lunes, 16 de marzo de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (IV)


Sentado en el camarote del Talgo me removió la certeza de que podemos llegar a ser grandes coleccionistas de objetos ociosos. Miraba mis dos maletas encaramadas en la parrilla superior, y sentía la proximidad del Síndrome de Diógenes, y tuve deseos de abrir las valijas y sacar cosas y tirar los paquetes por la ventanilla.
Emigrar, volver a empezar debería ser solamente eso. No arrastrar con recuerdos materiales que, posiblemente, no encontrarán sitio en el lugar de destino. Mis amistades de Gijón me habían ofrecido un albergue transitorio, sin coste monetario alguno, en la casa de una muchacha que vivía sola, quiero decir, sin otra persona, porque tenía un perro. A mí me parecía poco cargar con dos maletas en las que, presuntamente, viajaba la mayor parte de mi vida. Fue en el tren donde me di cuenta de que la mayor parte de mi vida no estaba en los días de España, sino en los de Cuba, y por tal razón no podía viajar dentro de aquellas maletas.
¿Qué había entonces encaramado en las parrillas del cubículo del vagón?
Había ropa de invierno, y eso estaba justificado. Pero también había mucha pacotilla.
La pregunta surgida en ese trayecto fue por qué no depuré la pacotilla en el momento de hacer las maletas. ¿Por qué el viaje, el propio transcurso del ferrocarril, las horas de desplazamiento que me dejaban pensar me situaron en la razón de la limpieza general hasta llegar a lo imprescindible, si yo lo había hecho antes, si lo había hecho cuando salí de La Habana y en aquel momento la distancia física a la que me exponía era mayor?
A mi lado subían y bajaban gentes que tomaban el tren para tramos cortos, tramos intermedios. Probablemente yo era uno de los pocos pasajeros que hacían el itinerario completo, un viaje de unas catorce horas con salida nocturna de Barcelona y llegada al mediodía a Gijón, atravesando España en diagonal y cambiando de clima, de paisaje, de estilo de vida en el sentido más particular de las regiones. Al salir de la estación de León, ya me sentía cansado de acomodar mis glúteos en el asiento, de estirar las piernas en los trayectos en los que no tenía nadie delante, y de encogerlas debajo de mi cuerpo, dobladas, cuando estaba repleto el compartimiento. Me había cansado de mirar gente y analizarla, o psicoanalizarla a través de sus palabras y sus ademanes, si fumaban o no y de estudiar la frecuencia de los cigarrillos. Tenía tiempo para observar, para alternar la observación con una lectura, a trompicones, de un libro sobre Cuba, el peor entretenimiento que se me pudo ocurrir para un viaje que significaba una segunda emigración.
Jamás fumo en los viajes. Siempre reservo el cigarrillo para el momento en que desciendo del tren y me siento en el banco de una estación. Ese momento también pasó por mi mente durante el viaje, elucubrando sobre el compendio ambiental de Gijón, pero ese sentido está solo reservado para cuando uno llega al lugar. Viajar, viajar solo, viajar en busca de la felicidad.
La felicidad en aquellos momentos estaba supeditada a la legalidad.
Es curioso cómo ahora que poseo un permiso de residencia y trabajo -temporal- busco la felicidad en otra cosa. Pero el tren en primer lugar me llevaba hacia un contrato de trabajo ofrecido por mis amigos a través del teléfono, hacia un cambio de aire, transitorio o permanente, pero un cambio de aire al fin y al cabo. Era fácil decir que nada me ataba a Barcelona. Después comprendí que aquella expresión era una excusa. Sí me ataban sentimientos, me ataban días de trabajo subterráneo y me ataba el descubrimiento de un mundo nuevo y de la libertad de expresión y de movimiento. También me desataba la búsqueda de un contrato laboral, algo que en la ciudad donde estaba situado, hasta ese momento, no era posible.
Recordé el viaje que hice en un tren de La Habana a Santiago de Cuba. Aquel duró 24 horas, y la distancia era más o menos la misma. Ahora estaba situado en los Picos de Europa, en uno de los conjuntos montañosos más altos de la península ibérica, estaba situado a unos 2 mil 500 metros de altura. Había quedado prácticamente solo en el camarote, en mi asiento de donde apenas me moví de principio a fin. Miré hacia abajo y me pareció que volábamos con suavidad, me pareció que el tren era una serpiente planeadora cuyas secciones se doblaban y desaparecían dentro de túneles por lo que, obviamente, yo también pasaba. Jamás en mi vida había presenciado una obra de ingeniería como aquella. Una línea férrea que atravesaba montañas inmensas como un reptil caprichoso que va devorando suavemente los obstáculos, mientras se desplaza hacia un lugar impreciso, no avisado, no comentado excepto por el silencio y el rugir lejano de la locomotora. Era inédito en los días de mi vida el paisaje roto por la secuencia del tren, aquel paisaje colgado con hilos de la catenaria, secuenciado por el miedo de caer al vacío y por el alivio de recuperar la perspectiva del viaje, el bálsamo que provoca darse cuenta de que es un privilegio estar allí.
¿Cómo asimilar la altura, la presencia de la mano del hombre en aquella obra majestuosa que servía para enlazar el mar cantábrico con el interior frío y firme de España? ¿Cómo interpretar la decisión de sacar un billete en un lugar mediterráneo y desembocar en otro mar llevado por el tren? ¿Cómo creerme libre y sentir miedo al mismo tiempo?
La visión de un tren sin humo era también inédita en mi vida. Un tren que avanzaba dejando gente por el camino, sin hacer ruido pero penetrando en los volúmenes rocosos como hace un hombre que comienza el domingo poseyendo a su mujer, luego de una noche larga en la que no quiere llegar a ningún lugar. Solo desea vivirla.


