jueves, 26 de marzo de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (V)



Salté del tren. No exagero.
La maquinaria, el pescante del vagón, quedaba muy por encima de los límites naturales para el descenso de un anciano. Yo estaba a punto de cumplir los 40, pero las oportunidades de desembarco eran las mismas de una persona cansada, toda vez que llevaba encima dos maletas enormes y 14 horas de viaje. Cuando el convoy se detuvo, busqué el vacío como si me precipitara libremente desde una altura atmosférica, haciendo equilibrio con las maletas y tratando de llegar al cemento en cuclillas para que las valijas no se estamparan de golpe. Aterricé suave, pues, sin perder el equilibrio, dejando el grueso de la maniobra para que lo soportaran mis talones.
Me recuperé rápido y miré a mi alrededor. Estaba en Asturias, un lugar, una región, un principado. Sobre todo acababa de llegar al cimiento de una historia imaginada tantas veces…Porque Asturias dio vida a la anciana de los bajos del apartamento de mi padre. De allí salió hacia Cuba hecha una jovencita, a principios del siglo XX, y nunca perdió su acento. Asturias me sonaba por la sidra y por el queso de Cabrales, por las canciones de Víctor Manuel y por la imaginación.
Hubiera querido a alguien en ese preciso instante en el que uno llega al lugar soñado. No había un alma en la estación. Mis anfitriones no habían llegado aún. El tren entró adelantado y me envolvió la soledad de un andén larguísimo, de un paisaje ferroso como suelen ser los deltas de las estaciones de trenes, el traspatio, el mecanismo de bambalinas que nadie usa como recuerdo, o casi nadie. Bajaron escasos cinco pasajeros –yo entre ellos- y se perdieron enseguida. Me quedé girando la vista sobre el mismo eje de mis zapatos, hasta que descubrí que debía fumar para establecer el inicio de una nueva vida.
Mis maletas pesaban una tonelada. Iban tan compactas que no se atrevieron a abrirse en ningún momento. Yo no quería pensar en la hora de deshacerlas. Hay cosas demasiado tristes que en la práctica de otra persona parecen un sistema o algo sin importancia. El juego de las maletas era y es un trámite pesado en mi vida. Las maletas resumían el viaje en sí mismo, el porvenir y también el legado reciente de Anna, a quien encontré cuando prácticamente tenía facturado el equipaje. Y también las maletas eran peso muerto, fastidio, falta de libertad, arrastre y almacén de datos. ¿Por qué no podía dejarlas, si me estaban lastimando la espalda, si se suponía que en Asturias, como en Barcelona, podría adquirir bártulos nuevos?
El equipaje era una estratagema para mitigar la soledad.
Con él me instalé en la soledad de una habitación de un barrio periférico de Gijón. Lo dejé en el suelo, en un rincón, y al fin tuve las manos libres para intentar abrazar a la gente. Para gesticular con amplitud. Pasado el mediodía, ya estaba allí, en un mundo nuevo. Estaba observándolo todo, escuchando las explicaciones de la joven que me dio albergue, digamos que Elizabeth, quien fumaba un cigarrillo tras otro porque no encontraba el punto de saciedad.
Elizabeth también había sido imaginada. Era hippie en los dos campos, en la imaginación y en la realidad. Me la habían dibujado con pocas palabras pero, desde Barcelona, no quise oírlas, no quise prejuicios, no quise pensar por adelantado simplemente por respeto a alguien que te ofrece su casa sin transacciones monetarias. Para mí valía más la acción, la actitud desprendida de ella. Como era, como me trataría ser vería después.
Sabemos que es imposible dejar ese campo vacío en un trayecto tan largo, 14 horas vigilando las maletas para que no cayeran del techo del vagón e hirieran a alguien. Sin embargo, lo que pensé sobre ella coincidía bastante con la primera imagen que tuve delante. Me estaba enseñando sus grifos rotos, sus espacios a media luz, el cuarto de música, la cocina destartalada y la vida por hacer. Todo un mundo abierto a la bohemia, con salpicaduras de sal, con olor a mar bravo y el gris del cielo amenazando constantemente.
A través de mis amigos –que se despidieron con cariño después de dejarme instalado- Elizabeth quedaba en primer plano. Me presentó enseguida a su perro peludo y lío un cigarro delgadito con una habilidad impresionante. Yo seguía queriendo olvidar mis dos maletas mientras ella me preguntaba sobre el viaje.

