miércoles, 24 de febrero de 2010

Murió ayer en huelga de hambre



La noticia se venía venir por el deterioro total de la salud de este hombre de mi generación (cuarenta y pocos años), producto de una huelga de hambre que inició a finales del pasado año.
Había sido condenado a tres años de privación de libertad por oponerse al régimen totalitario de Cuba, pero, valientemente, nunca calló su razón dentro de la cárcel y se le fueron realizando consecutivos juicios sumarísimos sin apenas garantías legales, hasta que su condena ascendió a más de veinte años.
No tuvo hijos. No supo lo que es un Estado de Derecho porque prefirió el camino de la denuncia abierta a la dictadura desde su propio país. No intentó marcharse como fuera posible, en una balsa al pairo o en un avión engañando a las autoridades, como hizo este que escribe.
Su madre hoy lo llora sin lágrimas. He escuchado su voz a través de grabaciones que llegan desde la isla por internet, y no le tiembla el verbo, no llora. Confirma que lo han dejado morir, que indujeron su muerte.
Lo velarán en Banes, en la provincia de Holguín, al este de La Habana, en la carretera Embarcadero número 6, al pie del altar de su progenitora.
Los foros de debate que se abrieron en el mundo entero para, de alguna manera, solicitar clemencia hacia este hombre, daban cuenta de que el motivo de la huelga de hambre era simplemente reivindicar que las autoridades carcelarias lo identificaran como prisionero de conciencia, y no como un común delincuente. Como castigo, le impidieron tomar agua durante 18 días, una medida que le provocó un fallo de riñón.
Hoy mismo es noticia la aparición del nieto número 101 de las Abuelas de la Plaza de Mayo, activistas argentinas víctimas de otra dictadura latinoamericana. Siempre me he preguntado cómo se puede ser víctima de un estado dictatorial y apoyar a otro. Porque estas madres y abuelas apoyan el castrismo.
Estas incoherencias tardarán mucho tiempo en resolverse.
Muchos somos o hemos sido víctimas de largos años de propaganda, aquella que aún hoy habla de una Cuba linda y soberana, de una Cuba que se plantó a su enemigo en sus propias narices. Una Cuba que, para no pocos argentinos, sin ir más lejos, es el país modelo.
¡Qué triste confusión!
Salvemos la memoria de Orlando Zapata Tamayo.

