jueves, 28 de febrero de 2008

INTRAMUROS



Trasbordo (IV)

Cada vez que comenzaba a desenroscar la cafetera, le llegaban la voz y el rostro de una amiga que le dijo un día que la borra destupe las cañerías. Era imposible, por tanto, no acordarse de ella cada mañana, mediante líneas de conexión. ¿Y dónde estaría esa amiga tan sabia y experta?¿Estaría aún en Barcelona, en España, en el planeta Tierra? ¿Y por qué no la llamaba y salía de dudas? ¿Porque prefería continuar con su recuerdo cotidiano asociado a una infusión casera?
Este era su matiz, el del lejano recuerdo, el de las dificultades para romper la inercia, dejando pasar el tiempo.
Como mismo el polvo humedecido del café le llevaba a recapitular, un sinfín de otras cosas lo transportaba por viajes interminables de la mente. Salía corriendo hacia el metro con el rostro descompuesto, con ganas de vivir pero a la vez con dificultades para aprender a vivir mejor, embotado, con aquella tos perruna que parecía de asmático y, sin embargo, nada tenía que ver con los pulmones. Sabía donde estaba situado su cuerpo, o sea, el lugar que ocupaba en el espacio; pero le costaba proyectarse con acciones. Era un mal emprendedor y con muy poca buena suerte.
Aunque siempre tuvo la duda de si la borra del café ciertamente desatascaba las tuberías, cada mañana la echaba por ahí, como un reflejo condicionado. Suponía que la textura del café molido, una vez mojado, servía para comprimir, resbalar y expandir al mismo tiempo una masa, según las necesidades del diámetro de la tubería. Era una solución anti adhesiva que se iba llevando los residuos persistentes de las canalizaciones. Su amiga no podía equivocarse, mucho menos en cuestiones de limpieza, y prefería seguir sus consejos, aunque fuera en la distancia.
Esa mañana pesada y turbia en la que no podía o no quería responder a las llamadas del despertador, llegó tarde al trabajo. Cumplió el ritual del café frente al fregadero pensando en la cara que tendría su jefe en esos momentos, pensando también en los caprichos de los sueños eróticos, de los sueños rotos. Esa mañana, más parecida al color de las neveras de acero inoxidable que él vendía en su trabajo, tuvo una gran sorpresa. En aras de ganar tiempo, de modo experimental, y también jugándose la confianza de su superior, decidió combinar el metro con una línea de autobuses que pasaba por la esquina de su tienda. Se bajó en una estación a mitad de camino para hacer un trasbordo inesperadamente. Ni él mismo era capaz de comprender por qué lo había hecho. Sus pies lo arrastraron escaleras arriba y corrieron detrás de las decenas de personas que a esa hora volaban por los pasillos del suburbano, apurados o simplemente contagiados con el estrés. Se vio en pleno ascenso de una escalinata de mampostería que lo depositó a los pies de la Sagrada Familia, en el centro de la ciudad. Un punto intermedio en su recorrido habitual de la trama urbana que, desde hacía años, transitaba por debajo, leyendo un periódico matutino u observando las tropas turísticas que llegaban hasta allí, en el ferrocarril, para dejar constancia de que visitaron la obra cumbre todavía inconclusa del universo gaudiano.
Apretujado entre visitantes ocasionales, llegó al asfalto temiendo que hubieran cambiado la parada del autobús; echó un vistazo por encima de las cabezas –decenas, cientos de cuerpos multicolores de los que colgaban máquinas de fotografiar- y halló del otro lado de la calle el techo de la parada, y a continuación vio a la gente que esperaba el autobús. En ese preciso momento pasó por delante de sus ojos el largo coche rojo de los transportes metropolitanos, echando chispas por debajo de los neumáticos y humo entre la coyuntura del acordeón que unía y articulaba el enorme tubo rodante. Se impulsó abriéndose paso entre la gente con educación –perdone, perdone, decía sin mirar-, y cruzó la calle con el semáforo peatonal en rojo. En la otra orilla, supo que no había sucedido nada malo, y supuso además que había mirado el tráfico con un rápido giro del cuello, porque el ser humano está preparado para realizar una serie de automatismos sin que dé tiempo a pensarlos. Alcanzó el pescante de la guagua –como nombraba para sus adentros a los ómnibus locales- en el mismo instante en que se cerraba la puerta, pero las dos hojas volvieron atrás inmediatamente. Lo habían detectado a través del espejo retrovisor.
Tomó aliento como pudo para agradecer al conductor:

-Gracias, muy amable- pronunció de carretilla sin pensar. Su observación somera culminó como un traveling cinematográfico que vuelve al lugar de origen sin mover el eje de la cámara. Algo que vio le pareció interesante. Quedó congelado cuando supo lo que era.

