
Una vez más he vuelto a La Habana en situación extrema. Parece ser que mis reencuentros con la ciudad donde nací están relacionados con el dolor. Hace dos años me despedí de aquellos cielos azules y de aquellas tormentas tropicales porque pensé –y deseé en contra de mi voluntad- no volver en mucho tiempo. Pero hay situaciones ineludibles capaces de cambiar una decisión e, incluso, capaces de precipitar un vuelo en tiempo récord.
Estoy de vuelta a Barcelona sin grandes percances aunque física y sentimentalmente hecho un trapo ajado, en el sentido más literal de la expresión. Todavía no he logrado quitarme de adentro el susto de pasar la frontera después de que a un cubano con quien me he manifestado frente a las puertas del consulado en Barcelona fuera expulsado y devuelto a España en el mismo avión en el que viajó. Todavía no tengo claro si la exclusión de Urbano González fue o no un hecho casuístico. Lo cierto es que, antes de comprar mi billete, por si acaso, me presenté en la oficina de la vicecónsul de aquí para que me asegurara que no me iban a deportar. Ella me dijo que yo no debía tener problemas al contar con una habilitación del pasaporte, pero todos sabemos que esto no es garantía absoluta.
A Urbano lo regresaron con el pasaporte habilitado.
Volé entonces con la posibilidad de que me devolvieran, con ese miedo metido dentro durante las casi diez horas de trayecto. No me importaba tanto perder el dinero como sentir en carne propia, igual que sintió Urbano, la humillación, el desprecio y el maltrato. Había algo sumamente fuerte que me hizo sentarme en un avión y aterrizar en ese lugar tan querido como detestado. Es una enfermedad grave de un ser querido lo único capaz de remover decisiones firmes, porque hace dos años, cundo fui a exhumar los restos de mi padre, juré incluso en voz alta que no volvería.
El choque con aquella realidad ha sido brutal. La depauperación general del país, incluyendo a las personas, ha sido más fuerte que un plomo de imprenta grabado para siempre en cualquier superficie. Será difícil de olvidar en los días de mi vida desde este otro lado del mundo en el que, dicen, hay crisis económica.
Acabo de ver La Habana en unos niveles de inmundicia muy preocupantes, hundida en una ola de calor húmedo tan desesperante como el mismo hecho de no tener qué comer ni cómo trasportarse. Continúan los carros viejos tirando en línea de un lado a otro y llevando a la gente por unos precios que igualan o sobrepasan en no pocos casos el salario medio de la población. En próximos días iré entregando mis impresiones del viaje –dos semanas allí, sin más ni menos-, y adelanto ya que no fui capaz de subirme a ese animal feroz llamado guagua aunque rebautizado desde hace pocos años como P1, P2, P3 y P4.
Dejo esta foto del amanecer del primer día, desvelado y extraño como estaba a las cinco de la mañana en el balcón donde también se desveló mi padre muchas veces. Pero esta imagen idílica del sky line habanero es un embrujo, un espejismo de esa desidia irreparable que es en lo que realmente se ha convertido la capital cubana: La cuidad más cara del mundo.
Gracias.
Estoy de vuelta a Barcelona sin grandes percances aunque física y sentimentalmente hecho un trapo ajado, en el sentido más literal de la expresión. Todavía no he logrado quitarme de adentro el susto de pasar la frontera después de que a un cubano con quien me he manifestado frente a las puertas del consulado en Barcelona fuera expulsado y devuelto a España en el mismo avión en el que viajó. Todavía no tengo claro si la exclusión de Urbano González fue o no un hecho casuístico. Lo cierto es que, antes de comprar mi billete, por si acaso, me presenté en la oficina de la vicecónsul de aquí para que me asegurara que no me iban a deportar. Ella me dijo que yo no debía tener problemas al contar con una habilitación del pasaporte, pero todos sabemos que esto no es garantía absoluta.
A Urbano lo regresaron con el pasaporte habilitado.
Volé entonces con la posibilidad de que me devolvieran, con ese miedo metido dentro durante las casi diez horas de trayecto. No me importaba tanto perder el dinero como sentir en carne propia, igual que sintió Urbano, la humillación, el desprecio y el maltrato. Había algo sumamente fuerte que me hizo sentarme en un avión y aterrizar en ese lugar tan querido como detestado. Es una enfermedad grave de un ser querido lo único capaz de remover decisiones firmes, porque hace dos años, cundo fui a exhumar los restos de mi padre, juré incluso en voz alta que no volvería.
El choque con aquella realidad ha sido brutal. La depauperación general del país, incluyendo a las personas, ha sido más fuerte que un plomo de imprenta grabado para siempre en cualquier superficie. Será difícil de olvidar en los días de mi vida desde este otro lado del mundo en el que, dicen, hay crisis económica.
Acabo de ver La Habana en unos niveles de inmundicia muy preocupantes, hundida en una ola de calor húmedo tan desesperante como el mismo hecho de no tener qué comer ni cómo trasportarse. Continúan los carros viejos tirando en línea de un lado a otro y llevando a la gente por unos precios que igualan o sobrepasan en no pocos casos el salario medio de la población. En próximos días iré entregando mis impresiones del viaje –dos semanas allí, sin más ni menos-, y adelanto ya que no fui capaz de subirme a ese animal feroz llamado guagua aunque rebautizado desde hace pocos años como P1, P2, P3 y P4.
Dejo esta foto del amanecer del primer día, desvelado y extraño como estaba a las cinco de la mañana en el balcón donde también se desveló mi padre muchas veces. Pero esta imagen idílica del sky line habanero es un embrujo, un espejismo de esa desidia irreparable que es en lo que realmente se ha convertido la capital cubana: La cuidad más cara del mundo.
Gracias.