viernes, 25 de julio de 2008

HISTORIAS DE DEPILADORAS (Y BATIDORAS AMERICANAS)



Tercer día: Ménage à trois

La había visto en el autobús del barrio, con sus cabellos rizados enfilando la toma del cielo por imantación, una especie de tocado a lo Angela Davis que indicaba un negro ancestral. Su tez, sin embargo, era trigueña, pero trigueña en el sentido andaluz: era una piel color oro. Con esa mezcla racial y un desplazamiento desordenado de su cuerpo –muy lejos andaba la joven de exhibir un desplazamiento rectilíneo/uniforme-, subía a la misma hora y en la misma parada. El vendedor la esperaba en silencio, y mudo la despedía porque él bajaba antes. Luego de casi un año situado delante de decenas de rutinas, ésta había dejado de perturbarle porque le había dado solución: era una muchacha inmigrante o hija de inmigrantes o de padres mixtos, estudiante universitaria –por los rótulos grandes de la carpeta: UAB (Universidad Autónoma de Barcelona)-; soltera, lógicamente, y sin más compromiso que sacar buenas notas y divertirse.
El día en que la tuvo delante de su mostrador, cumpliendo así un vaticino, porque estaba seguro de que iría a comprarse un secador potente para el pelo, respiró tranquilo y mostró su dentadura impecable, más solícito que nunca. Sintió deseos de regalarle el secador, envuelto en papel de obsequios y hacerle un lazo blanco con el rollo largo de la máquina contadora. Todo esto lo pensó en fracciones de segundos, mientras intercambiaban saludos los tres. El tendero se puso nervioso porque jamás pensó en tener testigos. La chica se había presentado con una señora de alrededor de 60 años.
-¿Qué se les ofrece?-dijo bajito, educadamente.
-Quisiera hacerle un regalo a mi hija por su cumpleaños-tomó la palabra la mujer mayor.
Quedaba claro que la belleza aquella era producto de un cruce étnico, cuya parte más oscura, en el sentido de la pigmentación de la piel, no estaba presente.
El tendero se permitió una digresión:
-¿Estás de vacaciones o te escapaste del colegio?-preguntó dirigiéndose a la joven.
-Es mi cumpleaños y me regalé el día. Luego mi madre aportará otros agasajos, como el que venimos a buscar. ¿Me conoce usted?-alternó ella.
-Bueno, te conozco del autobús, que es como si no te conociera y al mismo tiempo como si te conociera de toda la vida. Digamos que te tengo vista.
-Somos entes públicos, no tengo nada que reprocharle-bromeó la joven.
-Puedes tutearme. ¿Cómo te llamas?
-Neus.
-Pues bien, Neus. Es un placer tenerte de visita por aquí. Más aun acompañada de tu madre. ¿Sabes ya lo que quieres que te regale ella?
-Sí. Hemos venido a buscar una depiladora.
-Se nota que es verano y que estos artilugios urgen. He vendido un sinfín esta semana.
El dependiente comenzó a explicarle los modelos y las prestaciones de cada cual. La madre de Neus intervino varias veces entusiasmada, con verdadera empatía. Se le veía feliz de comprarle a su hija lo que quisiera y estuviera dentro de las posibilidades del bolsillo. La señora era una catalana con acento marcado. Sus ademanes eran exagerados y su verborrea sencilla, aunque educada. Habló con el dependiente todo el tiempo en castellano, puesto que él marcó la pauta del idioma a seguir, y ambas, automáticamente, se incorporaron a esa lengua. Parecía que la destinataria de la maquinita era la madre y no la hija, por el entusiasmo que mantenía. Mientras el hombre explicaba largo y tendido, Neus sonreía, un poco con timidez, aunque a gusto. Hubo un momento en el que la muchacha interrumpió para aclarar que la bombilla direccional incorporada a uno de los modelos no era exactamente para ser utilizada en un camping, como argumentó su intermediario. Era un haz para localizar los vellos a contraluz, hasta los más rubios si los hubiere.
El tendero tomó nota.
También aprendió que un cabezal especial enmarcaba una superficie donde actuaría la depilación, previsto para la zona púbica, una especie de molde parecido al de las pautas para recortar de los sastres, aunque, lógicamente, en menor escala. Neus había estudiado el tema por internet, según aseguró, además de estar al corriente a través de sus amigas. Esta sería su segunda depiladora, teniendo en cuenta que una anterior, ya en desuso, era tan elemental que le aburrió enseguida y la joven continuó arrancándose los vellos con tiras de cera. Las innovaciones en ese presente histórico en que vivían los tres propició un juego divertido en la tienda, del que disfrutó la madre de Neus como si ella cumpliera 22 años.
La homenajeada escogió un aparato que no era de los más caros pero estaba bien en relación calidad/precio. Era evidente que a la chica le interesaba el cabezal diseñado para tratar el pubis, siendo verano y a punto de estrenar un bañador que también le regaló su progenitora, según comunicó alegremente. El vendedor no pudo evitar la gráfica en su mente: debido a sus ancestros, el monte de Venus de Neus debía ser rebelde, testarudo, salvaje. Todo el dibujo de una operación tan íntima se trató con otras palabras durante la compraventa. Se dio el caso de la complicidad entre tres generaciones interconectadas por un electrodoméstico delicado, promocionado en la televisión, en las revistas de cuidado personal y, como quedó de manifiesto, en las tertulias escolares. Encantado de sus clientas, de la correcta sintonía, del campo energético positivo que quedaba en el ambiente, el hombre se despidió de Neus dialécticamente y en particular:
-Si te arrepientes, la puedes cambiar. Sé que eres estudiosa y te beberás las instrucciones antes de usarla. Muchas gracias a las dos. Vuelvan cuando quieran-amplió la cortesía.
-Esto no fallará. Existe un vasto movimiento de innovadores y racionalizadores en función del mercado, y de los tiempos que corren. Yo estudio ingeniería industrial. Pero, además, dormiré esta noche tranquila sabiendo que mañana te encontraré en el autobús.
El hombre quedó congelado observando cómo se perdían madre e hija entre el espejismo de uno de los escaparates de la entrada.

