martes, 31 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Nuestro querido barrio: El regreso (IX)

Bajamos por la calle Mayor de Gràcia en busca del María, un mítico pub inglés –con todo el decorado reglamentario- que está escondido en un callejón. Es un bar de copas donde se puede todavía escuchar música de tocadiscos, jugar una o varias partidas de billar y/o conocer a alguien en la barra mientras ordenamos una bebida. Es un sitio especial para cuarentones, tranquilo y guerrero al mismo tiempo. A mí me encanta su suelo auténtico, de madera vieja y crujiente. Me encanta su oscuridad intencional y sus copas servidas en el vaso correcto. Pero Silvia no quiso quedarse ahí. Me dijo suavemente que quería una terraza. Es comprensible: En Suecia, según me explicó, no sirven bebidas alcohólicas en las terrazas, además de que escasean las reuniones en exteriores.
Seguimos tirando entonces hacia abajo, en dirección al Eixample. Por el camino, mi amiga pudo apreciar la belleza de la calle Mayor de Gràcia, sus tribunas acristaladas y sus farolas de hierro, sus fachadas modernistas en perfecto estado de conservación y sus comercios iluminados que iban cerrando detrás de nosotros. El tramo de esa calle entre Diagonal y la estación de metro de Fontana es un exquisito escaparate de la Barcelona aristocrática, que llegó hasta lo irracional adornando las casas con el hierro, el vidrio y la piedra trabajados. Además, hay que tener en cuenta que la iluminación incidental termina redondeando el espectáculo, un escenario que no se agotaba nunca mientras caminábamos favorecidos por una especie de letargo. Dejé que Silvia mirara todo con calma sabiendo entonces hacia dónde llevarla; así que hicimos el típico zigzag por las calles del Eixample, que es mucho más entretenido y enriquecedor que una trayectoria en forma de L. El Eixample -siempre lo he pensado-, salvando las distancias arquitectónicas, viene siendo el equivalente del Vedado en La Habana. Tiene ese estatus, digamos, y tiene cuadrículas perfectas urbanizadas, aunque menos parques que la inmensa barriada habanera. Los parques del Eixample están dentro de las manzanas, los que quedan, quiero decir. Y por eso no se ven. Aunque, desde hace decenas de años, el interior de las cuadrículas ha sido devorado por la expansión de los comercios: tiendas de todo tipo, restaurantes, bares.
Ese fue mi barrio durante unos seis años: el Eixample izquierdo. Viví muy cerca del Hospital Clinic y de los bomberos más viejos de Barcelona. Un entorno precioso, comercialmente inmejorable y perfectamente comunicado. Pero con mucho ruido.
María y yo nos fuimos de allí hace ahora un año y medio y puedo asegurar que ha mejorado nuestra calidad de vida. Sé que este término es relativo. La calidad de vida, para algunos, puede estar en el propio hecho de vivir en el centro, con ruido y todo. Silvia me había comentado que la ciudad está muy contaminada acústicamente. Es un mal crónico de Barcelona, algo que va ligado al inmenso tráfico que soportamos sin darnos cuenta, como algo asumido porque el mal no tiene remedio.
Le enseñé el balcón donde vivíamos, en la calle Muntaner, una de las vías más atronadoras y congestionadas de coches y autobuses. Nosotros teníamos doble puerta exterior y aire acondicionado. O sea, vivíamos allí pero no disfrutábamos del balcón. Es un edificio con algo más de un siglo de vida, en las inmediaciones del mítico Mercat del Ninot, una de las más antiguas plazas de abasto. Justo frente al mercado –que ahora está cerrado por obras- está el bar de Jose, un mulato portugués con sonrisa amplia, de esos tipos envolventes que saben crear una clientela de la nada; porque la competencia por la zona está muy dura. Hay decenas de bares por los alrededores.
Hijo de portugués y caboverdiana, su perfil futbolero le garantiza una buena parte de la parroquia cervecera, mientras que la otra parte es gente como nosotros, que va de vez en cuando a tomarse una copa tranquila y se conecta a internet. Un bar que no tenga zona wifi se puede decir que pierde puntos. Me dio mucha nostalgia pasar por ahí. Desde que nos mudamos no había vuelto. Así que Jose se quedó petrificado cuando me vio. Se puso contento y me sacó algo especial, porque él sabe, por descontado, lo que yo bebo allí. Le presenté a Silvia recostados los dos al mostrador, un poco por encima de la peña del fútbol. Ella pidió una cerveza y Jose insistió en que probara ese material exclusivo. Era un ron panameño de 12 años, denominado Abuelo.
-Esto no lo encontrarás en casi ningún bar-aseguró Jose-. Me lo traen especialmente y te lo tenía guardado-bromeó conmigo-. ¡Pruébalo!-dijo enseguida mirando fijamente a Silvia con esa chulería bien administrada que a las mujeres les gusta tanto.
Silvia asintió con la cabeza y Jose nos dio un par de vasos sin servir con una rodaja de limón cada uno. El de Silvia llevaba dos cubitos de hielo. Nos pasó la botella por encima de la barra y nos dijo, mirando hacia la terraza:
-¡Disfrútenlo!
Es cierto que estaba exquisito. Yo no lo había probado nunca. La cabeza de Silvia se quedó dando vueltas con la simpatía del mulato que nos trataba como si nos conociera de toda la vida. No es nada usual que el camarero deje la botella de ron en la mesa. A partir de este detalle, podíamos sentir, imaginar o constatar –esa medida, al gusto- una verdad absoluta: Uno nunca sabe adónde lo llevarán los caminos de la vida.
Brindamos entonces por nosotros, por María y por nuestros queridos ausentes. Convenientemente o no –eso está por ver-, recordamos a La Habana.

