Estimado implacable:
Hoy, de regreso a casa, perdí el tren que tomo cada día porque no nos cuadraba la caja en la tienda, y tuve que quedarme un rato más. El siguiente convoy venía del aeropuerto, atestado de gente cuyas valijas mostraban las etiquetas de las líneas aéreas. Llevaban todos caras de cansancio, aunque intentaban retomar el aliento, con sus respectivos idiomas, hablando en tono familiar. Había muchos niños contentos y exhaustos a la vez. Supuse que todos aquellos viajeros venían a pasar el fin de año a esta ciudad.
Nadie reparó en mí.
En estos últimos tiempos en que he bajado de peso considerablemente y se me hunden los ojos en cavernas color malva, encuentro más miradas cotidianas que antes. Debe ser que llevo un aire nuevo de conjunto, con el pelo alborotado levantándose en puntas silvestres que buscan el sur; digamos que el sur de mi garganta.
Pero nadie se fijó en este que vuelca sus palabras a altas horas de la noche, cuando el polvo de la tienda donde trabajo duerme las huellas de los cientos de clientes que pasan por debajo de un único techo.
Solamente es posible la indiferencia, o la ignorancia de mis cabellos, en un grupo de seres que han cruzado un océano. Atontados por el viaje y deseosos del reencuentro con sus seres queridos. Yo estaba fuera de serie.
Si no hubiera perdido el tren rutinario, entonces no estaría aquí dejando por sentado que percibí tu arrogancia, inefable cronómetro que logras hacer coincidir hasta las palabras más dispersas del planeta.
Me llevaste hasta la noche lluviosa en que llegué con una maleta pequeña, en aquel septiembre remoto en que todavía me hubiera ahorrado un vocablo diciendo maletica.
Ahora veo que este procesador de texto subraya el término maletica.
No lo conoce; está claro quiénes entramos o no en los sistemas.
En todo este período boscoso y turbulento que me has ofrecido –no escribo otorgado porque supongo que no te debo nada-, te he sentido de dos maneras: dilatado y puntilloso.
Me permitiste regresar a casa de visita, ir a París y a Roma, conocer lo que un satírico amigo llamaría mis potencialidades ocultas; disfrutar de la ingravidez y de tus manecillas a contrapelo. Has hurgado, apreciado rival, en mi estado de salud física y mental. Me has colocado en mi sitio aquel lejano 31 de diciembre del 2005 cuando dejé de fumar.
Te confieso que la mayoría de las veces no pienso en ti. Ni te siento. Solo percibo un sinfín de acciones sociales que te pertenecen a un 50 por ciento. El otro 50 se le debe al espacio físico con el que luchas constantemente.
¡Qué diferente era el tren del aeropuerto de hoy con respecto al que pasó hace seis años!
Seis años atrás no llevaban pantallas LCD incorporadas en el fuselaje, por solo citar un ejemplo.
Me hiciste recordar a mi padre, a mi país, a la vergüenza de que un dictador como Fidel Castro exprese a sus 80 y pico de años que le cede el paso a la juventud; me llevaste a los días de la inocencia, de la verborrea continua, copiosa; de la desvergüenza con que vine pensando en que el mundo era un roce de cabellos y un golpe de ojos. Me llevaste a repasar una hilera de rostros inconexos que he tenido delante desde que abrí los párpados, desde que me tomaste de la mano. Sé perfectamente que hoy fue un tren y que mañana será –¡ojalá que no!- una cafetería desierta la que me obligue a escribirte.
Te deseo buena suerte en la vida.
Jorge
Hoy, de regreso a casa, perdí el tren que tomo cada día porque no nos cuadraba la caja en la tienda, y tuve que quedarme un rato más. El siguiente convoy venía del aeropuerto, atestado de gente cuyas valijas mostraban las etiquetas de las líneas aéreas. Llevaban todos caras de cansancio, aunque intentaban retomar el aliento, con sus respectivos idiomas, hablando en tono familiar. Había muchos niños contentos y exhaustos a la vez. Supuse que todos aquellos viajeros venían a pasar el fin de año a esta ciudad.
Nadie reparó en mí.
En estos últimos tiempos en que he bajado de peso considerablemente y se me hunden los ojos en cavernas color malva, encuentro más miradas cotidianas que antes. Debe ser que llevo un aire nuevo de conjunto, con el pelo alborotado levantándose en puntas silvestres que buscan el sur; digamos que el sur de mi garganta.
Pero nadie se fijó en este que vuelca sus palabras a altas horas de la noche, cuando el polvo de la tienda donde trabajo duerme las huellas de los cientos de clientes que pasan por debajo de un único techo.
Solamente es posible la indiferencia, o la ignorancia de mis cabellos, en un grupo de seres que han cruzado un océano. Atontados por el viaje y deseosos del reencuentro con sus seres queridos. Yo estaba fuera de serie.
Si no hubiera perdido el tren rutinario, entonces no estaría aquí dejando por sentado que percibí tu arrogancia, inefable cronómetro que logras hacer coincidir hasta las palabras más dispersas del planeta.
Me llevaste hasta la noche lluviosa en que llegué con una maleta pequeña, en aquel septiembre remoto en que todavía me hubiera ahorrado un vocablo diciendo maletica.
Ahora veo que este procesador de texto subraya el término maletica.
No lo conoce; está claro quiénes entramos o no en los sistemas.
En todo este período boscoso y turbulento que me has ofrecido –no escribo otorgado porque supongo que no te debo nada-, te he sentido de dos maneras: dilatado y puntilloso.
Me permitiste regresar a casa de visita, ir a París y a Roma, conocer lo que un satírico amigo llamaría mis potencialidades ocultas; disfrutar de la ingravidez y de tus manecillas a contrapelo. Has hurgado, apreciado rival, en mi estado de salud física y mental. Me has colocado en mi sitio aquel lejano 31 de diciembre del 2005 cuando dejé de fumar.
Te confieso que la mayoría de las veces no pienso en ti. Ni te siento. Solo percibo un sinfín de acciones sociales que te pertenecen a un 50 por ciento. El otro 50 se le debe al espacio físico con el que luchas constantemente.
¡Qué diferente era el tren del aeropuerto de hoy con respecto al que pasó hace seis años!
Seis años atrás no llevaban pantallas LCD incorporadas en el fuselaje, por solo citar un ejemplo.
Me hiciste recordar a mi padre, a mi país, a la vergüenza de que un dictador como Fidel Castro exprese a sus 80 y pico de años que le cede el paso a la juventud; me llevaste a los días de la inocencia, de la verborrea continua, copiosa; de la desvergüenza con que vine pensando en que el mundo era un roce de cabellos y un golpe de ojos. Me llevaste a repasar una hilera de rostros inconexos que he tenido delante desde que abrí los párpados, desde que me tomaste de la mano. Sé perfectamente que hoy fue un tren y que mañana será –¡ojalá que no!- una cafetería desierta la que me obligue a escribirte.
Te deseo buena suerte en la vida.
Jorge
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