miércoles, 27 de enero de 2010

Aislado en el cortijo



Mucho antes de que existieran las redes sociales en internet, José Antonio Roche, alias Villico, tenía organizada una sorprendente cadena de amistades a lo largo y ancho de la isla de Cuba. Se pudiera decir que este guajiro natural, nacido y criado en el centro del país, fue un precursor de los enlaces humanos más inverosímiles teniendo en cuenta que allí el correo postal funcionó siempre con absoluta lentitud. Pero su desafío a las comunicaciones se basó en las tradiciones orales, en la verborrea abundante latinoamericana cuya retórica ha facilitado la conservación de un léxico perdido hoy por hoy en España, la región matriz.
Como los antiguos aedos y rapsodas, su arma de “ataque” ha sido siempre la palabra viva, almibarada todavía más en largas conversaciones telefónicas que se producían enlazando “centralitas” analógicas de punta a punta del territorio nacional, sumando monedas cuando la operadora daba la señal de Adelante.
Cuando creció, dejó rastro como decimista, improvisador popular que en Cuba mezcla la poesía naiff –no pocas veces con altos vuelos líricos- y la épica de los campos agrícolas. Pero rápido se desmarcó del tinte político de este tipo de repentismo cuando se dio cuenta de que lo suyo era el quehacer social. Así que se trasladó a la capital en busca de un puesto como actor profesional.
En los años ochenta lo conocí cuando, recién graduado del Instituto Superior de Artes Escénicas, Roche buscaba alguien para compartir piso; sin dudas un precursor también de las oleadas de estudiantes alquilados en La Habana. Entonces, era uno de los fundadores del fabuloso grupo humorístico Sala-Manca, ese equipo de creadores escénicos que retrató desde la sátira la situación compleja e insufrible de nuestro país.
Viajamos en un tren por toda la isla presentando el espectáculo Cadáver Exquisito –yo iba como periodista novel y operador de sonido-, en aquellos momentos en los que aún quedaban posibilidades de organizar una gira itinerante con hoteles pagados por los gobiernos locales. Fue una aventura excitante.
Al llegar a Santiago de Cuba y alojarnos en un hotel de la calle Enramada, salí a dar una vuelta por el parque central para acomodar la vista. Al verme distinto por el corte de pelo o no sé qué otra cosa, una muchacha se me acerca y me pregunta si yo era de la capital. Le respondí que sí. Entonces me dice:
-Ah, allí tengo un amigo. No sé si lo conocerás. Se llama Roche.
La Habana tiene una población de dos millones y medio de habitantes. ¿Sería mucha la casualidad?
A mediados y finales de los 90 emigraron miles de cubanos. Entre ellos, José Antonio Roche y este que escribe. Siempre supe que Roche estaba en algún paraje de Andalucía, pero su ubicación exacta no la descubrí hasta la semana pasada cuando vi en España Directo, un programa de asuntos sociales, que entrevistaban a una pareja que había quedado aislada en un cortijo de Granada, producto de intensas lluvias. El que hablaba era él, el mismo mensajero del amor que no escatimó en palabras para hacerse, sin querer, uno de los hombres más famosos de Cuba. Por supuesto, después del dictador, otro que ha utilizado la verborrea a su antojo pero con fines mucho menos dulces.

Foto: Riko Caballero. El grupo humorístico Sala-Manca en la entrada del Cementerio de Colón. De izquierda a derecha, Oscar Bringas, Leonardo de Armas, Jorge Luis González, José Antonio Roche y el director Osvaldo Doimeadiós.

Nota: Busqué en Facebook y lógicamente Roche está, pero no tengo claro si donde vive actualmente tenga contratada la internet. Vea el video y saque usted sus propias conclusiones. Queda demostrado que la cabra siempre tira para el monte.

martes, 26 de enero de 2010

Lourdes en la selva



Se acabó lo que se daba. Ya no veremos cada tarde esos ojos almendrados, puestos por la genética más divertida encima de una sonrisa de campeonato. Ya está bien de relajo en la sobremesa. Relajo, en la amplia gama de familia de palabras, es lo mismo que relajación. Y relajación es constatar cada día que el talento y la belleza acoplados pueden llegar lejos, al menos en la comprensión que los justos tenemos de la vida.
Lourdes Guadalupe –Lupita, como la virgen venerada en México- tiene doble sentido de la esperanza. Aquí en España se bendice al primer nombre. Pero ni los milagros más capaces pudieron salvarla de los desatinos de esta sociedad. No solo lo dio todo, como se dice habitualmente, sino, además, Lourdes ofreció un hilo de comportamiento estable en Fama, ¡a bailar!, el reality show que acaba de finalizar luego de casi medio año en pantalla. Aun soportando –y nunca mejor dicho- el peso de una pareja tan indisciplinada como fue la suya: Jonathan, el joven díscolo que no cree en nada ni en nadie para salir en portadas.
Creo que lo que mantuvo a Lourdes con una sonrisa hasta el final fue la ilusión. Era la ganadora a todas luces de un programa que este año ha optado igual por el cotilleo que por la danza. Pero ella tenía un superobjetivo y vio que esta era su oportunidad. Temperamental, sensual y conquistadora con las poses –elegante también sin ser mujer de un metro ochenta-, su robo de cámaras responde a su fuerza, simplemente a la ilusión. Muy contrariamente a su partener que, con buenas dotes histriónicas y escénicas en general, eligió el camino de la interactividad directa con el televidente.
Y así ganó, en solitario, votado mayoritariamente por las “niñas” de este país.
Esta sociedad está muy jodida. Pero eso ya lo sabemos hace rato. Lo que no acabamos de asimilar bien es que, luego de tantos meses de rigor y vaivenes emocionales, el resultado descanse en manos de la población adolescente enganchada al teléfono móvil. No, esa fórmula sabemos que es rentable pero insulta al telespectador y más aún a una competidora como Lourdes.
Con el paso del tiempo, la cadena Cuatro se ha ido decantando por la frivolidad y ha decepcionado a un montón de gente. No comenzó así. Incluso, este mismo programa ha ido reforzando el show en detrimento de la competición artística. Sabemos que son las leyes del mercado y por tanto no nos queda más que escribir estas humildes notas.
Como nadie sabe para quién trabaja, esta cadena me regaló la alegría de Lourdes durante largos meses, y durante todo este tiempo no dejé de pensar en mi país.
Lourdes, la canaria, la tinerfeña, la insular, la sensual muchacha de origen cubano.
Ella, la danza versátil metida en medio de una selva.