(Continuará…)

Foto del autor
Interior de uno de los restaurantes de la cadena Orìgens, especializada en platos típicos catalanes. En primer plano, la famosa aceitera regional diseñada por Rafael Marquina, uno de los máximos exponentes del diseño industrial español.

lunes, 30 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



En la frontera del deber (VIII)

Un cubano, además de un estereotipo tropical, es una bebida refrescante con cierta densidad, cuyos matices –a priori ambiguos- se quedan por un tiempo en el paladar. Es curioso cómo en España han dado algunos gentilicios a frutas y bebidas –también está el paraguayo, cuya textura se parece al melocotón-, pero es que con lo del cubano, que se toma mayormente en época estival, la han clavado, hablando bárbaramente.
Consiste en un vaso o copa alta de horchata con una bola de helado de chocolate dentro, íntegra, para que el cliente la mezcle a su gusto con una cucharilla larga. Se toma despacio, al menos eso es lo que sugiere su servicio, mientras uno conversa desestresado en una terraza. A mí me hacía mucha gracia que Silvia lo probara; sin embargo, no en todos los sitios lo venden. Habría que buscar una horchatería o heladería y ninguna se había cruzado en nuestro camino, o si se cruzó –seguro que sí- no la vi. Es lo que se lleva ahora, las bebidas frías, sean industriales o artesanales. Mientras observaba a Silvia beberse una botellita de horchata que nos vendieron a precio de oro en el Parque Güell, estuve pensando en que se podría realizar una exploración de Barcelona siguiendo algo así como una ruta de la horchata. Hay horchaterías típicas en el centro que hacen su agosto en estas fechas, y nunca mejor dicho. Son las mismas cafeterías que en invierno venden turrones artesanales, para no tener que cerrar sus puertas. Todo está muy bien montado y estudiado al dedillo.
No es lo mismo una horchata o un turrón adquirido en un supermercado que en uno de estos sitios especializados. Pero, claro, todo tiene su precio.
Lo cierto es que no se me ocurrió llevar a Silvia por ahí. No tenía ningún plan preconcebido y nos dejamos manejar por la improvisación, por ese tempo fabuloso del que uno pocas veces puede disfrutar. Al salir del Parque Güell le propuse ir caminando cuesta abajo hasta encontrarnos con el corazón del barrio de Grácia que está en los alrededores de la calle Verdi, la Plaza de la Virreina y la Plaza del Sol. Es uno de los pocos barrios que no cambia en verano porque siempre tiene ambiente, mayormente gente joven, progre, como le llaman aquí. Eso de progre a estas alturas es una etiqueta, está clarísimo, como mismo un cubano lo es. Lo bueno que tienen las etiquetas es que, conociéndolas, se puede disfrutar de ellas si se toman con distancia, como un suvenir que en resumen no es más que un recuerdo. Creo que a Silvia no se le olvidará nunca ese café que nos tomamos en un bar antiguo en la Plaza del Sol, arrinconados como estábamos en una mesita al lado de la puerta. Es posible que en un bar como ese –un bar de copas y tapas, más que todo- sirvan una horchata, pero, a decir verdad, lo que necesitábamos para enderezar un poco el cuerpo era un café.
Se llenó de repente el local. Eran las seis o las siete de la tarde. Había un camarero muy atento que se movía con si tuviera electricidad, él solo para todas las mesas. El otro camarero, que en realidad era el que le gustaba a Silvia, estaba detrás de la barra. La clientela era mayormente local, algo que tanto a mi invitada como a mí nos encantaba ver. Comparto con Silvia una afición sencilla –aunque a veces imposible- que consiste en tomarme un café con un residente, para observar cómo se mueve entre la gente y cómo vive en sentido general. Aquel bar era un muestrario de la sociedad española joven, no de alcurnia, sino precisamente todo lo contrario. Había un cumpleaños en el fondo y de allí venía la algarabía. Se nos torcía el cuello sin quererlo, observando aquella fiesta. La homenajeada se subió encima de la barra, feliz a tope, y agradeció la presencia de sus amigos, tanto verbal como gestualmente. Alzó su falta dándose la vuelta. Por un momento pensé que no llevaría ropa interior. Todo es posible en un mundo de tolerancia donde el sexo ha pasado a ser una vitrina, ahorrándose la sugerencia.
Después del café, nos pedimos una copa de ron añejo que el camarero sirvió a toda marcha, dejándonos una sonrisa verdadera. Es curioso: con la misma materia prima podíamos haber tomado de una sola vez un carajillo, que es la conjunción de un café con el licor que se tercie. Pero supongo que la demanda de un añejo llegó sola, cayó por su propio peso al comprobar que el día tiene a veces dos mitades, una de rigurosa disciplina y otra mitad absolutamente lúdica. Así que pagamos para cambiar de sitio, porque yo quería llevar a Silvia a tomar una copa a uno de mis bares, de los que, durante una época, formaron parte de mi vida. Dejamos atrás el Sol Soler y comenzamos a bajar despacio hasta encontrarnos con las calles del Eixample, otro distrito que aunque más glamuroso alberga también de todo.
Comenzó a caer la noche y a remitir, ¡cómo no!, un poco el calor. El efecto del añejo inmediato en vena –quiero decir: sin hielo siquiera, como debe ser, parar no desvirtuar la materia- nos situó en una dimensión privilegiada. No es que saliéramos de marcha expresamente duchados y arreglados; la cuestión interesante estaba en que continuábamos explorando la ciudad sin conceder ventajas al tiempo.

