domingo, 30 de septiembre de 2007

Nitrato de plata



Una turista perdida en la ciudad se me acercó educadamente con un mapa mal encarado. Lo llevaba al revés. Me preguntó que si hablaba inglés y le dije que muy mal, tratando de dibujar una sonrisa para no ser descortés, pero creo que no me salió natural el gesto. En situaciones normales, siempre, levanto mis gafas de sol para comunicarme directamente con la mirada, como apoyatura. Pero esta vez no lo hice en seguida. Necesitaba estar solo y me senté en un banco a orillas de la playa para hacer tiempo, esperando a que llegara la hora de entrar a trabajar en un puesto sin mucha importancia si no fuera porque se trataba de mi primer contrato laboral al cabo de seis años viviendo en una especie de ostracismo involuntario. Llegué hasta el mar casi obligado por mis pies. No soporto sentarme solo en un banco cualquiera de un parque, mucho menos después de haber almorzado sin compañía en un restaurante. Ese día no tenía otra alternativa porque me habían dado hora para una pequeña intervención quirúrgica al mediodía. Hacía años que no almorzaba solo. Debe ser eso lo que me llevó a una introspección delicada a la intemperie, con el salitre mojándome el rostro, mientras miraba constantemente mi reloj de pulsera. Deseaba que pasara volando la hora que me quedó colgada entre una cosa y otra. Pero las manecillas de ese contador terrible de agujas apenas se movían.
Entonces, melancólico como estaba, saqué del bolso un aparato de música minúsculo y, como hace todo el mundo, me puse unos cascos, también diminutos. Empezaba a entrar el otoño con un viento suavemente frío, aunque se veían nadadores valientes o quizá personas que utilizaban el mar como terapia de choque. A mí lo que me mató fue el contexto, el contrapunteo entre el viento y el reloj. Sé que no es bueno pensar en pretérito cuando uno está retraído en un banco, a cielo abierto, mucho menos el primer día confirmado de otoño. Pero no me apetecía leer y no quería hacer llamadas por teléfono para decir cualquier cosa.
Hay un pequeño –por intimista- espacio recurrente en el que nos encontramos disfrutando de la melancolía. Es cuando, sin querer, nos ponemos a sacar cuentas de lo que ha sido nuestra vida, hasta dónde hemos llegado, qué hacemos donde estamos. Darme cuenta de que ese banco a orillas de la Barceloneta era algo más que circunstancial me removió el alma.
Me acordé, por supuesto, de mi padre, del primer rompecabezas que armamos y que nos llevó meses. Tenía una superficie de un metro y medio de largo por uno de ancho, y habíamos montado casi un laboratorio de trabajo en el que entrábamos hasta de madrugada, con los desvelos que tiene cualquiera. Cuando colocábamos una pieza, el grito de alegría se escuchaba en la otra punta de la casa. El puzzle se basaba en una imagen del Mediterráneo muy parecida a la que yo tenía delante, sentado sin saber exactamente por qué preferí aislarme. Dos mil piezas de un pasatiempos familiar que, después de terminado, mi padre enmarcó y colgó en una pared, y allí permaneció durante años, protegido por una película de nylon.
La conclusión que saqué, después de hablar con la turista que me interrumpió el viaje, fue que es necesario estar deshabitado de vez en cuando para que afloren estos recuerdos. La extranjera (lo digo como si yo no lo fuera) se retiró un poco cuando vio que me corrían lagrimones por debajo de las gafas de sol. No me dio tiempo a tirar de mis auriculares porque me hizo una señal de disculpas medio avergonzada, pero, así y todo, le hablé y le mostré mis ojos antes de que se fuera. Señaló con un dedo el lugar en el plano y maltraté el british con una voz acuosa y lejana. Me dio las gracias.
Cuando miré el reloj de nuevo, casi era la hora. Eché un vistazo al horizonte y noté que la luz me molestaba, incluso con los cristales protectores puestos. Una hora atrás había pasado por un quirófano de cirugía ambulatoria en el que me habían extirpado una pequeña verruga de un párpado. Por eso no fui a almorzar a mi casa y por eso llegué hasta la playa un día de trabajo en un horario inusual. La doctora me había dicho que se me quedaría una marca negra por unas horas, hasta que el agua corriente se encargara de retirar el nitrato de plata, la sustancia que ponen para cauterizar la piel. Lo que no sospechaba la facultativa –ni yo- era que, como bien titula un poemario cubano, alguien tiene que llorar, y eso puede ocurrir en cualquier momento.
Otoño 2007

jueves, 27 de septiembre de 2007

El peso de la piel desnuda



La última vez que hablé con ella fue hace un año y medio, y fue por teléfono. Estaba en Madrid y había llegado allí procedente de Zurich, lo que significa que sobrevoló Barcelona. Me llamó intempestivamente para comunicarme que dos días más tarde estaría aquí, en la Ciudad Condal, en la gran metrópolis donde nos conocimos y donde vivimos juntos seis meses. Se me asustó el corazón con la noticia de su viaje y rápidamente me compré ropa nueva, zapatos nuevos y reservé una mesa en un restaurante de diseño de la calle Enric Granados. Era verano. Nosotros nunca nos habíamos visto en verano. Nos tocó encontrarnos bajo un edredón prácticamente todas las noches de ese semestre en el que yo pensé que me moría de placer. Creí llegar a los últimos instantes de mi vida y no me importaba para nada tocar el fin con mis huesos sobre su piel.
Así pasé ese medio año, entre el edredón y sus poros abiertos de par en par.
Todas las noches, al terminar mi trabajo, viajaba en el último metro para encontrarla con un ropón de dormir azul por encima de las rodillas. Cuando se cansó de esperarme para cenar, me dio las llaves de su casa y me dijo que dispusiera de todo lo que encontrara en la nevera y que la despertara suavemente para hacer el amor. No capté la señal. Le hice caso y seguí tomando el último metro de la noche con destino a la periferia de la ciudad, donde ella vivía en un apartamento minimalista. No sé cómo pude regalarle medio año a una mujer de la que únicamente recuerdo tres frases y un cuerpo ardiente, pero a la que no he podido olvidar. Lo peor es que, de todo ese tiempo de mi vida, no recuerdo nada más.
La primera frase que memorizo es una gran torpeza, porque supongo que haya sido una torpeza:
“Mi madre no te quiere porque tú no tienes dinero”.
Lo que hice fue llorar, francamente. Era la segunda vez que me decían algo semejante en la cara. La anterior ocurrió hace muchos años, cuando yo tenía más o menos 18 y me iba al servicio militar. La novia que tenía entonces, nerviosa, angustiada, me confesó que su mamá quería para ella un estudiante universitario. Y me dejó. Hasta cierto punto encontré lógico que una chica tan atractiva como era aquella no quisiera salir con un recluta. Entonces me resigné y traté de olvidarla, porque otra cosa no podía hacer. Se llamaba Ivón. Todavía la puedo visualizar con su pelo crespo, negro, delgadita, con caderas anchas y los dedos largos. Nunca más la vi.
La segunda frase que todavía oigo pronunciar también es metálica, y salió de su boca suavemente, como solía hablar, con un tono bajo, con una sonrisa espectacular, mojada en saliva color rosa y brillaban sus labios, sin lugar a dudas:
“No quisiera perderte, pero he decidido volver a Zurich porque aquí gano poco dinero”.
La oí pero no la escuché. Estaba ella poniendo kilómetros de por medio. Esa noche, lo recuerdo perfectamente, volví a tomar el metro que cierra las estaciones. Por una parte esto último es una metáfora y por la otra no. Se me acabó el invierno y todo terminó.
¿A qué fui aquella noche? A lo mismo que no debía haber ido antes. Y a algo peor: a alimentar su tercera frase inolvidable.
Cuando ocurrió el terrible atentado a los trenes en Madrid, un 11 de marzo, hace ahora dos años, esa misma mañana yo dormía en su cama. Fue ella quien me dio la noticia por teléfono. Por la noche, cuando nos encontramos bajo su edredón, después de copular como bestias, le escuché decir la tercera que para mí es una mezquindad, porque supongo que haya sido una mezquindad:
“¿Ves? Con el atentado que ha ocurrido hoy tengo una razón más para marcharme de aquí”.
Y no tuve valor para vestirme, ir al cajero y localizar un taxi a esa hora de la madrugada.
Después de que se marchó definitivamente a su Zurich natal, su piel me estuvo persiguiendo largos meses y larguísimas noches. Quinientas noches, como diría el poeta. Pero logré salir de su envoltura por una sencilla razón: yo había sobrevivido a miserias mayores.
Hasta ese día en que me llamó de Madrid diciendo que pasaría por aquí, y me compré ropa nueva de verano, y reservé en un restaurante. Todo eso que hice no fue más que un acto reflejo de lo que me hubiera gustado hacer con una mujer inolvidable, pero ésta que venía no lo era, por mucho que hasta la fecha de hoy en que escribo estas líneas no he podido olvidarla. Y creo que no podré olvidarla mientras yo viva en este país y mientras yo viva en el mundo y cada año tenga un 11 de marzo.
Por fin reaccioné. Tomé el teléfono, también intempestivamente, y la llamé antes de que volara a Barcelona para comunicarle que no quería verla nunca más.


casi primavera de 2006

martes, 25 de septiembre de 2007

Perfume de Obbatalá



El último día de nuestras entrevistas, después del café en jarro caliente y ferroso, me tomó de la mano sin permiso y me dijo, halándome:

-Ven, te voy a enseñar mi altar.

