?
-Sí, no me gustan las cosas parciales. La zona pélvica también estaba incluida en el tratamiento.
-¡Qué lástima!-suspiró el hombre.
Ella se encogió de hombros. Un giro cortés del cuerpo de la chica marcó el final. Detrás del adiós, ofreció su espalda también descotada. El comerciante la acompañó a distancia hasta la puerta si mediar más palabras.