(Continuará…)

Foto del autor
En Verdi, una calle peatonal llena de restaurantes árabes, están los cines de igual nombre. La gente progre suele ir a Gràcia para ver las películas en versión original.

viernes, 27 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Potencialidades ocultas (VII)

Desde todos los puntos de la ciudad, a pie de calle, veíamos un curioso edificio, unas veces silueteado por el contraluz y otras –al atardecer, cuando el sol se pone detrás de la montaña- marcando detalles en su fachada lisa, como si esos detalles fueran poros abiertos en una piel humana.
Antes de que Silvia me preguntara, con uno de esos arranques de pertenencia que tenemos sobre las cosas, los objetos, la materia en general, le indiqué, supongo que el primer día, la presencia de un cuerpo extraño perfectamente identificado en el perfil urbano de Barcelona. Es una rareza en forma de proyectil a gran escala, a punto de ser lanzado al cielo llevando en su interior un mensaje de paz. Otra cosa no podemos esperar de este mundo trágicamente marcado por el regreso de la lucha entre moros y cristianos. Después de la Guerra Fría y de lo que sufrieron nuestros padres por culpa del emplazamiento de misiles en territorio cubano, estamos obligados a quitarle hierro al asunto. Tenemos que ser lúdicos si queremos disfrutar de la vida. Tenemos que retomar la picardía, el choteo del que hablaba mi tocayo Mañach, aunque solo sea por momentos.
En ese plan andábamos, mezclando los matices serios de la historia de Catalunya con el panorama que ahora teníamos delante. Allá arriba, en el mirador del Parque Güell, no encontrábamos la rígida bala de cañón -¿todas las balas son rígidas, no?- que se veía desde todas partes. No era la vista cansada, no era falta de perspectiva ni obnubilación de los sentidos producto de jornadas tan intensas de exploración de Barcelona. Sencillamente no estaba.
Insistí en buscarla. La Torre Agbar, que vi levantar con mis propios ojos en los alrededores del Teatro Nacional de Catalunya, en la circunvalación del antiguo mercadillo de las Glòries e icono más reciente del sky line barcelonés, había desaparecido, justo unos minutos después de que Silvia y yo estuviéramos en su base, entráramos en la planta baja y lo admiráramos desde la acera torciéndonos el cuello, como mismo sucede a los advenedizos en Nueva York.

-No es una cosa del otro mundo- pensó Silvia, tal vez, digo yo.

Silvia está acostumbrada a ver un torso desnudo y giratorio de 54 plantas, obra del arquitecto valenciano Santiago Calatrava. La monumental elevación está en el paisaje de Malmö, al sur de Suecia, la ciudad donde vive. Pero está prácticamente sola, buscando el cielo sin rivalidades. En cambio, la torre que teníamos delante y que luego desapareció, ha llegado después de los altos pináculos de la Sagrada Familia y también de los dos rascacielos del litoral –el hotel ARS y la torre Mapfre- construidos estos últimos para la época de las Olimpíadas. Además, esto tiene un elemento diferenciador.

-Fíjate bien- sugerí como quien no quiere decir las cosas.

Silvia sonrío. La forma fálica es evidente, sea o no intencional en los planteamientos del arquitecto.

-¡Y espera a verla de noche!-dije, tirándola de la mano hacia las escalerillas eléctricas del metro.

Desde la terraza mayor del Parque Güell, sin embargo, no se veía. No la podían haber quitado mientras viajábamos en el metro. Era un problema de apreciación.

-O de ángulo- comenté muy seguro de que aparecería, aguzando la vista en el panorama azuloso y también medio gris, cuyos cambios de tonos iban a ratos, en dependencia de la posición de las nubes con respecto al sol.

Silvia estaba muy feliz disfrutando de los balcones sinuosos del parque, fotografiando a una jovencita portuguesa que hacía un dibujo a mano alzada, a su lado. No me gusta gritar, así que me contuve cuando la vi, lo que se veía de ella, detrás de la Sagrada Familia. Llamé a Silvia y le indiqué la posición. Solo faltaría que no la encontrara, porque entonces me hubiera quedado yo mismo dudando de la realidad de las cosas. Pero sí, vio lo que se veía desde allí, la punta redondeada del proyectil, colocada entre las torres talladas del templo de Gaudí.

-¿Es como si lo poseyera, no?- Silvia buscó solidaridad en mí.
-¿Como si poseyera a quién?-me hice el desentendido.
-Bueno, esto parece un tema religioso/sexual.
-Sí, por supuesto que lo es-dije-. Por obra y gracia de las casualidades. No creo que el arquitecto haya calculado su obra desde aquí. Pero fíjate en el simbolismo…
-¿Cuál?

Los ojos de Silvia y los míos morían de ganas de bromear. Queríamos divertirnos por el solo hecho de estar ahí, colocados por nuestros propios pies, en medio de una turba de extranjeros -¿acaso no lo somos también?-analizando a una ciudad que tiene personalidad propia, legendaria dentro de los caminos del Mediterráneo. Precisamente, ese mar lo teníamos detrás del paisaje, tranquilo, como le gusta estar. Quedaba en el aire el simbolismo de la punta del iceberg, lo que se suele ver a manera de aviso.
Esa noche, sin planificarlo, Silvia y yo nos fuimos de copas con licencia extraordinaria de mi mujer. El dueño del bar adonde la llevé, trató de conquistar a mi invitada.

(Continuará…)

Foto del autor
La Torre Agbar, al fondo de la imagen, está en el centro de la polémica sobre la arquitectura actual de esta ciudad. Con 34 plantas, es obra del artista francés Jean Nouvel y se inauguró en el 2005. Su colorida iluminación nocturna la hace menos discreta todavía. Hoy en día es propiedad de la empresa Aguas de Barcelona.

jueves, 26 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Reconciliación (VI)