(Continuará…)

lunes, 16 de marzo de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (IV)


Sentado en el camarote del Talgo me removió la certeza de que podemos llegar a ser grandes coleccionistas de objetos ociosos. Miraba mis dos maletas encaramadas en la parrilla superior, y sentía la proximidad del Síndrome de Diógenes, y tuve deseos de abrir las valijas y sacar cosas y tirar los paquetes por la ventanilla.
Emigrar, volver a empezar debería ser solamente eso. No arrastrar con recuerdos materiales que, posiblemente, no encontrarán sitio en el lugar de destino. Mis amistades de Gijón me habían ofrecido un albergue transitorio, sin coste monetario alguno, en la casa de una muchacha que vivía sola, quiero decir, sin otra persona, porque tenía un perro. A mí me parecía poco cargar con dos maletas en las que, presuntamente, viajaba la mayor parte de mi vida. Fue en el tren donde me di cuenta de que la mayor parte de mi vida no estaba en los días de España, sino en los de Cuba, y por tal razón no podía viajar dentro de aquellas maletas.
¿Qué había entonces encaramado en las parrillas del cubículo del vagón?
Había ropa de invierno, y eso estaba justificado. Pero también había mucha pacotilla.
La pregunta surgida en ese trayecto fue por qué no depuré la pacotilla en el momento de hacer las maletas. ¿Por qué el viaje, el propio transcurso del ferrocarril, las horas de desplazamiento que me dejaban pensar me situaron en la razón de la limpieza general hasta llegar a lo imprescindible, si yo lo había hecho antes, si lo había hecho cuando salí de La Habana y en aquel momento la distancia física a la que me exponía era mayor?
A mi lado subían y bajaban gentes que tomaban el tren para tramos cortos, tramos intermedios. Probablemente yo era uno de los pocos pasajeros que hacían el itinerario completo, un viaje de unas catorce horas con salida nocturna de Barcelona y llegada al mediodía a Gijón, atravesando España en diagonal y cambiando de clima, de paisaje, de estilo de vida en el sentido más particular de las regiones. Al salir de la estación de León, ya me sentía cansado de acomodar mis glúteos en el asiento, de estirar las piernas en los trayectos en los que no tenía nadie delante, y de encogerlas debajo de mi cuerpo, dobladas, cuando estaba repleto el compartimiento. Me había cansado de mirar gente y analizarla, o psicoanalizarla a través de sus palabras y sus ademanes, si fumaban o no y de estudiar la frecuencia de los cigarrillos. Tenía tiempo para observar, para alternar la observación con una lectura, a trompicones, de un libro sobre Cuba, el peor entretenimiento que se me pudo ocurrir para un viaje que significaba una segunda emigración.
Jamás fumo en los viajes. Siempre reservo el cigarrillo para el momento en que desciendo del tren y me siento en el banco de una estación. Ese momento también pasó por mi mente durante el viaje, elucubrando sobre el compendio ambiental de Gijón, pero ese sentido está solo reservado para cuando uno llega al lugar. Viajar, viajar solo, viajar en busca de la felicidad.
La felicidad en aquellos momentos estaba supeditada a la legalidad.
Es curioso cómo ahora que poseo un permiso de residencia y trabajo -temporal- busco la felicidad en otra cosa. Pero el tren en primer lugar me llevaba hacia un contrato de trabajo ofrecido por mis amigos a través del teléfono, hacia un cambio de aire, transitorio o permanente, pero un cambio de aire al fin y al cabo. Era fácil decir que nada me ataba a Barcelona. Después comprendí que aquella expresión era una excusa. Sí me ataban sentimientos, me ataban días de trabajo subterráneo y me ataba el descubrimiento de un mundo nuevo y de la libertad de expresión y de movimiento. También me desataba la búsqueda de un contrato laboral, algo que en la ciudad donde estaba situado, hasta ese momento, no era posible.
Recordé el viaje que hice en un tren de La Habana a Santiago de Cuba. Aquel duró 24 horas, y la distancia era más o menos la misma. Ahora estaba situado en los Picos de Europa, en uno de los conjuntos montañosos más altos de la península ibérica, estaba situado a unos 2 mil 500 metros de altura. Había quedado prácticamente solo en el camarote, en mi asiento de donde apenas me moví de principio a fin. Miré hacia abajo y me pareció que volábamos con suavidad, me pareció que el tren era una serpiente planeadora cuyas secciones se doblaban y desaparecían dentro de túneles por lo que, obviamente, yo también pasaba. Jamás en mi vida había presenciado una obra de ingeniería como aquella. Una línea férrea que atravesaba montañas inmensas como un reptil caprichoso que va devorando suavemente los obstáculos, mientras se desplaza hacia un lugar impreciso, no avisado, no comentado excepto por el silencio y el rugir lejano de la locomotora. Era inédito en los días de mi vida el paisaje roto por la secuencia del tren, aquel paisaje colgado con hilos de la catenaria, secuenciado por el miedo de caer al vacío y por el alivio de recuperar la perspectiva del viaje, el bálsamo que provoca darse cuenta de que es un privilegio estar allí.
¿Cómo asimilar la altura, la presencia de la mano del hombre en aquella obra majestuosa que servía para enlazar el mar cantábrico con el interior frío y firme de España? ¿Cómo interpretar la decisión de sacar un billete en un lugar mediterráneo y desembocar en otro mar llevado por el tren? ¿Cómo creerme libre y sentir miedo al mismo tiempo?
La visión de un tren sin humo era también inédita en mi vida. Un tren que avanzaba dejando gente por el camino, sin hacer ruido pero penetrando en los volúmenes rocosos como hace un hombre que comienza el domingo poseyendo a su mujer, luego de una noche larga en la que no quiere llegar a ningún lugar. Solo desea vivirla.


