Esta ciudad tiene clase, por mucho que queramos negarlo. Es elegante a la hora de cobijar proyectos tremendos sin que casi nadie se entere, excepto los que pudimos pagarnos una butaca en el concierto de Tomatito y Michel Camilo; y los que hubieran ido de haberse podido financiar el asiento. Todo sigue igual. Lo dice alguien que tomó el metro a la salida del recital. Esa es la gran ventaja que ofrece el suburbano en una metrópolis: dejar atrás la terrible seducción de un piano de gran cola sonando junto a la guitarra flamenca introvertida y ancestral, y luego sumarse a la rutina de un día cualquiera.
Hay sitios en los que un festival de jazz, por ejemplo, marca el ritmo de la vida. En Barcelona puedes pasar olímpicamente del asunto –valga la calificación deportiva- y, sin embargo, te quedas ancho siempre. Por eso cuando, por casualidad, te puedes pagar dos descansillos frente a dos monstruos como Tomatito y Michel Camilo sufres, más que gozar, al final. La ciudad te vuelve a emboscar, te hace otra vez la gracia de aplastarte. Es como si el lugar donde tú vives durara un concierto.
Dijeron ellos, pianista y guitarrista –o viceversa- que el proyecto comenzó aquí, hace casi una década. Son humildísimos: le siguen llamando proyecto. Uno mira las fotos –la fotografía es la eternización de un instante, decía un profesor en la universidad- y encuentra a Michel Camilo con menos entradas –capilares- y con una camisa estampada que llama demasiado la atención. Ahora no le hace falta esa prenda: el camino está hecho.
Anoche el Auditori –ese edificio moderno que, de lejos, parece un plantel de altos estudios- nos vendió dos puestos otra vez. Sabe mejor pagarlos, para no crear remordimientos ante tanta calidad interpretativa y ante un proyecto –digámoslo así- que abarca la cualidad sinfónica, el temple, la desmesura y el control. ¡Ah, qué corto se nos hizo el recorrido! Michel Camilo y Tomatito hacen un dúo de cómicos que no pueden vivir uno sin el otro. ¡Cualquiera diría que es casualidad esa antítesis visual que hace a uno plantearse reiteradamente por qué están juntos, por qué el proyecto de Spain –el primer disco- alcanza el Sapain Again –segundo álbum-, como si no fuera suficiente el riesgo de mezclarse un clásico pulidor del estilo (el pianista) con un retraído sobreviviente étnico que no puede pronunciar ni “esta boca es mía”, como es el caso de Tomatito, hombre cuerdas, hombre pulsador de cuerdas, hombre interior aunque su oficio se lo impida. Ya los vimos en Spain reordenando el pentagrama jazzístico desde un estilo depurado y sufrido. Otra cosa no podía suponerse de dos instrumentistas que no se engañan a sí mismos ni engañan a nadie: hay una gran figura extrovertida al piano al que le va perfectamente el carácter apocado del flamenco.
Michel Camilo, dominicano que ni es mulato ni posee grandes brazos ni grandes manos, ataca el teclado desde el borde de la banqueta. Esto significa mucho, y es que acepta un desafío a golpe de sentimientos. Cuando improvisa y Tomatito no lo defrauda –siempre- asume el hecho como un estado de gracia, como algo sobrenatural que no cabe, lógicamente, en alguna partitura. Si se tratara de una puesta en escena cabal, el mundo se estaría perdiendo al mejor actor de hoy en día.
Tomatito está acostumbrado a las catarsis de su compañero. Casi diez años juntos le han sobrado al guitarrista para quedarse cómodo en su rol de papeles secundarios, el que le da juego para ser él mismo. Aparentemente la guitarra de Tomatito está dando color por detrás de la inmensa armonía del piano, pero sabemos que no es así siempre. Todo depende de cómo el público pueda independizar los sonidos.
Tuvieron que salir dos veces y gastar los dos bis que tienen preparados para cuando la gente no se marcha a casa tan pronto. Después de pasearnos por un personalísimo tributo a Piazzola, de romancear a gusto con un par (o tres) de piezas líricas, de ejecutar el tumbao Michel Camilo con el desenvolvimiento de un salsero, disimuladamente, claro; después de contestarle sin reproche un Tomatito que sabe rasgar las cuerdas y no alardea de ello; luego hay que cumplir lo pactado en una sala de concierto. El final.
Los festivales de jazz –el de Barcelona va por el 36 encuentro- tienen de bueno la exclusividad de los conciertos únicos, el poder funcionar, al mismo tiempo, como algo opcional dentro de una gran urbe. Cuando, por adelantado, uno compra dos sillas y roza con dos grandes instrumentistas, la ciudad se vuelve mucho más relativa de lo que habitualmente es. Por otro lado, el del tiempo, no molestaría suponer otra década de Michel Camilo y Tomatito cortejándose en una puesta en escena tan limpia de resabios. Al menos, pensar así es un regalo.
Noviembre 2006
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