-¿Qué pasa, no me reconoces?- preguntó una voz que salía del volante.

David enmudeció. No dijo nada, aunque sonrió. Se llevó las manos a la cara. El bus comenzó a moverse, a tirar cuesta arriba con sus puertas cerradas y todos los dominios de conducción perfectamente controlados por una bella mujer de unos treinta años, pelirroja, cuyos rasgos singulares él había estudiado mientras le vendía un aspirador doméstico. Pero una parte de aquellos detalles iban ahora ocultos por las inmensas gafas oscuras que Cristina usaba para trabajar.


(Continuará…)

jueves, 21 de febrero de 2008

Amarrando la impaciencia a un árbol (con permiso de una querida poetisa)



Muchos años después –parafraseando a García Márquez- recordaré como un evento entrañable el domingo en que mi mujer me llevó a conocer la nieve. Pisándola –por supuesto, a la nieve-, tuve la sensación escalofriante de haberme marchado del trópico para siempre, con ese absolutismo tremendo que no me gusta utilizar, pero el momento histórico me superó. Había un perro peludo esperando por nosotros detrás de un abeto, un perro feliz y juguetón. No sabíamos de dónde salió. Simplemente estaba allí, sin dueño, libre. Comenzamos a especular sobre si el animal era un habitual de las pistas de esquí, o, por el contrario, se había escapado de la atención de su dueño. Para mí fue la perfecta metáfora de varias cosas. Una, obviamente, era el sentido de la libertad, de la independencia llevada al más alto plano de un ser vivo cualquiera. Y otra línea era la reacción que tenemos los humanos ante la sorpresa, pues no nos atrevimos a tocar al simpático can por si acaso nos agredía, aunque estábamos casi seguros de que quería jugar, concretamente ir detrás de pelotas de hielo.
Tuvimos tiempo suficiente para recrearnos con la compañía de ese peludo cuadrúpedo que nos siguió hasta la cima de una montaña, hacernos los dueños, sentirnos amos de él impulsando voces de mando, aunque sin tocarlo. El deseo de acariciarlo como a un miembro de la familia quedó inhibido por el instinto de conservación humano, y ahora esto que narro es un lejano recuerdo que pudiera parecer una fantasía. No es así, sin embargo.
Ese perro –quiero imaginar- estaba allí esperándonos como complemento del cuadro de la felicidad que nos toca no pocas veces y no sabemos distinguir. Fue un flash de dulzura para demostrarnos que también existe la bonanza en el estilo de vida occidental, y fue, además de un complemento de bienvenida hacia un advenedizo como yo, un cuerpo premonitorio que llevaba la noticia de los cambios importantes. Cuando comenzábamos a sentirnos en confianza y a notar los primeros impulsos de tocarlo sin temores, una voz lejana se lo llevó corriendo por la espesura de un camino no transitado por el hombre. El animal no miró atrás, aunque quedaron sus marcas un rato largo, como es de suponer.
Al día siguiente, un lunes cenizo, sin humedad relativa pues era absoluta, tardé en recomponer mi mente en el trabajo. Estaba solo en la tienda sin deseos de pasar el plumero ni el mocho para fregar el suelo ni hacer etiquetas ni nada. Me dolía la cabeza enormemente, como me ocurre –igual que a mucha gente, supongo- cuando cambia el tiempo. Entró una mujer rubia de ojos verdes muy bien arreglada y perfumada, exfoliada, quise pensar también. Con educación y distancia me pidió referencias sobre un