
A nadie con más de dos dedos de frente se le ocurre pasearse por la Cataluña íntima en este desorden “desaguacatado” en que me encuentro, con los ojos chinos y la nariz colorada, y las mejillas también rojas y la mirada más hacia mi interior. Subí al carro, no obstante, porque he escuchado infinidad de veces que, si uno no tiene fiebre, el mal estar o apaleamiento sintomático no debe pasarlo en cama. Al menos no es recomendable transitarlo en nuestra cama.
El histórico mercadillo medieval de la ciudad de Vic, a unos 70 kilómetros de Barcelona, se me cruzó en mi apretadísima agenda de navidades, más cargada de horas detrás de un mostrador que de audiencias privadas. Aún no sé si contagié a los otros dos ocupantes del automóvil –mi mujer y un buen amigo que iba en busca de quesos curados de ovejas-, pero puedo asegurar mientras escribo estas letras que he regresado peor.
Una razón es constatar que todos vamos a donde toca ir, y este fin de semana era Vic el destino, por lo que discurrimos a través de una larga caravana de dos horas hasta allí, con la música –no precisamente medieval- a toda pastilla en el interior del coche, y mi moquera alternativa desafinando.
Otro inconveniente –era de sospechar- fue la navegación forzosa entre una masa compacta de gente que no veía nada ni compraba casi nada, pero resbalaba por las callejuelas del casco antiguo de la ciudad casi buscando un horizonte, un refugio. Y lo peor era darte cuenta de que te podías gastar lo mismo allí en una parada tumultuosa, comiéndote una butifarra a la brasa, que en un restaurante cercano y calentito a pocos kilómetros de Vic.
Algunos puestos habrán hecho buena caja, sin lugar a dudas, a tenor de los tiempos desbancados que, según dicen, corren. Sin embargo, a mí me dio la sensación de haber pasado por un arroyo tupido de vegetación hasta llegar al delta de la corriente, sin ver nada, o poca cosa, a los lados.
Los tres mosqueteros decidimos salirnos de la cuestión para buscar aire fresco. ¡Vaya paradoja, con el frío que hacía!
Y ahí comenzó otra aventura.
Alguien tuvo la idea de despedirnos de Vic guiados por un GPS. Estos aparatitos prácticos no están programados para ferias populares, en las que las calles, lógicamente, están cortadas. No quisiera contar las veces que pasamos por un mismo punto.
Además, ¿para qué desprestigiar a un GPS si uno no se encuentra en condiciones siquiera de pensar algo creativo con este estado gripal?
Lo desconectamos finalmente, por decisión colegiada. Mi mujer bajó la ventanilla y articuló un catalán muy de pueblo para que no fallara la comunicación, porque no había tiempo que perder.
Terminamos en una brasería en un pueblo aledaño, cuando el candor de los meseros estaba a punto de desaparecer y el fuego, el calor de la leña, iba en declive como algo que se retira por defensa propia. Alcanzó un último suspiro para alimentarnos, ya lejos del ambiente medieval.