domingo, 24 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) VII y final



En Pals nos hubiéramos quedado a tirar el invierno, con una buena reserva de troncos de madera en la puerta de la casa. Es un buen lugar para escribir historias de amor y, después de volar, bajarse uno de las nubes reproduciendo esos boleros tremendistas en los que parece que el amor se acaba.
A las seis de la tarde, la noche se cerró. Uno se confunde en invierno constantemente porque al perderse la luz natural aparece una voz interior que va diciendo todo el tiempo que es hora de volver. ¿Volver a dónde? ¿Volver a casa, al trabajo, a los encuentros familiares? ¿Volver al hotel, a esa reserva de intimidad protegida por piedras de Dios sabe cuántos años? ¿Volver a la carretera, como primer paso de salir de allí, y que la carretera cante sola en lugar de los boleros, que marque un destino incluso cercano pero un destino extraordinario? ¿Y la idea de llegar a Francia, tan al lado, tan diferente?
Teníamos la advertencia de los noticieros de que no era de buen sentido viajar por carretera en esos días. Se aproximaban densos bancos de nieve que incluso podrían caer en zonas costeras. Quedarnos atrapados en una carretera comarcal en medio de una helada siberiana no estaba dentro de nuestras directrices. A Pals no llegan las máquinas quitanieve y sin embargo es un sitio ideal para escribir. Parece que una cosa está relacionada con la otra. Cuando se hizo totalmente oscuro y las manos, aunque enguantadas, se engarrotaron, comenzamos a buscar un bar para refugiarnos y seguir recordando aquellos amigos que estaban por todas partes. Un vino tinto de cualquier zona nos iría muy bien.
Todos los bares estaban cerrados y los que no estaban a punto. Así que volvimos, volvimos a la opción más íntima, la de la masía cuyo nombre me sonaba demasiado largo para lo capsulares que suelen ser las denominaciones locales. Le habían puesto recientemente un cartel inmenso que juraba que allí estaba el hotel-restaurante Galena, en el borde mismo de la carretera que va hacia la cala de Aiguablava, pero lo cierto era que todo el mundo conocía ese empedrado como Mas Comangau. Sus acogedores salones calentados a la brasa, el trato cercano de sus escasos dos empleados visibles, la sencillez aparente del dueño, aquel hombre con un rabo de mula recogido en la nuca, la carta del restaurante que se balanceaba entre la cocina tradicional española, la francesa y la catalana -¡el toque local es a veces tan sutil y tan agradable!-, pues todo esto me daba vueltas en la mente mientras nuestros anfitriones nos llevaban de regreso.
Propuse comprar una botella de vino y tomarla en nuestra recámara, con boleros de fondo y calor artificial producido por una bomba acondicionadora. Una bomba, ¡vaya palabra se me ocurre para explicar el silencioso trabajo de la energía eléctrica! Era un verdadero lujo poder estar allí entre páramos todavía verdes, las montañas cercanas –se veía a lo lejos el tapizado blanco de los Pirineos-, el mar insultantemente bello a “dos pasos” de la masía, furioso por las ráfagas de viento que se revolvían allí mismo, en el Mediterráneo. A mí me encanta viajar a contracorriente. No soy hombre de paquetes populares, teledirigidos. Lo malo de viajar en estas fechas es que te puedes encontrar muchas puertas cerradas, y, en esa misma medida, las que están abiertas reciben toda nuestra bendición. De cierta manera agradezco el descuido del hotelero Patrick Beau. De habernos avisado a tiempo, hubiéramos cambiado la reserva on line por otra y nos hubiéramos perdido la emoción de llegar con cara de pena a un mostrador, allí donde, en invierno, la esperanza duerme entre ráfagas de levante. Dicen que la gente se vuelve loca con el viento de la tramontana, tan ordinario en esa zona donde estábamos. En las dos horas de paseo por el caserío medieval de Pals, se nos metió dentro del cuerpo algo invisible que bien pudo ser un vendaval con mangas, algo tan abrazador y constante que llegó a aturdirnos un poco.
La noche, sin embargo, pasó serena. Nos despertamos con la sensación de haber estado ahí durante mucho tiempo. Mi mujer saltó de la cama con una intuición femenina. Yo en esos momentos no intuía nada, solo disfrutaba el calor de la manta y el olor a madera cortada en los talleres de la comarca, disfrutaba el interior de una cabaña como la que siempre he soñado tener, con los travesaños del techo a la vista y un ventanuco de madera y hierro forjado. Tonterías, cosas simples me pasaban por la cabeza. Mi mujer dijo, algo exaltada, entre alegría y consternación:
-¡Está nevando!
Es hora de regresar a casa, pensé enseguida y me levanté también de un salto a mirar por la ventana. Había escarcha en las hojas de las plantas que estaban sembradas en tiestos de piedra, al pie de la escalera exterior. Hicimos las maletas y después subimos a desayunar, con el ordenador portátil. ¡Qué dura realidad comprobar las cuentas de correo electrónico, el aviso final del día en que vivíamos, sentados en un comedor antiguo provisto de chimenea!
Terminamos de saldar las cuentas con el dueño, quien dijo llamarse Miguel González, González como mi segundo apellido. Me preguntó si yo era de La Habana. Me había notado el acento. Miguel había estado en mi ciudad natal hace unos quince años, cuando aquello despuntaba en la emulación con las ciudades más destruidas del mundo por bombardeo. En nuestro caso, no había caído una sola bomba pero el efecto del paso del tiempo daba esa impresión.
El hombre me miró con ganas de seguir hablando toda la mañana sobre La Habana, me miró con pena en los ojos, pena de un hostelero que se registró allí en el Hotel Riviera y pudo comprobar lo que había quedado de lo que fue originalmente.
-Sí, una ciudad grande, más grande que Barcelona quizá, en radio –le dije-, pero hecha triza…
-¿Por qué no se quedan una noche más?- casi nos suplicó.
-¿Aquí llegan barredoras de nieve?-pregunté yo en tono de broma.
Miguel se echó a reír.
Una hora y media más tarde ya estábamos entrando en Barcelona y habíamos dejado la nieve atrás, o la posibilidad de que nevara. He seguido los partes meteorológicos y ninguno indica la presencia de nevadas en el Baix Empurdá, al menos en la franja costera. Antes de bajar del coche, mi mujer me recordó que debíamos llamar a nuestros amigos comarcales para informarle que llegamos bien.
-Sí -puntualicé con toda seguridad-, y también hay que pedirle que nos esperen donde están porque, verdaderamente, Begur, lo que es el centro de Begur, no lo conocimos en este viaje.


Foto del autor.
En la imagen, Calle Mayor, en Pals.



jueves, 21 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) VI



Pasos cortos, como si no hubiera ninguno. A los ojos de un espectador, estaríamos abrazados simplemente. Pero no, bailábamos con esa licencia libre que dan los cuerpos cuando se conocen hasta el último rincón. El bolero se desvirtúa con la distancia, se pierde del todo si la mirada no está sujeta a la de enfrente. Se desperdicia si no existe un roce al menos de los muslos, porque la sujeción de las manos es un dictado académico.
Encontré un asidero en la raíz de la espalda de mi mujer, allí donde se bifurca la cintura mientras se está bailando, donde el compás de la música queda representado con movimientos cortos aunque acentuados en el caso del bolero. Pero ese tempo musical –el de los huesos puestos al servicio del ritmo- podía sentirlo solamente yo. Ni siquiera ella porque sus manos estaban en mis hombros. No es el mismo el tempo de las caderas y el de los hombros. Por una razón más que todo musical, va uno con el ritmo y otro con la melodía. Independizados pero extrañamente juntos.
Hice que sintiera mi ritmo y no sólo que lo percibiera. Me aproximé todo lo que pude a su pelvis con la mía e intenté descargar ahí una elegante presión discontinua adornando el compás de la música, rizándolo con cuidado para no quitarle protagonismo.
Hay veces en las que las letras de los boleros no importan. Están ahí para dar cuerpo y no esencia. Hablan de desamor por lo general, de rupturas e infortunios. No era el caso nuestro. Seguíamos la orquestación como premiados por un concurso de autoayuda en el que llevábamos metidos más de 24 horas desde que salimos de Barcelona. Habíamos encontrado la respuesta en una alcoba rural hecha para amantes de invierno. Supongo que en verano no se disfrutaría igual, aunque, como me quedó la duda, tengo en la mente la idea fija de volver.
Miramos de vez en cuando a través del cristal de un ventanuco con cortinitas de encaje. Se podía observar la lluvia persistente. Se podía observar el frío de afuera en el vaho del vidrio, producto de un cambio drástico de temperatura que tomó de repente la habitación. A mí me tentaba sobremanera la posibilidad de pasar las manos por los cristales y sentir la temperatura del agua condensada, pero no me atreví a soltar la cintura de mi mujer. La combinación de sensaciones me mataba de curiosidad. Preferí no desprenderme de su espalda y canalizar el deseo a través de la hendidura de su espina dorsal, perfectamente dibujada por la naturaleza. Recorrí con los dedos diestros todo el canal hasta llegar al cuello y comprobar que estaba tibio. Abarqué con la mano toda la base de la nuca, con su cabello entrelazado, y hundí más mi pelvis en un momento milagrosamente álgido de la canción. Mi mano izquierda agarró el cinturón de cuero que ajustaba sus vaqueros, como si, por alguna razón prácticamente imposible, mi mujer intentara escapar.
Contradictoriamente, entró en juego una voz de fondo –ya no era Luz Casal, no era nadie, era solo una voz- que decía:
Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras…
Y una estructura musical que tan bien pensada tienen las orquestaciones del bolero. Detrás de la copla, una cuerda de instrumentos de viento habla por sí sola.
Vi llegar el clímax de un preámbulo. Ese momento en el que hay que dejarlo todo –incluso la música- y permitirle al cuerpo que nos lleve, al revés de como había sido hasta entonces. Estaba pensando exactamente en lo complicadas que eran de zafar mis botas de cordones largos cuando sonó mi teléfono.
Sonó como un spot publicitario que interrumpe una película dramática en su escena principal. Arrogante, un sonido desafinado; una ruptura teatral para cambiar de cuadro y dinamizar la dramaturgia. Mi mujer no dijo nada, pero supongo que pensó: No lo cojas, por favor.
Eran nuestros anfitriones de la comarca para preguntar dónde estábamos.
Ni nosotros mismo sabíamos dónde estábamos.
Tomé aire caliente y pensé. Comuniqué a través del móvil que estábamos perfectamente establecidos en la masía de carretera que nos habían recomendado.
-En quince minutos los pasamos a recoger para llevarlos a un sitio que les va a gustar- informó alegre mi antiguo compañero de la Facultad.
Una hora más tarde, yo seguía con la melodía de uno de los boleros metida en la cabeza. Y la letra:
Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras…
No se despegaba de mí el hilo musical de antes mientras caminábamos los cuatro por callejuelas empedradas y mis botas resistían el trasiego de una tarde controlada por el frío. Pals, adonde nos llevaron, era un pueblo medieval que jugaba con la costa desde lejos, en la distancia prudencial como mismo hacen los observadores que quieren vivir sin arriesgarlo todo. Es un encanto comarcal detenido en el tiempo, más en ese día gris de enero en el que no encontramos a nadie transitando. Solos estábamos dos parejas divertidas y un compás de un bolero atascado como una letanía en el medio de mis pensamientos. Nos habían dejado abierta la puerta de ese lugar solitario.
(Continuará…)