televisor de pantalla plana de 32 pulgadas. Mientras le explicaba desconcentrado, escueto en adornos que suelo utilizar como técnicas muy personales de venta, pensaba en cuánto tiempo había tardado esa esbelta rubia dentro de su cuarto de baño esa mañana, si se había rasurado el pubis con detenimiento, y cómo olería esa zona de la piel. Ella se mantenía distante en la conversación, aunque estaba obligada a acercarse a mí porque, puñeteramente, le di la vuelta al televisor para mostrarle todos los conectores y la etiqueta con el número de serie y la referencia, argumentando que era algo muy importante. Volví a girar el aparato y apareció en el vidrio una escena silente con un cintillo debajo que decía algo así:
Castro entrega sus poderes
Ahí estaba la noticia, el eje de cambio denso que daba vueltas en el ambiente desde el día anterior. Ahí estaba la respuesta a la visita inesperada y fantasmal de un perro en la nieve, como un rapsoda que llega de no se sabe dónde, canta una pieza maestra y se marcha hacia un lugar impreciso dejando pisadas efímeras. El peso del recuerdo de mi padre me persiguió todo el día del domingo y toda la noche siguiente, su sonrisa pacífica esperando en un sillón de madera, mirando al horizonte del malecón habanero, observando, mi querido padre y amigo, aquella perspectiva en el mar donde el gobierno nos pintaba al enemigo. A mi padre le encantaban los perros, y por eso lo recordé asociado a un evento tan natural para muchos, pero tan insólito para otros, como es pisar la nieve. No me consta que él la haya pisado. Sí que esperó el cambio, el punto de giro con enorme dignidad, y no lo pudo ver. La noticia del televisor de que Fidel Castro entregaba, por fin, todos sus poderes a las nuevas generaciones daba risa, asco incluso. Yo sabía que aquel cintillo ocuparía todas las portadas de los periódicos al día siguiente, aunque, por otro lado, para mí no era una noticia: sí la confirmación de que comenzaba a cambiar mi país. Sabía que entrábamos en un proceso lento, y, nunca mejor ilustrado, en una serie precisamente de televisión como es Cuéntame… Quien haya esperado cada jueves, como yo, los capítulos de este serial de TVE, sabe que la democracia en Cuba recién acaba de comenzar luego de tres o cuatro generaciones afectadas y medio siglo de inmovilismo, subestimación al pueblo y depauperación económica. A mí no me sorprendió el titular de la noticia, porque, otra vez parafraseando a ese gran amigo del dictador que es García Márquez, se trataba de una muerte anunciada desde un año y medio atrás, cuando el enfermizo hombre de la barba raída dijo que le cedía temporalmente el poder a su hermano.
¿Cómo contarle todo esto a mi padre, donde quiera que esté? ¿Así sencillamente como se lo narré a la mujer que fue a la tienda a comprar un televisor y coincidió conmigo y con la noticia, y saltó hacia atrás cuando subí el volumen abruptamente, y se me aguaron los ojos y se me endureció la voz y el deseo de oler sus afeites, el deseo de acariciar con una mirada sus ojos verdes?
Todo dio al traste esta semana que comenzó, obviamente, el domingo. Elegante y altiva como mismo entró a la tienda, se marchó con un “me pasaré en estos días” en la boca que para mí significaba perder la venta. Nadie se enteró, excepto quien narra estas líneas, la ninfa coqueta y ahora usted, o tú, que lees la descarga.