El guía urbano –este que narra-, llevaba años furioso porque la ciudad no lo dejaba entrar. Yo tenía una relación amor/odio con Barcelona que venía de atrás, de los tiempos duros. Después de una década viviendo en los entresijos de la sociedad y también al trabajar, entre otras ocupaciones, en una cadena de tiendas de electrodomésticos que me llevó por casi todos los barrios, poco a poco fui dejando de visitar el centro, la parte antigua.
Pero está claro que Silvia no tenía la culpa de mi desdén. Mucho menos siendo tan interesada en los matices verdaderos de la historia. Ella se fijaba en detalles que yo nunca había visto, en puertas hermosas y en fachadas ciertamente únicas a las cuales le estuve pasando de largo hasta que mi invitada llegó. La vida a veces tiene esos arranques de penitencia que nos aíslan del entorno en que vivimos. Hace falta un agente externo, un viajero, por ejemplo, para volver a andar por las mismas calles de tránsito ordinario y entonces disfrutarlas con más calma.
Está clarísimo que la información dormida sale de nuevo de paseo cuando se activa el papel de guía. ¿Por dónde cortar camino, por dónde ir hacia un lugar predefinido pasando por objetivos claros que le pudieran interesar a Silvia? La respuesta la encontré improvisando. Y pasó algo curioso: los objetivos mismos se cruzaron en el camino.
Silvia me dijo -¿me lo dijo o lo sentí?- que esta ciudad está como para enamorarse. En sus ojos ampliados detrás de sus lentes había una puerta abierta para una aventura. Miraba a los muchachos mientras yo miraba a las muchachas, y luego comentábamos –no siempre- el material. Un día me preguntó que dónde estaban los hombres guapos de Barcelona. Yo le respondí que durmiendo, que, por lo general, salen de noche.

-Entonces habrá que explorar la noche- resolvió en tono de broma.

Hablábamos de Cuba, de la decadencia de nuestro país, de la fuga de cerebros hacia todas partes. Es muy posible que el 80 por ciento de su promoción –su clase hizo época en la historia de la Facultad de Periodismo- esté fuera de la isla. Es una cifra asombrosa. Ahora estamos casi todos interconectados a través de las redes sociales de internet y de alguna manera nos seguimos los pasos, cosa que antes nunca ocurrió. Uno se iba de Cuba y se marchaba para siempre, se sepultaba en el terrible silencio generado por las divisiones políticas.
Mientras hablábamos, ascendíamos por las calles de la parte alta de Gràcia en dirección al Parque Güell, unos de los objetivos circulados con tinta llamativa. Este espacio verde es una mirador al que se puede acceder en metro, caminando un poco luego. Es el segundo objetivo turístico –según la norma que he visto- después del templo de la Sagrada Familia. Una finca tocada por la mano de Gaudí, en cuyos alrededores vivían a finales del XIX y principios del siglo XX los industriales de la época, los hombres más influyentes que hicieron crecer a Barcelona con sus fábricas de textiles y de zapatos. Uno de ellos, el mecenas Eusebi Güell, fue el que le encargó a Gaudí varias obras diseminadas hoy por toda la ciudad. Fue una especie de benefactor que apostó por un tipo de arquitectura en la que poca gente creía, con el ladrillo a la vista, los balcones redondos, el techo en forma de bóveda descubierta, los herrajes torcidos, las baldosas partidas y luego ensambladas en estilo bizantino aunque con trozos grandes; en fin, locuras estéticas realizadas con el más mínimo detalle técnico.
Dentro de los jardines del Parque Güell está el dragón de mosaicos más famoso del mundo, el que sale en todos los libros de arquitectura catalana. También los bancos aéreos ubicados en el borde de un balcón sinuoso, desde donde se ve perfectamente la ciudad a los pies del viajero. Y están las columnatas siempre en alegoría a la naturaleza, en una gruta donde el arquitecto trabajó el recurso de origen para que existiera allí una misteriosa acústica. En este sitio, luego del trasiego de transportes y caminos, nos sentamos en el suelo, donde mejor se está. Y escuchamos un concierto de música clásica. Contrabajo, teclados y violín.
Silvia lo sintió como un regalo. Relajó su mente mirando el mundo al revés.

(Continuará…)

Foto del autor
Las columnatas del Parque Güell.
Según se cuenta, la familia Güell hizo su fortuna en Cuba y la Florida con el negocio de los puros. O sea, vendiendo tabaco. Una de las tantas historias de Indianos que existen por los alrededores de Catalunya.

miércoles, 25 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



En fin, el mar (V)

