domingo, 8 de octubre de 2017

Cataluña o el divorcio sin mutuo acuerdo





¿Alguien ha estado en la campiña catalana escuchando sevillanas el día entero? Yo sí, varias veces y lo disfrutaba mucho, en una casa modesta de la provincia de Girona donde se sembraban tomates y calçots que luego se comían con salsa romesco. Era un ambiente familiar colmado de niños que hablaban catalán mientras la letanía de esa música marcaba cierto compás de alegría.
Lo más curioso era que la música provenía de una emisora local, no de casetes ni cds.
Siempre había un bromista, un obrero cordobés, que embarraba de tizne la cara de la gente –incluyendo niños- al menor descuido.
Así hasta la próxima calçotada: Todo un año por delante.
Así es una de las fiestas particulares de Cataluña, calentando motores para las generales de la Feria de Abril, el inmenso jolgorio al lado del mar en las instalaciones del Fórum de las Culturas, que fue otro boom especulativo para hacer crecer la ciudad.
Y es que Barcelona ha crecido a golpe de eventos, comenzando por las Exposiciones Universales de finales del XIX y principio del XX, pasando por las olimpiadas de 1992, hasta el mencionado Fórum de las Culturas universales del 2004 que rescató de la marginalidad una espesa franja litoral cerca de Sant Adriá del Besós a la que nadie iba por temor a los bajos mundos.
Y allí ha quedado ahora la Feria de Abril, el non plus ultra de los andaluces que hicieron vida en Cataluña y tuvieron descendencia (ya van por la cuarta o quinta generación).
Pues a lo que vamos: no son pocos y están mezclados con la sociedad catalana y conformaban un paisaje de absoluto equilibrio hasta los sucesos independentistas de estos días.
De hecho, y fue algo que me sorprendió sobremanera, en el propio Sant Adriá del Besós existe un museo dedicado a la inmigración –o sea, a la acogida- de españoles en Cataluña.
Para nadie es un secreto que no pocos de esos andaluces votarían por separarse de España, y es ahí cuando uno se pregunta por qué razón.
Es muy sencillo: sienten deuda con la región de acogida pero no deberían sentirla. Han trabajado mucho allí, les han entregado sus vidas a Cataluña.
El hecho es que por el camino, durante el “procés” (que es largo y tendido), les han sembrado un sentimiento nacionalista haciéndoles creer que por vivir allí son diferentes, aun cuando su folclor de origen sea el encargado de ambientar sus fiestas.
Lo que ha sucedido en Cataluña es un matrimonio que termina en separación.
Como es habitual en estos casos que muchas veces desembocan en algún trauma, el despecho suele aparecer.
“¿Si hemos estado juntos y juntos construimos por qué me dejas ahora?”, se preguntará la parte dejada.
Es muy delicado romper por ambiciones personales pero, claro está, quien lo hace estaría en su derecho, lo que no quiere decir que no se le culpe en determinada situación por irresponsable.
Viví 12 años en Cataluña y la disfruté al máximo por su variedad en todos los sentidos, pero el día en que descubrí que el tema de la lengua era un arma arrojadiza en función de la política comencé a marcharme de cierta manera.
Y con razón: llegué a Cataluña escapando de un nacionalismo feroz.
Más que todo me molestó porque ese tema de la lengua o imposición de la Generalitat falseaba la realidad. Y segregaba de paso.
Lo normal sería que uno pudiera rotular en su comercio en la lengua que le apetezca y que pudiera, alternativamente, escolarizar  a sus hijos en español.
Debe ser por eso que llegué escribiendo Catalunya y me marché escribiendo Cataluña.
Una compañera de trabajo un día me dijo que hay sitio para todos y supongo que esa mujer estará sufriendo ahora.
Ojalá no se pierda el equilibrio y la pluralidad.

Foto del autor tomada en una de las manifestaciones de los "indignados" en la Plaza Cataluña