Foto del autor.

martes, 19 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) V



Pasamos revista de lo que ocurría 15 años atrás en la Facultad de Periodismo. También pasamos lista de la gente que entonces había a nuestro alrededor. La gran mayoría ya no estaba en Cuba. Más de un 60 por ciento.
Algunos profesores habían muerto y otros emigrado al igual que muchos alumnos.
Nuestro país quedaba ahora ubicado solamente en la memoria de los 90, el decenio que, tras el desplome del campo socialista europeo, fue concluyente para tirar la toalla allá adentro. Pensamos que allí no había nada que hacer y, los que pudimos, nos marchamos. Cobardía, instinto de conservación o egoísmo eso se verá y se discutirá después, cuando finalmente desaparezca la dictadura imperante.
Tanto mi anfitrión de Begur como este servidor teníamos la urgencia de contar el pasado, pero sabiendo hacerlo en la medida necesaria. Por eso la noche no cerró sus puertas con tales cuentos, sino debatiendo una ruta inmediata que determinaría si a la mañana siguiente mi mujer y yo regresábamos a Barcelona. Es magnífico no sentir la presión de una agenda de trabajo. Muy a pesar del temporal de invierno en el que estábamos metidos –o disfrutándolo en el más intrincado silencio-, se nos hizo breve el tiempo en esa comarca. Mejor dicho, en los alrededores de ésta.
Esa noche me metí en la cama tratando de apartar los recuerdos, con un dulce abrazo de mi mujer y su calor corporal elevado, más de lo habitual. Parecía tener fiebre, una fiebre repartida en iguales grados de la cabeza a los pies. Estábamos enroscados como buñuelos en almíbar cuando sonó mi teléfono. Era mi antiguo compañero de clases para informarme que habían llegado bien, que la nieve aún no había aparecido y que su esposa quedó encantada con nosotros.
Recordé entonces que en el minibar había, entre otras, una botellita de whisky JB y algunos frutos secos. Los precios de este servicio son más caros que en los aviones, abusivos, ridículos, pero para eso estaban, para sacarte de un apuro. El contenido de la botellita dio para llenar medio vaso corto en strike*.
Tenía que elegir entre sentarme afuera a fumar, envuelto en una manta, o continuar disfrutando del estado febril de mi mujer. Seguían rondando los recuerdos por mi cabeza, aquellos rostros simpáticos de la Facultad tan llenos de vehemencia, de candor, de ilusiones. Nuestras aulas, siendo de una carrera selecta a la que se accedía solo mediante altos promedios y una prueba de selectividad preliminar, estaban repletas de jóvenes provincianos. Entre ellos –y que me desmientan si leen esto y se sienten ofendidos-, la gran mayoría de las muchachas era virgen.
Fui al armario empotrado de la habitación en busca de una manta. La saqué de una bolsa de plástico y me enrosqué en la franela como un animal desamparado. Mi mujer me miraba sin decir nada. Entonces le pregunté:
-¿Me esperas un segundo si me fumo un cigarro?
Hizo una seña medio enfadada de aprobación.
A la mañana siguiente desayunamos como reyes en la mesa bufet. Ya no llovía aunque el viento continuaba alborotando los árboles. Luego subimos a hacer las maletas.
Entregamos la habitación a otra chica que nos hizo las cuentas con diligencia en el ordenador central. Todo estaba correcto. Nos preguntó si teníamos algo del minibar para sumarlo. Declaré la consumición, una factura absurda si no está altamente justificada por los tormentos de cualquier naturaleza.
Mientras viajábamos en el coche en busca de una gasolinera, todavía no teníamos decidido si regresábamos a casa o apostábamos por una noche más en un hotelito íntimo que nos habían recomendado nuestros anfitriones, una masía reformada, nos habían dicho, en las afueras de Begur. Antes de llegar a la gasolinera, vimos el cartel de la masía. Sentimos buenas vibraciones desde la carretera y por tanto entramos a mirar. Había un par de coches aparcados. En la recepción, sin embargo, no se veía a nadie.
Mi mujer tocó varias veces el timbre mecánico, como de época, que descansaba en el mostrador. Le dejó caer con fuerza la presión de su mano derecha reiteradamente. El entorno era como la sala de estar de una vivienda, paredes de piedra, muebles de madera realizados con buen gusto por algún ebanista de las cortes españolas, plantas naturales de interiores, una escalera en curso hacia un piso inferior, una puerta de acceso a un salón comedor, a la derecha; una recepción, en fin, donde se combinaba equilibradamente el ordenador de servicio, una cafetera industrial y varias repisas con botellas al uso. Ambiente rural retocado por un diseñador de hoy.
Pasaron algunos minutos y seguíamos solos mirando aquello. A mí me comenzó a gustar la decoración y la intimidad de la casa. Los grandes hoteles no me entusiasman mucho. Me agradó la confianza de dejar las puertas abiertas y la recepción sola, como si fuera un museo de autoservicio. Algo nos indicó que existía vida en aquel lugar, al menos vida animal. Vimos unas deposiciones de perro en una esquina del salón de espera.
-Hay gente- aseguré a mi mujer señalando la deyección.
No sé si me habrá oído. Es posible que sí. Lo cierto es que teníamos ya delante a un hombre de unos cincuenta años cuando no habíamos terminado de examinar los excrementos. Llevaba una coleta amarrada en la nuca y vestía con absoluta sencillez. Lo saludamos y le preguntamos si tenía habitaciones libres.
Se lo pensó, como si fuera un estratega, pero respondió afirmativamente enseguida. Mi mujer –me comentó más tarde- sospechó en ese momento que el hombre se estaba haciendo el interesante.
¿Cómo era posible que no tuvieran habitaciones disponibles un día como ese entre semana y a punto de nevar, fuera de temporada, fuera de todo tipo de lógica y acabados, como estábamos, de pasar las navidades?
La habitación era un sueño. Tenía una cama en la que podían dormir cuatro personas sin apenas rozarse. Quedaba debajo de la entrada al hotel porque allí todo transcurría hacia abajo, en las estribaciones de una colina desde donde se veía un valle magnífico, sereno. La decoración era cálida y el armario todo un mueble sensual de dos puertas, con ese olor a madera perpetuo que, para mi gusto, sirve de ambientador. Desde que entré enfilé la mirada hacia el armario. En ese mismo instante me cambió el estado de ánimo, me sobrevino un estado de excitación que despertó la libido, los deseos de estar allí recluido con mi mujer y olvidado del mundo. Una vez más se hacía evidente mi inclinación por los espacios poco visibles.
El cuarto de baño, sin embargo, quedaba en una planta superior. Esa obligación de bajar y subir dentro de un mismo techo, más las dimensiones exactas de la idea que tengo de los dormitorios, me produjo placer.
Además de televisión y un equipo de música, la recámara incluía un minibar.
Pero no le hice caso en espera de salir a buscar un supermercado donde abastecernos de algunos productos complementarios.
Mientras mi mujer exploraba el espacio, subí al coche a buscar las maletas. Ya lo había pensado, así que traje, de vuelta, además, un disco de boleros que llevábamos en la guantera.
Eran las doce del mediodía en punto cuando invité a mi mujer a bailar. Colocamos la calefacción local a unos 24 grados. Los pasos del bolero, con la voz de Luz Casal de fondo, retumbaban en el suelo de madera cruda. Parecía que estábamos en una plataforma insular donde la altura no marea, ni da vértigo, ni miedo, ni tristeza. Ese era el sitio. El que buscábamos al principio. El rincón donde soltar todos los pesos, incluido el peso de la nostalgia que es tan difícil de llevar.
(Continuará…)

Foto del autor.