Por un lado, su intención era devolvernos la visita, unos cuantos meses después de que mi mujer y yo voláramos a Copenhague y Malmö en pleno invierno, pernoctáramos en su casa y conociéramos el Báltico y el estrecho de Oresund, el canal que une a dos países a través de un puente que es un hito ingeniero mundial.
También Silvia vio una oportunidad de conocer Barcelona, con la magnífica circunstancia –¡modestia, apártate!- de que unos lugareños le enseñarían la ciudad al margen de los típicos recorridos turísticos y a la vez dentro de éstos. Sin tener que treparse a un autobús con balcón a la calle, esos viajes guiados por la voz de una bella mujer, como ocurre generalmente.
Pocos días antes, yo había regresado de Cuba. Fui a despedirme de mi madre que estaba al borde de la muerte. Alcancé a verla y abrazarla con vida y regresé a mi casa con el corazón hecho un lío de sentimientos. Es cierto que, al cabo de unos diez años más o menos, el emigrante ya no es íntegramente de un lado ni de otro. Su alma y su vida misma está dividida en mitades que no tienen necesariamente por qué pesar lo mismo. En mi caso, a fuerza de realidades, la balanza se había inclinado hacia el lado de acá debido a que en Cuba lo había perdido casi todo.
Estaba triste -¡cómo no estarlo en medio de un trasiego de emociones fuertes al cruzar el Atlántico!-, pero deseaba recibir a Silvia; incluso puedo decir sinceramente que lo necesitaba. No es la típica cubana que utiliza siempre la nostalgia como arma fundamental; si estuviera ceñida exclusivamente a los recuerdos no hubiera amarrado sus señas en un puerto nórdico; no hubiera aprendido a hablar perfectamente en idioma sueco; no hubiera estudiado una carrera allá, donde la luz viaja a una velocidad mucho más rápida que en el Trópico.
Silvia me tenía como un buen hombre y amigo, todavía como un adolescente tranquilo que usaba su hidalguía sin ánimos de lucro. Me recordó aquellos días en los que le ofrecí albergue en mi casa de Nuevo Vedado, en La Maison, como bautizó ella misma aquel caserón semi abandonado y con ángel. El ángel debía ser yo, pero esto a decir verdad es un error de apreciación. No recuerdo casi nada de su estancia en mi casa durante la semana en la que Silvia escapó no sé por qué de al lado de su madre. Para ella debió de ser sumamente importante y guarda un recuerdo positivo de mí. Por si acaso, ya que ha pasado el tiempo -veinte años-y estábamos sentados en una terraza de un bar de Barcelona, lejos de todo aquello, le pregunté si en esos días había pasado algo entre nosotros. Me miró tranquilamente a los ojos y me dijo que no.
Yo me quedé más sosegado y le propuse bajar Las Ramblas por fin. Estuve esperando ese momento, idealizándolo como si me ganara la vida mostrando la calle más típica de Barcelona. A mí me llevaron de la mano la primera vez, lo cual agradezco infinitamente. Ahora me tocaba hacerlo, con mi experiencia de subirla y bajarla a todas horas –incluso de madrugada, porque Las Ramblas nunca duermen. Comenzamos por la Fuente de Canaletes, el bebedero que, según dicen, garantiza el retorno del forastero. Y fuimos bajando poco a poco vigilando nuestros bolsos de mano. Hasta el final, hasta casi tropezar con el obelisco donde, en lo alto, está Cristóbal Colón señalando la ruta de las Indias. Entramos en las callejuelas laterales que considero más importantes, y no porque tenga en mis manos la verdad absoluta, claro que no. Más bien lo hice siguiendo a mis pies, que se iban solos hacia mis lugares preferidos. Le dije a Silvia que esa jornada veríamos la línea recta de Las Ramblas –con dos o tres desvíos hacia el Mercado de La Boquería, que es espectacular y conserva una estructura Modernista, y un par de plazas aledañas que me inspiran buen rollo. Solamente Las Ramblas es un viaje; es un escenario de estatuas humanas, quioscos, dibujantes de caballete, prostitutas, chulos, timadores, vendedores ambulantes de cerveza (esto último de noche), turistas atontados, turistas despiertos, gente semi desnuda y alguna desnuda que caminan sin mirar atrás; carretilleros, artistas, ancianos apostados en los bancos, ingleses que vienen en manadas a participar de una despedida de solteros; vendedores de aves y, en fin, todo tipo de material.
Las Ramblas –alrededor de dos kilómetros en dirección al mar o viceversa- se parecen mucho al Paseo del Prado de La Habana, aunque sin aquellos leones de bronce. También hay que decir que son más estrechas, pero han tenido la suerte de estar cuidadas a la vuelta del tiempo. Las fachadas a ambos lados –incluyendo una muy famosa, la del Teatro del Liceo- muestran en general un magnífico estado de conservación. Al final, en dirección al mar –un regalo que tenía guardado para Silvia-, Las Ramblas se abren como un delta en una explanada que sirve de pórtico a los muelles del puerto. Allí, como una isla, han construido un centro comercial y lúdico llamado Maremágnum, al que se accede por una pasarela de tabloncillos que incluso crujen con ese fantástico sonido de la madera. Le propuse a Silvia descansar allí, sentados en una de las plataformas laterales de la pasarela antes de continuar viaje mar afuera. Es un decir. La primera vista del Puerto del Barcelona, bajando por Las Ramblas, es una dársena artificial, con canales por donde se cuelan buques incluso de gran calado.
Miré el reloj y, según mis cálculos, debía entrar el Isla de Botafoc, el ferry que cubre la ruta entre Barcelona y las Islas Baleares. Estuve meses esperándolo, cada día, junto a un anciano al que le hacía ilusión recibir a los pasajeros que llegan de Mallorca con las cajas de ensaimadas en las manos. Siendo honesto, Juan, aquel viejecillo inquieto que cuidé, fue el que me enseñó los manejos del puerto, los muelles a los que se puede acceder hasta prácticamente tocar los barcos. Estuve recordando aquellos tiempos mientras Silvia ordenaba sus pensamientos sentada a mi lado en el suelo, mientras observábamos a los turistas fotografiarse con las líneas del paisaje marítimo detrás.
El Isla de Botafoc, no sé por qué razón, no entró ese día. O al menos no entró a su hora.

(Continuará…)

Foto del autor
El final de Las Ramblas, en dirección al mar, ofrece este encuentro con las aguas del Mediterráneo.

martes, 24 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Puesta en escena de la calle mayor (IV)

