jueves, 30 de abril de 2009

Una foto de María Espeus


Me encanta mirar esta fotografía con los ojos cerrados. La llevo dentro de la piel, como si fluyeran desorganizados todos los elementos y mi subconsciente compusiera la imagen a su libre albedrío. Me reconozco en ella, me veo entre la pátina general del campo abierto que allí se expone. Duermo con el plano debajo mi almohada, sembrándome recompensa, porque sé que la vida nos devuelve las circunstancias transfiguradas, los paisajes, los olores y el sabor del aire.
Bendita sal.
Esta gráfica es como un fertilizante que se unta una sola una vez, pues una vez la vi y no tuve valor para buscarla de nuevo; para buscarla de verdad, quiero decir. Me pregunto si María pasaba por allí, si ese joven pasaba por allí, si, por algo especial, pasaba un avión. Y no tengo más respuestas que las que yo mismo quiera darle. No intento volcarme en la razón. Desvirtuaría la poética de la imagen. Todos sabemos -¿todos lo sabemos?- que por el Malecón no pasan aviones, casi nunca, para no ser absoluto. Salvo competiciones aeronáuticas muy esporádicas, está prohibido volar a baja altura, planear, liberarse. Y como está prohibido, más interés provoca la instantánea, a los que nos marchamos de ese lugar porque intuíamos la existencia de planeadores en otros lugares del mundo.
Ahora María Espeus viene a confirmarlo, con un dedo que respondió milagrosamente al lugar y el momento fugaces, “eternizando” –no sé si existe este verbo- un lugar afín a muchas personas, un escenario donde corrimos, caímos y amamos.
Me veo al fondo, en un balcón, tomando café con mi padre, debatiendo el punto de partida del avión. Me veo dentro del joven que está en primer lugar, siento que soy ese sitio, ese cielo y -¡qué triste!- ese aeroplano.
Antes de conocer esta foto, como muchos refugiados, soñaba con aviones. Ahora sueño con diversos elementos y termino componiendo esta gráfica a altas horas de la noche.
Gracias, María, por registrar ese lugar para la memoria colectiva.

Para ver la foto, pinche aquí:

http://www.mariaespeus.com/index.php?apt=4&lang=0&idPublicidad=26&idImg=57


Nota: en estos días, y hasta el 14 de junio, María Espeus muestra otras de sus obras en el Palu Robert, de Barcelona.

jueves, 23 de abril de 2009

¡Estas armas y esta ciudad!