lunes, 22 de febrero de 2010

Como Penélope en una estación



A las cuatro de la tarde estaba sentado en la barra del Mudanzas, uno de los bares más antiguos de Barcelona que sirve copas y cafés en la intimidad menos sola, siendo posible, a esa hora, en los predios del viejísimo barrio de La Ribera, hablar con el barman de cosas puntuales.
No había casi nadie. Éramos los primeros, los adelantados clientes que hacíamos sobremesa o simplemente un café vespertino con el fin nada siniestro de conocer a alguien. De lo contrario, como este que escribe, los pasos nos habían llevado hasta ese lugar sin saber con exactitud por qué. ¿Fue acaso porque alguna vez quise cerrar filas en ese lugar amable, bien conservado, donde existe alguna posibilidad, por mínima, de conocer gente?
Miré el reloj y me pareció encontrarlo en el mismo lugar, detenido como si algo grande fuera a suceder entre el arco de las cuatro y las cuatro y cinco. Esa fue la sensación que tuve cuando me vi allí en la barra, en ese mismo lugar al que me llevaron no sé cuándo y tampoco quién. Pero estaba seguro de que alguien me tuvo que llevar porque no soy un descubridor nato.
Media hora antes, estaba firmando en el Registro Civil mi carta de libertad. No existen otras palabras más que esas. Carta de Libertad. Como la que obtuvieron los esclavos en la isla de Cuba incluso antes de que se la otorgaran a sus semejantes en los Estados Unidos. ¿Pero qué haría yo a estas alturas?
Sobre todo cómo afrontar un nuevo estatus y un nuevo nacimiento, en otro lugar y sin embargo en el mismo. Ha sido tan largo el camino –casi diez años desde que dejé mi ciudad de origen- que a uno se le quitan las ganas de celebrar una Carta de Libertad tan demorada, como un tren que no llega, que se avisa y se desconvoca, como ese convoy que trae buenas nuevas y aún no ha salido de su comienzo.
Me habían preguntado media hora antes si renunciaba a mi nacionalidad anterior. Dije que no automáticamente, sin conocer las consecuencias. Una cosa es el Estado y otra la Nación.
-Renuncio al Estado anterior- pronuncié en voz alta estas palabras y la funcionaria me miró como se mira a un loco.
Había sido un trámite demasiado simple y rápido para mi gusto, un trámite similar al de pagar un recibo de la luz en un banco. Yo acodado en un mostrador, de pie, y ella, la funcionaria, sentada y escamoteada detrás de la pantalla de un ordenador. El público escuchando, escuchando los nombres y apellidos de mis padres y mis abuelos, atento –aunque con disimulo- a mi vida. ¿Acaso se preocuparon por mi vida cuando me encontraba en la encrucijada de no tener Estado que me representara, una odisea callada que duró hasta ahora?
La pregunta de si juraba o me comprometía ante la constitución española, el rey y la patria -¿qué patria, pensé?- tenía que ver con ser o no ser católico. Todo en voz alta, rellenando un modelito de los tantos que tiene en juego la administración del Estado.
-Soy agnóstico…
La funcionaria volvió a levantar la vista para encontrarse con algo en mis ojos que le indicara si continuaba o si me enviaba al infierno.
-Dígame: ¿jura o promete?-volvió a preguntar.
-Supongo que lo segundo-pero esta vez bajé la tensión con una sonrisa.
Me preguntaron si mis padres estaban casados cuando nací, si me acordaba de la fecha de su boda en tal caso.
-Estaban casados. Tengo el álbum de bodas conmigo. Pero no me acuerdo de la fecha. Fue en verano…
La funcionaria rectificó en voz alta los datos obtenidos. Se encasquilló con el nombre de mi abuela materna que se llama Domitila…Hasta que lo consiguió. Estaba clarísimo. Me preguntaron si quería mantener mi nombre de pila o cambiarlo por otro nuevo. Me acordé de mi padre que debía estar escuchando todo desde un lugar tranquilo y, por fin, en paz. El Viejo, mi querido viejo, me aconsejaría que no hiciera caso de los detalles del trámite y sintiera la esencia como un reconocimiento a mi trayectoria, limpia y digna, porque la dignidad es, recordaría, la mejor compañía que uno pueda tener.
Me sorprendieron todas estas preguntas. El cuestionario era como un test de agilidad mental. La funcionaria podía haberme ayudado un poco pero no lo hizo. El resultado fue que me quedé con mi nombre de siempre, con doble nacionalidad –me importa un carajo el Estado- y una promesa al rey; a un rey decorativo que garantiza el buen funcionamiento del Estado español.
Según los trámites burocráticos para la obtención de la nacionalidad española, he vuelto a nacer.
¿Dónde?
Esa es otra cuestión que me hace gracia.
En una oficina de un registro civil de Catalunya, un país dentro de otro, y así hasta el infinito.
Tengo que pensar que he obtenido algunas cortesías por venir de un país que en su día fue una colonia española.

En la barra del bar todo es igual que antes. El barman es una máquina y tiene ganas de conversar. Todavía no sé exactamente quién me llevó allí por primera vez. No tengo claro, incluso, si volví simbólicamente ese día porque el bar se llama Mudanzas. Decido contarle mi vida a ese hombre joven que se mueve por todo el salón como si le hubieran inyectado cafeína directamente en las venas. Le narro mi vida por capítulos, entre viajes a las mesas, como Penélope que espera pacientemente porque su razón de ser está en la espera.
Penélope está entre vías.
Yo me veo así, ganando por etapas, esperando, como el mejor de los pacientes, esperando a que el reloj avance y mi mujer salga del trabajo.

