lunes, 23 de febrero de 2009

El Iberia Exress: mi trama asturiana (II)



Mientras yo escribía en Barcelona una especie de diario sin guión previo- un desahogo intuitivo, curador- un compañero del colegio redactaba en La Habana un furibundo ensayo sobre el capitalismo de estado norteamericano.
Nada que ver un contenido con el otro. Sin embargo, rayar el papel, manosear el teclado suponía para ambos un recurso de expresión necesario. Él no se acordaría de mí, como me sucedía inconscientemente desde la distancia. La memoria es selectiva, muy suya, rastreadora. Desde que me independicé a la fuerza y marché de mi casa, primero para vivir en becas y cuarteles militares en un batallón de tanquistas, y luego en los muchos campamentos de la agricultura que visitaba en mis vacaciones universitarias, la imagen de Alejandro paseaba sin permiso por mi mente. Seguía siendo un niño blanco como el papel, con el pelo negro de chinos, erizado igual que un cepillo para fregar la ropa; era tranquilo y educado, de pocas palabras. Estuvimos juntos cinco años por obra y gracia del destino, todo lo que duró la primaria, en la misma aula y en las mismas carpas del campamento Volodia, en el Parque Lenin. Pero no lo recuerdo en ningún juego, lo que sería lo más usual. Lo recuerdo sentado en su silla individual con paleta, buscándole el grafito a un lápiz con un sacapuntas monísimo que yo deseaba. El aspecto de Alejandro era pulcro y bastante corriente, quiero decir, el modo de caminar y toda su indumentaria era intrascendente, excepto el sacapuntas.
Ese utensilio escolar no lo vendían en ninguna de las tiendas del país, de manera que alguien debió regalárselo, traérselo en avión. Era una pelota de fútbol que se abría en dos, a la mitad, para vaciar el desperdicio. La mayoría de los niños de la clase utilizábamos una cuchilla de afeitar o un bisturí para sacarle la punta a los lápices. Lo más posible sería que las cuchillas o los bisturís los administraran los profesores o nuestros padres para evitar cortes en las manos, aunque eso sería en los primeros años, porque recuerdo haber llevado luego un bisturí en el estuche de mis lápices. Un bisturí pequeño envuelto en un cartón que hacía de funda.
Con el tiempo supe que el séquito que cuidaba la vida de Alejandro se ocupaba también de su imagen social, de sus efectos para uso personal que debían ser austeros, o poco llamativos. También comprendí con el paso del tiempo por qué mi escuela nunca iba a Tarará, el campamento escolar más añorado por todos los niños de Cuba, el más masivo. Era simplemente por seguridad. En mi escuela no solo estudiaba Alejandro, que era, o es, el hijo de Raúl Castro, a la sazón el segundo hombre más importante del gobierno, sino, además, estaba matriculado un hijo de Almeida, el entonces tercer hombre de la revolución, y figuraban en las listas ocho o diez retoños de ministros y viceministros y altos dirigentes del Comité Central del Partido Comunista.
Se podría pensar que sobrábamos los niños cuyos padres eran seres anónimos, pero la verdad es que estábamos allí porque era el colegio de nuestra zona, el de nuestra circunscripción. Y hacíamos bien en estar allí, porque con los otros solos no se llena una plantilla escolar. Se habrían aburrido.
Nosotros la pasamos bastante bien, como todos los niños del mundo matriculados en edad escolar que tienen un mínimo de condiciones materiales y de seguridad. Nuestra seguridad, dentro del plantel, era máxima. Había siempre un señor con una camisa a rayas sentado en un muro de la entrada. Ese señor era un guardia de vigilancia que se encargaba de proteger a Alejandro. Llevaba pistola escondida debajo de la camisa.
Debo suponer que nosotros también estábamos protegidos por extensión. Ese hombre participaba en nuestras fiestas extraescolares. Siempre era el mismo, siempre lo fue durante cinco años al menos. Era como una nana con imagen de hombre, triste y sombrío. Era permanente en el muro de abajo. Conducía un coche rojo cuya marca no recuerdo ahora, un coche pequeño.
Mis recuerdos de la primaria están exentos de anécdotas de Tarará. No hubo Tarará en mi vida, y, por ende, no existen en mis memorias los famosos yogures que allí se servían en cantidades industriales.
Como ahora hacen cuatro años del momento en que decidí dejar Barcelona, Alejandro y yo debíamos tener entonces unos 39, y su recuerdo seguía visitándome como una esfinge central, cada vez que me remontaba a mi infancia, a mis días de niño. Era él específicamente el que se me aparecía, pero no porque yo recuerde demasiado bien sus actitudes, ni siquiera algún juego cercano. Alejandro había quedado para siempre a través de un sacapuntas, un juguete, que para mí era, cuya salida del estuche de mi compañero me provocó un dolor de cabeza largo e histórico.

(Continuará…)

8 comentarios:

Puchungurria dijo...

Mi trauma estuvo asociado con una mochila roja.
Saludos y nos vemos en el proximo capitulo.

Anónimo dijo...

Yo me desgarraba las entrañas por no tener un juego de Plumones de colores de los que exibian a finales de los 70 muchos de mis compañeros "hijos de alguien pincho" en la Vocacional Che Guevara.
Creo que todos ,a nuestra forma ,vivimos los pequeños privilegios que nos separaban de "los hijos de......"
Un saludo ROBERTO.(te he escrito a tu mail privado)

Chantal Plata dijo...

...esperando la próxima entrega.
Saludos.

Anónimo dijo...

Lo que quisiera leer es lo que te sucedió en ASturias, que provocó que viraras decepcionado a Bercelona.
Esta disgreción no tiene que ver con la historia de ASturias, y realmente
no aporta a la trama central.
Por otra parte, tu le envidiabas un sacapuntas a Alejandro, y ¿cómo es la cosa aquí en España, actualmente?
En América Latina, los niños envidian poder tener un bocado que llevarse a la boca.
O sea, me perdonas pero esta disgreción no tiene fuerza literaria, dramática ni social.
Saludos
Pedro

Jorge Ignacio dijo...

Pedro: si tienes paciencia, leerás lo que pasó en Asturias. todo a su debido tiempo. Es cierto que esta digresión está un poco forzada, pero lo hice con toda intención, para aprovechar la noticia de que Alejandro ha publicado un libro. Hasta ahora, no se sabía nada de ese "niño". lo han mantenido a la sombra, y la maquinaria de poder, los Castro, están sacando a la luz a sus familiares más jóvenes para dar continuidad a una dinastía. Por eso mis memorias de Alejandro, compañero de estudios. También me digregué para fastidiarte un poco.
Por cierto, yo no he dicho que los niños de América latina no tengan material escolar, he dicho que los cubanos de mi generación, y los de ahora, nunca lo tuvimos.
No trates de desviar la atención con ese discurso obsoleto.
Por alguna razón me fui de Cuba, entre otras cosas, para que mis hijos tengan un sacapuntas comprado con el dinero de sus padres trabajadores.
Un saludo y mantén la calma.

Puchungurria dijo...

jajajja, vine a leer el capitulo siguiente pero creo que tengo que mantener la calma y regresar mas tarde.
saludos carinosos de la puchun.

Jorge Ignacio dijo...

saludos, puchun. lo siento, espero escribir la próxima entrega lo antes posible. un abrazo y cuídate.

Anónimo dijo...

Jorge Ignacio es un placer encontrar tus textos y ya veo que tienes a Puchi por aqui. (Otra que salio de esa universidad como periodista...)