Querido viejo:
Desde que salí de casa por la mañana, me asaltan floristas, mujeres y hombres. Me apuntan con la bayoneta roja envuelta en papel celofán, como si estuviera mi vida en juego. Me cortan el paso, se cuadran en actitud militar, me entierran la mirada ofreciéndome un fusil. Entonces continúo mi camino y siento como me encajan el arma por la espalda, sin más recurso que la traición, sabiendo ellos que en la próxima esquina otros intervendrán mis pasos.
Hoy esta ciudad es un tenderete continuo, un mostrador de rosas búlgaras y de decenas de otros países, de los más increíbles, de los más lejanos. La televisión adelantaba que se estaban importando flores latinoamericanas, porque las de Cataluña no daban abasto, además de que se encarecían cada año. Pensando en los cubículos para flores reservados dentro de los aviones, apretaba el paso para no llegar tarde al trabajo, y fui postergando la compra, un poco para desafiar a los escuadrones de las calles, y también otro poco para comprobar hasta qué hora estaría la ciudad en esta faena. Desde que estoy aquí, todos los 23 de abril me la juego. Aguanto hasta el final de la jornada para participar del regateo en el precio de una flor. Me pregunto por qué no puede ser cada día así, por qué el ser humano es mimético, por qué nos movemos por fechas señaladas para vestir una ciudad de esta manera que he visto.
Al mediodía, pensaba instalarme en la biblioteca para escribirte, todavía sin flor, pero me sorprendió la puerta de la institución cerrada, mostrando alegremente un cartel que daba cuenta de que bajaban persianas a media tarde por Sant Jordi, un caballero que me ha tomado como su representante y, por tal motivo, acepto con gusto las felicitaciones que me dejan en el teléfono.
Tomé el bus a casa, para descansar y escribirte estas líneas. En la esquina de mi edificio –ten en cuenta que vivo ahora en una zona que parece un pueblo pequeño- habían instalado un cuartel general. De allí salió una voz femenina más dura que la de un sargento rabioso. No solo la voz; se me cruzó la chica, como era de esperar, con la ametralladora en ristre. Era –el arma, no ella- un tallo verde lleno de espinas que terminaba en pétalos amarillos, y estaba cargada con un par de espigas silvestres, púas crecidas a la orilla de un río, sin más contemplaciones. La joven, rubia, sudada, me dijo lo siguiente:
-No te resistas. Estas son especiales…
-No te creo-repliqué.
-Si no las llevas, tu mujer pasará de ti esta noche-reaccionó rápido aquel espectro ambulante.
-La savia la llevo dentro, pero dame dos- solicité.
-¿Es que tienes dos mujeres?
-Tengo una, pero por si acaso…
Nos echamos a reír los dos, viejo, yo pensando en ti, en el cambio climático y en muchas otras cosas que te interesaron siempre, como, por ejemplo, la ley de la oferta y la demanda. Pagué seis euros en total, tres por cada flor.
Es un robo, pero, si nos ponemos a pensar, perderte a ti ha sido el mayor robo de mi historia y eso todavía no se lo he reprochado a nadie.
Así que continué mi camino, los pocos pasos que me quedaban para abrir la puerta, arreglar un jarrón pequeño y sentarme a escribirte. Hoy hubieras cumplido 65 años. Ya te lo he dicho en otra ocasión: me gustaría vivir en otra ciudad para que esta fecha sea un motivo más íntimo con respecto a ti. Te quiero con el alma.
Tu hijo Jorge

martes, 21 de abril de 2009

Vergüenza propia, un buen comienzo



Quisiera una semana de vacaciones para comenzar a poner en orden mis sentimientos. El trabajo detrás de un mostrador, vendiendo planchas para el pelo, para la ropa, para cocinar, vendiendo televisores, lavadoras, neveras, vendiendo algo tan espiritual como puede ser un reproductor de música en formato comprimido, me consume todo el tiempo.
Este blog se escribe desde una biblioteca municipal en el horario de almuerzo, dos veces, o una, a la semana. Quisiera al menos que el horario de almuerzo fuera más extendido para reflexionar en paz todas las noticias que llegan a través “del cable”. Hoy he revisado la prensa cubana del exilio y veo que las cosas están cambiando. Después de cincuenta años, dos glorias de la música, Omara Portuondo y Olga Guillot, se han vuelto a encontrar. Lo asombroso no es la coincidencia en un mismo lugar y tiempo, sino la buena voluntad de dirigirse la palabra. Omara, a quien la picaresca popular ha bautizado como la espía del fabuloso grupo Buena Vista Social Club, está tan mayor que vio el encuentro con su antigua compañera como una oportunidad histórica; y Olga, desterrada emocionalmente por la revolución de su país, le tendió la mano a lo que queda de vida, a lo que se pueda recuperar de la historia.
Los historiadores que comiencen a ejercer ahora tendrán que apurarse. Me da la impresión de que esto se está acabando. Un poeta del exilio, también mayor, Rafael Alcides, ha dicho en un encuentro de poesía de la Rioja, en España, que a veces se siente avergonzado de no haber muerto, aludiendo a la decepción que le ha supuesto la revolución cubana. Eso es muy fuerte, decir eso es tremendo.
A veces me siento avergonzado de haberme marchado de mi país. Ese sentimiento es difícil de sobrellevar. Sobre todo si, a veces, me siento tranquilo por haber conocido otro mundo y haber realizado viajes y acciones imposibles de realizar en Cuba. Me pregunto cómo se puede vivir en paz si un buen día descubrimos que somos esclavos del trabajo, de un trabajo que no es el que nos gusta hacer, pero que nos proporciona el sustento para no estar allá.
Ahora mismo que está el Facebook interconectándonos, reencontrándonos muy a pesar del tiempo transcurrido, ahora que ha salido un presidente norteamericano a hablar de nuestras familias, ahora que descubro, a través de internet, a decenas de artistas cubanos que se marcharon del país, y fueron proscritos en su lugar de origen, ahora que una amiga de la universidad, desde Florida, donde vive la gran mayoría de los que se fueron, confiesa no poder con la nostalgia de este blog, porque le afecta, le suma más nostalgia a la que ella posee, ahora me pregunto si tendremos fuerzas y tiempo para responder a todos los emails que forman parte del encuentro de nuestra nación.