Foto: Eduardo Fernández Zamora

viernes, 19 de febrero de 2010

Bárbara y La Moña




El nuevo dibujo de los catalanes

Hacía mucho tiempo que no pasaba por Antilla, el salón de baile donde me juré, hace casi una década, que iba a salir adelante.
Allí conocí gente de todo tipo, amores fugaces, cubanos ambientosos y traficantes de todo tipo de sustancias, incluyendo esa que no es tóxica pero derrumba una elefante. Claro, esta última, llamada Nostalgia, termina siendo tan corrosiva en los primeros años de un emigrante que vale la pena luchar contra ella para abrirse caminos.
Así hice, por prescripción facultativa propia, hasta que fui dejando Antilla poco a poco y me dediqué a la cultura local, que es más arquitectura y gastronomía que música, ciertamente. Porque en Antilla quemé un poco mi salud trasnochando y “empalmando” noches con días cuando yo era asistente geriátrico, un nombre que suena bien fino ahora, pero entonces me raspaba el alma constantemente. Entonces era un emigrante ilegal –lo fui durante años- y reía enormemente por dentro al estar seguro de haber escapado de una dictadura. Con esa simple receta era feliz aunque, claro, tenía diez años menos.
Anoche volvía a pasar por la antológica sala de la calle Aragón y me encontré un panorama enaltecedor. Allí actuaba una jazz band, La Moña, conformada mayoritariamente por músicos peruanos arraigados en Barcelona, salseros por definición pública, no solo en las presentaciones del conductor del programa sino porque se notaba también en el espíritu de aquel estilo original de Nueva York, popularizado sobre todo por la Fania All Star.
Aunque el sonido estaba pésimo, pudimos disfrutar de la voz femenina de la banda, una preciosa mulata afinadísima y con un timbre bello, en el estilo de las formaciones actuales del ámbito del Caribe que desarrollan la llamada salsa comercial. Ella se llama Bárbara, tiene 26 años y nació en Cataluña, hija de madre catalana y padre cubano. Además de expresar todo un sentimiento hacia esa isla donde no nació aunque seguro la vive de alguna manera –cantó temas conocidos en versiones de Celia Cruz e Issac Delgado-, Bárbara dio fe de ser un trazo del nuevo dibujo de hijos de emigrantes cubanos, enraizada en una tradición familiar que no nos ha podido robar –por suerte y muy a pesar suyo- el (des) gobierno de los hermanos Castro.
Hasta ahora pensábamos que sólo un fenómeno tan emergente –cargado de talento, de “sabor” afro/hispano/antillano- podía darse en los EEUU, sobre todo en la zona de Miami o Nueva York, donde han nacido otros cubanos aunque lejos y no al margen de las fronteras naturales de los ritmos tropicales. Pero no, también los cubanos hemos emigrado hacia todas partes, hacia confines donde cuesta que se acoplen nuestras costumbres y, en fin, nuestra manera de enfocar la vida. (Véase si no está claro el caso más emblemático, el del legendario Bebo Valdés, prácticamente desconocido en Cuba aunque famoso en el resto del mundo).
Lástima que La Moña estuviera tan apretujada en un escenario pequeño donde apenas podían moverse y que el sonido de la sala no los acompañara. De cualquier manera, se agradece escuchar una orquesta en directo, se agradece el empeño de que Antilla se vuelque sin frenos en la ruta de la Salsa en Barcelona, esta ciudad que vivimos y sufrimos cada día desde todos los estados de ánimos posibles. Me ha encantado verlo todo mezclado, como en Nueva York, salvando, por supuesto, las distancias geográficas y demográficas. Esto es lo que hace falta. Si algún día pudiéramos prescindir del chovinismo podríamos llegar al ambiente y el desprejuicio de la Gran Manzana, donde el talento fluye sin calzadores porque la personalidad histórica de ese lugar radica precisamente en el multiculturalismo.
Anoche fui extremadamente feliz viendo cómo la gente bailaba sin temor a miradas examinadoras y sin miedo a los stándares de la vida. Anoche se me ocurrió pasar por Antilla para recordar viejos tiempos y para brindar por mi trayectoria, porque ayer fue el día en que me comprometí en lealtad hacia la constitución española, su rey y esta patria ibérica. Ya sé que son chorradas (parafernalia pura y dura), pero hacía falta un pasaporte que ofrezca más libertad.
Ayer firmé una nueva partida de nacimiento en los registros civiles catalanes, pero la historia de cómo fue la contaré en otro capítulo, para no desvirtuar la fiesta.