Un día fuimos a buscar café a una de las dos tiendas de Nespresso que están en Passeig de Gràcia. La incorporé a una parte de mi ruta citadina, para emboscarla en un plan ordinario y, a la vez, espectacular. Emergimos de la estación de Diagonal que está en el cruce de esta importante avenida con la de Passeig de Gràcia, desde donde se ve, en perspectiva, el ancho y largo de la segunda calle más cara de España (después de la madrileña Preciados). A mí me gustan más Rambla Catalunya y Enric Granados, dos vías también afrancesadas aunque más estrechas, pero Silvia sucumbió ante la belleza urbanística de ese Passeig (Paseo, en castellano) que en sus inicios sirvió para enlazar la antigua ciudad amurallada de Barcelona con el entonces distrito independiente de Gràcia, la villa con personalidad propia que curiosamente hoy se ha convertido en una zona muy alternativa de la gran ciudad, donde se posicionan fuertes movimientos antisistema.
Los cuatro o cinco magnos edificios del Modernismo catalán, afincados en Passeig de Gràcia –los que salen en todas las guías del viajero-, los bancos cruzados hechos con el método loquísimo del trencadís (rotura de azulejos para colocar los fragmentos hasta en los bordes redondos donde no se puede trabajar la piedra), las suntuosas farolas de hierro fundido haciendo dibujos antes de llegar al agarre de la bombilla, el ancho de calle en sí mismo, de acera, los árboles que ofrecen algún color y ,luego, los despampanantes escaparates de las más famosas marcas de ropa de todo el mundo hacen de esta travesía un largo camino hacia el más allá, ese lugar innombrable adonde casi nunca vamos pero transitamos por él.
Nadie aquí aspira a comprar un apartamento en Passeig de Gràcia, aunque haya tenido ese sueño alguna vez. Tampoco es estrictamente necesario en una ciudad en general bien acondicionada y con excelente sistema de transporte, bien comunicada por sus cuatro puntos cardinales y con accesibilidad sostenible para minusválidos en la gran mayoría de estaciones de metro y esquinas, porque Barcelona, que creció a golpe de eventos, se ha propuesto estar en el mapamundi como un destino ineludible. De hecho lo es. Tal vez sea por esa inmensa cantidad de turistas –la población flotante que llega en agosto cuando los lugareños se marchan- , se me hace pesado transitar por el centro, más todavía por Passeig de Gràcia, que, aunque ancha, me sigue pareciendo una puesta en escena de una obra de teatro titulada Barcelona, la botiga mès gran del món*. El slogan del Ayuntamiento.
Esto que me sucede, sin dudas, forma parte de un prejuicio, de los tantos que solemos tener. O tal vez forma parte de mi sistema sensorial, más cercano a las pequeñas escalas. De manera que Silvia se perdió los detalles de la gran avenida, porque por ahí transitamos solamente una vez, a prisa y de camino a la exclusiva tienda de Nespresso, el nuevo club de los barceloneses donde confluyen los ricos y los obreros en total armonía, todo dependiendo de que queramos o no invertir nuestro dinero en un café aromático envasado en cápsulas. Eso sí, con una crema bien espesa.

(Continuará…)

Foto del autor
Vista a pie de calle de la Casa Amatller, una de las construcciones de la denominada Manzana de la Discordia, donde trabajaron importantes arquitectos, incluido Gaudí. Esta curiosa casa, cuyo interior permanece cerrado al público por ser de propiedad privada, se le encargó al artista catalán Josep Puig i Cadafalch, quien se exilió en París a comienzos de la Guerra Civil. Ubicada en la parte baja de Passeig de Gràcia, su portón marca el kilómetro cero de la ruta por el Modernismo europeo. En la planta baja de Casa Amatller está instalada una de las más famosas joyerías regionales.

*Barcelona, la tienda más grande del mundo, un lema al estilo absoluto del realismo socialista; para atraer turistas o vender la ciudad, no se sabe bien.

viernes, 20 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Un deber sagrado (III)

Lo prometió y lo cumplió la penúltima noche, cuando los cuerpos “cansados” por el oleaje mediterráneo daban todo por cerrado. Pero ella sabía –intuía seguramente- que la combinación entre el mar y el templo de la Sagrada Familia podría ser algo místico, irregular. Como las piedras tocadas por el maestro Antoni Gaudí.
Así que no se rindió, ni siquiera cuando estaba sola dejándose bañar por un agua azulosa distinta a la del norte, que es, esta última, el agua suya por ahora. Disfrutaba de un mar cálido y bastante tranquilo, que le quedaba a mitad de camino entre el Caribe y el Báltico. Se sumergía como un delfín buscando piedras, cristales o lo que fuera capaz de identificar ese fondo marino con el que había soñado alguna vez. Antes de caer el sol –en verano el astro rey se esconde a las nueve de la noche-, dijo que era hora de irnos a visitar por dentro el impresionante templo de Gaudí, antes de que nos cerraran las puertas y este viaje de reconocimiento se le quedara trunco.
Mi mujer y yo vivimos aquí. No sentimos la urgencia de Silvia, pero la entendimos. Así que nos marchamos también a quitarnos la sal del cuerpo y entrar, ya vestidos, en otro mundo. Silvia nos invitó. En su mente estaba el donativo simbólico para la terminación de una obra hecha enteramente con prestaciones públicas, desde que comenzó a finales del siglo XIX y hasta que concluya en 2030, según se cuenta a todas voces. Silvia quiere venir dentro de veinte años a la primera misa que se ofrecerá en el ámbito de la capilla central. Nos invitó también a reencontrarnos en esa fecha. Estaremos mayores y nos daremos un baño en la playa ese mismo día.
Todavía está por erigir la torre mayor, la que, a 170 metros, llevará una cruz encima y estará dedicada a Jesús, esa que, según quería Gaudí, verán los marineros a lo lejos cuando se aproximen a Barcelona. Aunque también verán otras torres que no estaban en los cálculos del arquitecto, vigías hipermodernas regadas por toda la ciudad que nada tienen que ver con la piedra esculpida.
Silvia prometió traer unos prismáticos en el próximo viaje. No quiere perderse ni un detalle de los cientos de miles que tienen incorporadas las dos fachadas fundamentales construidas. La fachada alegórica al Nacimiento de Jesús es puro barroco adornado con figuras de animales y flora universal. La cara del templo dedicada a la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Cristo es otro mundo diferente, matizado por unas columnas oblicuas que parecen tendones; es más despejada a la vista e incorpora unas esculturas futuristas –parecen sacadas de La Guerra de las Galaxias- que ha realizado el artista catalán Josep María Subirachs. Y a mediado de las torres de esta cara, como flotando y observándonos, Jesús resucitado, sujeto a un arquitrabe como es de suponer, aunque el empalme no se pueda apreciar.
Silvia sucumbió ante la belleza de la bóveda central, los miles de detalles que hay por dentro relacionados con la naturaleza. Ella tenía razón: no debía irse sin ver el interior de un templo sui géneris visitado a diario por cientos de turistas, sobre todo japoneses, que son los mayores partidarios del mundo aparentemente loco de Gaudí. El interior del templo merece una hora o más para ser apreciado en su totalidad. Hay dentro balcones modernistas que parecen tribunas, columnas espectaculares en forma de tallos estrellados, y el techo ilusoriamente vegetal, repleto de hojas engarzadas, superpuestas, todo un alarde arquitectónico que ha costado lo que ha costado: Muchos años de espera. Eso sí, con los espectadores dentro, mezclados con los obreros, albañiles, cristaleros, arquitectos.
Cruzar la frontera de esa puerta sagrada era una experiencia que Silvia no quería perder, más allá del donativo para las obras, que de por sí es un acto callado y altruista que llevaremos de por vida los visitantes. Pero el mundo interior de esta mujer está a la altura de ese templo. Lo puedo asegurar. Ella es mística, con un gran conocimiento bíblico además. Salió de allí emocionada y luego se horrorizó cuando le dije que, justo a un costado del templo, a pocos centímetros, están perforando ahora mismo un túnel por donde pasará el tren de alta velocidad que pretende enlazar España con Francia. El tren raspará los cimientos de la Sagrada Familia; no es mentira, aunque cueste creerlo.