(Continuará…)




8 comentarios:

Chantal Plata dijo...

Te sigo leyendo... a veces los comentarios que te dejan despiertan mi curiosidad... siempre hay algunas palabras que cuestionan o reprochan...
Saludos.

Jorge Ignacio dijo...

Chantal: algunos comentarios son un poco cobardes, pero no los filtro porque quiero que la gente diga lo que quiere. gracias por pasar por aquí. te sigo esperando..

Chantal Plata dijo...

Me parece exacto dejarlos aparecer aunque no correr... Tus historias son buenas, atrapan, enganchan y provocan regresar. Y los comentarios, aquellos, solo aderezan... no quitan sabor.
Te sigo leyendo...

Chantal Plata dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Bueno Jorge continuo siguiendo la historia....pero.......aun estamos en el Talgo(despues de 4 entregas),quizas lo justifique lo familiar que me "suenan" tus relfexiones aun en el traslado por tren.......
Espero hayas tenido una muy buena razon para renunciar a la magia señorial de un Gijon que conoci y me enamoro a primera vista.
Un saludo:Roberto

Jorge Ignacio dijo...

Roberto: la estancia en Gijón, como sabes, fue breve, pero intensa. ya verás. sucedió algo que me llevó a regresar en una semana. de lo que me alegro, porque mis papeles por allá creo que hubieran tardado más. Parece que esa bella ciudad no estaba en mi destino. En el próximo capítulo llego a Gijón.
quería decirte que en semana santa, entre el 10 y el 13 de abril, estaré en madrid con mi mujer. quisiéramos conocerte. ya nos dirás algo. un abrazo.

Puchungurria dijo...

:~)Saludos, nos pillamos compadrito.

Anónimo dijo...

Jorge En Semana Santa Nos vamosa un torneo de futbol del menor de mis hijos fuera de Madrid y es una pena pues era una buena oportunidad para conocernos,de todas formas es posible que el lunes 13 ya estemos de regreso,si aun estas por aca me lo comunicas por e-mail o or el telefono que te informe y cuando vengas y tratare de atenderte a ti y a tu mujer con gusto.
Un saludo ROBERTO