jueves, 16 de abril de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (VIII y final)



Mi plan consistía en comunicarle a mi anfitriona –a Elizabeth no, sino a mi amiga lugareña- que me dejara en la estación de trenes con maletas y todo. Ese todo del que hablo se refería, por supuesto, al mal sabor de boca que llevaba.
Así lo había decidido cuando hablé por teléfono con Anna.
El apartamento de Barcelona había quedado sin mis electrodomésticos –excepto la nevera-, pues los había regalado y tirado algunos a la basura. Se trataba de visualizar un panorama semidesértico por el que rondaban aún varios recuerdos desagradables, aquel compendio de contratiempos, escaramuzas y miserias humanas que adelgazaron mi vida durante los años en que aprendí a estar fuera de mi país. En realidad ese resultado no se tiene nunca. Es un decir. Se pueden hacer más llevaderos los días, se puede incluso tratar con garras a la cotidianidad, amarrarse a un estilo de resolver las cosas, pero el sentimiento de estar fuera de sitio es permanente. El viaje de Barcelona a Gijón –y viceversa- no era otra cosa que un viaje dentro de un viaje, teñido de mala suerte, claro, porque me podían haber salido mejor las perspectivas.
Sin embargo, había que probar. Siempre supe –lo supe luego, cuando ya estaba fuera de Cuba-, que no es igual si te lo cuentan. El pudiera haber sido no vale mucho para tejer una historia personal.
Gijón es una ciudad encantadora, con la escala física perfecta para caminar, con el mar abierto enfrente, algo que seduce mucho a la hora de pensar en los límites de la Tierra, en las fronteras geográficas que están trazadas por cartografía y nos obligan a concebir las distancias y los viajes de una manera racional. Gijón era entonces el borde del camino, el destino, la franja utilísima del equilibrio emocional cuando uno siente algo de existencialismo en su personalidad, era la cuerda que te lanza tierra adentro de rebote, el fin del peligro, el clímax de la exploración. Era el casco antiguo ajustado para perderse por las tardes, en una medida humana y sensata. Porque, al igual que su borde marítimo, tenía el cerco urbano acogedor, con sus casas bajas y sus plazas recónditas, con la gracia del nombre de Jovellanos por todas partes, algo que me remitía a Cuba con cierta ternura. Y tiene a Oviedo al lado, a un salto de tren. Y tiene un candor en mis sentimientos voladores, una reminiscencia suave de un pueblo, por ejemplo, como Gibara.
Gibara comenzó a pasearse por delante de mí, albergando el surrealismo toda vez que por ahí caminaban mis compañeros de escuela primaria, los hijos de los generales, los descendientes de ministros y viceministros. Nunca estuve allí con ellos, solo que el tiempo, la sensación de mudarme a otro confín del mundo me permitía mezclar sin reparos. Los teatros de Gibara –hoy en ruinas- tienen las mismas dimensiones que los pequeños coliseos de Gijón, y el olor a sal y marisco, la curva del litoral haciendo una C y recogiendo a la gente luego de sus viajes mentales. Gibara cabía en un puño comparado con Gijón. Gijón cabía en una mano comparado con Barcelona. Barcelona me ofrecía una expansión ficticia por ser una majestuosa ciudad, y, sin embargo, lindaba con un mar cerrado.
El pequeño pueblo pesquero de Gibara había quedado en mis recuerdos como una fotografía hecha desde arriba, desde una colina, y parecía un rincón dormido. Los techos destruidos, los cables de luz y teléfono fláccidos, pelados; el teatro principal –no el cine/teatro donde daban las habaneras- cerrado a cal y canto esperando a que terminaran los tiempos de olvido; y la línea de tren rota a la entrada, partida en dos. Era un pueblo aislado con el que soñé vivir alguna vez. Ahora en Gijón tenía esa posibilidad con muchos más recursos materiales y no menos encanto.
Se me resistía la entrada definitiva. Se confabularon la mala suerte y la mala educación y me tuve que ir, no solo en concordancia con el mantenimiento de la dignidad, porque ciudad había de sobra, sino, sobre todo, tenía que ganar tiempo para regularizar mi situación legal.
Anna, por teléfono, me ofreció ser mi empleadora del hogar para que yo fuera su mayordomo. Una puesta en escena, solo eso para engañar al gobierno.
-No te puedo ofrecer más- me dijo-pero pudiera dar resultado.
-Sé que lo haces de todo corazón. ¿Qué más se pudiera pedir?-me salió decirle de pronto.
Una vez dentro del coche de mi amiga, estupefacta ella al verme con las dos maletas tan pronto, le pedí el camino de la estación de trenes. Le mentí. Le dije que se me había abierto una puerta en Barcelona –cosa que era verdad- y que los trámites consulares en el norte se me harían más complicados porque Gijón no tiene oficina cubana, y había que desplazarse hasta Santiago de Compostela. Todo eso era cierto. Entonces omití el verdadero motivo que me dio Elizabeth, el pulsador que fue para que dejara su casa en menos de 72 horas.
Mi amiga me acompañó hasta el tren. Más aun: me abrigó hasta el vagón, hasta mi asiento. Me compró una revista para el viaje y trató de interpretar mis ojos, la mirada extraña que llevaba encajada. Fue cautelosa, y no hundió ningún interrogatorio en ese preciso instante en que un vagón es solo un pasillo de distancias y desconcierto. Hablamos poco. Llegamos justo con el tiempo necesario para sacar un billete y subir, acomodar las maletas y esperar el silbido del oficial de línea.
Aun así, yo no acaba de asimilar que Gijón había terminado. Estaba allí movido por una fuerza interior, por la soberbia, también por la sospecha de que, por primera vez en mi vida –además del momento en que decidí abandonar mi país- tenía la clave para optimizar el tiempo.
Le dije a mi anfitriona que la llamaría al llegar a mi destino. Ella me abrazó.
De esta escena ahora hacen tres años. Nunca la he vuelto a llamar. Y todavía no sé bien por qué.
Ella tampoco ha vuelto a llamar.

