
Luego de casi toda mi vida viviendo en las inmediaciones de la casa del Che, en La Habana, y de tener que jurar en el matutino escolar, diariamente, que sería como él, se me quitaron las ganas de llevarlo en mi equipaje de mano, cuando realicé este viaje sin retorno.
A los que tuvimos la mala suerte de estudiar en Cuba después del año 1959, el argentino se nos colocó a la fuerza en el alma, y en el alma fue que lo procesamos como una mala digestión, en la que el peso de la grasa y/o el alcohol inflama el intestino grueso y esta carga no se pierde hasta que los malos nutrientes se convierten en aire. Así de densa se nos volvió la figura del guerrillero, un símbolo nada más, hecho a la medida del gobierno que teníamos metido en casa por los cuatro costados. No hay nada que pueda asegurar que de niños queríamos ser como él. Más bien, el coro de voces que formábamos reproducía una especie de adoctrinamiento del cual ,con toda certeza, no éramos conscientes.
Ahora tenemos más de 40 años.
Jamás pensé –porque hay que dedicarse a otras cosas en la vida- que la figura de un hombre intangible nos persiguiera tanto tiempo. Primero por la calle, estampada en las camisetas de jóvenes que no saben bien a quien divulgan, y luego en incontables materiales fílmicos.
El más reciente, el largometraje de docu/ficción de Steven Soderbergh, me llevó incluso a una sala oscura el sábado por la noche al salir de mi trabajo, cansado como estaba de tener que lidiar con el rebaño que visita la tienda donde estoy. Yo no quería ir, lo confieso, pero, al mismo tiempo, no podría luego comentar con conocimiento de causa un tema que está en la calle.
La película es aburridísima. No me esperaba un material didáctico sobre la epopeya de las columnas de barbudos que tomaron la capital cubana en 1959. De ese asunto ya tuve que estudiar bastante durante casi los años que tengo. Imaginé que un cineasta como Soderbergh podía tomar el personaje para recrear una buena historia narrativa, un buen largometraje con un guión espectacular, aunque el tema me estuviera, verdaderamente, tocando los cataplines desde hace rato.
Me equivoqué.
Pero salgamos del Che como fantasma.
No es justo que paguemos más de seis euros y dediquemos más de una hora de nuestras vidas a un filme épico redundante, cuyo argumento no avanza nada y su estructura narrativa nos mantenga todo el tiempo alternando el famoso discurso de Guevara en la ONU con la toma de Santa Clara. Así, a palo seco, sin una desenvoltura dramática ni siquiera una pequeñita historia de amor –que sí aparece, pero al final. No hay manera de justificar nada en el argumento de este filme porque no se trabaja ninguna dramaturgia. Está hecho para nosotros que conocemos al dedillo de qué va la historia, y resulta que muchos de nosotros no queremos saber ya nada más de eso. Me pasé todo el tiempo pensando en el espectador no cubano, que termina viendo una caricatura de cuatro o cinco personajes aleatorios –Fidel, Camilo, Raúl, Almeida, El Vaquerito-, unos con mejor suerte interpretativa que otros.
Una amiga española, al salir del cine, me preguntó si de verdad en Cuba se fuma tanto tabaco (puros, me dijo). El largometraje no da para más comentarios, y se lo agradezco, porque me hubiera encendido los recuerdos de primaria, cuando este que escribe usaba una pañoleta roja y vociferaba querer ser, de grande, como alguien que jamás vio en persona, alguien que fue muy valiente y que también cometió graves atropellos, pero esto último no salía en el guión de las clases del colegio.
De Che, el argentino, se salva, a mi modo de ver, la actuación de Benicio del Toro –productor de la cinta- y la banda sonora. Y el esmero por calcar los escenarios de Santa Clara, que, verdaderamente, como dicen en común en España, se lo curraron mucho.
No sé qué pretendían el director y el productor de esta película. A los cubanos nos aburre el argumento, porque nos lo sabemos de memoria, y los otros seres cinéfilos tendrán que irse despertando paulatinamente con los disparos de ametralladora –que suenan bien fuertes, y en estéreo- porque cualquiera se duerme tal y como está la vida de agotadora. Luego, y a pesar de la inmensa apología a la Revolución en la película, dudo mucho que este material se pase en los cines de Cuba, solo por el “bocadillo” en el que Fidel le sugiere al Che que no se situé en primera línea de combate. Así que, hablando de disparos, supongo que a los productores le saldrá el tiro por la culata.
Y como era de esperar: en el casting clasificaron Jorge Perugorría y Luis Alberto García, los dos únicos histriones verdaderamente buenos con que cuenta la isla de Cuba. No hay más opción: el contacto con los actores de categoría comienza por ellos y termina por los dos. Mal vamos, Soderbergh.