miércoles, 23 de julio de 2008

HISTORIAS DE DEPILADORAS (Y BATIDORAS AMERICANAS)

Segundo día: El olor fresco del jabón

Veinticuatro horas después, ni más ni menos, el tendero había olvidado temporalmente el disgusto de la señora tan correcta, sobre todo porque fue un mal entendido y entre los dos, sin quererlo, hubo feeling. Funcionó el trabajo de las energías, los campos magnéticos estuvieron abiertos para que ambos encontraran su línea de conexión. Como la tienda está enclavada en un barrio popular, y allí todo el mundo se conoce o se tiene visto, quedaba la posibilidad de un reencuentro en el autobús o en la calle, y ambos, sin lugar a dudas, se tributarían una reverencia nada escandalosa.
Cerrado el caso, el hombre ignoraba que estaba a las puertas de otro percance de otra naturaleza. Porque la rubia que acababa de entrar, también a contraluz, ni llevaba maquillaje ni el rostro terso. Lucía unos cuarenta años menos que la del día anterior. Rellenita, como se utiliza cariñosa e hipócritamente para identificar a una mujer robusta. Esa era su gracia, precisamente: su andar descompuesto, desordenado, ruidoso, chacleteado, vulgar. Sin embargo, cuando se presentó ante la luz artificial del mostrador, sus ojos entregaron el candor suficiente como para que el tendero le abriera sus cinco sentidos, con el olfato por delante: acababa de ducharse; la chica olía a jabón de crema y llevaba el cabello mojado, largo, suelto, paradójicamente cuidado. Tenía la cara redonda, alegre. El hombre quiso asegurarse de que la llevaba hasta allí la búsqueda de un secador de pelo. Y formuló la pregunta traicionándose a sí mismo, toda vez que en su oficio estaba contraindicado adelantarse:
-Los secadores están aquí-dijo, señalando un extremo de la encimera.
-No, no, ya tengo secador. ¿Por qué lo dice?
-Uf, no me hagas caso…Es que me gusta jugar a las adivinanzas y casi siempre acierto, aunque sé que eso está mal de cara al público.
-No te preocupes –tuteó la chica-.Esta es una tienda de barrio y el trato es diferente.
-Más personalizado y natural, es cierto. Y eso tiene sus pros y sus contras.
-¿Cómo cuales?-siguió el diálogo la joven tranquilamente acodada en el cristal.
-Como que te venda algo defectuoso y luego me encuentres por la calle y me pongas como un zapato. Y, entre las ventajas, la proximidad al ser humano es algo de lo que se aprende mucho.
-Pues voy a aprovecharme-casi interrumpió ella, rápido, con suavidad. E inmediatamente hundió una mano en su bolso. En ese instante, el interlocutor supo que la rubia no iba por un secador; vio en el acto lo que más le tensionaba: una devolución.
En efecto. Salió a la luz un objeto que él conocía perfectamente.
-¿Qué te ha pasado? ¿Te falló o es que te arrepentiste al llegar a tu casa?
En ese mismo instante recordó su cara, su sonrisa de buena gente. Era una venta que había realizado al detalle y que le llevó más de veinte minutos, entre explicaciones técnicas y bromas de la vida en el barrio. No podía ser que ese modelo de depiladora fallara, pero no quiso ser absoluto.
-Recuerdo que es tu primera depiladora. ¿No será que no te aclaras con el rollo ese de las baterías? Porque más no puedo indicarte, imagínate, no puedo llegar hasta tu cuarto de baño-se atrevió el vendedor.
La chica se mantuvo abierta, divertida. Se reía sin límites, recostada al mostrador, con los pies cruzados y una chancleta suelta. Era, lo que se dice en el argot popular, un pedazo de pan. Se alborotaba el pelo, jugaba con la mirada, se insinuaba como ser social extrovertido. Al fin dio una razón:
-Es que tiene el cabezal muy estrecho y no me cubre…
-Pero, ¿no te cubre qué?-dijo el otro más suelto de lo habitual.
-Quiero decir que no me alcanza el ancho para las piernas…
A esas alturas ya estaba claro que la operación era sencilla. Un cambio de modelo y ya todo estaría resuelto. Era el momento, la circunstancia lo que más seducía al hombre, un solterón de unos cuarenta años bien conservados. Solo faltaba el trámite. Y hacia eso se encaminó cuando de sus labios salió una interrogante:
-¿Te molestarías si te pregunto si la has usado ya? Es que ayer una señora…
-Hombre, lo encuentro normal. Es tu trabajo, y hay confianza, somos del barrio. No, me fijé bien en el cabezal cuando llegué a mi casa y no la he tocado.
El especialista observó que la caja había sido abierta y estaba pegada con cinta transparente. Pensó que en realidad no estaba usada la máquina y que la chica se arrepintió al abrirla. Le dio un voto de confianza. Guardó el aparato debajo del mostrador y solicitó el ticket para comenzar la anulación. Mientras trabajaba en el ordenador, recordó su nombre. Irene. La muchacha había pagado con tarjeta de débito. Le extendió un vale por el mismo importe y le ofreció un “¡vuelve cuando quieras!” con el mismo acento conquistador de antes. Se sentía feliz. Adoraba la relación interpersonal, el diálogo abierto, salpicón, respetuoso. Estaba delante de un día bueno, sin saber por qué.
La vida tiene sus curvas de modulación. El tema de las depiladoras le ponía al descubierto un sentido de cercanía hacia las mujeres que sabía llevar muy bien. Porque jamás se pasaba de la raya y entraba en ese terreno de proximidad que pocas veces ocurre, por ejemplo, en una parada de autobús.
El subconsciente le marcaba a trompicones una corazonada. Sin saber exactamente por qué lo hizo, abrió de golpe la caja antes de colocarla en la estantería. Fue su alter ego. Fue otro hombre el que buscó en las entrañas del utensilio y halló un vello rubio y largo enrollado entre las muelas de acero. Sintió repulsión. Soltó el instrumento con rabia, con asco. Irene se había marchado minutos antes contoneándose a lo largo del pasillo.
El vendedor se sintió ultrajado. No soportaba el embuste. Jamás imaginó que una mujer simpática y olorosa fuera a cometer semejante engaño. Apartó la depiladora con un pie para luego buscar una solución.
Recordó que en el bolso de su clienta viajaba un vale compensado. Estaba solo, como suele estar siempre por las mañanas. Habló como un loco, en alta voz.
Gritó una sola palabra:
-¡Volverá!