Fotos del autor.
Vea la programación de Antilla aquí.

martes, 16 de febrero de 2010

Vente p’ Madrid (un caso intemporal)



Cuando salí de La Habana –diría la canción-, de casi nadie me despedí, por razones obvias que supongo se comprenderán. Viajé, hace ahora nueve años, con un pasaporte oficial tramitado por la Unión de Periodistas de Cuba, rumbo a un simposio equis del que me aproveché piadosamente.
De esta manera es complicado pensar en despedidas puntuales, sobre todo si tu director general te dice que has sido autorizado por el Comité Central para representar la Cultura cubana en el evento de marras. Primero hay que tratar de mantener la mente fría para hacer una pequeña maleta donde quepan algunos recuerdos indispensables y luego tomar copas de ron en la justa medida, aligerando los nervios sin perder la compostura.
Pero veamos que, ciertamente, el mundo es un pañuelo. En Madrid acabo de reencontrarme con mi querido amigo René Espí, uno de los que dejé “en el aire” y con la palabra en la boca, y nunca mejor dicho si tenemos en cuenta que él escribía entonces el programa Los grandes todos, la enciclopedia de Radio Ciudad de La Habana que se encargaba de recuperar mediante la música toda una época, pasada, olvidada y casi nunca tratada en su justa dimensión. René era –y es- un joven, más o menos de mi edad, aunque con la impronta definitiva del sonido de los años cuarenta. Adora esos tiempos como si los hubiera vivido, una cosa rara si se juzga a priori su apariencia de hippie o rastafari.
Lo cierto es que aquí se da el caso de la transposición de planos temporales a conciencia, una especie de autosugestión provocada por la temática que mayormente se trató en su casa. Y es que René es hijo de Roberto Espí, un galán alto y arreglado que dio imagen, vida y filosofía al Conjunto Casino, el más emblemático de los denominados grupos musicales “para blancos” en este formato, con guitarra en lugar de un tres.
Yo me estaba graduando en la Facultad de Periodismo con una tesis sobre el –digamos- antónimo conjunto de la época, el de Arsenio Rodríguez. ¡Y eso que soy blanco! Pero da igual: Arsenio, el analfabeto, negro, santero y ciego maravilloso había sido olvidado con toda la intención de las jefaturas culturales de nuestra querida isla. Y en el camino del rescate entroncábamos René, por razones elementales de tradición familiar, y este servidor. Nos conocimos una tarde en su casa del Casino Deportivo, cuando mi compañera de investigación, Alina Méndez, y yo fuimos a entrevistar a su padre. (Es pura casualidad la concordancia entre el nombre del conjunto de Roberto Espí y el de su barrio).
Después, la vida me puso a cargo de una columna diaria que se titula Entérese, en la página cultural del periódico Granma. Eran notas capsulares en las que se anunciaban inauguraciones, defunciones y conciertos, entre otros acontecimientos pasados por el tamiz de la censura. Un día cualquiera, llamaron desde la dirección municipal de Cultura para informar que, el domingo siguiente, se inauguraba en el Casino Deportivo la Peña Roberto Espí, una noticia que podía haber pasado de largo si yo no hubiera levantando el teléfono. Con la voz bastante afectada, me giré hacia un lado y le pregunté al “especialista” de música popular del periódico, el indescriptible Omar Vázquez, si Roberto Espí se había muerto.
-¡Claro, chico!, ¿no lo sabías?- respondió.
Redacté, sin consultar ninguna otra fuente, la nota de la inauguración de la peña, agregando el “detalle” del fallecimiento reciente del connotado vocalista y director del Casino. Para mí era evidente, según la tradición “revolucionaria”, que cuando se le pone el nombre a algún lugar, cosa o actividad es porque la persona ha muerto. Salvo dos excepciones que me vinieron a la mente en ese mismo instante en que redactaba el suelto informativo: el perfume homónimo de la prima ballerina absoluta cubana, y por otro lado la compañía también de danza de Lizt Alfonso.
Además, mi colega, que llevaba muchos años de trasiego en el mundillo de la música popular bailable y sus verbenas, me habló con tanta seguridad que no había lugar a dudas.
Como sabía que nadie iba a cubrir tan “insignificante” noticia, el domingo fui con mi cámara fotográfica a la inauguración de la peña. Al llegar al barrio, repleto de gente en la calle, vi sobresalir, pegada a un micrófono, la cabellera blanca de Roberto Espí.
El instinto de conservación me indicaba que debía desaparecer corriendo, sobre todo cuando escuché entre el murmullo que alguien decía:
-Ahí está el periodista que lo mató.
Sin embargo –y ahora me alegro de haberlo hecho- decidí darle el frente a la situación. Ese domingo terminamos tomando ron con el “viejo” Espí en la sala de su casa, yo abrazado a Renecito, su hijo, mientras nos hacían una foto de grupo en la que también figuraban Tito Gómez, Fernándo Álvarez y Alfonsín Quintana, entre otros boleristas que hicieron toda una época gloriosa.
Han pasado muchos años y, aunque todo quedó arreglado y yo siga queriendo olvidar la cara de beodo de mi ex colega Omar Vázquez, todavía me remueve la vergüenza. Por tal motivo, cuando Renecito me contactó a través de Facebook y me alegré no se sabe cuánto al decirme que estaba en Madrid, removí en su memoria el tristemente célebre pasaje periodístico antes de comprar el billete de avión.
-¡Tranquilo!-me reconfortó ahora como si fuera aquel domingo de diciembre de 1995, cuando quise que me tragara la tierra-. El viejo siempre se reía de eso; se descojonaba de la risa.
Renecito me llevó a su casa de Madrid en un taxi nocturno blanco, de esos que cruzan los barrios sin navegadores electrónicos a bordo, ya que el conductor se conocía todos los recovecos de la gran urbe. Una vez en su “despacho”, mi gran amigo sacó una guitarra, una botella de Pampero y un puñado de boleros de su autoría. (No recuerdo bien si fue en este orden).
Su herencia estaba intacta; enriquecida, digamos, con los años y los vaivenes de la emigración. Nos preguntamos qué coño hacíamos ahí en Madrid, hablando y cantando con música vieja. Con esos bolerones de victrola, madre mía, que son la perdición.
Al cabo de una hora, el periodista había olvidado todo y se dedicaba a sufrir desde la distancia viejos amores, incluyendo el idilio sostenido con la música de esos años a los que, de alguna manera, pertenecemos casi todos.