Me condujo hasta una estancia pequeña ubicada al final de la vivienda, detrás de todo el orden doméstico de las cosas o, mejor, de sus cosas. Era un cuartucho sin ventanas, separado por una cortina de tela en el que solamente dormía una mujer, rodeada de flores y objetos diversos y, a veces, de comida. Entré amilanado, con una mezcla de susto y respeto. Y entonces centré la vista en una imagen de madera, mediana, toda blanca, con rostro femenino y vestido largo. A sus pies, bandejas aparentemente de plata sosteniendo varias masas de coco fresco. El olor era el que siempre sentí en esa casa, y que no sabía de dónde provenía.
Nadie me había explicado nunca por qué el hogar de los negros huele fuerte, particularmente raro, indescifrable. Ese día supe que ese olor es una mezcla de materia orgánica que habitualmente tiramos a la basura o ingerimos. Frutas, animales muertos, dulces caseros, flores, hierbas del bosque o del traspatio. Todo fresco o descompuesto. Y deja un efluvio permanente.
Los negros, por supuesto, sentirán un olor extraño en casa de los blancos.
En Cuba, aparentemente, está todo mezclado. Pero no es así.
La simbiosis se da en contadas ocasiones, cuando un “mundo” se acerca a otro gracias a un nexo espontáneo.
El altar que tenía delante era la representación concreta de Obbatalá, una figura originalmente masculina trasfigurada en mujer, debido al sincretismo religioso de la isla. Mi anfitriona se llamaba Mercedes, y era porque nació el día de la santa virgen.
Debió sentirse muy comprendida para llevarme a ver su espacio privado, el que le daba fuerza, donde pedía y agradecía a la vez, un dominio místico inédito en los días de mi vida, siendo yo, incluso, ya un hombre. Como me notó algo tenso, me fue explicando el significado de cada uno de los objetos (piedras y metales) sin soltarme la mano, mirándome a los ojos sin pestañar. Comprendí que, siendo una esponja como efectivamente soy, podía sugestionarme fácilmente entre esas cuatro paredes, y el olor, cada vez más fuerte, podía resultar vomitivo.
Me mostró, alejándose un poco, su ritual ordinario, más parecido a un carácter gestual de teatro que a un hecho intimista. Eso fue lo que percibí entonces, a conveniencia, aunque ahora lo repienso de otra manera. Vivíamos en un país cuyo gobierno nos había robado la fe en cualquier cosa que no fuera la doctrina marxista/leninista. A mí, no a ella. Por eso me resultaba difícil creerle, tomarme en serio su introspección. Le profesé, no obstante, el debido respeto.
La mujer, la mujer real, poco a poco, se fue entonando en un rezo lo suficientemente claro como para escucharse en ese ámbito, a pesar del susurro de donde provenía. Comenzó a danzar, ante la mirada estupefacta de quien escribe. Se concentró en la deidad religiosa que tenía enfrente y habló en una lengua desconocida para mí. Se giró de golpe y me dijo:

-¡Ya está! He pedido un camino para ti, en el que puedas realizar tus sueños.

Avanzó y me abrazó. Antes de marcharme, me invitó a su fiesta de cumpleaños, a la que asistí, y en la que sólo estábamos dos o tres blancos de la treintena de personas que había. No supe después si pudieron despacharse la cantidad de comida que pusieron en el cuarto de Obbatalá.

Aquella ocasión, evidentemente, almacené el santo de Mercedes en mi memoria, pero no quise, o no pude, tomármelo a pecho. Una vez aquí en otro mundo, en otro camino, como me dijo ella, he vuelto a recordarla en medio del tumulto que deambulaba por Barcelona buscando donde poner un huevo. Esta ciudad, físicamente, no daba abasto para tanta gente remolcada por la patrona, la Mercé, que, tradicionalmente, instala un festivo espectacular en el que la noche se hace eterna. Cerrando los ojos, trasportándome, alcancé una ráfaga de aquella emanación salvaje que una vez percibí, y que formaba parte de un mundo tan lleno de gloria como este otro.



Otoño de 2007


Nota: La evocación de Mercedes corresponde a una serie de entrevistas que realizamos Alina Méndez Bravet y un servidor en casa de Cheché, sobrina directa del célebre músico cubano Arsenio Rodríguez, hace quince años.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Jugando (al Capitán Cebollita)


Los vasos con el vermut comenzaron a sudar delante de nosotros, reclamando importancia, en un domingo que parecía domingo. No siempre se logra olvidar los múltiples relojes instalados en nuestra casa, algunos a propósito, por decoración, y otro que vienen incrustados en los electrodomésticos. En el momento de saborear un combinado de olivas, mejillones, queso y embutido, apareció el sugerente transpirar de los vasos y el paso del tiempo se volvió más dúctil todavía, dejándonos en la ingravidez total, con la comida al fuego lento y un mar de olores híbridos en 80 metros cuadrados. Isabelita acomodó el cojín que más le gusta detrás de su nuca y se alborotó el pelo. Para mí era una señal de distensión, ensalsada con una mirada absolutamente lasciva por su parte. Es un juego que tiene y que no me sorprende porque sé que le sobran hormonas –si es que este campo se pudiera medir también por exceso, no es una queja-. Había dos radios encendidas en distintas estancias de la casa, lo cual emparejaba el sonido ambiente de un lado a otro. Así y todo, me hubiera gustado estar divagando en una isla, porque no hay manera de que se me vayan los vecinos de la cabeza.
Sorbí un poco de vermut y me dejé los labios mojados. Luego, mirándola fijamente, retiré mi camiseta y sonreí. Ella hizo lo mismo. Aproveché para pegarle el vaso en el centro de su pecho y así intercambiar criterios. Recibí la misma sensación térmica en mi espalda. Nos quedamos mirándonos unos minutos, pero me di cuenta de que me sobraba ropa. Me descalcé y, acto seguido, Isabelita se paró delante de mí, me empujó con ligereza hacia atrás y caí al vacío dos segundos hasta que llegué al sofá. Sentí el placer de no controlar mi cuerpo mientras veía a mi mujer realizar un streep tease progresivo con la poca indumentaria que llevaba. Me estaba siguiendo con mimetismo todo el tiempo. Había acciones que, lógicamente, ella no podía seguir. O sí, pero sin los mismos resultados. A partir de encontrarnos en la desnudez total, incluso a tal punto de no escuchar el reloj de la cocina, cuyo mecanismo chino más indiscreto no puede ser, se colocó una risa suave entre nosotros que era la confirmación del estado de gracia. La ciudad entera estaba de fiesta –celebran el día de la patrona- y debíamos estar solos en el edificio.
Isabelita no me dejó incorporarme del sofá. Ahí me quedé hundido mirando de vez en cuando los vasos mojados con un trocito de hielo dentro, mientras ella se apoderaba de mí sin pedirme permiso para dirigir las acciones, los gestos. Me hundió más sobre los almohadones de pluma, me enraizó, me sembró debajo de su cuerpo. Se le olvidó que era domingo y que era un día de la semana, que más abajo la ciudad se divertía de otra manera, se le olvidó dar direcciones, un norte. Se trasformó en fuerza y olor solamente, sin decir nada. Se despidió del planeta, al menos del planeta en el que vivimos.
Cuando el tiempo de la fondue que se preparaba en el traspatio fue irreparable, saltó hacia atrás y me dijo:

-¿Ves? Eso es para que luego no digas que no estás bien templado.

(Ya sin verano en 2007)

Nota: el Capitán Cebollita era un juego de infancia en el que había un líder designado por azar y el resto lo debía imitar durante un buen rato.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Concatenación



En uno de los periódicos gratuitos de Barcelona encontré cierta confesión que partía el alma. Un hombre firmó con su nombre y apellidos una nota en la que pedía que alguien lo llamara por teléfono, y ponía su número. Se sentía solo, incomunicado en una gran urbe, lo cual no deja de ser una paradoja, además de una tristísima realidad del mundo moderno. Lo más duro, por su simbolismo, fue leer más abajo lo que el remitente decía:
“…durante muchos años, me he dedicado a comprar discos, y ahora me encuentro frente a una enorme colección que quisiera compartir…”.
Estuve a punto de llamarlo, y no solo por su música. Me sensibilicé pensando en su situación límite, en que igual me podía suceder a mí y en que, de hecho, yo también me sentía solo y seguramente con menos discos. Supuse que, para que alguien escriba unas líneas así en un periódico, debía estar muy saturado de bienes materiales, o muy carente de ilusiones. O las dos cosas. Me acordé de que esa misma mañana, en el metro, un joven piropeó con galantería a una chica y ésta respondió llamándole “imbécil”, con desprecio gestual incorporado. Enumeré uno por uno los muchos chantajes afectivos que he sufrido en alma propia, en mi eterno bregar en pos de la estabilidad de pareja. Visualicé las innumerables escenas en las que he intentado ayudar a mujeres con maletas en la estación de Sants y ellas han rechazado mi ofrecimiento, en principio por temor al atraco. Recordé que mi portero me ha pasado cuentas ajenas porque es un ser frustrado, porque siempre ha sido portero y no lo tiene asumido al cabo de 30 años.
Volví a lo mismo de siempre: que la cadena se rompe por el eslabón más débil y que lo que hay que hacer es protegerse uno mismo. O sea: tirar hacia adentro el sentimiento.
Fue un proceso rápido, paralelo a la lectura y al final no llamé por teléfono. ¡Cómo lo iba a llamar si podía ser una trampa! Lo siguiente no lo pensé, pero actué como si lo pensara: ¡que se joda!
Así mismo, pero en inglés -lo cual es más vulgar-, me dejó escrito en un mail una novia que tuve hace poco. Ella nunca aceptó que yo tratara de ver más allá de su epidermis –eso, que le rasgara la pintura-, y no pudo hacer otra cosa que cortar por lo insano, lacónicamente: “¡fouck you!”.
Todavía me estoy recuperando, pero ahora la gran duda es qué hacer cuando me vuelva a enamorar.