(Continuará…)

Foto del autor
Detalle escultórico de la fachada dedicada a la Pasión de Cristo. Es, digamos, la portada nueva. Se nota por el color blanquecino de la piedra. La otra fachada, más oscura, ya estaba concluida cuando el gran arquitecto Antoni Gaudí murió atropellado por un tranvía en 1926, a los 74 años de edad.

Nota: Este texto lo escribí pensando en mi amigo Joaquín Borges Triana, periodista y escritor cubano, invidente, a quien intenté describirle in situ esta maravilla arquitectónica. En aquel momento no me salían las palabras y le dije a Joaquín que el templo parecía una vela derretida.

jueves, 19 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



El papel aguanta todo lo que le pongan, aunque se puede corroborar (II)

El último día en Barcelona se despertó temprano, desayunó sola y bajó al metro como si viviera aquí, con el camino prendido a la ropa.
Es fácil orientarse en una ciudad que discurre entre la montaña y el mar. Un norte y un sur psicológicos. Luego están los laterales. A la izquierda, digamos, Madrid, y hacia la derecha Francia. Así se lo enseñé el primer día para que tuviera un mínimo sistema de orientación caminando por la calle. Pero en el metro, donde nada se ve, si uno no sabe bien la dirección estas referencias se pierden.
Llegó sin problemas hasta el Corte Inglés de Plaza Catalunya, ese edificio horrible –no tiene otra descripción- que construyeron en el centro más cosmopolita de todos los centros de la gran urbe catalana. Un búnker gris hecho de piedra lisa, rompedor e incómodo para la vista. Nada tiene que ver con la arquitectura modernista del Eixample, con los edificios señoriales del Passeig de Gràcia y sus travesías colindantes. Lo único bueno del Corte Inglés, además de su función de gran almacén de variedades, es que resulta inconfundible. Es como un entronque de carreteras que bien podían haberlo reducido.
A pocas calles de allí, Silvia encontró su objetivo. Lo había visto en las guías del viajero y también en innumerables revistas de arquitectura. Es una de las joyas del modernismo catalán, ese movimiento artístico que revolucionó la piedra junto con el cristal y el hierro, al mismo tiempo en que los vecinos franceses mostraban al mundo su Art Noveau. Pero el objetivo de Silvia está escondido, metido para adentro desde una entrecalle de la Vía Laietana. Estaba algo nerviosa porque se le echaba el tiempo encima. No solo se conformaba con ver las fachadas, sino también se apuró para conseguir una visita guiada por el interior de ese palacio, más conocido aquí como el Palau de la Música.
Entró con un grupo de japoneses tan mañaneros como ella. Estuvo cerca de una hora recorriendo los espacios recargados de adornos, las salas de concierto, las escalinatas, recorriendo con la vista el órgano inmenso de ese lugar mítico. Salió de allí con el pecho apretado, emocionada al ver cumplido uno de sus sueños. Silvia es una mujer muy sensible que disimula su excitación hablando sin parar, narrando hasta lo evidente. Su relación con Barcelona viene de atrás, de las letras de Serrat, del bosquejo del Mediterráneo que todos, o casi todos, hemos hecho alguna vez en la mente antes de llegar aquí.
Los que vivimos en Barcelona ya no lo apreciamos tanto. Quiero decir: tenemos la arquitectura modernista a mano, como algo natural que forma parte del paisaje diario. Incluso la hemos morado –la hemos pernoctado- durante algunos años. El Eixample –Ensanche, en castellano- es, según me enteré hace poco por televisión, el distrito más grande toda España. Resulta prácticamente imposible caminarlo en una o dos jornadas. Y es una joya urbanística pensada por Idelfons Cerdá a mediados del siglo XIX, cuyas manzanas cuadriculadas y achaflanadas en las esquinas ofrecen una de las vistas aéreas más singulares del mundo. Es un tablero de ajedrez. Pero es tan inmenso que habría que visitar puntualmente las fachadas más regias para no perdérnoslas.
Tal vez por este motivo, habiendo estudiado antes en la biblioteca de Malmö, al sur de Suecia, donde vive, Silvia traía objetivos señalados en su guía de viaje. Su guía de papel, porque tuvo otra de carne y hueso que fui yo, hasta que mi mujer tomó vacaciones y se incorporó al peregrinaje. Entonces formamos una especie de trío Matamoros que iba cantando nuestros recuerdos sincopadamente por todos los rincones. ¡Ay, estos cubanos con su nostalgia!