Nota: *Strike, anglicismo proveniente del béisbol que se utiliza a menudo en Cuba para tomar ron sin hielo.





sábado, 16 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) IV



Hicimos una siesta incompleta. La comida en el restaurante había sido tan placentera que nos quedamos traspuestos mirando las noticias de la televisión. Apesadumbrados, con el cuerpo herido por el molde nuevo de una cama extraña, y también por la falta de rumbo que llevábamos, la falta de perspectivas y la casi seguridad de que el temporal de nieve se acercaba, abrimos los ojos como náufragos que despiertan sin saber dónde.
Me asomé al ventanal y vi que las gaviotas ya no estaban. Había caído la noche.
A través del teléfono, intenté localizar a un viejo compañero de la Facultad de Periodismo que vive en Begur. Mi mujer ya no se extraña de que haya algún cubano cerca. Los hay en todas partes, en todas las comarcas, en todas las latitudes del planeta. A éste no lo veía desde la época de estudiantes, pero sabía que vivía allí porque lo tengo como amigo en Facebook y su perfil indica la ubicación. Quería darle la sorpresa con la venia de mi mujer, pero, también, con la aclaración expresa por parte de ella de no olvidar el plan intimista de nuestra luna de miel. La luna, por cierto, no se veía en el cielo. Todo estaba negro y revuelto. El recepcionista de turno nos había dicho que rezáramos por que no nevara, ya que quedaríamos atrapados en el acantilado. Allí no llegan las máquinas quitanieve.
Mi antiguo compañero de estudios no respondía al teléfono. Insistí varias veces.
Entonces se me ocurrió conectarme a Facebook para ver si lo encontraba en tiempo real.
Casualidades de la vida: estaba conectado él también.
-¡Dime, Cuadro*, qué haces!-entré con una alegría indescriptible.
-¡Coño, Pepe el Romano!, terror de las casaderas y hermanas sin consuelo!- recordó aquella broma que me hacían en la farándula de la isla.
-¿Dónde estás?
-En Begur. ¿Y tú?
-También en Begur.
Mi colega, de quien no tenía claro en qué año emigró, cómo lo hizo y cómo fue a parar a esa “lejana” comarca que está a mitad de camino entre Barcelona y Francia, quedó tan perplejo que no desarrollaba el chateo inmediatamente. Hubo un corto tiempo de espera. Muy breve, la verdad. Supongo que fue el tiempo de reacción necesario para improvisar un rescate en medio de una noche en la que todo el mundo por los alrededores estaba situado al lado de un llar de foc*.
Le dije a mi mujer que deberíamos darnos una ducha rápida porque en media hora vendrían a buscarnos. La pobre, ni más ni menos, no salía de una sorpresa para entrar en otra. Aunque está acostumbrada a la sombra de mi país, a ese rastro envolvente, egocéntrico y perturbador que deja Cuba, su calidad de ser humano no gana dinero para asombros. El día que se convierta en androide le importará un pito que aparezcan antiguos compañeros, antiguas novias y en general antiguos conocidos por todas partes.
-¡Begur es nuestro, mi amor!- le dije con disimulo abrazándola contra el ventanal de cristales climatizados.-¡Nadie nos robará esta historia!
Me miró pensando cómo me las arreglaba yo para darle siempre la vuelta a las cosas.
Nos perfumamos como para salir a bailar y nos sentamos en el lobby a esperar a un cuerpo de bomberos de costa que debía llegar en medio de una borrasca.
El tiempo pasaba lentamente. La quietud de adentro era de alto contraste. Hubo un momento en que me levanté y salí para fumar un cigarro. Regresé enseguida. El frío, la lluvia y el viento eran más fuertes que todas las trampas de un reloj. Nuestro coche, aparcado a la intemperie a escasos metros de la puerta, ya no echaba humo. En cambio, oscilaba levemente como si entrara en contubernio con las rachas de viento de fuerza superior. Aquello parecía un ciclón tropical, una depresión atmosférica de esas que en Cuba se llevan las antenas de los televisores, las tapas de los depósitos de agua, las matas de aguacates y, por supuesto, los aguacates.
Vi unas luces móviles a lo lejos.
-¡Ahí viene!- aseguré con alegría.
Decidimos quedarnos sentados en el inmenso sofá hasta que entrara el salvador. No se debe perder la clase en ningún momento.
Se abrieron las puertas automáticas y entró él como siempre fue, como un ciclón, arrollador, personalizado con algún atuendo que no dejara indiferente a nadie. Llevaba un sombrero de gaucho, lo cual hacía trasportar la imagen tranquila de la Pampa a un escenario tormentoso, escarpado, rocoso, húmedo. A su lado, con un paraguas rebelde todavía sin cerrar, una hermosa mujer tan alta como un pino desplegó una sonrisa olímpica.
Nos abrazamos los cuatro. No era para menos.
-¡Esto es un rescate en toda ley! -agradecí a mi amigo.
El hombre de la recepción se sintió menos solo cuando nuestras voces, alegría y juventud inundaron el ambiente.
Reencuentro histórico. ¿A cuántos kilómetros de la Facultad de Periodismo?
Enseguida nos organizamos. Ellos trajeron la certeza de que todos los bares del pueblo estaban cerrados. ¡Ya lo creo! Así que decidimos ponernos al día en el bar del hotel, donde ya habían llegado un par de parejas que debieron registrarse mientras mi mujer y yo dormitábamos.
Como era de esperar, no había nadie detrás de la barra. Continuaba el aviso sobre el mostrador.
Mi anfitrión -¡por fin un lugareño con quien tomarme un café, una de las cosas que más adoro en la vida!- se levantó y fue hasta la recepción. El responsable de ese lugar hizo una llamada telefónica y en pocos minutos apareció una amable camarera, con los labios pintados, retocada como si también se fuera a bailar.
El camino recorrido por mi compañero de clases era largo. Había llegado a Begur dando tumbos de un lado a otro, no solo por España, sino por toda Europa. Convenimos en que el mejor lugar del mundo está donde uno se sienta bien.
Pedimos cerveza y algo de comer.
Era difícil apoderarnos del momento con tantas cosas que contar. Sobre todo porque no hubo tiempo de preparar ningún discurso. Nadie se imagina que, en medio de una tormenta, va a llegar un forastero con recuerdos de antaño. Nadie se imagina que el ámbito estrecho y sobrecogedor de una noche tempestuosa iba a ser el propicio para remontarnos a unos días en los que éramos medianamente felices e ignorábamos dónde estaría nuestro lugar en el mundo. Entonces, hace 15 años, vivíamos puertas adentro, en un país cerrado a cal y canto, rodeados de agua por todas partes. Aislados. Nunca mejor dicho.
(Continuará…)

Foto del autor.
Notas:
*Cuadro es un término partidista que utiliza la burocracia oficial en Cuba para identificar a un hombre de confianza.
*Llar de foc: chimenea en catalán.




jueves, 14 de enero de 2010

Nota de la redacción



Interrumpo la serie que llevo en el blog, ante la impotencia que me han causado las imágenes de Haití emitidas por los telediarios españoles de esta tarde. El gobierno haitiano ha ofrecido un balance preliminar de entre 30 y 50 mil muertos. Cuando el margen de error se balancea en 20 mil personas es porque la tragedia alcanza una magnitud terrorífica.
Se me hacía un nudo en la garganta mientras comía. No pude terminar de comer. Quisiera ofrecer mi más profundo pesar por lo que está ocurriendo en estos momentos allí. Como cubano, heredero de una arista del folclor francoafricano que nos legaron los haitianos al emigrar a nuestra isla en los días de la Revolución Francesa, me siento consternado por verlos abandonados a su suerte. A veces tienen que ocurrir desgracias de tales magnitudes para que el mundo se fije en un país que apenas sale en las noticias.
Espero con total optimismo que, de una vez y por todas, la comunidad internacional exija a los gobiernos haitianos una respuesta ante los altos índices de pobreza que sufre este país, mal llevado durante años por dictadores, burócratas e indolentes.
Nunca he estado allí, pero presencié, estremecido, un cementerio sin lápidas “fabricado” con urgencia en Maisí, en el extremo más oriental de Cuba por donde naufragan centenares de embarcaciones precarias de haitianos que pretenden emigrar a EEUU. Era de espanto. Enterramientos masivos con cruces de hierro superpuestas y colgando de éstas una chapa con un número. Nunca se supo la identidad de esos náufragos.
No por casualidad en los EEUU hoy vive un millón de haitianos.
Pienso también en Mackandal, el héroe mágico con alas que inventó Alejo Carpentier en su novela “El reino de este mundo” para recrear lo real maravilloso del contexto haitiano. Pienso en los braceros de ese pobre país que emigraron a Cuba para trabajar en las plantaciones de caña y tuvieron que cambiarse el nombre de pila por exigencias de la cultura católica imperante en la isla de Cuba hace muchos años.
Los he conocido en el ocaso de sus vidas y he comprobado su fuerza y su apego total a su folclor.
Es una pena que un país que hubiera podido aportar mucho más color al Caribe esté tan deprimido. Ahora más que nunca.
Un minuto de silencio por ellos.