martes, 7 de abril de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (VII)



El paseo marítimo de Gijón no estaba abierto del todo, a pesar de su encanto, a pesar del privilegio que significa estar allí. Tenía techo, pero era una cubierta plomiza. Durante los días que lo recorrí, me embargaba la terrible circunstancia de sentir el agua por todas partes, esa caladora llovizna que no se ve, que te empapa los huesos y te hace rendir en la eterna búsqueda de la felicidad.
Luchando contra la persistente manía de querer extrapolar las cosas –querer encontrar a ciertas y determinadas personas, compartir con ellas el reciente panorama, compartir la diversidad de criterios y el miedo a lo nuevo-, me pasaba las horas corrigiendo el defecto. Cada realidad tiene sus características, sus gentes, sus maneras de vivir, su naturaleza particular, su clima propio. Yo lo sabía. Sin embargo, me podían más los recuerdos y las ganas incontrolables de comparar. Eso es lo que tiene haber vivido en otro país. Haber nacido y crecido lejos, pero no solo lejos físicamente, sino también con abundante distancia social, económica, política.
Me pasaba las horas bajo el agua del Cantábrico suponiendo cómo se pudieron aplatanar en Cuba los emigrantes asturianos, cómo echarían de menos ese cielo gris y esas colinas verdes, sus minas de carbón, sus animales, su pescado fresco, su leche de cabra, su sidra lanzada al vacío y rota en el borde de un vaso, sus paseos dominicales por ese litoral, su recogimiento en las casas de piedra, sus encantadores hórrios; sus visitas a Oviedo, la ciudad señorial, su literatura local, cómo echarían de menos a su idioma con la forma enclítica.
Yo caminaba con un perro que me hacía de lazarillo. Era un animal peludo y alegre, tan feliz que era difícil controlarlo, porque se lanzaba a la calle sin mirar, sin escuchar el sonido de los automóviles. Ese animal torpe y despistado, saltarín, intuitivo, habitaba la casa adonde fui a parar. Elizabeth, su dueña, me pidió una vez que lo sacara a dar una vuelta. Acepté con gusto. Me encantan los perros, y éste, en particular, acompañaba a un excursionista que empezaba una nueva vida. El perro me hacía feliz y me tiraba de la cuerda muy a propósito de mis viajes astrales. A finales de semana, Elizabeth me llamó a la cocina y me pidió algo verdaderamente inquietante. Al principio dije que sí, quiero decir: inmediatamente dije que sí, sin pensarlo, porque me consideraba en deuda con ella y además era una mujer, y no me estaba pidiendo que durmiera con el animal, o algo por el estilo. Fue una petición, desde mi punto de vista, desmesurada, poco táctica, pero, en fin, yo estaba prestado, y no era la primera vez que pernoctaba en calidad de favor humanitario.
Después de que le dije que sí, algo me estaba carcomiendo por dentro y no sabía qué era. Decidí bajar a la calle a fumar un cigarrillo –no era imprescindible bajar de aquella casa repleta de ceniceros-, y utilicé el pretexto de sacar un rato al sabueso. Cuando escuchó su nombre –el perro, no ella- saltó del suelo y me trajo en la boca la cuerda de pasear. Bajamos a toda prisa, tirado yo como un carretón de caballos, porque Ulises –pongamos que era el alias del peludo- estaba alborotado con la excursión extraordinaria que le había regalado la vida, que en realidad le había otorgado su