miércoles, 18 de febrero de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (I)



Por aquella época me daba igual emigrar hacia Miami que hacia Huelva. La palabra emigrar suponía un ejercicio de voluntad mucho más pesado teniendo en cuenta que ya la conocía, que la había vivido cuando dejé mi país. Era una voz contraria a mi naturaleza. Soy un hombre con tendencia a acomodarse en un sitio equis que muchas veces está producido por accidente, o por el correr de la vida. En Barcelona había establecido un paralelismo con La Habana muy a pesar de las diferencias urbanísticas que hay; y también de las distancias en la calidad del mar y en el comportamiento social.
Recuerdo que, por aquellas mismas fechas, Manuel Pereira, un antiguo profesor de la Facultad de Periodismo, entregaba para la publicación digital Encuentro en la Red una serie de crónicas forzadas con el fin de demostrar que ambas ciudades tienen más de una línea de conexión. Él había dejado Barcelona y escribía desde alguna localidad de Extremadura. En ciertos aspectos de sus memorias había una parte mía reflejada, como si el maestro me tomara el pulso desde lejos y me estuviera sugiriendo una ruptura, porque, verdaderamente, yo estiraba los días por capricho. Mi vida era un mar de inestabilidad laboral. Hacía algunos años que trabajaba sin contrato en el sector geriátrico, como me gustaba decir a la gente para salir del paso. Sí tenía ingresos fijos cada mes, pero no constaba en ningún registro de este país. Era como si el geriatra y éste que escribe fuéramos dos personas distintas que se unían por la noche en un ático pequeñito del centro, un piso dotado de unas vistas del Mediterráneo espectaculares que quedarían grabadas para siempre en todos y cada uno de los discursos de mi vida.
Cuando nos reuníamos el cuidador de ancianos y el contemplador de paisajes, afloraba un sentimiento de grandeza empequeñecido por la certeza de que el tiempo se me echaba encima. También ese trabajo llegó a mi vida por accidente, no porque lo buscara. Es un oficio muy vocacional, displicente y traidor. Si por las mañanas me levantaba y me duchaba con optimismo, con música puesta siempre, por las noches estaba enjaulado en un desvanecimiento que solo se aliviaba con un trago de ron. En el punto en que me encontraba, ya había hallado la respuesta del cansancio crónico de cada noche, y era, según me explicó un cubano en un bar de copas, el robo de energías positivas que sin querer realizan los ancianos. Me había cansado de probar suerte con el sexo a mansalva, con esas entregas rústicas realizadas instintivamente, creyendo que el contacto físico con otra persona borda ese paisaje estático que está a lo lejos, que lo refuerza con puntadas sostenibles.
Era una etapa de aprendizaje en la que viajaba con mucha frecuencia hacia mi interior. Nunca me había visto así con tanto poder de mandos sobre mí mismo; más que eso, con tanta obligatoriedad de la maniobra en cada acción, sin que alguien me guiara espontáneamente con cariño, excepto el manual de instrucciones que, a su manera, regalaba el profesor Pereira. Yo sabía que el contacto físico era vital para acompañar una copa de ron, para apaciguar los resultados del alcohol, pero no me daba cuenta de que esos contactos no debían ser prematuros bajo ningún concepto. No podían ser sostenibles por el mero hecho de compartir el ventanal de aquel ático.
No sé por qué extraña razón –y me gustaría asegurarme algún día de que la suerte está echada desde el principio- se había cerrado el paso de mis engranajes sociales en las dos direcciones posibles: en la del mantenimiento de las amistades, y en la dirección del hallazgo de otras nuevas. Por una parte, supongo que mi trabajo no me ofrecía posibilidades de conocer a casi nadie. Mis horas transcurrían la mayor parte del tiempo sentado en un parque, en esas cuadrículas urgentes de sol en las que los ancianos encuentran nuevos amigos de su edad y también, simultáneamente, marcan su territorio con las revistas contadas, llenas de gloria pero más todavía de penas.
Mi principal círculo de referencia eran, pues, los últimos reductos de veteranos de la guerra civil española, combatientes de ambos bandos unidos a la vuelta del tiempo por el astro rey, esa fuente de calor que lo ve todo y deja hacer. Mientras yo creía que era importante escuchar sus historias, observar sus maneras de relacionarse para comprender este país y su historia, la tristeza me iba corroyendo por dentro lentamente. Fueron años dedicados sin saber por qué a las plazas, a los parques, a los árboles, al sol y a los transportes sanitarios, dedicados a pensar en la vejez en uno de los nudos de mi vida que comenzó siendo una circunstancia.

(Continuará…)

6 comentarios:

Puchungurria dijo...

hace poco me propusieron trabajar en el sector geriatrico y sabes que no acepte, ni a contemplar el buenisimo sueldo que pagan aca por eso. Siempre he trabajado con ninos, mayuscula diferencia, eh. Los ninos tienen mucha energia de sobra, entonces si se logra trabajar bien con ellos puedes impregnarte de esa energia, si los trabajas mal, ellos acaban con tus energias jajaja,
saludos y como siempre gracias por escribir tan bien, es una delicia leer tus capitulos.
puchun.

Jorge Ignacio dijo...

saludos, puchun, algún día si quieres escríbeme al mail. el trabajo con los viejitos fue una etapa muy larga y muy dura. te deseo lo mejor y abrígate!

Anónimo dijo...

Se nota que en esa etapa estabas bajo los primeros efectos de la soledad inicial,la desorientacion existencial y la frustracion profesional que da inicio al largo camino del desarraigo.Por esa etapa pasamos todos y solo nuestra capacidad de resistencia y reaccion emocional la hara mas o menos penosa.Lo bueno es que siempre se aprende mucho y sobretodo a sobrevivir,per sin duda esas primeras seamanas del emigrado nos marcaran para siempre.....Y DESPUES?
Un saludo:ROBERTO

Anónimo dijo...

Se nota que en esa etapa estabas bajo los primeros efectos de la soledad inicial,la desorientacion existencial y la frustracion profesional que da inicio al largo camino del desarraigo.Por esa etapa pasamos todos y solo nuestra capacidad de resistencia y reaccion emocional la hara mas o menos penosa.Lo bueno es que siempre se aprende mucho y sobretodo a sobrevivir,per sin duda esas primeras seamanas del emigrado nos marcaran para siempre.....Y DESPUES?
Un saludo:ROBERTO

Jorge Ignacio dijo...

Roberto: escríbeme al mail que aparece en esta página. me gustaría presentarte a mi hermano que vive en Madrid y se llama igual que tú. un saludo

El camino perdido dijo...

Has hecho de tu experiencia vital una obra de arte. Qué bello es poder leer tu vida, contada de tan magnífica manera.

Saludos, y ánimo para seguir con esta ventana (seguiré leyendo el resto)