Nota:

Hace pocos días, me di cuenta de que este blog cumplió un año de vida, a principios del presente mes. No dije nada. Solo bebí un trago de ron añejo a mi salud y a la de todos los seres queridos, y también a la salud de los lectores y visitantes en general de estas páginas. A la vuelta de este tiempo, pensé que sería interesante probar con la tercera persona para contar pequeñas historias de la vida nuestra de cada día. Así, convertirme en un narrador omnisciente que va dejando entregas por capítulos. Ese continuará… se ha convertido en un reto por falta de tiempo –y a veces de inspiración. De manera que se irán intercalando crónicas como la de arriba en primera persona –como antes- mientras transcurre la serie. Es solo una idea. El camino de una bitácora personal que abriga al autor, le da alas, fuerza, motivaciones, es totalmente incierto. Lo innegable es el día de hoy, y hoy me gustaría agradecer enormemente todas las visitas, la lectura silenciosa, la huella.

viernes, 15 de febrero de 2008

INTRAMUROS



Con la presión necesaria (III)

Volver a los días de su adolescencia fue un ejercicio delicioso que duró menos de lo que hubiera deseado, pero significó un regalo, a fin de cuentas. Y a los regalos no se les reclama nada. Se les deja volar hasta que caigan o se pierdan de vista en el horizonte imaginario del plano inconsciente. De eso se trataba: de su faceta onírica.
¡Lástima, lástima de abrir los ojos por culpa del teléfono y encontrarse navegando dentro de su cama con el agua al cuello, con esa pesadumbre que sintió al despertar!; hubiera preferido extender ese momento en el que descubrió quién era la persona que electrizaba todo su cuerpo con la yema de los dedos, con las yemas erizadas y cortantes, visitándole la espalda sin anunciarse, a traición, envuelta en velos de textura vegetal, mojados o húmedos por algún líquido denso como una resina. En un primer momento sintió una adherencia extraña y repelente aunque no le dio tiempo si quiera a pensar en nada, solo a sentirla; porque lo abrazó de pies a cabeza y le selló los ojos viniendo por detrás. Le preguntó que si sabía quién era. Su voz le era familiar. Entonces la mujer dijo que no se apresurara, que sentiría el olor de un ambiente que le llevaría a su nombre. Y se despojó de esa extraña piel áspera para quedarse supuestamente desnuda, amordazándole con sus brazos. Y él boca abajo, dejándose llevar por aquel peso específico, hundiéndose cada vez más en la contrariedad de no saber quién era, aunque conocía el metal de voz. A medio camino, se rindió ante las fuerzas posesivas de sus dedos que no descansaban, marcándole surcos erógenos entre el cuello y la cintura. Algo malo no podría ser, y, si lo fuese, aunque representara la última vez de cualquier cosa, valía la pena disfrutarlo. Un tirón de pelos con tan buen manejo le pareció un masaje, un relajante muscular sin la química de los laboratorios. Encorvó un poco su cuerpo como reacción y ella aprovechó para pasar una de sus manos entre las piernas de él, siempre por detrás. La asaltante palpó un sexo endurecido como si tuviera vida propia –el sexo-, hasta conseguir liberarlo, pero quedó atrapado acto seguido en una palmatoria ágil, diestra, envolvente. El mimetismo le llevó a buscar la fuerza motriz de aquella muchacha realizando una difícil contorsión, y halló un clítoris solo, sin vellos ni algo más por el camino. Estaba sudado, voluptuoso. Le dolía el cuerpo, la postura, la forma de ataque hacia ella y de ella hacia él. Pero comprendió que era la única manera de hacer extensa la sorpresa y, sobre todo, el acertijo. Se mantuvieron acariciándose un rato hasta que le sobrevino un espasmo a la chica y ésta le mordió el cuello, y entonces gimió su nombre -¡y ojalá lo hubiera hecho así la voz del teléfono de esa mañana!-, o, mejor dicho, gimió primero equivocadamente su nombre y luego rectificó y susurró el apodo de su infancia, el mismo de la adolescencia que llevaba cuando ella, su prima, abrió la puerta del cuarto de baño para verlo desnudo. Como entonces él tenía solo catorce años, quedó mudo escuchando los comentarios sobre su sexo, y parece que dio pena con tal desolación que la parienta no se acercó. Pero esta vez, casi treinta años más tarde, volvió por el mismo sexo y se lo arrebató desde una posición constreñida. En el letargo ella no estaba en Miami, donde vive actualmente, ni en algún lugar concreto; descansaba toda su gravedad encima de él, quien era el lugar, y era también el tiempo, pues alcanzó a verse con su imagen actual, y con su corte reciente de peluquería. Justo cuando recordó el nombre y visualizó las facciones de la chiquilla como un sueño dentro de otro, con el rostro aún hundido en la cama, sonó el teléfono:

-¿David?
-Sí, soy yo- contestó.
-¿No piensas venir a trabajar?- escuchó el gruñido bastante enfadado de su jefe.


(Continuará…)

miércoles, 6 de febrero de 2008

INTRAMUROS



Te sigo esperando (II)