dueña. Porque fue ella la que provocó mi desconcierto. En una mano iba Ulises y en la otra el paraguas. No tenía maniobra alguna para sacar un cigarrillo. Avancé hasta el mar, arrastrado y temiendo que fuéramos a molestar a la gente. No había muchas personas, es cierto, ahora lo recuerdo, porque me sentí absolutamente extraño, en un lugar extraño al que llega de repente un cuidador de animales, un cuidador de alquiler. Logré detener a Ulises con voces de mando hasta que lo arrimé a mí con la rienda corta. Él no tenía reparos con la lluvia. Diría que el chubasco lo hacía feliz. A mí me estaba mojando el alma y me chorreaba el pelo. No se veía un lugar donde escampar. Recordaba constantemente la cara de Elizabeth diciéndome que nos íbamos a empapar, que fuéramos por debajo de los balcones.
Saqué el teléfono de un bolsillo y llamé a Ana, con urgencia.
-Hola, ¿estás bien?-me preguntó.
-No. Tal vez yo esté equivocado, pero siento que me han tratado como a un trapo.
-¿Qué pasó?
-Elizabeth, la chica que me dio alojamiento –le conté a Ana atormentado- me pidió que esta noche no fuera por la casa hasta tarde porque tiene una cena con unos amigos y van a conversar de trabajo. No sé adónde voy a ir. Sí sé-continué-.A casa de mis anfitriones, pero es que ellos viven en las afueras. Además, apenas conozco la ciudad, y hace frío, y no puedo gastar dinero. Pero, mira, es que me he sentido desplazado.
-Te sientes ofendido. A veces la gente se pasa…-respondió Ana en el acto.
-Creo que no fue nada elegante mi casera. Hay otras maneras de hacer las cosas. Si me llevó a su techo no me puede pedir eso. O sí puede, porque lo hizo, pero yo tengo mucha dignidad…
-Y no la pierdas, por favor. En Barcelona todavía tienes un piso, no lo olvides. ¿Y qué pasó con el contrato de trabajo?
-Bueno, eso tampoco fue posible. No había nada claro, solo la intención de ayudar. Pero esas cosas pueden suceder. Eso no ha sido lo peor.
-Lo peor, Jorge, es la mala educación de la gente. Coge el primer tren que encuentres-solicitó esa voz que sufría el hecho en carne propia.
En ese mismo instante decidí volver.
Acaricié al perro. Logré sacar un cigarrillo y encenderlo. La escena ocurría a la intemperie. Con la sangre caliente –el mejor o el peor estado para realizar las cosas, para tomar decisiones- marqué otro número acto seguido. Contestó ella, la mujer asturiana y buena amiga que me había ofrecido un punto de giro en mi vida, la que quiso, con toda la buena intención del mundo, que mis pasos se encaminaran por allí, utilizando el compás del norte, que es otro modo, tan válido como cualquiera, para buscar un derrotero que te permita mirar la vida con perspectiva.
Le dije a mi amiga, quien había estado en La Habana con su familia, que pasara a recogerme porque esa noche no podía dormir en el sitio donde me dejó. Lo que no le expliqué fue mi plan. Lo tendría todo empaquetado, poco deshecho, pues las maletas estaban casi en el mismo lugar.
Elizabeth tampoco sabía nada. Ana me esperaría en el otro extremo de la línea que era en los bajos del país, tomando al Mediterráneo como un sur, un lugar de partida que ahora me esperaba como el resguardo que no por duro deja de ser dulce. Y en ese lugar no cabían más miedos. Todos los temores allí estaban pasados por la piedra de amolar. La ciudad adonde volvía había dejado de ser virgen.