(Continuará…)

Foto del autor
Una de las tiendas más antiguas de Barcelona, entre la calle Petritxol y la Plaza del Pi, en el barrio gótico. Se trata de una cuchillería donde además venden todo tipo de aditamentos para afeites y consumos de vino. Su vidriera modernista es un clásico portal catalán.


miércoles, 18 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Ruido, mucho, mucho ruido (I)

Pocos días antes de que comenzaran las Fiestas de Gracia, Silvia tomó un avión nocturno con destino a Copenhague. Se marchaba con los nervios a flor de piel y con la ilusión de que, algún día, la vida la ayudara a establecerse aquí durante un tiempo, sin forzar nada, porque no es mujer de caprichos aunque a veces parezca una niña.
Caía una tormenta de verano en el asfalto del aeropuerto del Prat. Cielo negro y lluvia intensa por los cuatro puntos cardinales. El avión de Transavia estaba colocado en la puerta de embarque esperando a que dieran la orden de salida desde la torre de control. Silvia había comprado turrones españoles –duros y blandos, los dos tipos fundamentales- para regalar a sus amigos en Malmö, la cuidad donde vive hace más de diez años. Sentada en una sala de espera semi desierta –no, no estaba desnuda-, sus pensamientos se iban hacia el barrio de Gracia, aquel rincón de Barcelona donde se tomó un café observando a la gente y donde le hubiera gustado alquilar un apartamento. Fue Gracia el sitio más revolucionario, por así decirlo. Los bares de la Plaza del Sol, abiertos de par en par desde que amanece y hasta las tres de la madrugada, se le cruzaban en el pensamiento porque precisamente allí dejó sus miradas más profundas, en el ambiente pueblerino y a la vez moderno de ese lugar.
Es cierto que Gracia tiene su gracia. La principal, haber sido absorbido como barrio por la gran Barcelona, por la gran ciudad, y permanecer con sus fiestas particulares en agosto brindando el mayor espacio de concentración de jóvenes en estas fechas. Es una acción recíproca: dar y recibir con las puertas abiertas. Sus calles adornadas, listas para el fallo de un jurado especialista en estética del reciclaje, soltaron riendas a la imaginación, pocos días después de que el avión de Silvia despegara en un impasse de la tormenta aquella. Miles de personas, fiesteros, bebedores, ligones, noctámbulos se reúnen entre las mesas que están en las travesías apretadas de Gracia. Hay orquestas mayores y menores en cuanto al formato. Son, a veces, callejuelas angostas las que mejor diseño tienen, las más movidas y las más populares. Hay que verlo todo, caminar hacia arriba y hacia abajo buscando un tema expuesto al aire libre.
Es arte efímero construido con botellas de plástico, cartón y acuarelas. Colgado de hilos finos como si estuviera colgado del cielo. Hay ruido, mucho ruido, como diría Joaquín Sabina en una canción. Gracia es un museo que atrae a cientos de turistas con ganas de estirar la noche al máximo. Han puesto urinarios portátiles muy cercanos a las cantinas donde está recostado el beodo más trivial, el contentillo que piensa que esa es la última noche de su vida y al día siguiente piensa igual.
Pero hay gente que vive en Gracia y en verano se marcha. Están hastiados de tanta algarabía, del olor a cerveza que transpira la multitud y, en fin, de la juerga interminable de esas calles durante una semana. Tal vez Silvia no conozca este pequeño detalle del barrio que más le gustó. Tal vez Silvia, si viviera aquí, aprovechara estas fechas para visitar amigos en Malmö, llevarles turrones de almendra y botellas de horchata escondidas en la maleta que acaba de facturar.

(Continuará…)


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domingo, 15 de agosto de 2010

Benny Goodman y Nina Simone en Badalona



Doblando el tiempo y los pasos

Los catalanes cuando se ponen, se ponen en serio. Igual que los japoneses, capaces éstos últimos de armar un conjunto de salsa con todos sus ingredientes, como hicieron con la asombrosa Orquesta de la Luz.
Quizá sea porque la Sardana, el baile nacional de Catalunya, se queda en un discreto compás de espera, aburrido, con todo el respeto que se merece el folclor regional, los músicos de esta zona han llenado miles de espacios a golpe de jazz. Y han marcado pautas, ¡cómo no!, y han organizado festivales importantísimos como el de la cerveza del patio, la Voll Damm, y el de un pueblo vecino, Terrassa, adonde acuden famosos músicos internacionales.
En el corazón de la ciudad de Barcelona se pueden encontrar pequeños bares del tamaño de un cucurucho caracterizados con el ambiente del jazz. Montados por deseos expresos de un pequeño empresario que ama, idolatra, la música norteamericana por excelencia. Hay de todo, pero ciertamente escasea la actuación en vivo. ¡En una ciudad tan grande como ésta!
También hay sorpresas en todas partes. Sólo hay que salir a caminar.
Anoche, el Ayuntamiento de Badalona, como parte de sus fiestas mayores de verano, regaló al caminante una magnífica actuación de la Original Jazz Orquestra-Taller de Músics, formación catalana que ya ha cumplido 30 años en los escenarios. Es una jazz/band en toda regla que interpreta con absoluto rigor a los grandes del swing, asociada en primera línea con la voz de Montse Pratdesaba, más conocida como Big Mama.
Las Ramblas de Badalona, ese paseo marítimo de indiscutible belleza (lo ha dicho Serrat en una canción), prestó un pedazo de suelo para que esta orquesta se instalara durante una hora, entre las terrazas de los bares y los bancos del paseo que están sembrados ahí. Parecía como si la tarima hubiera bajado del cielo con los músicos puestos, tal vez enganchada la plataforma de un helicóptero que luego desapareció.
Lo más asombroso de todo fue que la actuación no interrumpió la rutina del lugar, el trasiego de cosas incluyendo el paso del tren del Maresme. ¡Qué locura! ¡Un tren pasando cada quince minutos a un costado del escenario! ¡Y la playa detrás del tren! ¡Y los chiringuitos con su música particular para atraer clientes!
Todo siguió igual, excepto los novedosos pasillos que tiraron algunos transeúntes. Como si dijeran: “Esto hay que bailarlo porque esto tiene swing”.
Como si realizaran una escala técnica en Badalona, esa ciudad que lo tiene todo y funciona a diario de una manera discreta.

Foto del autor
Un ángulo de la banda de swing, capitaneada por el inquieto Vicens Martín.