lunes, 21 de julio de 2008

HISTORIAS DE DEPILADORAS (Y BATIDORAS AMERICANAS)



Primer día: Una duda ante el espejo

El vendedor de electrodomésticos tenía la costumbre de mirar hacia la puerta constantemente. Era un manojo de nervios organizando el material, hablando por el teléfono, rascándose la cabeza y alternando tales tareas con la visión discontinua hacia la entrada. No deseaba ser sorprendido por el factor sorpresa. Odiaba ese factor; le temía. Dominaba su clientela al dedillo; incluso era capaz de adivinar el género que se iba a despachar con solo un bosquejo rápido en la observación de pies a cabeza. Se divertía preparando de antemano el aparato que iban a comprar. Muy pocas veces se equivocaba. Llevaba tanto tiempo detrás del mismo mostrador…
Otra de sus teorías era que los ejemplares que se tocaban varias veces a primera hora, se vendían ese día. Siempre y cuando la manipulación no fuera intencional, sino producto de la organización de la tienda o de la exposición de un nuevo producto. No fallaba en eso, lo tenía comprobado. Relacionaba esas “casualidades” con el movimiento normal de las energías, entre los metales –que no eran preciosos-y las carnes variopintas que pasaban por allí. En verano, lógicamente, la clientela se destapaba algo más en todos los sentidos.
Una silueta espigada entró por el pasillo y dibujó a contraluz la figura de un pino maduro. Luego, al llegar al mostrador y dejar de ser silueta, se ofreció como dama de unos sesenta años correctamente arreglados frente al espejo, con polvos y señales de rectitud en las sienes cenizas, en la mirada educada y, sin embargo ,dura. Llevaba una bolsa del establecimiento de la que extrajo una cajita rosada. El vendedor se preparó para articular el paquete de palabras profesionales que correspondían a un cambio o devolución de productos.
-Buenos días. Vengo a devolver esta depiladora-comenzó la mujer manteniendo el rictus serio.
-¿Le ha fallado la máquina o es que se ha arrepentido?-intercambió él.
-No. Funciona. Lo que sucede es que a mi sobrina le indicaron mal y se ve que no rasura, que solo arranca los vellos.
-Discúlpeme la pregunta: ¿la han usado ya?
Un color rojo ocupó el tono empolvado en el rostro de la señora. Acto seguido, sus brazos se elevaron a la altura de sus hombros y sus manos se abrieron como dos girasoles en señal de reclamación. La pregunta que salió de su boca fue la siguiente:
-¿Por quién me ha tomado usted? –y en su rostro se dibujó la mirada del ofendido.
-No se moleste, señora. Le pregunto por oficio simplemente. No es mi intención molestarla. Debo confesarle que a esta tienda me han traído de vuelta depiladoras con pelos…y señales-aclaró el otro con un tono suave y media sonrisa.
La mujer seguía seria. Lo que había escuchado le enervó la sangre. Se sentía insultada. Tomó la caja y se la mostró al dependiente:
-Mire. En mi casa lo que sobra es educación, higiene y sentido común. Jamás se me ocurriría devolver una cosa servida a no ser por fuerza mayor, y menos un aparato de uso íntimo. En mi casa nos leemos los manuales de instrucciones y a partir de ahí decidimos qué hacer.