Invierno 2004

jueves, 20 de septiembre de 2007

Lotería


Montse estaba en mi camino. Eso hubiera dicho alguien empleado a fondo en el espiritismo. Pero yo tengo tantas dudas acerca de lo casual y lo causal que ni siquiera me planteo nada del destino. Vivo apurado, volando sobre los días y las horas en una carrera desenfrenada que no tiene propósitos. Mejor así, porque , mentalmente, podría llegar muy lejos sin moverme de una silla. Quiero decir que elucubrar es un placer en mi vida, pero elucubrar situaciones sin derroteros. Por eso cuando alguien interesante se cruza en mi rumbo, en primer lugar no tengo capacidad de reaccionar como me gustaría en el trascurso de la situación, y, luego, me quedo días pensando en diálogos que nunca ocurrieron. Es una manera muy romántica de construir increíbles argumentos sociales en el aire. Con Montse, que apareció detrás de una puerta de enfermería articulando mi nombre de pila ante unos veinte o veinticinco espectadores, tuve la oportunidad de jugar a las palabras; y no lo hice. Me puse nervioso. Tosí más de la cuenta, moví demasiado las manos, tuve al menos cuatro lapsus mentales, olvidé mi capacidad de síntesis –la profesional, porque naturalmente no la tengo-; desaproveché magníficas zonas de silencio, generalicé conceptos a la desbandada, pregunté cuestiones personales que jamás toco en un primer encuentro, sugerí rasgos de mi personalidad que más alejados no podían estar de mí; cedí planos de pequeñas conquistas siendo, como suele ocurrir a veces, tan seductor.
Y todo por culpa del factor sorpresa.
Uno de los argumentos ideales que he construido entre la enfermera y yo ha quedado así:
-¿...Y ese acentillo que tienes de dónde viene?- me preguntó ella lejos de toda comunicación profesional.
-De una isla remota, aunque vigente, si te empeñas- dije.
-Canario no eres. De eso estoy segura.
-¿Cómo lo sabes?
-Por la gestualidad.
-¿Y entonces?
-Eres sudamericano.
-No.
-Ahora sí estoy perdida.
-Soy del Caribe.
-Entonces eres sudamericano.
-No, el Caribe es otro contexto geográfico. Lo que pasa es que aquí en España se tiende a generalizar...-expuse cariñosamente, con mirada sensual y sonrisa cómplice.
-Ah, perdóname...-suplicó ella enterneciendo sus cándidos ojos azules, también sonriendo con sus labios infantiles.
-Pero eso no es un problema serio –seguí-. Lo importante es que sepas que soy un cubano tratando de aterrizar desde hace años en esta hermosa ciudad.
-Ya sabía yo que ese acento me resultaba familiar.
-Por la televisión, seguramente. Hoy en día tenemos a un par de compatriotas tristemente célebres que se han convertido en fuertes referentes, ya sea por la chulería o por la marginalidad. Se crean estereotipos de los que no podemos escapar. Te puedo asegurar que estoy estigmatizado a partir de estos personajes mediáticos...-me impulsé, manteniendo el tono cordial, pero creo que se me notaba un aire de soberbia.
-No, es que mis padres tienen una pareja de cubanos de vecinos, y a veces nos visitan- argumentó la joven paramédica, que debía tener unos 28 años.
-¿Y se portan bien en el edificio?
-Sí, claro. Imagínate que mi padre incluso les habla en castellano.
-Bonito detalle...
-Es que mi progenitor es un catalán cerrado, recalcitrante.
-Eres muy valiente en reconocerlo. Debo confesar que yo nunca he tenido un catalán recalcitrante frente a mí, pero sé que existen. Por cierto, ¿cómo te llamas?- pregunté a sabiendas de que en el programa informático de mi Centro de Atención Primaria figuraban todos mis datos personales, y recordando que la bella muchacha de bata blanca me había llamado en público por mi nombre de pila.
-Montse- contestó muy resuelta, otra vez sonriendo.
-Llevas un nombre muy catalán, lo cual no es de extrañar. Por cierto, ya he visitado el monasterio de la virgen de Montserrat, y me encantó aquel lugar.
La conversación iba transcurriendo mientras Montse retiraba cuatro puntos de hilo que yo llevaba en la espalda. Ahora supongo que sonreía, pero en realidad la tenía detrás de mí, detrás de mi torso desnudo, de mi nuca, de mis ojos. Cuando se identificó con su nombre, sí tuvo la delicadeza de dejar por un instante su trabajo y presentarse de frente, inclinándose en un giro contorsionista por debajo de mi barbilla, y enseguida se retiró hacia atrás como una tortuga. Así que me quedé con su voz hasta que me vestí y, a propósito, me senté a la mesa como si la consulta no hubiera concluido. Clavé mi mirada en sus ojos, sin temor a explayarme.
-Me has alegrado la vida, Montse. Eres un oasis- ataqué para desconcertarla y para que me preguntara por qué.
-No me eleves tanto, que si me dejas caer...
-En serio: he encontrado poca gente como tú que se atreve a preguntar sobre mi acento. La gran mayoría se puede estar muriendo de curiosidad pero se queda con la duda. Y, sin embargo, esa es una magnífica oportunidad para entablar una conversación.
-Es cierto que los catalanes somos, por lo general, secos, reservados, pero te encontrarás personas que rompen el estereotipo, como tú dices. A mí me encantaría volverte a ver, y no precisamente en este despacho, para que no tengas que pasar de nuevo por cirugía menor.
Se me anudó la garganta y reconozco que no fui ni la mitad de lo ágil que era en mis tiempos de cubaneo, pero aun así saqué una tarjeta de presentación que me había mandado a imprimir hacía muy pocos días, en cuyas letras solo aportaba un dato nuevo a la enfermera, que era mi profesión. Supongo que ese particular no aparecía en el formulario que tuve que rellenar para darme de alta en la red informática del ambulatorio, o al menos yo no recordaba que me hubieran preguntado por mi titulación. En tiempos “normales” yo le hubiera propuesto recogerla a la salida de su trabajo esa misma tarde, pero fui más comedido porque no tenía todavía claro si Montse me estaba vacilando o no. Sus manos, angelicales, aniñadas, sanas, extremadamente cuidadas, portaban sendos anillos, y uno de ellos era de compromiso. Así que, por primera vez en mi vida, di margen para que me hicieran la corte.
-Aquí tienes mis señas –le dije extendiendo la tarjeta-. Aunque, total, tú sabes todas mis generales, hasta mi signo zodiacal si te fijaras en eso. Llámame cuando quieras.
-¿Y por qué no me llamas tú?-alternó inconscientemente.
-Porque tú estás casada y no quiero molestarte- dije mirando el anillo.
-Esta alianza es vieja. Quiero decir que ya no vale.
-Y por qué la llevas aún.
-Para ahuyentar a gente que no me interesa.
Sin dudas se trataba de una hermosa declaración oral. Me ruboricé y quise tirar atrás todos mis prejuicios sobre las catalanas, pero no tenía tiempo para esa limpieza. Tenía que reaccionar rápido y con elegancia. Estaba con el tronco desnudo otra vez, aunque de otra manera. Increíblemente cambié de conversación.
-Tu compañera, el martes pasado, también fue muy amable. Un poco más distante, eso es verdad-fue lo que se me oyó decir.
-Laura es muy buena persona...¿Por qué no te quitó ella los puntos?
-Intentó pero todavía no estaban maduros...Me dio cita contigo para hoy. Todo estaba dispuesto para que nos conociéramos- volví a la carga algo recuperado.
En ese momento tocaron a la puerta. Se asomó una señora mayor y le preguntó a la enfermera si tardaba mucho. Montse respondió que no, que enseguida la llamaría. Se cerró la puerta y acto seguido recogí disciplinadamente mis bártulos. Me puse de pie. Hubo un silencio hiriente, indeseado por ambos, supongo. Entonces pedí disculpas por mi desvío del terreno profesional y le extendí la mano a la joven para despedirme. Ella dijo que estaba encantada de haberme conocido y, como me robó la iniciativa otra vez, solo sonreí. Abrí la puerta y sentí su voz en mi retaguardia:
-¿No quieres que te dé hora para el mes que viene, a ver cómo sigue la herida?
La señora a la que le tocaba el turno esperaba a menos de dos metros de mí, y me miró fijamente como preguntando si ya yo no tenía bastante. Supe instantáneamente que Montse no me llamaría, y que quería programar otra visita a la enfermería para quedarse al menos con la posibilidad del reencuentro. Entonces no sé cómo pude expresarme con toda la pasión que me caracteriza y que, por fortuna, en ese instante no me traicionó:
-Yo no puedo esperar un mes para volverte a ver- exclamé en el umbral de la puerta antes de dejar pasar a la señora quien, por supuesto, me escuchó perfectamente.
-Pues ven cuando quieras- redondeó y ambos nos despedimos con una sonrisa y las palmas de las manos abiertas.