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) III



Bajamos a socializarnos, al menos con el hombre que debía estar detrás de la barra del bar. Siempre pienso que es un hombre quien está ahí. Un tipo amable, sonriente y con deseos ocultos de que alguien le cuente la mitad o su vida entera.
Mientras descendíamos por las escaleras –dentro de un ascensor no se ve nada-, elucubré la charla informal con el tipo del bar. Él nos pondría al corriente de la vida en la zona, la historia del hotel, las ventajas o desventajas de vivir en las inmediaciones de un pueblo como Begur que no es pesquero sino hotelero. Allí se trabaja duro durante el buen tiempo y, con la recaudación, se tira el invierno prácticamente puertas adentro. En invierno estamos. El Parador no cierra porque siempre hay algunos agentes de negocios cercanos en la zona que necesitan alojamiento, y también poca, muy poca gente alternativa que llega bajo la lluvia con los tobillos y otras articulaciones heladas, gente aventurera, vacacionistas de los que ven en la distancia un lugar donde escapar de la rutina. Mi mujer y yo éramos dos de ellos, pero ese cuento no se lo cree nadie.
Estoy casi seguro de que la muchacha de la recepción pensó que éramos dos amantes ocasionales. Aunque me veo bien –según dicen-, se nota que le llevo algunos años a mi mujer. Los hoteleros, negociantes al fin y al cabo, suelen ser discretos, pero tienen ojos y son curiosos como cualquier persona. Había una oferta para menores de 35 años que hacía un descuento importante. Incluía una noche en habitación doble y desayuno continental. La chica no sabía cómo averiguar si podíamos acogernos a la oferta. También tenía la opción de no informarnos y se ahorraba el mal trago. Lo cierto es que nos preguntó sin muchos rodeos y con muy buenos modales:
-¿Qué edad tienen, si no les sabe mal decirme?
-¿Qué edad aparentamos?-intervine rápido con buen sentido del humor, desconcertado ante la pregunta?
La joven se sonrió. Luego nos explicó lo de la oferta. Mi mujer pronunció un número:
-33.
El número que los doctores te piden que pronuncies mientras te auscultan. Ese 33 me sonó triunfal. A mí me va bien tener la edad que tengo, sobre todo si llevo al lado a alguien con amplias posibilidades de clasificar en la mayoría de las encrucijadas de la vida.
-Esta noche te haré una fiesta, mi amor-me dirigí alardosamente a mi mujer.
La recepcionista volvió a sonreír y fue cuando entendí su sospecha errónea. “Estos dos están tirando una cana al aire y han escogido un temporal para darle más emoción a su fiesta. Él debe tener dinero y ella debe ser su amante. O quizá no, quizá simplemente se atraen. ¡Él le debe estar enseñando cosas propias de su experiencia y ella le debe estar insuflando una cuota de atrevimiento tremenda!”, debió pensar.
Es curioso cómo estas cosas se pueden pensar en breves minutos. Mientras bajábamos las escaleras, los dos tomados de la mano como las gaviotas aquellas que disfrutaban de un espacio vacío, sentíamos el mundo al alcance de la vista aunque este asidero estuviera enmarcado en 24 horas, de momento. Un hotel inmenso a nuestros pies. Salones bien decorados, minimalistas y elegantes. Aletargados, durmientes, esperando la oportunidad de que alguien calentara esos muebles escépticos en invierno. Muebles impolutos, tan esterilizados por la soledad que no parecían utilitarios.
Había una tienda de suvenires atendida por una señora que moría de aburrimiento. Había salones flexibles que, en su momento de mayor ocupación, servían lo mismo de bar que de sala de lectura y recepción de amigos. ¡Y había una barra!, detrás de una pared de carga, escondida aunque elegantísima. Todo madera dura, pulida. Las botellas meticulosamente colocadas por orden genérico dentro de un armario con puertas traslúcidas. Una cafetera exprés limpia hasta más no poder. Encima del mostrador, un cartel pequeño hecho en plástico grabado también transparente y enmarcado en madera fina. Decía lo siguiente:
Enseguida regresamos
Con tanta confianza en nosotros, que andábamos al libre albedrío sin haber pagado algo todavía –en los hoteles serios se paga la habitación cuando el cliente se marcha-, pensé que incluso podría dar la vuelta a la barra y servirme yo mismo, que mi palabra y la de mi mujer bastarían para hacer cuentas del tipo que fueran. Se acercaba la hora del almuerzo –sigo pensando en cubano- y no aparecía un camarero. Supuse que el responsable del bar debía estar multiempleado y andaría en el restaurante. Me apetecía tomarme una copa protegido por una de las grandes cristaleras que dejaban ver el temporal. Los cristales, a diferencia de los del coche, estaban limpios y secos. La temperatura interior era de envidia. Llevábamos los abrigos en la mano por si acaso se nos ocurría dar una vuelta por la piscina. No nos inclinamos por ello. Decidimos esperar a que se apareciera el ángel de los gastronómicos a consultar a este par de amantes invernales que parecía irreal.
Tardó unos quince minutos. Pero llegó. Yo me pedí un whisky de malta y mi mujer una coca-cola. Cuando fui a pagar, la barwoman me dijo que se liquidaba todo al final, que solo hacía falta el número de habitación para cargarlo a la cuenta. Cualquier listo hubiera cargado el whisky a la habitación de otro. Aunque lo hubieran pillado porque creo que no había nadie más en el hotel.
La barwoman estaba apurada. En efecto, estaban montando el restaurante.
Se desmoronó la posibilidad de contarle mi vida a alguien acodado en la madera pulida de la barra. Me daba igual que fuera hombre o mujer.
Tomamos los vasos –el mío sin hielo, para no desvirtuar el material- y nos fuimos a un salón contiguo que no habíamos descubierto todavía. Nos llevó la barwoman. Era la zona de fumadores. Conectó un pequeño extractor de humo y cerró la puerta. Nos dejó solos otra vez; más resguardados de los grandes espacios y paredes kilométricas de las salas de estar. Las paredes tienen oídos. ¿Habría cámaras de seguridad en la zona de fumadores?
La vista era inmejorable. Estábamos sobre la cala de Aiguablava, delicada y recogida, verdoso pedazo de mar, cristalino, ahora sin cuerpos, sin barcos, sin sol. El calor del whisky me adormecía la garganta. De vez en cuando se me perdía la vista en unos puntos blancos incrustados en una montaña, como pecas, como una erupción. Eran casas construidas con capricho en las laderas. Parecía que fueran a desprenderse. Se perdían cuando pasaba lento un banco de niebla.
Estábamos tomados de la mano. En la otra, quemaba lento un cigarrillo. Nos habíamos colocado muy cerca con el pretexto de alcanzar los dos el cenicero, pero la verdad es que intentábamos atrapar un equilibrio de emociones del que no sabíamos exactamente por qué se producía. Sospechábamos que era un privilegio estar allí, con un toque de jengibre en el ambiente para que el sosiego se mezclara con la excitación. Si uno pudiera escoger el tiempo a la carta, y si volviera a estar allí, pediría una tormenta. Sin avisar, mi mujer bebió un trago de mi vaso. El líquido le raspó la garganta, pero le alcanzó aliento para una puntualización:
-Cariño- miró a mis ojos dejando por un breve instante ese paisaje feroz-: ¡recuerda que esta noche tienes que cumplir!
(Continuará…)

Foto tomada por el autor. Esta chimenea es un icono del hotel. Estaba apagada. Supongo que no la encenderían para tan escasos huéspedes.