-Sí, la entiendo…pero ahora me gustaría que me entendiera usted a mí. Fue solo una pregunta de oficio, para saber qué curso darle a la máquina, para descartar el timo, para ahorrar tiempo, en fin…que no debí formularla así. Discúlpeme.
-Bien, no vamos a buscarle las cosquillas al asunto. ¿Tiene otra con el accesorio para rasurar?
Mucho vuelo podía alcanzar la mente de un hombre aburrido de vender artilugios de última generación. Se dejó llevar, pensando que todo ser humano tiene un lado sensible y blando, que el oído de aquella señora estaría deseando una frase garante. Imaginó todas las posibilidades, incluyendo el ardid de una supuesta sobrina –y en ese caso a la mujer le dio vergüenza de presentarse como la usuaria. Intervino con su mejor sonrisa aprovechando que la tienda estaba vacía y podía dedicarse a ella por completo.
-Tengo otro modelo, o mejor le enseño todo lo que tengo.
Y desplegó unos cinco envoltorios de varios colores y comenzó a leer las referencias.
-Con dos cabezales más, para las axilas el pequeñito y otro para las ingles. Este modelo puede cargarse a la corriente y funcionar luego sin hilos. Está este con los mismos cabezales y además con vibrador, o, perdón, con masajeador, para amortiguar el dolor. Y luego este que es el más completo e incluye, además de lo expuesto, el famoso cabezal para rasurar, que funciona como una afeitadora Braun. Pero creo que este funciona solo directo a la corriente…
-No, no. Ese está bien-interrumpió la clienta.
-Espere…También hay un modelo bastante completo que incorpora una luz direccional.
-¿Y eso para qué?
-Para si se usa en un camping…
La señora sonrió. Su aspecto estaba más distendido. El mal rato había pasado de largo y nadie más entró al recinto, excepto el sol de la mañana que se ubicó en la zona de las pantallas de los televisores. El vendedor no recordaba esa cara, ese rostro tan correcto, serio y arreglado. Era buen fisonomista. Supuso que la depiladora había sido vendida por otro compañero de trabajo. Como había logrado salir del trance sin exabruptos, se arriesgó a comentar algo que siempre le preocupó, desde que inventaron esos aparatos:
-Perdóneme, una pregunta: ¿No cree usted que estos cacharros van contra natura?
-Sí, ya lo creo, pero, igualmente, toda la vida, las mujeres nos sacamos las cejas con unas pinzas.
-Es verdad. Ya lo había olvidado. Además, para presumir hay que sufrir, ¿no?
-Así es. Mire, deme la más completa que tenga y olvídese del dolor ajeno. Le devuelvo esta que traigo intacta, sin abrir el embalaje apenas. Solo para extraer el manual de instrucciones.
-Muy bien. La más completa lo tiene todo, hasta un gel para enfriar que trae de complemento. ¿Se la envuelvo en papel de regalo?
-Por supuesto.
El lector de barras de la caja marcó 99 euros. El dependiente realizó la anulación del modelo anterior y solicitó la diferencia en dinero, que era casi el doble. Envolvió la depiladora con cuidado y la puso en una bolsa de la tienda.
Antes de despedirse con una sonrisa, la mujer peguntó a su anfitrión:
-¿Sabe usted que este modelo lo anuncian en la televisión?
El hombre asintió, colocó un gesto facial suave y tierno, un adiós igual de complaciente, convencido de que la destinataria del regalo era ella.

