lunes, 22 de febrero de 2010

Como Penélope en una estación



A las cuatro de la tarde estaba sentado en la barra del Mudanzas, uno de los bares más antiguos de Barcelona que sirve copas y cafés en la intimidad menos sola, siendo posible, a esa hora, en los predios del viejísimo barrio de La Ribera, hablar con el barman de cosas puntuales.
No había casi nadie. Éramos los primeros, los adelantados clientes que hacíamos sobremesa o simplemente un café vespertino con el fin nada siniestro de conocer a alguien. De lo contrario, como este que escribe, los pasos nos habían llevado hasta ese lugar sin saber con exactitud por qué. ¿Fue acaso porque alguna vez quise cerrar filas en ese lugar amable, bien conservado, donde existe alguna posibilidad, por mínima, de conocer gente?
Miré el reloj y me pareció encontrarlo en el mismo lugar, detenido como si algo grande fuera a suceder entre el arco de las cuatro y las cuatro y cinco. Esa fue la sensación que tuve cuando me vi allí en la barra, en ese mismo lugar al que me llevaron no sé cuándo y tampoco quién. Pero estaba seguro de que alguien me tuvo que llevar porque no soy un descubridor nato.
Media hora antes, estaba firmando en el Registro Civil mi carta de libertad. No existen otras palabras más que esas. Carta de Libertad. Como la que obtuvieron los esclavos en la isla de Cuba incluso antes de que se la otorgaran a sus semejantes en los Estados Unidos. ¿Pero qué haría yo a estas alturas?
Sobre todo cómo afrontar un nuevo estatus y un nuevo nacimiento, en otro lugar y sin embargo en el mismo. Ha sido tan largo el camino –casi diez años desde que dejé mi ciudad de origen- que a uno se le quitan las ganas de celebrar una Carta de Libertad tan demorada, como un tren que no llega, que se avisa y se desconvoca, como ese convoy que trae buenas nuevas y aún no ha salido de su comienzo.
Me habían preguntado media hora antes si renunciaba a mi nacionalidad anterior. Dije que no automáticamente, sin conocer las consecuencias. Una cosa es el Estado y otra la Nación.
-Renuncio al Estado anterior- pronuncié en voz alta estas palabras y la funcionaria me miró como se mira a un loco.
Había sido un trámite demasiado simple y rápido para mi gusto, un trámite similar al de pagar un recibo de la luz en un banco. Yo acodado en un mostrador, de pie, y ella, la funcionaria, sentada y escamoteada detrás de la pantalla de un ordenador. El público escuchando, escuchando los nombres y apellidos de mis padres y mis abuelos, atento –aunque con disimulo- a mi vida. ¿Acaso se preocuparon por mi vida cuando me encontraba en la encrucijada de no tener Estado que me representara, una odisea callada que duró hasta ahora?
La pregunta de si juraba o me comprometía ante la constitución española, el rey y la patria -¿qué patria, pensé?- tenía que ver con ser o no ser católico. Todo en voz alta, rellenando un modelito de los tantos que tiene en juego la administración del Estado.
-Soy agnóstico…
La funcionaria volvió a levantar la vista para encontrarse con algo en mis ojos que le indicara si continuaba o si me enviaba al infierno.
-Dígame: ¿jura o promete?-volvió a preguntar.
-Supongo que lo segundo-pero esta vez bajé la tensión con una sonrisa.
Me preguntaron si mis padres estaban casados cuando nací, si me acordaba de la fecha de su boda en tal caso.
-Estaban casados. Tengo el álbum de bodas conmigo. Pero no me acuerdo de la fecha. Fue en verano…
La funcionaria rectificó en voz alta los datos obtenidos. Se encasquilló con el nombre de mi abuela materna que se llama Domitila…Hasta que lo consiguió. Estaba clarísimo. Me preguntaron si quería mantener mi nombre de pila o cambiarlo por otro nuevo. Me acordé de mi padre que debía estar escuchando todo desde un lugar tranquilo y, por fin, en paz. El Viejo, mi querido viejo, me aconsejaría que no hiciera caso de los detalles del trámite y sintiera la esencia como un reconocimiento a mi trayectoria, limpia y digna, porque la dignidad es, recordaría, la mejor compañía que uno pueda tener.
Me sorprendieron todas estas preguntas. El cuestionario era como un test de agilidad mental. La funcionaria podía haberme ayudado un poco pero no lo hizo. El resultado fue que me quedé con mi nombre de siempre, con doble nacionalidad –me importa un carajo el Estado- y una promesa al rey; a un rey decorativo que garantiza el buen funcionamiento del Estado español.
Según los trámites burocráticos para la obtención de la nacionalidad española, he vuelto a nacer.
¿Dónde?
Esa es otra cuestión que me hace gracia.
En una oficina de un registro civil de Catalunya, un país dentro de otro, y así hasta el infinito.
Tengo que pensar que he obtenido algunas cortesías por venir de un país que en su día fue una colonia española.

