Salté del tren. No exagero.
La maquinaria, el pescante del vagón, quedaba muy por encima de los límites naturales para el descenso de un anciano. Yo estaba a punto de cumplir los 40, pero las oportunidades de desembarco eran las mismas de una persona cansada, toda vez que llevaba encima dos maletas enormes y 14 horas de viaje. Cuando el convoy se detuvo, busqué el vacío como si me precipitara libremente desde una altura atmosférica, haciendo equilibrio con las maletas y tratando de llegar al cemento en cuclillas para que las valijas no se estamparan de golpe. Aterricé suave, pues, sin perder el equilibrio, dejando el grueso de la maniobra para que lo soportaran mis talones.
Me recuperé rápido y miré a mi alrededor. Estaba en Asturias, un lugar, una región, un principado. Sobre todo acababa de llegar al cimiento de una historia imaginada tantas veces…Porque Asturias dio vida a la anciana de los bajos del apartamento de mi padre. De allí salió hacia Cuba hecha una jovencita, a principios del siglo XX, y nunca perdió su acento. Asturias me sonaba por la sidra y por el queso de Cabrales, por las canciones de Víctor Manuel y por la imaginación.
Hubiera querido a alguien en ese preciso instante en el que uno llega al lugar soñado. No había un alma en la estación. Mis anfitriones no habían llegado aún. El tren entró adelantado y me envolvió la soledad de un andén larguísimo, de un paisaje ferroso como suelen ser los deltas de las estaciones de trenes, el traspatio, el mecanismo de bambalinas que nadie usa como recuerdo, o casi nadie. Bajaron escasos cinco pasajeros –yo entre ellos- y se perdieron enseguida. Me quedé girando la vista sobre el mismo eje de mis zapatos, hasta que descubrí que debía fumar para establecer el inicio de una nueva vida.
Mis maletas pesaban una tonelada. Iban tan compactas que no se atrevieron a abrirse en ningún momento. Yo no quería pensar en la hora de deshacerlas. Hay cosas demasiado tristes que en la práctica de otra persona parecen un sistema o algo sin importancia. El juego de las maletas era y es un trámite pesado en mi vida. Las maletas resumían el viaje en sí mismo, el porvenir y también el legado reciente de Anna, a quien encontré cuando prácticamente tenía facturado el equipaje. Y también las maletas eran peso muerto, fastidio, falta de libertad, arrastre y almacén de datos. ¿Por qué no podía dejarlas, si me estaban lastimando la espalda, si se suponía que en Asturias, como en Barcelona, podría adquirir bártulos nuevos?
El equipaje era una estratagema para mitigar la soledad.
Con él me instalé en la soledad de una habitación de un barrio periférico de Gijón. Lo dejé en el suelo, en un rincón, y al fin tuve las manos libres para intentar abrazar a la gente. Para gesticular con amplitud. Pasado el mediodía, ya estaba allí, en un mundo nuevo. Estaba observándolo todo, escuchando las explicaciones de la joven que me dio albergue, digamos que Elizabeth, quien fumaba un cigarrillo tras otro porque no encontraba el punto de saciedad.
Elizabeth también había sido imaginada. Era hippie en los dos campos, en la imaginación y en la realidad. Me la habían dibujado con pocas palabras pero, desde Barcelona, no quise oírlas, no quise prejuicios, no quise pensar por adelantado simplemente por respeto a alguien que te ofrece su casa sin transacciones monetarias. Para mí valía más la acción, la actitud desprendida de ella. Como era, como me trataría ser vería después.
Sabemos que es imposible dejar ese campo vacío en un trayecto tan largo, 14 horas vigilando las maletas para que no cayeran del techo del vagón e hirieran a alguien. Sin embargo, lo que pensé sobre ella coincidía bastante con la primera imagen que tuve delante. Me estaba enseñando sus grifos rotos, sus espacios a media luz, el cuarto de música, la cocina destartalada y la vida por hacer. Todo un mundo abierto a la bohemia, con salpicaduras de sal, con olor a mar bravo y el gris del cielo amenazando constantemente.
A través de mis amigos –que se despidieron con cariño después de dejarme instalado- Elizabeth quedaba en primer plano. Me presentó enseguida a su perro peludo y lío un cigarro delgadito con una habilidad impresionante. Yo seguía queriendo olvidar mis dos maletas mientras ella me preguntaba sobre el viaje.
(Continuará…)
La maquinaria, el pescante del vagón, quedaba muy por encima de los límites naturales para el descenso de un anciano. Yo estaba a punto de cumplir los 40, pero las oportunidades de desembarco eran las mismas de una persona cansada, toda vez que llevaba encima dos maletas enormes y 14 horas de viaje. Cuando el convoy se detuvo, busqué el vacío como si me precipitara libremente desde una altura atmosférica, haciendo equilibrio con las maletas y tratando de llegar al cemento en cuclillas para que las valijas no se estamparan de golpe. Aterricé suave, pues, sin perder el equilibrio, dejando el grueso de la maniobra para que lo soportaran mis talones.