Notas
.En la imagen superior, Renecito Espí, compositor y productor musical. Su fascinación es reconstruir una época muy dispersa por culpa de la censura oficial.
.Aquí a la izquierda puede verse el recorte de prensa de la nota que redacté después de aquel domingo, publicada en Granma como si no hubiera pasado nada. Los editores me recomendaron que lo hiciera así. (Pinche sobre la imagen para ampliarla).Pero en días sucesivos llegó una carta de un lector dirigida a mí, en cuyo interior no había misiva alguna sino los dos recortes de prensa y un signo de interrogación. La notica inicial donde estaba el error no vino en mi dossier desde La Habana. No sé por qué.
. Roberto Espí falleció en la capital cubana el 14 de mayo de 1999, unos pocos años después de la nota de prensa “fatal”. Octogenario, todavía fumaba su legendario tabaco torcido y tocaba la guitarra.

lunes, 8 de febrero de 2010

Vente p’ Madrid (tercer movimiento)



Tengo una amiga que vive en la ribera del Manzanares. Hace cerca de diez años prescindió de su pequeña isla para ir adonde la llevara el viento. Tras una breve estancia en Ámsterdam, ciudad flotante y perfumada por el cannabis, recogió sus maletas rumbo a Madrid, con la ilusión de reencontrarse con viejos amigos de la Isla de Pinos que se dedicaban a la música popular.
En Madrid le abrieron las puertas en una de las viviendas de planta baja, con techo de tejas, que conforman un curioso reparto residencial cerca de la Casa de Campo. A la vuelta del tiempo, luego de atravesar varios años “sin papeles” y ocuparse en el servicio doméstico de la zona, mantiene una sonrisa espectacular, pero no de esas aparatosas, sino la sonrisa suave y sincera que se ofrece a cambio de nada, desde que amanece hasta que la razón le indica la necesidad de dormir. Incluso durmiendo es bastante frecuente verla sonreír.
Ha adoptado las maneras felinas de Madrid, porque en esa ciudad se duerme poco. La noche es tan larga como una autovía perfectamente iluminada, con tres o cuatro carriles para cada sentido. Ella viaja a través de la noche porque, aun prescindiendo de su isla chiquita –la que está al sur de La Habana, despegada de la isla grande-, encuentra en el diálogo la mejor manera de resarcir todo tipo de pérdidas que pudieran rondar en su cabeza. Así, nos dieron las cuatro y las cinco y las seis de la mañana perdidos en los recuerdos de lo que fuimos y en la evidencia de lo que somos ahora.
Somos cuarentones –nos reíamos de eso-, pero unos cuarentones que empiezan de cero a construirse todo un mundo alrededor. Esto tiene sus ventajas y sus contratiempos.
Si uno logra tomar el pasado como una referencia y no como coartada –se suele hacer esto último muy frecuentemente-, es más fácil sonreírle a la vida y en general a todo el mundo. Me recordaba mi amiga que tenemos una sola vida y ésta debemos aprovecharla, sobre todo, con dignidad y con maneras creativas.
Cuando desperté en su casa una mañana soleada de este invierno loco, ya ella estaba trabajando frente al ordenador. Tenía un desayuno de reyes preparado en la cocina y me aguardaba sin nervios para pasear por los alrededores. Me encantó verla conjugar su trabajo con ese maravilloso don de anfitriona que tiene. Disfruté, envidioso, su talante, su aplomo para conseguir de las horas un lugar donde descansar la vista y reposar las dudas. Aunque pueda parecer que tiempo y espacio son dos categorías diferentes, ella supo unirlas y hacer que la disfrutáramos juntos.
Como un baile de salón, reposado y rítmico, me llevó por su lugar de fuga. La orilla del Manzanares es un paseo tranquilo, al menos en la zona cercana a la Casa de Campo. Incluso existe allí una urbanización que se llama San Pol de Mar, igual que un pueblo costero del Maresme catalán. Me preguntaba yo en silencio de dónde viene toda esa ilusión, mientras cruzábamos un puente romántico y observaba cómo los pescadores devolvían al agua su captura.
Es puro entretenimiento, higiene metal, fuga.