En la barra del bar todo es igual que antes. El barman es una máquina y tiene ganas de conversar. Todavía no sé exactamente quién me llevó allí por primera vez. No tengo claro, incluso, si volví simbólicamente ese día porque el bar se llama Mudanzas. Decido contarle mi vida a ese hombre joven que se mueve por todo el salón como si le hubieran inyectado cafeína directamente en las venas. Le narro mi vida por capítulos, entre viajes a las mesas, como Penélope que espera pacientemente porque su razón de ser está en la espera.
Penélope está entre vías.
Yo me veo así, ganando por etapas, esperando, como el mejor de los pacientes, esperando a que el reloj avance y mi mujer salga del trabajo.

Foto: Eduardo Fernández Zamora

4 comentarios:

mharía vázquez benarroch dijo...

no se si felicitarte o llorar, es tan difícil eso de dejar la patria aunque sea en papel...claro, ahora eres un hombre "libre" que puede viajar bajo la protección de un estado democrático. entonces será que te abrazo y te felicito amigo querido, tener papeles vale un mundo.
abrazos.
mh

Jorge Ignacio dijo...

Querida Mharía: lo que deseo es que me felicites, sin lugar a dudas. Aunque dicen que la verdadera libertad la llevamos por dentro, causa mucha angustia permanecer en un limbo legal como el que viví y no se lo deseo ni a mi peor enemigo.
Sí, este pasaporte proveniente de un Estado de Derecho me dará mucha más libertad que el cubano, ya que con este último solo se consigue volver a nuestro país si ellos lo estiman conveniente y además estamos obligados, aun viviendo fuera, a pagar pesadas cuotas por la actualización de ese librito cada dos años. ¡90 euros cada dos años! y ¡180 si hay que hacerlo nuevo! un robo a mano armada.
El pasaporte español no pada de 20 euros y dura diez años.
Además, en lo particular, ya yo rompí con los deseos de volver a Cuba -muy a pesar de que aún mi madre está allí y también queridos amigos-, de manera que seguía el vínculo con el consulado castrista muy a pesar mío. Ahora ya no. Ahora ya puedo volar, y si los del gobierno cubano leen esto y les molesta por algo será.
Pero, tienes razón, la Patria la llevo en el corazón y seguiré pensando en mi país y mis amigos cuando utilice el nuevo pasaporte.
Todos deberíamos ser ciudadanos del mundo.
Un caso real, ocurrido la semana pasada a una amiga cubana que viajaba con pasaporte cubano desde Barcelona hacia los EEUU:
aquí en el aeropuerto la cachearon de arriba a abajo y la escoltaron hasta la puerta del avión. Encima de toda nuestra desgracia nacional, ahora Cuba está incluida en la lista de países peligrosos por posibles terroristas.
Creo que este detalle -al margen de la paranoia norteamericana- se lo debemos a "nuestro querido comandante".
¡Llévatelo, viento de agua!
Un fuerte abrazo, Mharía. te admiro y respeto desde la distancia.

Tania dijo...

Así es, querido Yoyi, uno no sabe si reír o si llorar;aunque en mi caso, después de un trámite igual de frío e impersonal escenificado a principios de este año, no pude evitar llorar.De todos modos, te felicito, porque sé lo que te ha costado llegar hasta aquí y porque sé que a partir de ahora todo será infinitamente mejor. Un abrazo ( y házme caso, coño).

Kerala dijo...

JI otro escalón saldado, me ha dado gusto visualizar tu ascenso en la escalera. Me conmovió la mención de tu padre, en paz y la referencia a tu mamá, allá donde lo único que me duele es la familia, yo he podido verla envejecida, desmembrada, convertida en algo diferente al nicho que me inventé.