Me recuperé rápido y miré a mi alrededor. Estaba en Asturias, un lugar, una región, un principado. Sobre todo acababa de llegar al cimiento de una historia imaginada tantas veces…Porque Asturias dio vida a la anciana de los bajos del apartamento de mi padre. De allí salió hacia Cuba hecha una jovencita, a principios del siglo XX, y nunca perdió su acento. Asturias me sonaba por la sidra y por el queso de Cabrales, por las canciones de Víctor Manuel y por la imaginación.
Hubiera querido a alguien en ese preciso instante en el que uno llega al lugar soñado. No había un alma en la estación. Mis anfitriones no habían llegado aún. El tren entró adelantado y me envolvió la soledad de un andén larguísimo, de un paisaje ferroso como suelen ser los deltas de las estaciones de trenes, el traspatio, el mecanismo de bambalinas que nadie usa como recuerdo, o casi nadie. Bajaron escasos cinco pasajeros –yo entre ellos- y se perdieron enseguida. Me quedé girando la vista sobre el mismo eje de mis zapatos, hasta que descubrí que debía fumar para establecer el inicio de una nueva vida.
Mis maletas pesaban una tonelada. Iban tan compactas que no se atrevieron a abrirse en ningún momento. Yo no quería pensar en la hora de deshacerlas. Hay cosas demasiado tristes que en la práctica de otra persona parecen un sistema o algo sin importancia. El juego de las maletas era y es un trámite pesado en mi vida. Las maletas resumían el viaje en sí mismo, el porvenir y también el legado reciente de Anna, a quien encontré cuando prácticamente tenía facturado el equipaje. Y también las maletas eran peso muerto, fastidio, falta de libertad, arrastre y almacén de datos. ¿Por qué no podía dejarlas, si me estaban lastimando la espalda, si se suponía que en Asturias, como en Barcelona, podría adquirir bártulos nuevos?
El equipaje era una estratagema para mitigar la soledad.
Con él me instalé en la soledad de una habitación de un barrio periférico de Gijón. Lo dejé en el suelo, en un rincón, y al fin tuve las manos libres para intentar abrazar a la gente. Para gesticular con amplitud. Pasado el mediodía, ya estaba allí, en un mundo nuevo. Estaba observándolo todo, escuchando las explicaciones de la joven que me dio albergue, digamos que Elizabeth, quien fumaba un cigarrillo tras otro porque no encontraba el punto de saciedad.
Elizabeth también había sido imaginada. Era hippie en los dos campos, en la imaginación y en la realidad. Me la habían dibujado con pocas palabras pero, desde Barcelona, no quise oírlas, no quise prejuicios, no quise pensar por adelantado simplemente por respeto a alguien que te ofrece su casa sin transacciones monetarias. Para mí valía más la acción, la actitud desprendida de ella. Como era, como me trataría ser vería después.
Sabemos que es imposible dejar ese campo vacío en un trayecto tan largo, 14 horas vigilando las maletas para que no cayeran del techo del vagón e hirieran a alguien. Sin embargo, lo que pensé sobre ella coincidía bastante con la primera imagen que tuve delante. Me estaba enseñando sus grifos rotos, sus espacios a media luz, el cuarto de música, la cocina destartalada y la vida por hacer. Todo un mundo abierto a la bohemia, con salpicaduras de sal, con olor a mar bravo y el gris del cielo amenazando constantemente.
A través de mis amigos –que se despidieron con cariño después de dejarme instalado- Elizabeth quedaba en primer plano. Me presentó enseguida a su perro peludo y lío un cigarro delgadito con una habilidad impresionante. Yo seguía queriendo olvidar mis dos maletas mientras ella me preguntaba sobre el viaje.
(Continuará…)
3 comentarios:
Cuando me he tenido que mover con mis maletas casi siempre me pasa que al cabo del tiempo me doy cuenta que la mayoría de lo que vino desde aquel lugar lejano no lo necesito y pronto lo boto y me hago de otras mierdas que cargo hasta llegar al nuevo lugar donde me sigue pasando lo mismo. Será que como leí un día: "... necesito pocas cosas y esas cosas las necesito poco" ☺
LOS CUBANOS,POR RAZONES OBVIAS,TENDEMOS A PADECER UN CIERTO "SINDROME DE DIOGENES" CADA VEZ QUE NOS MOVEMOS DE SITIO!
ELIZABET..........QUIZAS DEMASIADO BOHEMIA LA SITUACION PARA MI GUSTO,NO ES LO QUE UN RECIEN LLAGADO EN BUSCA DE AYUDA Y ESTABILIDAD ECONOMICA NECESITA.ME EQUIVOCO?
UN SALUDO.ROBERTO
lo peor está por venir. En realidad Elizabeth fue grosera conmigo. pero eso lo cuento luego, cuando el tiempo me lo permita. estoy escribiendo estos post en una biblioteca municipal a la hora de almuerzo, solo dos veces a la semana, que es cuando abre al mediodía la institución cultural. ayer no pude escribir nada porque estábamos de inventario en mi trabajo. roberto, un abrazo y espero verte pronto.
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