El diálogo real no fue así. Fue cálido, inusual, con insinuaciones, pero no llegamos a tanto. Esto, como había dicho arriba, me lo he imaginado después. No obstante me sorprendió mucho una alegoría:

Al salir por la puerta principal del edificio, había un chico con bata de médico vendiendo cupones de lotería. Me brindó uno y le dije que no, que yo no tengo suerte en los juegos de azar.
-Nunca se sabe-dijo.
-Sin embargo, sí tengo suerte en el amor- aseguré de pronto dándome la vuelta, porque ya casi había alcanzado la acera. -Dame uno que termine en 67- le supliqué casi, al recordar el número de la puerta de la enfermería. Y marché jubiloso a mi casa y todavía hoy no sé qué pasará después de escribir estas líneas.


Noviembre 2005

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Las palabras vuelan


A los que han nacido en democracia, y la sienten y la viven como un derecho normal, les parecerá bastante sencillo el proceso de elaboración y mantenimiento de un blog. Por supuesto, me refiero al proceso psicológico del autor.
Una bitácora, como la que usted tiene ahora delante, alojada en un punto milimétrico de la gran red de redes, es una suerte de casa con techo de vidrio, con dirección digital, pública, aunque su localización depende más del azar que de la propia voluntad de la gente. Por esa misma razón, el hecho de que un portal concurrido, como es La Vanguardia Digital, haya enrutado el camino hacia esta página, permitió que muchos más lectores que los naturales –o sea, que los azarosos-, entraran aquí. Sin embargo, para el autor, que no ha nacido en democracia y valora altamente la posibilidad de publicar su voz sin tener que mentir, este espacio virtual se convierte en una de las realidades más queridas. Y a partir de aquí comienza otro dilema: ¿Qué interesará más a la gente de lo que tengo que decir? Porque, desde mi punto de vista, no se trata de hablar por hablar.
La aparición de los blogs supuso un gran regalo para los que gusten de escribir, o lo necesiten y lo quieran compartir. Pero también un reto para marcar la diferencia, si es que se quiere sobresalir, o para autoeditarse, sin que esto último signifique autocensura. El blogger, en la mayoría de los casos, trabaja en la intimidad. Hay muchos ejemplos –tal vez el presente- de blogs que funcionarían mejor si un editor los trabajase desde afuera, teniendo en cuenta que desde la periferia se ve mejor, o al menos se mira más globalmente. También en este caso se desnaturalizaría el principio de funcionamiento.
Por poner solo un ejemplo que conozco:
La blogosfera cubana es amplísima; se realiza mayormente fuera de Cuba y gira sobre lo mismo. Sobre política del patio. Esto tiene una explicación, y no es otra que las ansias de expresión del individuo que, una vez haya emigrado, y siempre y cuando se pueda pagar una conexión a Internet, se abre su espacio –como éste, sin ir más lejos-, que le funciona como bálsamo terapéutico, además de como un canal de comunicación.
Una vez escuché que quejarse es terapéutico, a lo que otra voz agregó, creo que con toda razón:

-Sí, lo es, pero depende de con quien te quejes.

En lo personal –tomándome todas las libertades que ofrece este espacio intimista para utilizar la primera persona, sin abusar de ella-, el blog ha sido un alivio, porque yo no buscaba notoriedad, sino un soporte, simplemente, más allá de mis propios pensamientos.

martes, 18 de septiembre de 2007

Sin nómina. No coment



Hace seis años, emergí de los ferrocarriles catalanes en la boca de accesos que está a los pies de El Corte Inglés de la Plaza Catalunya. Allí me esperaban dos chicas monísimas a las que serví de anfitrión en La Habana alguna vez. Alicia y Esther tenían la misión de llevarme de la mano a Las Ramblas. Así comenzó todo.
Bajamos entre la muchedumbre con el bolso en ristre, apoyado sobre la barriga, como si lleváramos un paracaídas. Esa era una de las instrucciones que me habían dado las monumentales catalanas, jovencísimas y sueltas, sonrientes pero sin profundidad de campo. Me refiero, por descontado, a la profundidad del campo visual que enfoca los planos, algo difícil de encontrar en la gente de este mundo nuestro, mucho más en esta Europa nuestra que insiste en tirarnos hacia adentro, aun cuando lo mejor sería lo contrario. Las dos monadas que me escoltaban por sendos flancos en mi primera visita a Las Ramblas de Barcelona, rozaban cariñosamente mi espíritu de soñador, el mismo que sostengo a pesar de los pesares. Y, a decir verdad, no las he vuelto a ver. Por eso me confunden ciertas distancias estrechas, o más bien aparentemente cercanas.
De otra cosa que me avisaron en el paseo fue que no me enrollara con ningún extraño de la calle. Tomé nota de todo y avancé. No sólo era mi primera visita a ese inmenso paseo multicolor que le ha dado fama mundial a esta ciudad, sino, además, por aquellos pasos comenzaron mis días en Barcelona. Quiero decir que nadie me la mostró gradualmente, ya que las ricuras aquellas que me llevaban de la mano me bajaron de golpe por el camino más seductor y peligroso que tiene la ciudad condal. En Las Ramblas –así, en plural, porque son varias secciones-, se puede dejar uno desde la billetera, pasando por el corazón robado, hasta la vida, y no por un ataque eventual en el último de los casos; es más bien por tratarse de un sitio proveedor de todo tipo de contactos.
Seis años atrás ya estaban las famosas estatuas humanas instaladas a todo lo largo del paseo, que a mí me sigue pareciendo similar al Prado de La Habana, salvando la diferencia en la escala física y en la conservación inmobiliaria. Y en los adornos, claro, en los puestos de venta y la tolerancia controlada que existe en el paseo de aquí.
Un día descubrí que la palabra rambla significa, en su origen árabe, un lecho de río. Me gustó la explicación porque tiene que ver con que discurre en un plano inclinado, ligeramente, pero inclinado, que desemboca en el puerto y que, como corredor al fin y al cabo, resulta un paseo líquido y escurridizo, con afluentes varios que pueden resultar tan insospechados como el propio tronco. Con el tiempo aprendí a jugar a perderme de una manera aleatoria por las callejuelas que tiran hacia el Gótico o hacia El Raval, los dos barrios más envolventes de la zona vieja, según los intereses del cuerpo, y de la mente. Intereses lascivos o culturales. O simplemente evasivos, sin más complicaciones que dejarse llevar. Pero nunca se me había ocurrido tomar una fotografía del espectáculo internacional, altamente imaginativo que supone “hacer” Las Ramblas. Debo suponer que no incorporé la gráfica en mis itinerarios porque nunca me sentí un turista. En Roma, sin embargo, me dediqué a retratar monjas y carabinieris a destajo. Y aquí, con tantos personajes bien pensados que hay, no saqué la cámara hasta hace unos días. Desde que desembarcaron los argentinos en la gran escena, el “trabajo” se ha puesto un poco más complicado para los mimos de la calle, o las estatuas humanas, como también se conocen. Los argentinos han instalado sus propuestas nuevas –ya no tan nuevas-, que son un reto a la imaginación, ya no solo desde el punto de vista plástico. La “cosa” se ha complicado más en el lado conceptual. “Hacer” Las Ramblas hoy es un paseo por un teatro a cielo abierto con cortinillas invisibles que cambian la escena cada pocos metros, representaciones interactivas en unos casos o simplemente asombrosas en otros, en los que el estatismo es lo conmovedor. Buscan la manera de empastarse con el fondo, y lo logran. El empaste con el Modernismo barcelonés no es tan fácil. No se trata de un simple trazo de color. Hay que buscar una textura compleja y un sentido de la decadencia señorial que es lo que prima en la conservación del entorno.
Me han dicho que las “estatuas humanas” ganan mucho dinero, sobre todo con el turismo que cada vez más llega a Barcelona, incluyendo la nueva modalidad de “hacer Las Ramblas” en una fiesta de despedida de solteros, o sea, en una visita de 48 horas, con una noche incluida en un hostal enredado en la trama urbana de la zona. Lo bueno que tiene caminar Las Ramblas, además del prestigio que se gana uno como turista, es que los actores cambian con el tiempo. Por esa razón me animé a tomar algunas imágenes de este espectáculo que, curiosamente, tengo siempre abierto a unos quince minutos, andando, desde mi casa. Una gran duda, supongo, será si pagué o no por esta foto.
En cualquiera de los casos, es posible que me la cedan de cortesía los nuevos y viejos reyes de la calle.
Por cierto, ¿dónde estarán aquellas dos sabrosuras que me enseñaron a colocarme el paracaídas en el panel frontal de mi caja torácica?


