martes, 29 de diciembre de 2009

El regalo más grande



La memoria

Muchas veces me pregunto qué duele más haber perdido.
Cuando me veo solo en un bar, haciendo tiempo o simplemente hojeando un libro con un café o una copa al lado, hablo conmigo, me ofrezco refugio en un montón de palabras que solo sirven para acompañar.
Eso no es poca cosa.
Con el paso de los años podemos incluso volver al mismo lugar, pero volvemos más grandes, más enriquecidos por el solo hecho de haber acomodado una experiencia y haberle sacado partido. ¡Me sorprende tanto sentir que he estado antes en el bar que visito ahora!
Lo cierto es que no había estado allí ni me había detenido en los alrededores de ese barrio. Supongo que el sentimiento o recuerdo de lo vivido hace que sintamos la nueva situación como si fuera conocida.
Por estas fechas, cuatro años atrás, yo estaba sentado en otro bar donde no había más que cuatro personas, contando a la camarera y contándome a mí. Entonces me sentía el ser más infeliz de la tierra, porque, además de estar el cielo gris y haber frío como ahora, cuando dejaba el bar tenía que encerrarme en un apartamento solitario donde las ráfagas de viento hacían el papel de verdugo, y las horas pasaban con tal lentitud que me sacaban las lágrimas mirando un programa de humor industrial. Lo cual quiere decir que yo miraba ese programa, pero no lo veía. Mi cabeza viajaba por las salas de teatro de La Habana donde fui tan feliz.
En estos días recibo clases de conducción en una autoescuela que, por supuesto, tiene un bar al lado. Este bar es más caliente, en honor a la verdad. Más acogedor y más moderno. Tengo un libro con temática cubana sobre la mesa, un café exquisito servido en taza de diseño, un tiempo a mi favor, un tiempo sin personalidad, ni duro ni blando; simplemente, digamos, un reloj que avanza proponiéndome que no deje enfriar el café; tengo luego un apartamento que me espera con calefacción y lujuria, como si estas dos palabras no viajaran en la misma proporción; y tengo ganas de pensar.
Así que pongo el marcador entre las páginas del libro y me veo en el terreno de la dialéctica, donde las cosas caminan hacia adelante y crecen, sin otra fuerza de empuje que no sea el tiempo. Llevo una mirada optimista y siento que el teatro volverá algún día; volveré a sentir el olor a guardado de los trajes y de la utilería, el olor a polvo húmedo de las salas de La Habana y el olor expansivo de aquella libertad que se respiraba en el tiempo de una puesta en escena.
-¡He perdido el teatro!-me digo como respuesta de lo más grande que dejé en la isla, después de mi familia, claro está.
Pero no lo he perdido del todo. Tengo el recuerdo, la certeza de haber estado durante años cerca de los escenarios donde se decían las verdades escondidas entre ornamentos vacuos. ¡En el teatro todo está dicho!
Termino el café, guardo el libro en mi bolso, pago en la barra y camino hasta un automóvil de instrucción, aparcado en una zona reservada.
Me espera el profesor. Es mi primera clase práctica de automovilismo urbano a mis 44 años.
Nos acomodamos dentro, con los cinturones de seguridad ajustados. Antes de que yo arranque el motor, el maestro me pregunta si he conducido alguna vez. Lo miro alegremente, con brillo en mis ojos, sabiendo de antemano que mi respuesta sería inédita en los días de su vida.
-Sí, un tanque de guerra- aseguré con las manos puestas en posición correcta alrededor del volante.
-Pero…
-Fui tanquista, en el Servicio Militar. Conduje una enorme mole de hierro, un T55 soviético, durante tres años.
Antes de darme la orden de arrancar, el profesor se agarró discretamente de la estructura del coche, y tiró su cuerpo entero hacia atrás, recostando la cabeza en el aditamento previsto para proteger esa zona del cuerpo. La situación parecía una escena de teatro del absurdo, aunque no había una mentira detrás. Más tarde, al regresar de las clases y comprobar que no habíamos derribado la ciudad, invité al instructor a tomar un café en el mismo bar y allí le conté que nuestras vidas, en el Caribe, están llenas de situaciones realmente maravillosas, que el surrealismo allí es pan diario.
¡Y en Cuba más!


Nota: (foto del autor del blog). La imagen corresponde a La casa vieja, puesta en escena de Teatro de Dos sobre un clásico contemporáneo del teatro cubano, del dramaturgo Abelardo Estorino. Con este montaje, Teatro de Dos obtuvo un premio en el Festival Nacional de Camagüey en 1998.


4 comentarios:

Ana Cáceres dijo...

Cada día que te leo es una nueva sorpresa. Felices fiestas!!

Silvita la de la islita dijo...

Yoyi, querido, te leo desde la habitacion de un hotelucho bastante acogedor, en San Jose de Costa Rica, donde me duelo al estar casi segura de haber perdido mucho en los últimos tiempos.
Bueno, hermano, me has sacado una carcajada con tu cuento de la clase, luego de haberme sacado un nostálgico suspiro con tus otros cuentos.
Un abrazo,
silvita.

Rodrigo Kuang dijo...

Miherma, yo no manejé tanque, pero también por esta época y con más de cuarenta es que intento mover un carrito normal sin jamarme un poste de la luz. También extraño al teatro habanero, como aquella época del caballo en el Buendía que también debes tener por ahí en alguna parte, y aunque acá no he dejado de ser teatrero, ya sabes, no es lo mismo.
Feliz año nuevo, asere.

alturas de belen dijo...

Magnifico. Te supero en que aprendi a manejar 11 anos atras pero me lleve algunos postes conmigo.
Saludos y felices clases de conduccion.