Llevaba años dejándose perseguir por las sombras de dos figuras de novela; a veces, durmiendo, las dejaba entrar en su habitación, en aquellos días de extrema soledad. Eran dos nombres con apellidos: Florentino Ariza y Fermina Daza.
A él lo imaginaba flaco, desgarbado, sombrío, inoportuno, tenaz, penoso, un dislate. Pero era el símbolo de la inconciencia y de la elegancia en paralelo. A ella la veía ir y venir al galope por las montañas, agitando su cabellera negra, con una actitud severa y, por ese motivo de carácter, sufrida. Pensaba que la vida era una tirada de páginas o una partida de cartas, o también un rosario de años en los que el agotamiento físico pone fin a los cuerpos, porque, si de algo había aprendido en los últimos tiempos, era de la vejez. Cuidando viejecillos a domicilio, por los barrios de Barcelona; cambiando tres o cuatro pañales al día; esperando, mientras, su oportunidad. Lo había aprendido.
“Por algún lado tendrá que salir el sol”, se repetía a menudo para darse ánimo. Era entonces el recuerdo de la perseverancia de Florentino lo que le ayudaba a soportar el olor de los excrementos de los ancianos, efluvios convertidos en su látigo y en su ausencia de perspectivas; además de las temporadas de lluvia en las que se removía la tristeza. Resultaba paradójico: la triste figura de un personaje apocado era su alivio, porque supo quedarse con el dulce final de la novela, aun sabiendo que el texto que tanto lo fascinó era producto de la ficción, del absurdo tragicómico de la narrativa contemporánea.
¿Se identificaba por tal razón con el personaje de Florentino o con el destino de éste?
Con ninguna de las dos opciones. Se identificaba con el sueño o con la ilusión y con la capacidad de disfrutar un recuerdo, aunque el proceso le costara un desengaño, una improcedencia; pero lo vivía intensamente. Durante aquellos años no tan lejanos, su vida se resumió en un trasiego en autobuses por toda la ciudad. Sin percatarse, a fin de resolver un salario regular, se volvió itinerante, sombrío como el propio Florentino. Se horrorizó al darse cuenta. Se horrorizó más al comprobar que no tenía opción viable para cambiar, porque era un ser indocumentado, autoexiliado o autodesterrado, y ni siquiera bienvenido en su lugar de destino. Vivía atrapado en una ciudad a la que miraba desde lo alto, encaramado en un palomar solitario y frío, sin palomas, aunque hay que destacar la abundante luz del día que disfrutaba por todas partes. Escribía para perderse menos, o para encontrarse con sus recuerdos que era de lo único que podía redactar. Necesitaba un empujón de ánimo, alejarse del alcohol, un roce de piel sin trucos y sin vendutas, bálsamo en la espalda, compañía que supiera o al menos pudiera escuchar. Tiró pasos de ciego en sentido circular, repitiendo malas pisadas incluso; derrochando las citas insolubles por matar el tiempo; saliendo con honor de muchas, pero herido. Se endureció su alma con los palos de la vida –parafraseando a un poeta-, y se construyó una coraza de cristal.
Al fin tenía coraza.
Un buen día, cuando el tiempo le otorgó sus documentos legales para el país o ciudad de destino, atravesó la puerta de un comercio y, en lugar de escribir sus memorias como cada noche, vocalizó un par de palabras firmes. El encargado del local se sintió atraído por su prestancia y lo invitó a un café que duró media hora. Hablaron lo justo, solo el lapso necesario para que él presentara sus nuevas credenciales, llevando por dentro a ese gran luchador que siempre había sido Florentino Ariza, en el sentido de no cejar jamás mientras hubiera vida. Y se percató de que algo había cambiado en su trayectoria.
Fue contratado en el acto como vendedor de electrodomésticos. En ese mismo instante, borró la marca de los pañales malolientes y de la muerte por desgaste en sus manos. Porque se le abría una puerta. Y eso él lo había deseado, lo había vislumbrado y supo esperar.
Unos largos meses después, estrenaron en el cine la adaptación de su novela favorita. Se tomó unos días para pensar si valía la pena verla en pantalla. Decidió que sí, que otra gente como él tenía derecho a interpretar a su manera las inmensas páginas de papel. Encontró un mundo de imágenes visuales bellísimas y ajustadas al original, en el sentido de la ambientación, de la reconstrucción de la época que se narra. Florentino Ariza y Fermina Daza volvieron a hacer el amor en un trasporte fluvial interminable. Ante sus ojos pasaron los cuerpos desnudos de ambos ancianos, que olían a flora nacida en el delta de un río de América Latina. Se estremeció con la certeza de que vale la pena esperar, siempre que la razón de la espera sea un cuerpo o una acción que caiga por su propio peso.
Salió del cine emocionado y abrió, de tránsito, las puertas de un bar cercano. Allí se acercó a la barra a pensar en Cristina, la pelirroja que ocupaba sus sueños, sus días, sus noches, sus bosquejos mentales. Pasó a su lado un hombre árabe vendiendo rosas. El otro vendedor, el de electrodomésticos, lo llamó con una señal.

-Déme una, por favor- pidió a continuación con el billete en la mano.

El ramilletero lo miró desconfiado y avanzó hacia él. Por unos instantes se debatió entre la duda de que fuera una broma, pensando tal vez que un hombre solo pocas veces compra un ornamento de ese tipo en un café de ambiente nocturno. Hasta que se recompuso y le lanzó la indirecta:

-Las flores son para todos por igual, ¿no es así?
-Ella está aquí a mi lado, aunque usted no la ve. Se llama Cristina. Creo que le gustará este botón- cerró el diálogo acodado en la cantina, girándose de espaldas a la entrada del lugar.


(Continuará…)