(Continuará…)


jueves, 2 de abril de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (VI)




Otra vez Jovellanos. Jovellanos. Jovellanos. Jovellanos por todas partes. Aquel nombre, en mi memoria, era un pueblo de la carretera central de Cuba, ubicado en una zona azucarera y negra, rumbera y señorial. Era la villa de una antigua novia; ella blanca, coqueta, con reminiscencias burguesas a juzgar por su educación y costumbres dominicales, y también por las dimensiones del caserón que habitaba junto a su madre y abuela, todo un matriarcado al que yo asistía cada dos o tres meses. Y entonces me perdía por los cañaverales al atardecer, buscando guayabas –era el pretexto para demorarnos- dentro del universo de aquella joven universitaria venida a más, porque recuerdo que resultaba intrigante su sabiduría casi científica de cómo utilizar el tiempo en su cuerpo. Me arrastraba por las plantaciones verdes del azúcar mientras yo me moría de miedo al no delinearse una salida por ningún lugar, y me adentraba estirándome del brazo por un surco infinito y cada vez más denso, hasta que, perdido, me dejaba llevar y lograba despejar mi mente de dudas. Entonces la muchacha me decía que se había equivocado de camino, que las guayabas rojas estaban dentro de sí misma, y me tiraba de la camisa. Así disfrutaba yo invariablemente los viajes a Jovellanos, herido en el sentido recto de la expresión, pues las hojas de carrizo cortan.
Fueron los años de la carrera, pero no todos, sino, al menos, un par de ellos. Me pasaron por delante de la vista como una retahíla de fotogramas de diapositivas. Estaban volviendo unos viajes por carretera que ocurrieron unos quince años atrás, y se habían quedado retenidos en la memoria pasiva, en mi memoria histórica. Solo hacía falta que mi cuerpo –y mi mente- viajara a Gijón, donde todo, o casi todo, se llama Jovellanos. El teatro, la estación…¿Qué más importante se podría nombrar?
Cuando uno acaba de llegar a un sitio donde se supone van a transcurrir muchos años, y, encima, ese lugar lleva el nombre de otro que ya existió y que no se le parece en nada, excepto en la activación de los recuerdos, el desconcierto que se crea es brutal. Hay que averiguar por qué los dos enclaves llevan el mismo nombre. Pero mientras tanto hay que suponer que la vida no nos ha llevado por casualidad otra vez al mismo punto. Al mismo punto.
Volver a sentir el olor intermitente de la melaza, volver a escuchar las hojas apartándose del camino, y percibir el color verde y el rasguño en la piel. Escuchar la voz de ella invitándote a avanzar hasta el infinito, perseguir sus caderas cuando la duda ha pasado, olvidarte del almuerzo que acaba de ocurrir, de la espera de la gente, olvidarte de las abuelas, de las madres, dibujar en tu mente una fruta fresca, aromática, repleta de semillas, jugosa.
No. Nada cuadra. Excepto el nombre.

(Continuará…)