Un conglomerado de símbolos ha salido de sus depósitos históricos, del polvo, de la vejez, del olvido. Algunos “pequeños” detalles se han puesto de acuerdo para caminar junto a mí en estos días fríos, y será porque el cambio de estación, como indican los manuales de filosofía poética, significa también un cambio de espíritu o una revolución de las cosas dormidas.
Pasear por los lugares conocidos no siempre supone lo mismo. Ya lo decía en la crónica anterior. Lo sospechaba. Se estaba gestando el punto final de un libro de memorias escrito sin querer. Porque aquellos textos difíciles, y otros divertidos -¡uf, qué lejos suena esto en el tiempo!- se dictaban desde adentro, con la disciplina y el oficio alguna vez ejercidos oficialmente. ¿Quién me iba a decir que la crónica desgarrada de cualquier mañana, cuando llegué a Barcelona y no comprendía absolutamente nada, se iba a convertir en un documento de reflexión? Entonces nadie, ni yo, sospechaba que venía de camino un Diario, en el sentido literario de la palabra.
Tampoco nadie intuía, a principios del siglo XX, que un edificio de obra vista, inspirado en las contraculturas de la Revolución Industrial, refugio de discapacitados psíquicos, a la vuelta del tiempo diera techo al Ayuntamiento del Nou Barris, a su Biblioteca local, a la sede de la estación de policía de la zona. Un gran edificio, unas mismas paredes y diferentes almas en su interior. Ya el tormento no es el ánimo del inmueble, pero a mí me sigue pareciendo simbólico que ayer haya puesto ese punto final entre las mismas estancias del manicomio, en un rato libre a la hora de comida.
Tampoco llegaba el metro hasta aquí, en aquellos años en los que Barcelona era el Eixample y la Ciutat Vella, y, lo demás, áreas verdes y paisajes. Sí llegaba el 47, primero hasta la plaza de Virrey Amat,y luego hasta los alrededores del psiquiátrico; pero entonces el 47 era un tranvía. Ahora es un autobús climatizado.
Todo esto me lo recordó un cliente ayer mientras le vendía una radio de bolsillo. Él fue conductor del 47. Y, casualmente, lleva el apellido de mi abuelo, Treviño, que no es gallego como parece suponer.
El Diario que acabo de terminar no incluye al jubilado Treviño como personaje, pero sí, de alguna manera, a sus calles desandadas una y otra vez, a su barrio, a su territorio íntimo, que fue por donde comenzó mi incursión en esta ciudad, cuando este servidor escoltaba a un anciano adicto a los caramelos de café con leche.
Parece que fue ayer. Pero fue hace siete años cuando quedé impactado con la estructura de un antiguo manicomio, desde donde escribo ahora mismo.
Y como estoy hablando de otra época –ahora tengo una tarjeta de residencia, un hogar verdadero, una mujer que, desasosegada, me espera-, este año cerró el ciclo del advenedizo que fui. Ahora Barcelona es tan mía como de otros que la habitan desde siempre.
Por el momento, mis memorias suman 254 páginas y se pueden comprar en internet. Llegan impresas, por pedido, a cualquier lugar, en blanco y negro, como manda la tradición. Espero sirvan de compañía, aunque, sinceramente, por otra parte, no espero que me comprendan, puesto que no se trata de un manual de instrucciones, de un libro de autoayuda o algo por el estilo. Eso sí: me gustaría que me sientan.
Gracias a todos.
El volumen se puede comprar aquí:
http://www.lulu.com/content/5151700
1 comentario:
Es más que vender tu diario, es compartir tu vida con nosotros. Gracias
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