Al final del verano de 2007

domingo, 16 de septiembre de 2007

Átame (con permiso de...)


Como te dije antes de jurarte toda mi fe, uno no es de donde viene sino de donde vive, y yo vivo en ti. Si he demorado mucho en escribir una frase tan delicada es porque no he dejado de pensarte, desde que apareciste ante mis ojos con esa figura resuelta que tienes. Contigo viajan el amor, el deseo y la ilusión, más un dulce sabor prohibido, que es precisamente el que llena de fuerzas todas mis acciones para poder despegar de una vez. Hay un mundo esperándome fuera de mí mismo, pero se cansará si no intento al menos mover un dedo para acercarme, más ahora que las palabras pensadas se están agotando, porque existe un desgaste, un desasosiego, entrañable pero desesperado, y el tiempo es irreversible.
El tiempo, ese que nos dejó un poeta antes de despedirse, es una montaña empinada y finita; lo veo desde donde estoy, lo puedo sentir junto a mí cómo anda despacio llamándome la atención para que haga algo. El problema está en saber exactamente qué hacer a partir de ahora, si buscarte cada vez que necesite una imagen divina para disfrutar de la melancolía, o si atender hacia otras direcciones desconocidas y trilladas a la vez. Ayer parecía que me ahogaba en un vaso con agua, y hoy espero a que llegue el lunes para resurgir, aprovechando un nuevo punto de partida. En ese juego ando hace años y no quiero perder la paciencia. Necesito reinventarme de la mejor manera posible para sortear mi circunstancia, que no es la peor, pero es la mía. Cuento contigo, y con el deseo de sorprenderme visualizándote de pies a cabeza. Tengo asumido tu carácter intangible. No te preocupes por mí. Tienes demasiadas cosas que atender, a otros más apurados tal vez. Por lo pronto me expreso por escrito y te pongo flores impares y amarillas. Te las debía. Están funcionando. Las compramos en la florería más espectacular que tiene Barcelona, en la calle Valencia, donde se encargan detalles por teléfono que pueden costar una fortuna, y te dejan el envío en la puerta de tu casa. Este pequeño manojo fue producto de un punto de giro de última hora, desplazando las margaritas, hasta nuevo aviso.

Al final del verano de 2007

viernes, 14 de septiembre de 2007

Días de radio (Con permiso de Woody Allen)


El sueño que más atormentó a mi padre fue el de sentarse ante una mesa de controles de un programa de radio. Además de la meteorología, en la que se realizaba cada año desde su puesto de observación, su voz le permitió el Don de la comunicación en el sentido más amplio de la palabra, desde las conquistas de ninfas a lo largo de su vida, hasta el servicio voluntario de predicador en el que se volcó con sus hijos para poder hablarnos desde lo más profundo de su alma, sin proselitismos y con un poder de convencimiento total, al menos de seducción, si acaso alguna vez no nos pudo persuadir.
Tenía un timbre vocal no tan grave, pero sí lo necesariamente varonil para marcar pautas en sus discursos, cuyos contenidos se movieron en puntos tan extremos como la ingenuidad y la religión aplicada. Desde que se inventó el teléfono, las muchachas que estaban en proyecto de vida soñaban con llamarlo o cruzar las líneas para un encuentro incidental. Se derretían junto al aparato absorbiendo la miel que mi padre regalaba sin esperar nada a cambio, envuelta en aquel hálito de encantador de serpientes que siempre le acompañó. Su manera de darse a la postre se convirtió en un canal de facilitación social, al que se apuntaron los muchachos recién graduados que llegaban como becarios, sin distinguir géneros, primeramente en su oficina del Banco Nacional de Cuba y luego en su despacho del Vedado, o sea, en su propia casa.
Muchos lo buscaban incluso a deshora para desahogarse. Y de eso fui un testigo sin celos. Mi padre era el perfecto ser de la escucha que se transformaba en la voz de la ilusión, porque todos necesitamos hablar con alguien, y si es posible que ese oído nos hable.
Según recuerdo, nadie lo impulsó a soñar con la radio, sino él mismo intuyó que su voz era el instrumento perfecto para realizarse. Cuando se jubiló, entre los bandazos desesperados que hizo, llegó a las puertas de Radio Reloj para colocarse de locutor. No me consta esto; solo que él me lo dijo. En esa emisora, que es la única de su tipo en el mundo –un reloj locuaz con un alma conductora las 24 horas del día-, le hicieron una prueba de micrófono y la examinadora sucumbió ante la voz de mi padre. Otra vez la vida le jugaba una mala pasada, porque no se trataba de una conquista femenina, sino de sus sueños. Tengo entendido que lo mandaron a esperar una llamada en su casa. Mientras tanto, se montó un cuarto de máquinas de sonido en una habitación de su apartamento, en el que entraron, con grandes esfuerzos monetarios, dos lectores de discos compactos, su plato fonográfico de toda la vida, con la aguja de diamante desgastada; un reproductor de cintas magnetofónicas de formato doméstico, y una planta de radio/aficionado que transmitía en onda corta, para la que tuvo que sacarse un carné de operador y aprender el código morse.
En su laboratorio, donde soñaba en modo silente mientras construía, además, lámparas rudimentarias estilo art noveau, logró sacar adelante un amplificador de sonido, hecho artesanalmente a finales del siglo XX. El amplificador tenía lo básico: dos bombillos 6L6, uno pequeño 12X7, y el gigante y más conocido 5U4, de cuya pronunciación derivó el nombre de una agrupación de pop nacional protagonizada por músicos invidentes.
Sus altavoces fueron finalmente un compendio de fabricantes, de los llamados países amigos, o sea, el campo socialista, y la tecnología japonesa que comenzó a venderse en la isla con precios prohibitivos entrados los años 90. Se las arregló elegantemente para que no se vieran los cables, dedicándole a este particular jornadas largas de varias horas diarias, siempre con el cartelito en la entrada de Don’t disturb. Mi padre adoraba el bilingüismo tropical heredado del baseball y de los electrodomésticos norteamericanos y automóviles que todavía hoy tenemos en la mente y en el alma. Cuando crecí y, por casualidades de la vida, me hice un hombre de radio, me dio un abrazo que casi me parte las costillas, y me dijo que lo intentaría, pero escuchar mi programa iba en contra de sus horarios posibles. Alguien me dijo que los grababa para oírme con su virtud de transfigurar los espacios y los tiempos. A partir de ese momento, también por otras razones que no estaban en antena, comenzó a llamarme George.
Mi padre coleccionaba discos de jazz, de acetato, y enseñaba uno muy curioso que era un long play de 33 revoluciones por minutos, en el que se escuchaba todo el tiempo las conversaciones de un taxista de Nueva York con sus pasajeros. Aunque su gran joya era el, también largo, registro de la voz de un comentarista de las carreras de Indianápolis. Mientras esperaba la llamada de Radio Reloj, se llenaba el pecho de ilusión escuchando el scratch de sus vinilos, haciendo ruido con la planta –preparándose para acciones de salvamento en una utópica catástrofe internacional-, y pegando scotch tape en la superficie de las bocinas que se iban rajando con el tiempo y sus sobresaltos. Mi padre tenia su mundo últimamente compartido entre su laboratorio de electroacústica y las consultas espirituales a sus amigos, casi todos ex compañeros de trabajo en el banco. Al llegar la era inalámbrica se fascinó con las posibilidades técnicas de su hobbie ,y con sus potencialidades humanas, las propias, que por alguna razón no genética me fueron traspasadas. Heredé sus sueños; o, mejor dicho, su manera de soñar. Yo entré a la radio, conduje un programa diario de tres horas y manejé los controles de una mesa de emisiones por azar, no porque lo buscara. Hubo unos años que pasaron volando en los que nos complementamos radiofónicamente porque, cada vez que pinchaba un botón y presentaba un título en inglés, las acciones se las dedicaba con el pensamiento, y él se veía realizado en mí escuchando las grabaciones, realizando su programa al aire de un jubilado tempranero, que jamás se despertó después de las ocho de la mañana. Nos comunicábamos en tiempo virtual y lo hacíamos desde la más profunda sintonía espiritual. Yo dejé colgado mi programa porque tenía que emigrar, en pos de una segunda naturaleza, desconocida y mucho más atrevida que la aventura de mi padre con la radio.
Mi padre se quedó esperando la llamada de Radio Reloj y un micrófono inalámbrico, así como unos audífonos profesionales que le prometí desde la distancia.
Hay todavía muchas herramientas de trabajo que están de camino hacia el máster, como le gustaba nombrar a ese espacio íntimo que son las cabinas de transmisiones.