martes, 12 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio año) II


-Déjalo refrescar, guapa. Apaga el motor y deja la música puesta- sugerí muy por lo bajo, con resignación, pensando que tal vez estábamos predestinados a vivir una aventura extrema en el Baix Empurdà, esa zona magnífica donde conviven en total armonía el mar y la montaña.
Estaba asustada. Su cuerpo temblaba de frío.
La lluvia no cesaba y, en realidad, no era tan copiosa. Lo más pesado de todo era el fuerte viento que soplaba con ráfagas disparejas. Los cristales del coche continuaban empañados.
-¿Puedo dejar la calefacción?-preguntó humildemente.
-Supongo que con el motor apagado no funcionará. Esto es cuestión de tiempo.
Pasaron cinco minutos. Le dije que probáramos ya. El olor a quemado no había desaparecido del todo pero supusimos que se trataba del resto quedado en las tuberías del acondicionador de aire. Mi mujer arrancó el motor, colocó la primera velocidad y soltó el freno de mano.
Aceleró con fuerza y soltó suavemente el embrague. El coche comenzó a subir.
Justo al girar en la punta de la cuesta, vimos un bar abierto. Dejamos el coche en el aparcamiento privado de un hotel pequeño que había al lado y estaba cerrado. Entramos al bar y, tanto una mujer como un hombre que estaban en la barra, se quedaron asombrados de que alguien entrara allí.
Nos sentamos y pedimos chocolate caliente y croissant. Preguntamos por algún alojamiento.
-Todo está cerrado a cal y canto, nos dijeron a coro.
-¿No queda nada?-insistí con algo de pena en los ojos.
-Hombre- intervino ella, que parecía dueña de la cafetería-… seguro que el Parador de Aiguablava está abierto. Ese lugar nunca cierra. Además, tiene unas vistas preciosas.
-¿Y de precio…? – me quedé con la cara asustada.
-No creas. No hay mucha diferencia con estos hotelitos de aquí adentro.
El Parador de Aiguablava estaba entre los hoteles que busqué en internet, pero su página web no me había dejado reservar on line. No sé por qué. Y era cierto: aunque un poco más caro que el resto de los hoteles de Begur, la diferencia de precio no era escandalosa.
Es un edificio de tres o cuatro plantas construido sobre un farallón. Si uno lo mira en perspectiva cenital –hay fotos que lo muestran-, parece que lo depositó un helicóptero cuando el hotel estaba todo hecho en un molde de una fábrica, y, luego de posarlo en el acantilado, el helicóptero se marchó y lo dejó a su suerte. Como todo Parador español, tiene encantos únicos. En este caso, lo excepcional son las vistas sobre el Mediterráneo.
La mujer de la cafetería, como se dice vulgarmente, se enrolló con nosotros. Llegó hasta ofrecernos alquiler en un apartamento de veraneo de su propiedad; sólo había que preparar el sitio. Le dijimos que probaríamos con el Parador, que, si estuviera cerrado, volveríamos.
El camino estaba lleno de curvas. Ocho kilómetros, aproximadamente, recorrimos solitarios por una carretera estrecha. Por fin lo vimos al final del camino, escondido entre árboles y rocas. Aparcamos en la explanada que hay frente a la recepción pero nos quedamos dentro del coche un rato para calibrar los nervios, fumarnos un cigarrillo y comprobar que el olor a goma quemada había desaparecido totalmente.
Mientras fumábamos, me acordé del viaje que hice con mi mujer a Varadero. Fue una retrospectiva difícil de recordar porque allí tuvimos el encontronazo directo con las leyes cubanas, tan absurdas y humillantes. Entonces, hace ahora dos o tres años, no recuerdo bien, no nos dejaron hospedarnos en un hotel de la magnífica playa azul porque no estábamos casados. Ahora tampoco lo estamos. Pero en España no tendrían por qué pasarme cuentas políticas.
Entramos al Parador. No se veía a nadie más que a los dos recepcionistas, un hombre de unos cincuenta años y una chica joven. Me dirigí a ella y solicité una habitación doble para una noche. Diez minutos más tarde, estábamos mi mujer y yo en el balcón de una pieza casi más grande que nuestro apartamento en Barcelona, avituallada con “todos los hierros”. Miré hacia los lados, abajo, arriba y continuaba sin encontrar un alma. El paisaje era imponente. Un acantilado se nos venía encima con su lengua de mar revuelto, el sonido del impacto de las olas, el frío inquietante, los árboles dando zarpazos y el temporal detrás de todo esto con un cielo gris profundo. Aunque no se veía, la otra orilla debía ser el norte de África. El Mediterráneo no lo parece pero es un mar cerrado.
¿Qué hacemos aquí?, me pregunté en silencio, mirando una pareja de gaviotas que descansaba a escasos metros, tranquila, disfrutando de su hábitat y, en fin, disfrutando de la soledad.
(Continuará…)


Foto del autor. Esta es la sobrecogedora estampa que se veía desde la habitación.

domingo, 10 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) I



El hostelero Patrick Beau, de origen vietnamita, nos embarcó*. Habíamos confirmado en mails de ida y vuelta una noche en su pequeño hotel, días antes de navidades. Ese fue el regalo que le hice a mi mujer: un sobre de manila con toda la documentación necesaria para pasar una noche y dos días en Begur, posiblemente el pueblo de la Costa Brava más atractivo por sus calas pequeñas e intrincadas.
El viaje tenía, al menos, un par de simbolismos importantes. Uno era que mi mujer y yo habíamos hablado sobre Begur algunas veces sin haberlo pisado juntos; otro que fue el primer rincón de Cataluña desde donde vi el Mediterráneo, por caprichos de la vida. Digamos que prácticamente me llevaron del aeropuerto hasta allí sin pasar por el litoral de Barcelona, algo totalmente posible si el conductor toma la ronda de Dalt para salir de la ciudad. Y el tercer simbolismo era que Begur vive como pueblo de indianos, gente que emigró a Cuba hace muchísimos años y, luego de hacer fortuna, regresó a su lugar de origen y allí construyó sus viviendas de estilo colonial, con medio punto, vitrales y portales de columnas.
Yo había visto por internet el Hotel Hanoi. De entrada, me llamó la atención el nombre. Seguían saliendo líneas de conexión: Cuba y Vietnam, en un pasado reciente, tuvieron mucha afinidad. También me encantó, en las fotografías, el decorado de las nueve habitaciones y la aparente tranquilidad del inmueble, ubicado en el mismo centro de la villa, a un par de kilómetros o kilómetro y medio del mar. Pensé que ese era el lugar ideal para disfrutar de un enclave provinciano por donde nos perderíamos en la oscuridad de la noche y la luz tenue de un fanal esquinado y tremulante.
A mi mujer le encantó el regalo. Desde Barcelona soñamos cada día con llegar allí y verle el rostro a nuestro anfitrión que estaría esperándonos con una sonrisa espectacular detrás de un buró, en el corazón de esa residencia del siglo XIX con aspecto colonial, suelo de baldosas de la época y una cercana restauración que mezcla la modernidad con lo antiguo. El día señalado, nos levantamos temprano e hicimos dos pequeñas maletas de fin de semana. Salimos de Barcelona con un tiempo regular, pero por el camino –teníamos delante una hora y 45 minutos de viaje-nos encontramos una borrasca bastante incómoda con un frío húmedo por debajo de los seis grados centígrados.
Sin prisas aunque con algunos nervios –conducía mi mujer-, dejamos la autopista más o menos a mitad del viaje y tomamos una carretera convencional, la C31, con bastantes curvas y obras de ampliación. Apenas se veían las señalizaciones. Debíamos intuirlas. El coche se portó bastante bien. El copiloto –este que escribe- no tanto. Quise controlar la temperatura interior del coche de acuerdo con mi temperatura corporal pero no me dejaron. La frecuencia de movimiento del limpiaparabrisas, según mi criterio, no era la correcta, pero, cierto, quien ordena y manda dentro de un automóvil es el conductor, responsable de llegar sanos y salvos al destino. Aun así, me dejaron poner música, un disco de jazz.
Entramos en Begur despacio, mirando el sentido de las calles enrevesadas, empinadas. Había un alma en la calle, un señor con paraguas debió olvidar comprar el pan a primera hora. Éramos los perfectos turistas, lo ideales, los idealistas. Despistados, tardíos -¿a quién se le ocurre salir de paseo un día tormentoso fuera de temporada y con un coche con matrícula de Madrid, raspando las piedras del suelo para no derrapar en esas callejuelas angostas?
La matrícula nos delataba el turisteo, pero más surrealista fue el momento en que mi mujer bajó la ventanilla para preguntar en perfecto catalán por el Hotel Hanoi. ¿No eran de Madrid?, debió preguntarse el señor solitario con paraguas y cara de lugareño.
Llovía tanto que no era necesario mojarnos los dos para comprobarlo. Así que, en la puerta del hotel, decidí bajar para realizar los trámites de alojamiento. Mi mujer me observaba a través del cristal empañado. Comienzo a tocar el timbre de la puerta sin mirar a penas nada más. Nadie contesta. Insisto. Mi mujer me pregunta, con una seña de interrogación, qué pasa. Me encojo de hombros. Vuelvo a girarme de frente a la puerta y veo un pequeño letrero hecho a mano que jura, en catalán:
Tancat del 7 fins el 25 de gener
-Mi amor, ¿qué día es hoy?-pregunté a mi mujer después de indicarle que bajara un poco la ventanilla.
-Jueves 7-me dice.
Subí al coche chorreando agua. Le comento la noticia. Mi mujer se queda perpleja. No se veía a nadie en la calle, ni de lejos ni de cerca. Estábamos en ese momento en un pueblo fantasma en donde único se escuchaba el sonido de la lluvia y el sonido del motor del coche. Era ya mediodía. Teníamos dos opciones: regresar a Barcelona – no éramos partidarios de ésta ninguno de los dos-, o localizar al hombre del paraguas para que nos sugiriera algún lugar donde poder alojarnos.
-En todo pueblo hay un bar abierto-digo sacudiéndome agua del cuerpo-.Busquemos un bar y verás cómo se abren los caminos.
Mi mujer coincidió conmigo. Arrancó el coche y avanzó hasta la boca de calle; giró, avanzó, volvió a girar sin ver bien las señales. Seguíamos solos en todo aquel pueblo. Se nos presentó delante una cuesta muy empinada que parecía ser una salida. Mi mujer detuvo el coche antes de entrar a la cuesta. Puso primera, aceleró a fondo y comenzó a soltar suavemente el embrague. El coche no se movía. Por los conductos de la calefacción comenzó a entrar olor a quemado. Muy fuerte. Muy fuerte. Rápidamente, desempañé el cristal delantero con el codo del abrigo y observé que salía humo del motor, un humo blanco del color de la nieve que podría caer en breve según anunciaba la radio.
(Continuará…)