domingo, 20 de julio de 2008

Nota de la redacción



Aún con deudas reposando en el tintero –acabar, por ejemplo, la serie de relatos titulada Intramuros-, me encuentro de nuevo un poco a contrapelo (1) en el verano barcelonés. Sin vacaciones, as usual, como diría mi padre en buen cubano, esa lengua nacional que es mezcla de localismos simpáticos y anglicismos beisboleros.
Otra vez debo hacerle un guiño a la vida para que me espere en una esquina pacientemente. Voy detrás de ella, creo haberlo dicho o sugerido alguna vez. Y es que la vida acostumbra a desplazarse con velocidad desde que descubrimos sus encantos y la inmensidad de sus placeres. Pero, un mes de julio, precisamente, supe, sentado en un parque de esta ciudad, que se puede llegar a viejo con muchas de las metas cumplidas. El anciano que tenía entonces al lado –que en paz descanse- había participado en la guerra civil española y en innumerables batallas personales.. Hablaba poco, la verdad. Sin embargo, su silencio, como la música, terminó por acompañar mi circunstancia. ¡Ya ni me acuerdo de aquellas interminables tardes!
No tuve testigos porque no quedaba nadie conocido en los alrededores.
Ahora –hoy- es una tienda de electrodomésticos la que ocupa mi tiempo. Todos sabemos que, excepto en la hostelería, Barcelona y España, comercialmente, mueren en verano. Pero al dueño de mi empresa –que no es mía- le sale a cuenta pagarme un salario para que esté allí durante el verano vendiendo algo, lo que sea, por muy poco que se tercie. A estas alturas, a mitad de temporada, ya descubrí cuál es el producto estrella de esta época. Siempre sospeché que serían los ventiladores, porque los acondicionadores de aire frío todavía no están al alcance de la mayoría de la gente. Pero me equivoqué.
Los aparatitos más demandados son las depiladoras.
Ya he vendido las suficientes como para recolectar anécdotas. Creo, no obstante, que alguna muchacha rezagada vendrá a visitarme a la tienda en estos días de impasse.
Me propuse hacer un experimento. Aprovechar las dos horas de viaje que me toma ir a comer (2) a mi casa y emplearlas en el presente blog con Historias de verano (que bien podrían llamarse Historias de depiladoras). Llevaré cada día el tapper o cantina conmigo, y buscaré algún lugar cercano a la tienda para escribir y ponerme al día con los correos personales. De esa manera, ahorraré dinero en transporte, y energías físicas. Regresaré, supongo, más fresco a los brazos de mi mujer, quien, por solidaridad conmigo, no tomará un avión hacia alguna parte. El mes que viene, como tituló su diario Wendy Guerra, todos se van.
Lo expuesto arriba es solo una idea. Pudiera ir variando por el camino. Espero encontrar un sitio agradable y tranquilo y descubrir a contratiempo los oleajes de las personas.