(Continuará…)




martes, 3 de marzo de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (III)



Su nombre era como un apellido, como un apellido sonoro y clásico, con cierta fonética femenina, pero esto último era, sin lugar a dudas , más una labor del campo referencial en el que nos movíamos de niños. Podría llamarse Alicia y sin embargo se llamaba Alonso.
No era grácil ni poseía una nariz grande. Era un redondo y corpulento ser que, al igual que Alejandro, gozaba de los pequeños privilegios de la vida ministerial, las pequeñas dispensas que ofrecía el pertenecer a la más elevada nomenclatura del cuadro de mandos del país. Era juguetón, travieso como cualquier niño. Su comportamiento era, no obstante, educado y abstraído, pues sus descargas canallescas, propias de su edad, se veían obligadas a menguar en público, una especie de censura ordenada desde arriba porque al fin y al cabo vivíamos en el socialismo utópico donde había que cuidar la imagen.
Alonso y yo éramos vecinos; no solo de pupitres, sino también de calle.
Cuando uno emigra y pasa el tiempo y uno se ve obligado a reconocer la distancia física y emocional con aquellas cosas ordinarias de la vida, reflexiona y busca sin querer las referencias de antaño. Es como si una voz interior te hablara de tu pasado, de tu infancia, y ahí es cuando comienza un autoanálisis de nuestra personalidad. Encontramos muchas respuestas que antes no pasaban por la cabeza ni siquiera teníamos la necesidad de buscar. Éramos como éramos y eso bastaba para aceptarnos, o, mejor dicho, para vivir sin aceptarnos. Cuando uno es niño y carece de algo, sufre, y seguramente Alonso y Alejandro también carecían de cosas que otros niños sí teníamos. Lo cierto es que sus figuras infantiles se me aparecían una y otra vez cuando estaba cerca de cumplir los cuarenta años, dando los pasos preliminares de una nueva vida en otro lugar muy lejos y sin la posibilidad de buscar a ningún ser querido.
Yo pensaba que uno emigraba de una sola vez y se establecía en un sitio y se aprendía de golpe las calles y la historia locales, que el esfuerzo y el desarraigo se sufría una sola vez en la salida del aeropuerto y en los minutos en los que el avión despega. Estaba convencido de que no había tiempo para el arrastre de ideas porque el camino que venía necesitaba de ti, necesitaba de nosotros. Creía que éramos importantes y que un lugar nos estaba esperando.
Fue muy duro comprobar que no es así. Por lo general no es así.
De manera que una segunda emigración hacia Asturias me provocó más melancolía que emoción, por el simple hecho de que era forzada, porque estaba escapando de la cruda comprobación de que en Barcelona había mucha gente interesante buscando su lugar en el espacio, incluso gente nativa, con más ventaja, con más coraza que la mía. Es cierto: yo no tenía coraza.