*En Cuba, además del sentido recto del verbo, embarcar significa incumplir una cita.
Foto: Renay Chinea

martes, 5 de enero de 2010

Escaleras al cielo (con permiso de Led Zeppelin)



No para de llover. Llevamos dos semanas con el alma calada y lo peor es que no tenemos perspectivas secas a corto plazo. Tanto que lo pedimos y nos fue concedido el deseo. Los embalses están desbordados. Andalucía sumergida en un mar tierra adentro. Jerez de la Frontera ya no responde por la suerte de sus pueblos. En Cataluña no cae a cántaros sino continuas borrascas se encargan de humedecerlo todo. Maldita humedad. ¡Todo cambia con este cielo! Incrementan los vendedores de paraguas. Los reyes magos, que aquí siempre llegan por mar, ayer desembarcaron ensopados y así fueron a recoger las cartas. Yo no salgo ni a comprar el pan. Me encierro en mis paredes blancas para espantar ese pedazo de cielo negro que tengo encima. He reservado una habitación en un hotel íntimo de la Costa Brava, en un pueblo marinero cerca de Cadaqués. Tenía la reservación solicitada desde antes de que comenzaran las lluvias. Mañana salgo con mi mujer a merced del mal tiempo. Pase lo que pase. Es posible que desde ese pueblo pueda contar algo. Mientras tanto, dejo aquí debajo una crónica que escribí en mi primera cabalgata de reyes cuando yo tenía cuarenta años.



Este año tuve la primera cabalgata de mi vida. No es un sentido figurado: me refiero al desfile de los Reyes Magos por las calles de Barcelona. Paseo equino taponado por unos camellitos de verdad. Y, entre séquitos, unas máquinas barredoras del ayuntamiento que iban succionando el excremento de los caballos. Y el de los camellos, supongo; aunque no estoy muy seguro de si los jorobados cuadrúpedos excretan tanto como los otros. Lo cierto es que me quedé con la duda de las barredoras. ¿Formaban parte de la revista para anunciar que Barcelona es la ciudad más limpia del mundo –un posible lema de la Generalitat- o es que los operarios de limpieza se iban de jolgorio acto seguido y no podían pasar el escobillón después de la parada de Reyes, o es que, como mismo una carroza anunciaba la Coca-Cola, las barredoras promocionaban a BCNeta, la empresa encargada de cepillar la ciudad?
¿Y la banda de música al galope? ¿Acaso, contando solo con dos manos, no es prácticamente imposible llevar la rienda del animal, sostener una partitura y accionar los pistones de la trompeta al mismo tiempo? Pero los jinetes, más de cuatro, lo lograron, sin que ocurriera accidente alguno, al menos en la concurrida intersección de Sepúlveda con Villarroel, donde encontré a los Reyes de casualidad.
Mientras esperábamos el paso de la tropa, poco a poco me fui ganando la confianza de una joven madre que había llevado no solo a su pequeño, sino además una escalera de aluminio en la que el vástago se encaramó desde muy temprano, y, desde las alturas, el niño pescó infinidad de caramelos y rozó los dedos de los Reyes. Como soy un neófito en el asunto, humildemente pedí información a la madre sobre la secuencia de los hechos, sobre la iconografía de la comparsa. Y me enteré de muchas cosas. Tuve deseos de escribir una carta urgente pidiendo a los Magos que me acercaran este año a mi familia, pero no tenía lápiz, ni papel, ni un sobre para envolver la misiva. Aprendí, sin embargo, una cosa nueva: no importa la edad que tengas para comenzar a soñar. El niño de la escalera de metal podía ver el desfile desde su balcón, pero él quería tocar todo lo posible, quería ser partícipe de un pasacalles excepcional que, sin saberlo, encadenaría una secuencia de ilusiones ópticas que, a su vez, daría pie a desarrollar su imaginario personal. El día que descubra que todo era una farsa, tendrá edad suficiente para bajar él solo con su escalera, o quedarse voluntariamente en su balcón, y no le reprochará a la madre el ardid, porque él mismo se dará cuenta de lo que significa tener esperanzas.
Los niños de mi generación, en Cuba, jamás escribimos cartas a los Reyes Magos. Nos lo torcieron todo a cambio de un sistema aparentemente más justo y también más estandarizado. Un sistema pragmático. Los juguetes, como diría el cantor, nos venían solo una vez al año. Nos venían de China, y nos jugábamos en ellos la lotería. Era un sorteo que se realizaba en cada circunscripción, un bombo administrativo en el que se juntaban todos los números de las libretas de abastecimiento (cartillas de racionamiento) y, en dependencia de tu suerte, podías rifarte un puesto “alto” o uno “bajito”. Nosotros, en casa, éramos dos hermanos, de manera que al final de la contienda teníamos seis juguetes en total: tres por cabeza. Tenías derecho a un juguete llamado “básico”, otro “no básico” y el “adicional”. Este último, por lo general, era una caja de bolas (canicas). Pero mi hermano y yo, que en más de una ocasión nos halamos los pelos porque a los pocos días del sorteo nos aburríamos invariablemente del “básico” que nos tocaba, jamás tuvimos una bicicleta, que era la reina, o, en esas fechas, el rey de los juguetes. Con lo máximo que tuvimos que conformarnos fue con unos patines de cojinetes que duraron una eternidad.
No me arrepiento de ser ateo, pero, lo confieso, de niño me hubiera gustado más el sistema de las carticas, el paseo esperpéntico, el trote hípico a la vista, aunque hubiera sido sin barredoras simultáneas. En mi isla, siendo tan mestiza como es, todos los años hubiéramos tenido una cara nueva en el personaje de Baltasar. En Barcelona aún escasean los Reyes africanos.

(Enero 2006)

Nota: Foto del autor tomada en el pueblo pesquero de Cadaqués. Este texto forma parte del libro de memorias Pasajeros en tránsito.