Notas:
(1) Nunca mejor dicho.
(2) En algunos lugares de España,
comer significa almorzar.

martes, 8 de julio de 2008

Cualquiera resbala y cae


Entre los egresados que he seguido de la "academia" Operación Triunfo está Manu Tenorio. Siempre confié en él, porque se desmarcaba de toda la parafernalia televisiva que trivializa el canto en sí mimo. En lo visual, su estilo me resultaba interesante, y en lo interpretativo, a pesar de contar con una pequeñita voz, entregaba, o entrega, un “color” especial. Tenorio era el rompecorazones de las mujeres maduras, el caballero seductor que destacaba por su prestancia en medio de una pléyade de chiquillos locos por la fama. Y era –es-, además, el sevillano discreto que estaba faltando en el panorama artístico español, a mitad de camino entre el flamenco y el pop.
Su disco de boleros Con tres palabras desplazó rápidamente un viejo archivo en mi apartito reproductor de música en formato comprimido, el cacharro diminuto que viaja en el metro con este servidor, en esos trayectos largos de la línea 5 que me sirven para leer o ponerme al día con las novedades musicales, porque, como a la mayoría de la gente, el tiempo no me alcanza.
Mi escucha de Con tres palabras ha resultado una decepción. Creo que los productores se equivocaron con Manu Tenorio. Si bien se le puede aceptar en un par de boleros, ese no es un género que le vaya como anillo al dedo. Lo prefiero en las baladas, en las baladas intimistas rodeado de ese halo misterioso de la discreción. El bolero requiere de un amplio espectro de registros, incluso necesita de la grandilocuencia interpretativa, aun cuando los compases sean lentos. Hay que tener una voz potente para interpretar ciertos temas antológicos, y Manu los deja muy mal parados. También me decepcionaron las orquestaciones y la ejecución de éstas. O sea, lo que se conoce como acompañamiento. (¡Esa versión de Gracias a la vida, que termina en una salsita, es de orquestas escolares!)
Supongo que con Tenorio quisieron fabricar otro Luis Miguel, con la misma fórmula de revisar en el pentagrama tradicional, vestirlo elegante, al intérprete, y tirar p’lante a ver qué pasa. Luego –lo peor, a mi juicio-, lo subieron a un automóvil viejo de esos tuneados que todavía ruedan por La Habana, y lo pasearon por allí como antes pasearon a Compay Segundo, como una reina del carnaval. Lleno de tópicos ese video clip de Toda una vida, aquella cámara que pasa en travelling por las paredes descascaradas, los graffitis populistas del Ché y la Revolución, la gente negra, como siempre, haciendo olas, y, en fin, todo lo siempre visto en las fotografías en blanco y negro de la capital de Cuba. Rodar en mi querida isla, si se consiguen los permisos oficiales, resulta baratísimo, porque los escenarios vetustos no hay que fabricarlos, están allí como parte de la vida, y la gente se presta sola para lo que haga falta; al menos eso fue lo que dejé hace unos siete años.
Acabo de recordar que yo también caí en los tópicos cubanos cuando regresé a La Habana con mi mujer, quien no conocía el “escenario”, porque es “gallega”; o sea, catalana. Y, a la sazón, escribí una crónica inspirada en los almendrones (1).

