miércoles, 31 de octubre de 2012

¿Por qué no ayunan los simuladores?



Viendo las imágenes impactantes de los estragos por el paso del huracán Sandy, primero en Cuba y otras tierras del Caribe, y ahora en Nueva York, Nueva Jersey, uno siente vergüenza ajena, o, mejor, impotencia.
Se siente desde el lugar no elegido esta vez, pero en otras arrasado completamente. Aquí, una localidad llamada Homestead  tuvo que volver a dibujarse en el mapa cuando Andrew, furioso huracán, la barrió en 1992.

En Miami estamos en la silla cósmica que pudiera volar en mil pedazos si la naturaleza quiere. Pero también estamos situados en el observatorio supra natural de esa isla que tanto queremos y por eso mismo nos duele.
Aunque parezca que no, nos duele.
Los vasos comunicantes siguen vivos, a pesar de la falta de ética de cubanos de aquí que viajan a la maltrecha ínsula como mercaderes del siglo XXI, llevando baratijas en lugar de un mensaje de identidad.
Pero no son todos. Hay otros que sufren el fatalismo político como si ocurriera en carne propia, porque en algún momento de sus vidas ocurrió así.
La suerte de pernoctar en un Miami lleno de luces y encantos bucólicos; la posibilidad de tocar la fauna tropical del sur de la Florida con las mismas manos que una vez palparon la miseria del paisajismo cubano en “revolución”; esa circunstancia no es más que una parte del proceso que unos disfrutan y otros, desgraciadamente, no.
Por aquí, decíamos, también pasan ciclones.
En todo caso, lo peor de llevar, cuando suceden catástrofes naturales que sobrevuelan la debacle política, es la hipocresía de esos gobernantes militares que todavía continúan ahí, envejecidos como el dinosaurio que planteaba Augusto Monterroso en el cuento más breve del mundo.
¿Cómo se pueden permitir un festival internacional de ballet en medio de la desolación de un Santiago de Cuba arrasado?
¿Cómo es posible que establezcan tres días de duelo nacional cuando muere un líder norcoreano y ahora no?
¿Existen respuestas para esto que no emanen de la sangre fría?

NOTA: Este texto apareció originalmente publicado en Cubenet.org 
Foto: Franklin Reyes, AP

miércoles, 10 de octubre de 2012

El hombre de la Montblanc (I)



La entrega de llaves de la última casa de Barcelona ocurrió una mañana casi otoñal, diáfana y tranquila, con los chiquillos del barrio metidos en las escuelas. Había convocado a un amigo cubano del mundo del teatro para que se llevara todo cuanto viera posible, con tan mala suerte que el dueño del piso llegó adelantado y tuvimos que apurar los trámites.
Mi amigo metió en un carrito de ir a comprar un micro-ondas casi nuevo y todos los artilugios de cocina que pudo. Quedó claro que su hobbie o sostén mental es el arte culinario. Estuvo agradecido, a pesar de que le comprometí un porta sombreros de madera de metro ochenta  que me había comprado en IKEA nada más llegar a Barcelona, y lo exhibí en la sala de múltiples viviendas a lo largo de once años. Si bien el dueño de la casa miró con ojos jugosos mi aspirador Philips, mi equipo de música Aiwa y mi cafetera Nesspreso, sabiéndose beneficiario, el porta sombreros era algo que no debía quedarse ahí por muchas razones de fuerza mayor. Además, consolé a mi amigo con la idea de que la pieza era perfecta para alguna de sus puestas en escena.
Así que el mundo de los electrodomésticos -¡ay, qué gremio más corrupto!- formaba parte del pasado a partir de ese momento. Mis maletas por primera vez eran absolutamente sencillas en relación con la cantidad de objetos acumulados en el capitalismo mediterráneo, adonde me tocó ir a parar cuando salí de Cuba. El Síndrome de Diógenes estuvo curado una vez que nacieron mis mellizos y comprendí que mi vida iba a ser una eterna paquetera, pero de cosas de ellos. En Europa no existe más espacio, como no sea hacia arriba. Tal vez por eso –entre otras asfixias- me fui.
Para ir al aeropuerto ideé un plan bastante realista. No cabíamos todos –mi mujer, los niños y las maletas- en el coche de mi suegro, o tal vez sí, pero apretados. Así que llamé un taxi de recogida una vez que los dejé instalados en el automóvil. El camino al Prat de Llobregat se me hizo largo porque había retenciones en la Ronda Litoral. Hubo tiempo para hablar con el taxista, quien resultó ser un cordobés de pura cepa que se buscaba la vida al volante desde hacía lo menos veinte años, según me dijo. Esto quiere decir que era un inmigrante y era perfecto para hacer equipo. Yo me iba definitivamente a Miami con una familia creada en Barcelona, pero nada más.
No me parece poco, por supuesto. El caso es que el taxista me confesó sentirse fuera de lugar después de tanto tiempo.
-Los hijos, nacidos aquí, de andaluces son los más radicales- comentó mirándome por el retrovisor.
Cualquiera en esa ciudad tiene uno cerca. Yo tenía a mi suegro. Radical hasta la médula.
Pero yo entregaba todo aquello a otros que pudieran arribar llenos de ilusiones, como me sucedió al pisar por primera vez esa ciudad, una de las más atractivas del planeta según los datos anuales de turismo.
La carrera costó unos cuarenta euros que pagué con gusto, asegurándome con el taxista que yo no era una rara avis.
Al buscar la billetera en el bolso de mano, clavé la vista en una pluma Montblanc que me regaló la abuela de mi mujer en un cumpleaños.
¡En mi puñetera vida, quién me iba a decir que yo iba a tener una Montblanc!

(Continuará…)