Verano 2007

martes, 11 de septiembre de 2007

Cómplices


Me llevó a conocer los muelles del puerto un verano, en el que parecía que mi cuerpo y mi mente fueran una isla. Mientras mi mujer atravesaba la India buscando la sabiduría espiritual de la región, y mi padre acaba de ingresar en el amplio espectro de las memorias, Juan, nombre sencillo, me hacía recorrer los amarraderos de la rada principal de Barcelona, sentado en su silla de ruedas de donde partían las órdenes como desde un trono. Era un anciano travieso y convaleciente entonces, hastiado de su casa en el Raval y de su mujer, también anciana, que le hacía la vida imposible. Nos fugábamos por la avenida de las Drassanes a una velocidad espantosa, en el sentido imaginario de los bomberos apostados allí, cuando nos avisaba la campana. Nuestra sirena era interior, mimética. Los bomberos, la gran mayoría de las veces, jugaban a las cartas o sudaban sobre la bicicleta estática, y nos veían correr en forma de raya. ¿Hacia dónde íbamos tan a prisa? A jugar. Eso en el imaginario ideo/temático de Juan, que estaba de vuelta de muchas cosas, entre ellas de varias desapariciones de la ciudad. Una vez, me contó su médico de cabecera, hubo que bajarlo precisamente con los bomberos de un árbol de encina, y otra lo encontró la guardia urbana en un pueblo murciano, de donde era original. Conmigo tenía, además de a un chofer rápido, a un confidente de sus ilusiones, porque en realidad a cosas peligrosas nunca me convidó.
Tenía tres sueños básicos. Uno era ganar la lotería y, con el dinero, comprarse un piso al contado en la Avenida Mistral, tramo transversal fundamentalmente para peatones a escasos metros de su barrio; otro era desaparecer, entre comillas, en un bosque cercano a una pequeña estancia que tenía en las afueras de Barcelona. Y el tercero era llegar hasta el rompeolas del puerto, al final de la dársena. Tenía, ese verano, 82 años cumplidos, de ellos al menos 40 trabajados en grandes fundiciones para hornos de panadería en esta ciudad, cuando Barcelona todavía no alardeaba de tanto cosmopolitismo y sí era, hasta día de hoy, una urbe rancia y burguesa.
Juan era un niño atrevido que, aún de viejo, no creía en puertas cerradas ni guardias de seguridad. Me hablaba descaradamente –sin intenciones de ofender- de que mi salario salía de su jubilación, y que su jubilación la manejaba su mujer, y que su mujer le revisaba los bolsillos cuando regresábamos de paseo. Su esperanza era yo, pues yo le pagaba los cafés con leche y completaba para sus billetes de lotería. Me encantaba su cara de felicidad jugando a la suerte, sintiéndose importante cuando rodábamos con su estrado magistral, casi ministerial, por aquellas callejuelas sucias y pestilentes del Raval. Era su turno de gloria, después de haber dejado más de la mitad de sus fuerzas en las fábricas y en soportar a su mujer, una anciana tan maternal que controlaba hasta los nudos de los zapatos, no sólo los de su marido, los míos también. Era una pareja de viejecillos que había quedado sola en un apartamento de nuevo tipo construido en serie, a bajos precios, para pensionistas y reubicados de la zona. Su barrio, el antiguo barrio chino de Barcelona, ahora es reducto profundo controlado por el Islam, lleno de carnicerías, tiendas mixtas y casas de citas regentadas por el mundo árabe. Su vivida calle Cadenas ya no existe. Ahora es parte de la amplia franja de la Rambla del Raval. La prostitución continúa en los alrededores, a cara descubierta, pero con gente nueva.
Bajar a los predios de su edificio era un acto osado de transferencia, hasta que llegábamos a los bomberos y dejábamos atrás un manto de drogadictos internacionales, más perdidos que un anciano que no sabe qué hacer con los días últimos de su vida. Siempre esquivábamos a las prostitutas. Creo que Juan le guardaba un fuerte recelo a esas jovencitas en venta o alquiler, poco tratadas por la providencia, pues todo debe decirse. Me hacía tomar otra ruta para evitarlas a toda costa y, cuando no íbamos al puerto, tirábamos hacia arriba por las temibles calles congestionadas de los bajos mundos, en las que las miradas podían helar más el alma que un invierno. Ese, sin embargo, era su barrio, y como tal lo continuaba asumiendo, estableciendo, quizá, un orden de llegada subjetivo que le ofrecía poder. A mí todo lo contrario. Para mí era una incursión amarga en mi diario, hasta que colmó mis posibilidades de utilizar paciencia.
Los bajones hasta el puerto, por otro lado, eran la gloria. El me enseñó a llegar hasta donde se pueden tocar los barcos con las manos, no los pequeños, sino los grandes cruceros y los ferrys. Viniendo de una ciudad con puerto de mar, ese verano conocí las maniobras de atraque de gran calado por primera vez, las terminales de embarque de turistas marítimos y aprendí a decir adiós a la gente que uno no conoce y, sin embargo, le hace ilusión que alguien lo despida. Teníamos cuatro horas cada día para viajar sin perder el tiempo y con los sueños perdidos. Cada uno a lo suyo. Había veces que el silencio se extendía de una manera preocupante. Juan me pagaba para soñar y conducir su tribuna a toda velocidad y para que pusiera mi oído cuando le hacía falta. Nos habituamos a recibir, a las seis y media, el ferry diario que hace la ruta de las baleares, el Isla de Botafoc, que amarraba en los pies mismos de la ciudad, y Juan contaba los camiones que traía el buque, y yo miraba a la gente cómo buscaban con la vista a sus esperadores en la sala principal. Allí conocimos a una señora que todas las tardes también esperaba el barco, una anciana bastante bien arreglada, como para ir a una fiesta, que, hasta avizorar la proa en una boca del puerto, se despachaba dos o tres paquetes de patatas fritas y un par de cocacolas. Se llamaba Remedios. Nos confesó que siempre tuvo la ilusión de viajar en barco, y que también estaba predestinada para recibir y despedir a los viajeros. Un ser anónimo que ni siquiera cobraba una dieta de la empresa naviera.
-Hoy trae pocos camiones- me dijo Juan la última vez que lo vi. Había rebasado las fatigas que le daban y las canículas de años anteriores. Se veía mejorado, no sé bien si por el salitre o por los escapes de combustión interna de los inmensos trasatlánticos, hipermodernos, aerodinámicos, buques como de sueños. Yo me planté al cabo de un mes porque la verdad era que los controles de su mujer me estaban afectando mi desenvolvimiento como cuidador y transportista. El Raval me estaba comiendo por los pies y, tan pronto regresó mi mujer de su viaje, en avión, cambié al parecer los gustos por las terminales.
Antes de volverme de espaldas definitivamente, Juan me preguntó descaradamente, con los ojos mojados:
-¿Y ahora a quién le cuento mis planes?

Nunca llegamos al rompeolas.

Verano 2007

domingo, 9 de septiembre de 2007

La fuga


Fuimos sorprendidos al caer la noche por un coro de gente instrumental. Aunque parezca extraño, la música que llevábamos salió a flote y fue sumándose sin forzar nada, hasta que miramos y estábamos rodeados, a la vez que rodeando a otros, con la gestualidad progresiva que comienza por una sonrisa y termina entregando el cuerpo. Había decenas de personas de diferentes lugares del mundo, escuchando el sonido magistral de una extraña orquesta filarmónica que sacaba música también del silencio. Cuando llegamos, ya estaba el gentío circulándolos a la orilla de la playa, y pusimos los ojos allí. Creo que nadie se daba cuenta, racionalmente, de lo que estaba sucediendo. Todo el mundo se dejaba llevar. Se imagina uno que llegaron sin convocatoria, con trombones, flautas dulces, saxofones, bombo, platillo, guitarra y tambores de varios tamaños. No había un repertorio prefijado, ni la intención de cuadrar un espectáculo. Se escucharon diferentes ritmos y compases, durante horas, ad libitum, y supongo que a nadie se le ocurrió ponerle nombre a la improvisación, porque terminamos bailando a lo amplio sin pagar entrada y sin saber que íbamos a bailar. El ambiente olía a marihuana, a sal, a pasos perdidos que no deseaban encontrarse con un hilo conductor que no fuera la música. La playa olía al gas envolvente de la máquina del tiempo, el que escapa de la imaginación cuando la mente tiene un mínimo de censura. Nos pareció un viaje a Brasil, a Río, a las playas hippies de cualquier lugar en donde los niños disfrutan el hecho visual, la contagiosa soltura del cuerpo de sus padres. Cerca había cientos de embarcaciones de diversos países del mundo que aportaban un sonido global con las cuerdas dando en el metal de los mástiles. Un perro ladró. Un niño accionó el claxon de su bicicleta. A un camarero se le escapó la bandeja con la cristalería llena. Rozaron cientos de calzados con la arena. Todo sincronizó en un tiempo de música nunca antes registrado en un pentagrama. Sonó bien. Como fuimos sorprendidos y gastamos adrenalina sin prepararnos antes, no hubo tiempo para sustituir las reservas del cuerpo y salimos por una tangente, en fuga. Estábamos llenos de sorpresa. Confundidos. Y los músicos siguieron en su lugar. Habían pasado de la época medieval a la del afrojazzlatino. Buscamos con urgencia una crêpe dulce para compensarnos químicamente, y la encontramos a pocos pasos, en las profundidades de la Barceloneta, esa ciudad a escala que ya fue cantada por Gerardo Alfonso, cuando se inspiró en las sábanas blancas colgando de los balcones. La música lo puede todo. Es un lenguaje único y ocasional. Es abstracta, fugaz, absorbente. Llegamos a casa exhaustos. Supuse que respiramos alguna sustancia relajante. Mi mujer dijo que no, que lo que hicimos fue soltar toxinas en el escape de la imaginación.
El domingo próximo llevaremos un par de claves cubanas, dos baquetitas de madera simplemente. Aunque ya estaremos avisados.


