La entrega de llaves de la última casa de Barcelona
ocurrió una mañana casi otoñal, diáfana y tranquila, con los chiquillos del
barrio metidos en las escuelas. Había convocado a un amigo cubano del mundo del
teatro para que se llevara todo cuanto viera posible, con tan mala suerte que
el dueño del piso llegó adelantado y tuvimos que apurar los trámites.
Mi amigo metió en un carrito de ir a comprar un
micro-ondas casi nuevo y todos los artilugios de cocina que pudo. Quedó claro
que su hobbie o sostén mental es el arte culinario. Estuvo agradecido, a pesar
de que le comprometí un porta sombreros de madera de metro ochenta que me había comprado en IKEA nada más llegar
a Barcelona, y lo exhibí en la sala de múltiples viviendas a lo largo de once
años. Si bien el dueño de la casa miró con ojos jugosos mi aspirador Philips,
mi equipo de música Aiwa y mi cafetera Nesspreso, sabiéndose beneficiario, el
porta sombreros era algo que no debía quedarse ahí por muchas razones de fuerza
mayor. Además, consolé a mi amigo con la idea de que la pieza era perfecta para
alguna de sus puestas en escena.
Así que el mundo de los electrodomésticos -¡ay, qué
gremio más corrupto!- formaba parte del pasado a partir de ese momento. Mis
maletas por primera vez eran absolutamente sencillas en relación con la
cantidad de objetos acumulados en el capitalismo mediterráneo, adonde me tocó
ir a parar cuando salí de Cuba. El Síndrome de Diógenes estuvo curado una vez
que nacieron mis mellizos y comprendí que mi vida iba a ser una eterna
paquetera, pero de cosas de ellos. En Europa no existe más espacio, como no sea
hacia arriba. Tal vez por eso –entre otras asfixias- me fui.
Para ir al aeropuerto ideé un plan bastante realista. No
cabíamos todos –mi mujer, los niños y las maletas- en el coche de mi suegro, o
tal vez sí, pero apretados. Así que llamé un taxi de recogida una vez que los
dejé instalados en el automóvil. El camino al Prat de Llobregat se me hizo
largo porque había retenciones en la Ronda Litoral. Hubo tiempo para hablar con
el taxista, quien resultó ser un cordobés de pura cepa que se buscaba la vida al volante desde hacía lo menos veinte años, según me dijo. Esto quiere
decir que era un inmigrante y era perfecto para hacer equipo. Yo me iba
definitivamente a Miami con una familia creada en Barcelona, pero nada más.
No me parece poco, por supuesto. El caso es que el
taxista me confesó sentirse fuera de lugar después de tanto tiempo.
-Los hijos, nacidos aquí, de andaluces son los más
radicales- comentó mirándome por el retrovisor.
Cualquiera en esa ciudad tiene uno cerca. Yo tenía a mi
suegro. Radical hasta la médula.
Pero yo entregaba todo aquello a otros que pudieran
arribar llenos de ilusiones, como me sucedió al pisar por primera vez esa
ciudad, una de las más atractivas del planeta según los datos anuales de
turismo.
La carrera costó unos cuarenta euros que pagué con gusto,
asegurándome con el taxista que yo no era una rara avis.
Al buscar la billetera en el bolso de mano, clavé la vista en una pluma Montblanc que me regaló la abuela de mi mujer en un
cumpleaños.
¡En mi puñetera vida, quién me iba a decir que yo iba a
tener una Montblanc!
(Continuará…)
1 comentario:
Ah, empieza la crónica de El Gran Salto!
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