lunes, 4 de enero de 2010

La paella, Facebook y el arroz con mango



Nadie sospechaba que los cubanos de una y otra orillas pudiéramos tener a mano el intercambio de noticias en tiempo real, sistema mejorado y sin censuras (al menos oficiales) del correo postal que jamás existió en buenas condiciones.
Para esto hay que tener acceso a internet, claro, y en la isla son muy pocos los que acceden, aunque cada vez me encuentro a más conocidos y amigos por la red. Definitivamente estoy convencido de que internet será el ente público que desmonte toda la farsa de la revolución cubana y dé el golpe de gracia al régimen. No seremos los cubanos quienes rompamos en la calle el muro invisible que nos separa. Unos porque nos marchamos del país, y otros porque no han podido irse, no han querido y no han podido abrir la boca desde allí por las razones de miedo que todos ya conocemos. Excepto, no estaría de más acotarlo, el movimiento blogger alternativo que se juega el pellejo narrando el acontecer cubano sin adornos, y a quienes el gobierno, a falta de argumentos más sólidos, ha dado en llamar mercenarios. Un viejo epíteto, gastado, infantil, injurioso.
¿Entonces todos somos mercenarios?
El caso es que ahora está de moda tener una cuenta en Facebook y ahí es donde se complica –hablando cubanamente- el dominó.
Un país como Cuba que es un pañuelo, donde casi todo el mundo tiene un conocido que conoce a la persona que acabamos de conocer -¡las líneas de conexión cubanas son más complejas que una estructura gramatical castellana!- es caldo de cultivo ideal para las redes sociales en internet. Desde la isla me han solicitado acceso a mi red varios conocidos de la universidad y otros amigos más profundos. Como ya no tengo tanto miedo a decir nada ni a que me lean lo que siento, autorizo la mayoría de las veces la solicitud. ¿Qué puede pasar? ¿Que alguien en Cuba se encuentre con un texto mío que le queme la pantalla del ordenador? ¿Y si no lo acepto como amigo en Facebook pensará que no quiero saber nada de esa persona?
Solucioné este galimatías aceptando a todos, excepto a alguien que me haya hecho daño directamente y al parecer no lo recuerde. De esta manera, sumamos en lugar de restar. Mis textos no van dirigidos expresamente a nadie sino son parte de mi sistema de pensamiento, sistema escrito por razones obvias de oficio. Habrá quien lo lea desde Cuba con respeto, otros con temor, y otros con el pie perfecto para el ataque personal, en el caso este último de los ciberlacayos que hablaba Miriam Celaya en su blog disidente.
No hay que tenerle miedo, por ejemplo, ya que lo escribí sin pensarlo, a esta palabra. Disidente significa que alguien se separa de una doctrina, creencia o partido, según el Larousse. Pero sabemos que en Cuba ese término quema, no solo los labios; también quema los sueños o planes a corto plazo.
Voy a referir un ejemplo concreto y no voy a mencionar nombre porque todavía no estamos a punto de obtener la verdadera libertad de expresión entre cubanos de las dos orillas. El que vive en nuestra querida isla tiene miedo a las represalias, como mismo lo tenía yo cuando vivía allí:
-¿Qué tal, fulano? Te deseo un feliz año nuevo -entré con toda naturalidad.
-Lo mismo para ti. Estoy bien, con mis líos de siempre…el trabajo, los niños…-responde mi amigo.
-Oye, ¿leíste lo que escribí por fin de año? –pregunto con toda naturalidad.
Se crea un vacío. Veo que está escribiendo algo según el icono pequeñito de Facebook, pero luego veo que lo borra. Tarda en responder. No quiero hacerle otra pregunta ni cambiar de tema. Lo dejo pensar. Si cambio de tema se lo pongo fácil. En realidad no quiero provocarlo, sino hablar de nosotros porque tengo en línea a uno de mis mejores amigos de toda la vida y esa oportunidad no quiero perderla, debido a la diferencia horaria y las escasas posibilidades de conexión en la isla. La pausa continúa. ¿Habrá ido al baño? ¿Se habrá cortado la luz? Chequeo el estado de conexión de mi amigo. El sistema me indica que fulano sigue conectado. Continúo esperando.
Por fin se decide a responder. Leo esto, una pregunta:
-Chico, ¿por qué no escribes del metro de Madrid o de la paella?
Me quedo perplejo. Analizo. Pienso mi respuesta. En realidad, en ocasiones sí he escrito sobre esos temas. Este blog tiene muchas anécdotas sobre el metro de Barcelona. Entiendo que es una manera de decirme que le molestan mis temas disidentes, “contrarrevolucionarios”. También me pasa por la mente la posibilidad de que mi amigo me quiera proteger, sugerir que no juegue con esos asuntos ya que todavía mi madre vive en Cuba. ¿O es que quizá mis reflexiones o descargas le quemen la pantalla de su ordenador? ¿Qué prevalece en este caso concreto? ¿El egoísmo o la protección del amigo?
Decido seguir siendo yo mismo, el que intenta superar el miedo cada día aun viviendo a miles de kilómetros de La Habana. Lo consigo. Respondo:
-Coño, fulano, sobre esos temas en concreto ya escribo, pero no todos los días la paella valenciana es noticia.
Siento la tensión en sus manos, en su mente. Es un privilegio acceder a internet donde él está. No quiere perder ese acceso. Lo entiendo. Así que cambio de tema. Nadie revisará su chat de Facebook. Tiene internet en casa. Su ordenador es privado. Que sepa yo, él no es una persona tan importante como para que espíen todos sus movimientos. Recuerdo mi vida en ese mismo lugar. A mí me hubiera resultado incómodo este mismo diálogo. Sin embargo, creo que no hubiera animado a mi amigo a escribir únicamente sobre la paella valenciana.
Con medias tintas no llegaremos jamás a ningún lugar.

(Foto del autor. Tomada en el bar La Bicicleta)

domingo, 3 de enero de 2010

Luz Casal canta “Sombras”



Espléndida mujer con brazos y piernas largas, vestido negro descotado en el corazón y un anillo de agua marina o esmeralda resaltando la piedra sobre la piel. Apareció anoche en un programa especial de Televisión Española. Toda una diva, de lo simple a lo profundo, coqueteando con el escenario hasta que lo consiguió entero; encogida como un caracol en el tramo final, un caracol que arriesga su paso ante la tormenta porque sabe que la tormenta es su medio de vida más expedito. Apenas se mueve aunque encanta.
No es una metáfora lo del caracol. Luz se arrodilló en el escenario y se volvió un laberinto con las rodillas comprimidas, no de penitencia, por cierto. Se le vio feliz, más feliz que de costumbre. Es una mujer poco común o demasiado común, como se quiera ver. Extraña para ser una figura de los grandes escenarios, quien ha cumplido el sueño de llenar el Olympia de París. Y cotidiana si la entendemos como la sencilla y ordinaria mujer gallega que trabaja con las manos en las marisquerías de origen y final de faena. Una mujer sola que defendió su sexo en las contiendas del mercado de la música, algo tan complejo como viajar hacia la luna en un avión de papel. Mujer que partió del rock para llegar segurísima y definitivamente al bolero.
Lo dijo anoche, con calma y con aplomo: Sé muy bien lo que es pasar necesidades. Vengo de una familia humilde. Soy hija única. Mi madre no quería dejarme ir sola a Madrid hasta que consiguió acompañarme los primeros años en la capital. Quisiera apoyar emocionalmente a todo aquel que en estos momentos atraviesa por una situación económica difícil.
Rotundo. Emocionante. Sin ambages.
El conductor del programa, David Cantero, trabajó las preguntas con cierto apuro para evitar que se le fuera de las manos el control del plató. Fue un elegante intercambio de palabras entre dos personas marcadas por una misma época y por un mismo sentido de la vida, al parecer. Respeto, conocimiento de causa, humildad y estilo, sin llegar al glamour.
Luz Casal no podría ser glamourosa aún siendo una diva. Más que sus orígenes, su estilo parco, recto, sesgado por el miedo a la fama le marca cierta austeridad, le impone un reservado ante las cámaras y éstas, retribuyendo a la artista, no la persiguen.
Por eso fue extraño verla hablar anoche de que le gusta cuando dicen que es guapa y alta, atractiva; escucharla decir que tal tipo de hombre estaría bien llevarlo a la cama. Eso me encantó. La humaniza. Luz no es de piedra.
Haber luchado contra un cáncer –pareció entendérsele- fue todo un honor. Este infortunio la llevó a ser más mujer y a creer más en sí misma.
El conductor no perdió las tablas aun cuando parecía que en cualquier momento se abalanzaría sobre la diva a abrazar su talle.
Luz tiene un timbre muy personal que combina el sonido nasal con el de la técnica del diafragma. Se han acomodado las orquestaciones a su voz y esto ofrece una nueva dimensión al asunto. Los boleros ya han sido revisitados por Luis Miguel y Concha Buika, por poner solo dos ejemplos distantes. La manera de hacer un tema tan antológico como “Sombras”, ya lo decíamos aquí hace unos días, es muy diferente en Blanca Rosa Gil, la Buika y ahora Luz.
La negra aflamencada con voz de oro no podía faltar anoche. Hicieron “Sombras” a dúo, y como eso mismo desapareció Buika por detrás de las cortinas.
Noche de boleros con estupendo acompañamiento en directo. Un recorrido sucinto y bien pensado del repertorio de Luz, aunque, imperdonable no haber incluido “Un año de amor”. Más que todo, se presentaba su más reciente disco titulado La pasión.
Que conste que no me dormí en ningún momento. Mucho menos durante la publicidad porque no hubo publicidad. TVE estrena el año sin anuncios de este tipo. Ahora tendremos que adaptarnos a una nueva manera de ver la televisión.
¡Ay, la publicidad! ¡Tanto que la añoramos en Cuba y tanto que nos mortifica ahora!
Así es la vida. Así es la relatividad de las cosas.