Al final del verano de 2007

Nota: Este texto forma parte de la serie recién inaugurada Músicos en la ciudad.

viernes, 7 de septiembre de 2007

A los pies de El Corte Inglés



Lo que escuché primero a lo lejos parecía un eco de la casa de la trova de Santiago de Cuba, en la calle Heredia, la mínima estancia de barrotes férreos que ventila sus leyendas a través de las aspas de unos rotores de techo. Cerré los ojos para recordar la estrecha vía maldita en la que me perdí varias veces, adentrándome en los portales de las pequeñas tabernas hasta llegar a la mismísima cuna de la música oriental. Como estoy incluido en la perspectiva de un sueño de verano, y esto sale gratis, no escatimaré en palabras para recordar que para los antillanos, los cubanos concretamente, el oriente no está tan lejos. Está, como quien dice, a la vuelta de la esquina. Unos pocos pueblos más allá de Camagüey, en las postrimerías de la buena dicción, donde se acabaron los engolamientos y el paladar se come los plurales desde los mismos artículos.
Ser o no ser oriental. Esa es la cuestión.
Cuando estuve cierta vez en Santiago –de Cuba, no de los Caballeros-, reportando la llamada ombliguísticamente Fiesta del Caribe, o Fiesta del Fuego, si no estaban zozobrando los rones vespertinos me dejaba llevar por cantos de sirenas. Y me gustaban. Eran voces de tenores que te hacían perder la cabeza y a veces hasta el puesto de trabajo. Juglares con el tiempo desaliñado, pero cubiertos de una limpia planchadura con almidón en el cuello. Y los zapatos brillosos, espejeantes, marcando un paso a contratiempo que es como de verdad se baila el son. Ahora que estoy lejos tengo la fortuna de soltarme en estos comentarios íntimos y desabrochados. Digamos que diez años atrás, cuando mi jefe me envió a cubrir las fiestas a la ciudad más hospitalaria del mundo –eso dicen las malas lenguas-, tuve que omitir en mis despachos cablegráficos el verdadero sabor que encontré en el circuito extraoficial, en el que conocí auténticos soneros que jamás habían visitado una academia, ni las páginas de un periódico. Con verdadero talante, bajo un sol que rajaba las piedras, negros, retintos, pulidos hasta la garganta. Y hablé de ellos casi entre líneas, para que mi jefe no sospechara dónde me perdían las tardes interminables de la calle Enramada. Un día recibí una carta escrita a mano en maltrecho papel. Era de uno de los jubilados que tocaban el son reposado, el son montuno, en la calle. Me agradecía el interlineado.
Desde entonces me quedé debiéndoles esta parrafada llena de música de aquella, la rancia, en el mejor sentido del paso del tiempo. Hoy cualquiera diría que aquellos tocaban salsa.
Todas estas palabras las escribí en el aire ayer cuando me los encontré, en formato de trío, en el Portal del Ángel. Para mí eran los mismos que habían subido a un avión no sé cómo y se habían quedado en Barcelona. Cincuentenarios, picando los sesenta, con estilo mezclado entre Los Panchos y los Matamoros, desglosando el repertorio que para nosotros los cubanos es oriental y si no se escribió allí, en Santiago, caminó en procesión hasta La Habana. El Chan-Chán, un tren lechero que no se descarrila y que en realidad carga licores más cañeros, y un Dos Gardenias de Isolina Carrillo que todo el mundo paseante le atribuye a Machín.
Ay, por Dios. Eran ellos, los jubilados buscándose la vida en el centro de esta ciudad y limpiando el camino con yerbas salvajes y humo de breva. Habían desplazado sin discusión a los forasteros del jazz que ruedan por el Gótico con el piano a través. Pensé en recordarles el chapapote derretido de la calle santiaguera, y los tacones de las condesas genuinas que se vuelven locas por un toque mestizo de fuego a las doce del día, en el circuito que no aparece en los programas de mano. Volví atrás en el tiempo cariñosamente, al ver a unos mulatos a lo lejos que para mí eran los primeros cubanos que hacían sopa en la calle. Dos guitarras y percusión menor. Maracas amarillas fracturadas con el golpe de muñeca que no se enseña en la escuela, sino en los almacenes de bohemios de los que presume Santiago de Cuba.
A mí no me engaña nadie. Esos son de la loma. Son nuevos en esta plaza; vienen llegando todavía en tren desde la ciudad más heroica –según dicen las malas lenguas-, y detrás viajan sus baúles con las cuerdas de repuesto, y los litros de aguardiente para aclarar la voz. Se hacen nombrar Trío Los Taínos, emblemática manera de recordar a los primeros moradores de la zona antes de que llegara Colón, pero estos no tienen la piel cobriza. Ni bailan el areíto. Son negros transfigurados en el eclecticismo rítmico y melódico del Caribe. Fusión, mestizaje, sincretismo religioso o como se quiera llamar.
Voy a por ellos. Antes dejo una moneda a los pies de los juglares.
Para mi sorpresa no son de Santiago de Cuba. Pertenecen al abrigo de otro santo con el que comenzamos o finalizamos las semanas, según se quiera ver. A pesar de mi desconcierto, tuve tiempo de reaccionar y enviar con ellos un saludo a los dominicanos que no sé cómo no sufren la letanía de los merengues, y ahora rasgan el cordófono más en tiempo de bachata.

Aunque estos Taínos saben venderse con la onda retro. Y tienen su público fijo. Vivir para ver.


Al final del verano de 2007

miércoles, 5 de septiembre de 2007

En la línea de fuego


Dos policías costeros miraban detenidamente a través de sendos prismáticos, en las inmediaciones de la Barceloneta y el Hospital del Mar. Vestían uniformes con pantalones cortos, a la usanza de lo que hemos visto en las series norteamericanas de clase B. Estaban quietos, concentrados en un punto de la ancha franja arenosa. Yo me quedé a unos cuatro metros de ellos observándolos disimuladamente, aparentando que buscaba alguna sintonía de mi reproductor de música. Pasaron cinco minutos y seguían inertes, como parejas infranqueables de frontera, con las piernas ligeramente separadas y los codos en ángulo de 45 grados, oteando insistentemente un contenido de investigación. Me llamó la atención, primero, el cierto aire de desenfado en sus rostros, juveniles, en el vestuario crónico que llevaban, y en su estatismo paradójicamente coreográfico. No hablaban entre sí.
A su lado, en la acera baja del paseo marítimo, un coche del benemérito cuerpo del orden público descansaba de los trajines urbanos. Podríamos decir que el auto de patrulla disfrutaba un rato de embeleso con el sonido ligero de las olas de fondo, y la estampa multicolor, mediterránea, a sus pies, de la que formaban parte sus conductores, atareados en desentrañar un objetivo detrás de los binoculares, en el momento de mi observación. La policía, la playa, los pantalones cortos, los jubilados que jugaban al dominó, el sol, las nubes figurativas, el andar de la gente, incluyéndome, que servía de terapia ocupacional, limpia, gratis, libertaria.
Trascurrieron diez minutos y los especialistas seguían afincados en el mismo lugar. Yo cambié de posición para no levantar sospechas, sin perder de vista, nunca mejor dicho, que los agentes/élite de los balnearios intuyen cosas, movimientos extraños y aguafiestas a su alrededor. A partir de mi sospecha, o sea, que la pareja de seguridad estaba concentrada en la visión teleobjetiva de los pechos desnudos de una o varias mujeres, tracé un discurso más convincente para debatirlo con mi mujer esa misma noche.
Todavía ella no entiende por qué me sigue alterando el top less.
Cada año, cuando se acerca la temporada de verano, me pide que lo tome como cosa normal, que lo vea natural, como si fuera la primera vez que abordamos el tema. Y eso trato, seriamente lo digo. Pero se me dificulta llegar a un acuerdo con ella, toda vez que la propia naturaleza de los pechos desnudos de mujer es la que me atrae la mirada, como cuando ponemos el ojo en un punto de soldadura con arco eléctrico, que sabemos hace daño y se nos va la cabeza por acto reflejo. La línea litoral, hasta hace unos días, estaba llena de torsos desnudos brillando con el efecto del aceite corporal y los rayos del sol; a veces, en dependencia de la hora, dibujando siluetas, como una fotografía realizada con una película de línea.
El quid de la cuestión está en pasear y mirar con el sentido de un colirio benéfico, sin recargarse demasiado la retina para protegernos del efecto caleidoscopio, principio básico de una enfermedad transitoria denominada Síndrome de Stendhal, o borrachera por las bellas artes. Eso sí, cuando voy con mi mujer a la playa trato de abstraerme por formalidad, y ella, recíprocamente, no se despoja del sujetador. Es un convenio que surgió a partir de una larga discusión conceptual sobre el asunto. Mi mujer aceptó, por fin, que el temperamento latino, incluyendo, por supuesto, al suyo, como española que es, va hacia fuera en todos los campos expresivos, nutriéndose como es natural de la observación. Acordamos que hacer top less en España es un acto de buena voluntad, pero un acto importado de países escandinavos, en los que la observación, por razones climáticas y de luminosidad astrológica, se aplica más hacia adentro. Entiendo que estamos en el siglo XXI y que este país desde donde escribo hace rato dio el salto social que le debía la historia de la humanidad, al menos en libertades del cuerpo. Y eso es fantástico siempre y cuando la gente se respete. Lo que sigo notando incongruente es la falta de tolerancia tierra adentro, es decir, a dos palmos de la línea de playa.
Los veranos, como este al que le vamos diciendo adiós, me ponen a pensar cosas superficiales, y nunca mejor dicho con respecto a la piel desnuda. Me erotizan todo el cuerpo y soy capaz, a la vuelta del tiempo, de pasear por la orilla de Barcelona con la distancia prudencial, disfrutando el mar, el olor a salitre, los cuerpos semidesnudos que ocupan, sin tocarse, porciones exactas de la arena gruesa y grisácea que tenemos a pie de acera.