Por aquellos días, en una cena de fin de año, había conocido a Anna. Era una mujer especial, con el tempo reposado sobre la experiencia y sobre los palos que da la vida. Su corazón también estaba marcado por el desarraigo, con la diferencia de que vivía en Barcelona hacía mucho tiempo y tenía la ciudad en un puño, en un golpe de muñeca con el que señalizaba fácilmente una dirección, una puerta. Anna me dejó entrar en su casa y me subió a su mesa rodeada de amigos, espléndida de cariño y paz. En ese tiempo yo era un manojo de tristeza. Llevaba más de tres años cuidando a un pobre hombre cuya jubilación le llegó al mismo tiempo que la terrible enfermedad de Párkinson, con unas horas más que aplastantes, lentas. Demoledoras. Eran los tiempos de los parques de Barcelona, de las sillas de ruedas y la hipocondría.
Me había vuelto neurasténico sin darme cuenta, quizá por la cercanía a los medicamentos, por sentir el dolor tan cerca aun cuando mi cuerpo era saludable. Anna había detectado mis ojeras crónicas que sobresalían de una mirada extraviada y color malva. Lo curioso de todo esto es que no me di cuenta de cómo fue que llegué a ese punto sin sentir la desesperación. Ahora mientras escribo estas líneas me duele más y me siento más desesperado, ahora que todo aquello ha quedado atrás y que no me planteo salir de aquí.
La voz que me llegaba de Asturias, de Gijón, no tuvo que esperar mucho por mi respuesta. Gijón era un lugar nada más, un destino donde vivía un par de amigos que sentían mi extinción personal, mi delirio en la continuidad del día a día. Yo estaba en condiciones de semi esclavitud, pero yo no lo sabía, me lo advirtieron ellos.
Después del fin de año, un momento ideal para romper con todo o casi todo, dije que tomaría un ferrocarril transibérico porque seguía sintiendo en mi fuero interno que alguien o algo me esperaba en algún lugar, que me había equivocado de destino y yo seguía siendo imprescindible.
La fuerza de la autoestima fue la que me ayudó a superar los malos momentos, la que me salvó de no caer en un profundo abismo una vez corroborado que mi lugar no estaba en Asturias. Pero esa verdad tuvo que esperar una semana.
Antes de marchar, la escena en la que Anna me ayudaba a acomodar las dos maletas con toda mi vida dentro fue la que más me marcó. Estábamos en un piso alquilado en el que yo vivía y ella me miraba con reservas y respeto al mismo tiempo. No quería que me marchara, pero la decisión estaba tomada antes de nuestra era.
Me acompañó a la estación, un gesto impagable el resto de mis días, porque hubiera sido peor dejar Barcelona solo.
Una semana más tarde, Anna estaba en el andén contrario esperando el Talgo, tren de largo recorrido, cuando le avisé que volvía al mismo lugar.
Su presencia en aquellos momentos, su memoria, tuve que compartirla con la pujanza de los días de la escuela que se hacían cada vez más persistentes. Alonso fue el que más recordé durante las jornadas del norte, preguntándome qué sería de su vida, si el hecho de ser hijastro del ministro de educación, del Gallego Fernández –que en realidad era asturiano- le había otorgado otros privilegios concernientes a la frontera de los cuarenta años.

(Continuará…)