Nos despedimos en el puente, de manera simbólica. Creo que no fue casual. Mientras nos abrazábamos, llegaron gaviotas pequeñas y rebuscaron en la superficie del río, en el mismo lugar donde los pescadores habían soltado vivas las truchas. Volví a cuestionarme en silencio qué hacían allí, tan lejos del mar, unas gaviotas.
Me marché con la duda. Sin embargo, durante largas horas después, continuaba viendo la sonrisa de mi amiga emigrada, la que llegó un día buscando un simple lugar, y hoy está a punto de inaugurar una empresa propia de gestión cultural.
Durmiendo poco, eso sí, aunque confiando mucho en sí misma.

Foto del autor: desde el puente, a orillas del Manzanares.


jueves, 4 de febrero de 2010

Vente p’ Madrid (parte dos)



Alejandro Gutiérrez, uno de los vocalistas y compositores de Habana Abierta, tiene un espectáculo todos los lunes en La Negra Tomasa. Allí, entre platos de comida cubana y tragos que cuestan miles de maravedís, se escucha su timbre afinado y dulce, acompañado –él y su melodía- por una banda de jovencísimos españoles.
Hacen tres tandas para descansar entre actos.
Es impresionante cómo esos “españolitos” interpretan los instrumentos cubanos (paila y tumbadora) con absoluto sabor caribeño. Alejandro, de lejos, se parece a Benny Moré cuando dirigía su jazz band con gestos manuales. El público apura su yuca con mojo y su congrí para soltar la cintura, porque en este lugar, ubicado en el mismo centro de Madrid, se puede bailar sin problemas con nadie. Todo el mundo se conoce, y el que no, al menos una vez, ha soñado con el que tiene delante.
Sin vivirla en sus mejores años, pero sí estudiada con documentación dispersa, recuerdo La Habana de los años 50, la mejor época para la vida nocturna cubana y su farándula circundante. Llegan músicos de otros bares que van cerrando y recalan en el último reducto de la noche. Si es posible, si se tercia, desenfundan su instrumento (tómese a capricho el doble sentido).
Alejandro propone un repertorio integral. Habana Abierta, la banda que lo ha hecho famoso, esa que se rompe y se compone, está presente en algunos temas que salen a cuenta, como una dramaturgia escrita para no permitirse aburrir. Se ve que el anfitrión ha estudiado las características del público que pasa por allí. Hay gente de todas las edades y de todas las épocas. El recuerdo es algo que anda flotando en el viento, como diría el poeta. Y la nostalgia, está comprobado, es una cosa que vende. Es sustancia de mercado.
Se escucha “El Jamaiquino”, un tema de El Niño Rivera que hizo época en el repertorio de los conjuntos habaneros de los 50. ¡Increíble! ¿A quién se le ocurriría pensar que un trovador con plantilla en una banda de rock fusión echaría manos de esta reliquia? Y da más, para rematar a los nostálgicos y contentar a un posible espectador sudamericano que deambula buscando cualquier lugar: “La piragua”. ¡Esa cumbia riquísima que tocaban Los Latinos en los carnavales del Malecón! Años 70. Todo un viraje en la máquina del tiempo.
Me dijo una amiga cubana que vive en Madrid que esta ciudad está llena de músicos de la isla. Andan todos por ahí, entreverados con la noche y el amanecer. Poniendo sus manos en disímiles proyectos y buscándose el pan, como mismo hacían los de antes –años 40 y 50- en los clubes de la Playa de Marianao. Haciendo suplencias: esta es la gran fórmula que entrelaza todo un mundo lleno de talento, envidias y sensualidades.
Tengo que decir que en Barcelona no encuentro nada de esto. Si lo hay, por favor, que alguien me avise. Por supuesto, siempre y cuando los precios sean asequibles para un “pobre” melómano que un día descubrió, investigando, que esa separación de música para negros y música para blancos ha sido una gran fachada. Detrás del telón estaba todo mezclado. Sigue estando mezclado.
Espero que, al margen del golpe de efecto que significó grabar el disco de Habana Abierta 24 Horas –un arroz con mango inteligentísimo-, alguien esté registrando para la historia la bohemia de ahora.
Una bohemia que, tristemente, tuvo que irse de su lugar natural. Con público y todo.