Verano 2007

domingo, 2 de septiembre de 2007

El portazo de una chica Almodóvar

Cuando llegué a Barcelona ya se había marchado de aquí, sin mirar atrás y, como siempre, dispuesta a comerse el mundo. A partir de ese momento tuve que escucharla en pasado con respecto a esta ciudad, no sólo de su boca, pues también me contó algunas cosas, sino de la boca de la gente que la conoce de toda la vida, gente a la que le gustaba tenerla a la vista en su nuevo entorno. Fue como una carrera de relevo en las emulaciones de resistencia. Ni siquiera nos cruzamos en el camino, de manera que el paso del cetro fue simbólico porque, según he podido analizar después con calma, no tuvo tiempo ni para hacer las maletas. Ni para entregar oficialmente el piso que tenía alquilado: Se lo dejó a unos amigos. Cuando yo comenzaba a enamorarme de esta ciudad, en el invierno de 2001, ella iniciaba su desintoxicación de Barcelona. Creí entenderlo así cuando me habló en pretérito perfecto acerca de estas mismas calles, sentados en un bar del Eixample muy cerca de la Sagrada Familia, en La Granjita, cuyo camarero nocturno no quisiera recordar. Entonces yo frecuentaba ese bar y era muy simpático citar a un cubano allí, porque no había alguno que no te preguntara acto seguido: “¿En la Granjita Siboney?”. Yo respondía que sí, que ahí mismo, pero sin armas de fuego y sin Fidel.
Pues en La Granjita nos encontramos una noche. María Isabel la gordita fue el rostro más simpático del cine cubano durante mucho tiempo, a partir de encarnar a la mítica novia para David que nos permitió a todos luchar contra los estereotipos en la adolescencia, que nos impulsó incluso a muchos a mover el cuerpo con soltura y dejarnos de sandeces y de dedicarle tanto tiempo a los granitos de la cara. Leonardo de Armas, que también vive en Barcelona y desempeñó un personaje secundario en aquella película, era un flaco jovencísimo que con el paso del tiempo no ha trascendido por "tocar" el clarinete, ni como actor de teatro, ni como documentalista, ni como filósofo orientalista que es; ahora, que tiene unos cuantos kilos más, sigue siendo el estudiante de bachillerato soplón de Una novia para David. Y Francisco Gattorno, devenido galán de culebrones en México y creo que en Miami, se quedó para el público nostálgico como el David de aquel melodrama fantástico.
Nadie se imaginaba que en aquel ambiente estudiantil de la película inspirada en la épica de los años 50, una gordita de sonrisa Colgate, eso sí, le iba a robar el corazón al forzudo David. Esa gordita fuera de la pantalla es más simpática aún. La conozco hace años, de cuando tuve la dicha de participar en algunas fiestas privadas del mundillo de la farándula cubana de los años 80 y 90. Gente de teatro y cine, artistas plásticos y músicos y algún periodista que esperábamos la llegada de María Isabel con ansiedad, para que, “sorpresivamente”, nos agasajara con un sketch único que jamás subió a las tablas de una sala de teatro –que sepa yo-, cargado de humor y desenfado; un montaje unipersonal que había que ver siempre, porque la improvisación era su arma esencial. Era aquel happening transversal que te interrumpía la más preciada copa en el más importante ligue de tu vida, y que, a fin de cuentas, terminabas perdonando. Cuando escuchabas los primeros acordes de blue de la canción de Sabina Yo quiero ser una chica Almodóvar tenías que dejarlo todo. Salía ella con la misma sonrisa de la película pero sin mojigatería. Todo lo contrario: su sensualidad y putería, sin ir más lejos, creaban un silencio sobrecogedor que todavía siento cuando escucho la canción. Era pura almíbar. Me imagino que todavía represente esa pieza magistral del descalabro. Porque el mundo del teatro tiene eso, que se multiplica fuera de las arenas propias y se crean repertorios míticos para los amigos.
Hace más de una década que María Isabel jugaba intuitivamente a ser una chica Almodóvar, quizá porque se identificara con los personajes no alineados del cineasta manchego, o tal vez porque ese toque postmodernista siempre le vino bien a su cuerpo deslizante y adiposo, sin el cual, seguramente, no hubiera tenido ni la mitad de la gracia que tiene ella como actriz de farsas. También se me ocurre pensar en que ha sido al revés: que su simpatía y desinhibición sean mecanismos de defensa para llevar mejor esta vida repleta de estereotipos. En cualquiera de los casos, ha sabido unir su naturaleza al materialismo histórico, y al dialéctico también. Le descubrí, sin embargo, una desazón sorprendente en La Granjita cuando nos tomamos una copa apurados. Ella estaba de paso por Barcelona en gestiones de papeleo burocrático. Cuando hablamos sobre esta ciudad se le descompuso la cara. Me dijo que había tirado más de cuatro años a la basura, y le creo, porque sé que está acostumbrada a trabajar. Es luchadora contra los moldes hasta el cansancio, pero se ve que aquí no encontró su lugar. O no encontró un lugar. El circuito teatral barcelonés es harto conocido por su fluidez y constancia. La dificultad la encontró en el idioma. Me atrevo a decir que también en el desencuentro con las propuestas humorísticas: el humor catalán es áspero. En fin: no le fue bien. La puedo entender: es difícil abrirse paso en Barcelona porque existe mucho celo y, aunque no lo parezca, el provincianismo que realmente hay cierra muchas puertas. Esto lo puedo escribir ahora, pero cuando tomamos aquella copa recortada hace más de tres años, me limité a escuchar y tomar nota. Recuerdo que le pregunté cómo se había cambiado a Madrid si no tenía mar. Me respondió, señalando hacia la costa, que este mar no es suyo. Tenía un mal sabor en la mirada. Lo más inquietante fue que me dejó desarmado aquella noche porque yo contaba con el mar como uno de los ingredientes fundamentales para vivir.Tonterías, pretextos, respuestas esquivas. Los mares no son de nadie y el mejor lugar del mundo está donde uno se sienta bien. Así que me quedé en Barcelona –aunque me marché una vez y regresé- y traté de hacer llevaderos mis días. No podía entender cómo el vivo ejemplo del optimismo, la luchadora irreducible de los estados libertarios de la mente y el cuerpo me transmitía fracaso en una frase hueca. Solo con el paso de estos últimos años, porque no he dejado de pensarla y de visualizarla ante una mala copa en La Granjita, he podido comprender que, tanto en la dramaturgia como en la vida misma, cuando se cierran los círculos hay que romper. Ella debió estar demasiado decepcionada para manifestar aquello. Como yo lo he estado muchas veces aquí en Barcelona. Y he tenido miedo a romper. Y como he tenido miedo a romper he asumido mis días uno por uno.
Ahora la acabo de ver otra vez en pantalla grande. Es la putica latinoamericana y estereotipada de Volver, la magistral y más reciente envolvencia de Pedro Almodóvar. Por supuesto que resulta simbólico que muchos años atrás ella jugara a querer ser una chica Almodóvar, cuando no le hacía falta para nada serlo, cuando gozaba de la fama y de su cuerpo a toda marcha -¿quién dice que ahora no goza de su cuerpo?-, pero en lo que más me ha dejado pensando la película ha sido en la decisión de María Isabel de marcharse de Barcelona. El papel que le dio Pedro, por descontado, le queda chiquito. Es plantarse otra vez delante de una cámara lo que encuentro fundamental.


Primavera 2006