Notas: (1) Se les denomina así a los coches antiguos.

jueves, 3 de julio de 2008

Salsita del barrio



Sin lugar a dudas, la sala de baile tropical más referenciada en Barcelona se llama Antilla. Allí me llevaron enseguida los anfitriones emergentes que tenía a mano hace siete años, cuando llegué con una maleta pequeña debajo del brazo. En ese lugar bailé hasta el amanecer y dejé parte de mi exigua cuenta corriente, e, incluso, desde Antilla salí un amanecer directo al trabajo, con el alcohol todavía en las venas y las piernas tambaleantes.
Digamos que descubrí una parte de Barcelona desde una sala de baile; que me reencontré con gente de la isla (1) a la que había perdido de vista, y además debo confesar que, junto con la inocencia típica de un advenedizo, bailar salsa funcionó como una maravillosa válvula de escape. El tiempo –ese que arregla o desconchinfla todo-, se encargó de alejarme de allí cuando ya supe a ciencia cierta todo lo que había que hacer para sobrevivir como emigrante y, sobre todo, ponerme al día en otros asuntos menos lúdicos. Comprendí que Antilla –o todo lo que se parezca- debería quedar como una opción, como una fuga, y no como un objetivo. De hecho, aún no he llevado a mi mujer por ese local cuasi sicodélico de la calle Aragón.
El domingo pasado, sin buscarlo, nos pusieron en las manos un par de invitaciones para la gran fiesta de celebración de los quince años de vida de Antilla. Y fuimos, medio hechos polvo por el cansancio acumulado durante la semana. Nos citaron para una sala de espectáculos de la avenida Paral’lel, detrás del Teatro Apolo, y eso nos olía a glamour. Mi mujer no sabía cómo vestirse. Le dije, pues, que se tirara cualquier trapo por encima, que el ambiente de Antilla suele ser ecléctico. En efecto: la portada era glamurosa, con limusina alquilada por los organizadores(2), pero en el interior encontramos de todo. A pesar del insoportable calor del antiguo teatro, aguantamos casi toda la noche, multiplicando –sin exageraciones- todo lo que mi mujer y este que escribe realizamos en casa, en materia de danza.
Para ser sinceros: los teloneros, el grupo mestizo La Sucursal SA, nos gustó más que Africando, una alineación bastante famosa de músicos subsaharianos que viajaron por primera vez a España para este cumpleaños.
La Sucursal SA, según me han dicho los veteranos, surgió a la sombra del “movimiento” salsero de Barcelona, con integrantes españoles y de Latinoamérica, y esto demuestra que la música es un lenguaje, además de abstracto, universal, desprejuiciado.
Con el segundo tema de los Africando nos marchamos a conseguir un taxi en el Paral’lel, misión bastante complicada en esa zona de ambiente, la misma noche en que este país vivía la fiebre de haber conquistado horas antes la copa europea de fútbol.
Agradezco a Antilla(3) –a todo su envoltorio, incluyendo sus rostros fugaces y la alegría de seres, como yo, medio tiempo-, agradezco la oportunidad de recapitular mentalmente una época de inocencia en la que no fui tan feliz.



Notas:

(1) Seguimos refiriéndonos a Cuba como una isla, y esto tiene mucho sentido si se mira su sistema político, arcaico. Pero no hay que olvidar que nuestro querido país es un archipiélago.
(2) Mi teléfono móvil, con 2 megapíxeles de resolución, capturó la imagen a las puertas de la sala de baile Apolo.
(3) Antilla comenzó en una pequeña estancia de la calle Muntaner. En 1998 se trasladó a la actual sede de Aragón. Con motivo de su 15 cumpleaños, según leo en Antilla News, revista propia, convoca a un concurso literario, de relato breve, cuyo primer premio está dotado de mil euros en metálico y un billete de ida y vuelta a Cuba. La publicación, quizá para demostrar que no se anda con noticias pequeñas, le dedicó su penúltima portada al presidente militar Hugo Chávez. Para mayor información, y para ampliar la promoción no remunerada de este blogger, puede usted dirigirse a
http://www.antillasalsa.com/