En la foto del autor, un ángulo de la Gran Vía madrileña, la calle que nunca duerme.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Vente pa´ Madrid (Parafraseando)



Como reza o rezaría un tango, Madrid es una ciudad a la que hay que volver. No alcanza el tiempo en un primero, segundo, tercer viaje para conocer esta imponente ciudad que ha crecido hacia todas partes dejando al caminante a veces despistado y, más que esto, aturdido. El viajero que viene de Barcelona y está acostumbrado a orientarse cómodamente entre el mar y la montaña aquí tiene que claudicar; no es posible dominar la orientación desplazándose bajo tierra en trenes de todo tipo que van hacia todas las direcciones y utilizan diferentes niveles de profundidad como corredores.
Al salir a la superficie, luego de varios cambios de líneas, es vital dejarse llevar por el ritmo de la ciudad y no intentar descubrir rápidamente dónde estamos. Luego se sabrá. Lo importante es guardar energías para disfrutar de los lugares –incluyendo los bares, por supuesto- y después regresar al trasiego del subsuelo, y volver. Y así hasta el infinito.
Madrid es primero un bar y a continuación una ciudad. Todavía más en invierno, esta época en la que resulta imposible quedar con alguien a la intemperie. Por esa razón los bares están a tope todo el día, muy por el contrario a lo que se pudiera pensar en medio de una crisis económica. Ahí está el clásico bocadillo de calamares, un tentempié tan popular como el kilómetro cero que está marcado en la Puerta del Sol. Bocadillo de calamares con mayonesa y cerveza de barril, en cantinas abarrotadas de gente que casi grita para contar lo que necesite, saltando barreras de servilletas tiradas al suelo con estilo. Lo importante es hablar, beber y morder el calamar.
Así se conoce la gente. Muy pocas veces el primer contacto se realiza en los vagones o andenes subterráneos por donde discurre, digamos, una segunda vida parecida a la de las hormigas locas.
Pero veamos que el bocadillo de calamares no es precisamente un elemento frugal. Además de la mayonesa, contiene unos aros de ese bicho rebosados con harina y fritos. Son calmares a la romana, un plato que no existe como nombre en la capital de Italia.
No sé qué sería de Madrid sin los bocadillos, sin los trenes y sin la cantidad de gente que vive aquí. En esa misma medida, claro, te salen amigos por todas partes. Y ahí es cuando hay que tener tacto para quedar con todos –mezclándolos o no- en los bares de la zona norte, sur, este y oeste. Madrid, definitivamente, funciona como una rosa náutica en busca de un mar. Su río Manzanares, tristemente, se ha quedado atrás en el orden de las nuevas referencias. Ahora hay que fijarse en los edificios altos porque la capital de España ha decidido crecer hacia arriba.
Dos años atrás, las cuatro “bestiales” torres de negocios que aparecen en la fotografía no estaban. Y dice una amiga mía que vive al lado de ellas, en el barrio de Chamartín, que las construyeron en un plis plas. En un abrir y cerrar de ojos. O lo que es lo mismo, proporcionalmente: en lo que sirven un bocadillo de calamares.

Foto del autor, tomada desde la estación de Chamartín.