Acabo de confirmar que toda aquella parafernalia sobre el Guerrillero Heroico sirve también para jugar al monopolio. Tal vez me equivoco, pero esta empresa concreta de Del Toro –una historia que promete continuar en el cine- se quedará en un partido de mesa.
A los que tuvimos la mala suerte de estudiar en Cuba después del año 1959, el argentino se nos colocó a la fuerza en el alma, y en el alma fue que lo procesamos como una mala digestión, en la que el peso de la grasa y/o el alcohol inflama el intestino grueso y esta carga no se pierde hasta que los malos nutrientes se convierten en aire. Así de densa se nos volvió la figura del guerrillero, un símbolo nada más, hecho a la medida del gobierno que teníamos metido en casa por los cuatro costados. No hay nada que pueda asegurar que de niños queríamos ser como él. Más bien, el coro de voces que formábamos reproducía una especie de adoctrinamiento del cual ,con toda certeza, no éramos conscientes.
Ahora tenemos más de 40 años.
Jamás pensé –porque hay que dedicarse a otras cosas en la vida- que la figura de un hombre intangible nos persiguiera tanto tiempo. Primero por la calle, estampada en las camisetas de jóvenes que no saben bien a quien divulgan, y luego en incontables materiales fílmicos.
El más reciente, el largometraje de docu/ficción de Steven Soderbergh, me llevó incluso a una sala oscura el sábado por la noche al salir de mi trabajo, cansado como estaba de tener que lidiar con el rebaño que visita la tienda donde estoy. Yo no quería ir, lo confieso, pero, al mismo tiempo, no podría luego comentar con conocimiento de causa un tema que está en la calle.
La película es aburridísima. No me esperaba un material didáctico sobre la epopeya de las columnas de barbudos que tomaron la capital cubana en 1959. De ese asunto ya tuve que estudiar bastante durante casi los años que tengo. Imaginé que un cineasta como Soderbergh podía tomar el personaje para recrear una buena historia narrativa, un buen largometraje con un guión espectacular, aunque el tema me estuviera, verdaderamente, tocando los cataplines desde hace rato.
Me equivoqué.
Pero salgamos del Che como fantasma.
No es justo que paguemos más de seis euros y dediquemos más de una hora de nuestras vidas a un filme épico redundante, cuyo argumento no avanza nada y su estructura narrativa nos mantenga todo el tiempo alternando el famoso discurso de Guevara en la ONU con la toma de Santa Clara. Así, a palo seco, sin una desenvoltura dramática ni siquiera una pequeñita historia de amor –que sí aparece, pero al final. No hay manera de justificar nada en el argumento de este filme porque no se trabaja ninguna dramaturgia. Está hecho para nosotros que conocemos al dedillo de qué va la historia, y resulta que muchos de nosotros no queremos saber ya nada más de eso. Me pasé todo el tiempo pensando en el espectador no cubano, que termina viendo una caricatura de cuatro o cinco personajes aleatorios –Fidel, Camilo, Raúl, Almeida, El Vaquerito-, unos con mejor suerte interpretativa que otros.
Una amiga española, al salir del cine, me preguntó si de verdad en Cuba se fuma tanto tabaco (puros, me dijo). El largometraje no da para más comentarios, y se lo agradezco, porque me hubiera encendido los recuerdos de primaria, cuando este que escribe usaba una pañoleta roja y vociferaba querer ser, de grande, como alguien que jamás vio en persona, alguien que fue muy valiente y que también cometió graves atropellos, pero esto último no salía en el guión de las clases del colegio.
De Che, el argentino, se salva, a mi modo de ver, la actuación de Benicio del Toro –productor de la cinta- y la banda sonora. Y el esmero por calcar los escenarios de Santa Clara, que, verdaderamente, como dicen en común en España, se lo curraron mucho.
No sé qué pretendían el director y el productor de esta película. A los cubanos nos aburre el argumento, porque nos lo sabemos de memoria, y los otros seres cinéfilos tendrán que irse despertando paulatinamente con los disparos de ametralladora –que suenan bien fuertes, y en estéreo- porque cualquiera se duerme tal y como está la vida de agotadora. Luego, y a pesar de la inmensa apología a la Revolución en la película, dudo mucho que este material se pase en los cines de Cuba, solo por el “bocadillo” en el que Fidel le sugiere al Che que no se situé en primera línea de combate. Así que, hablando de disparos, supongo que a los productores le saldrá el tiro por la culata.
Y como era de esperar: en el casting clasificaron Jorge Perugorría y Luis Alberto García, los dos únicos histriones verdaderamente buenos con que cuenta la isla de Cuba. No hay más opción: el contacto con los actores de categoría comienza por ellos y termina por los dos. Mal vamos, Soderbergh.
Acabo de confirmar que toda aquella parafernalia sobre el Guerrillero Heroico sirve también para jugar al monopolio. Tal vez me equivoco, pero esta empresa concreta de Del Toro –una historia que promete continuar en el cine- se quedará en un partido de mesa.