martes, 3 de marzo de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (III)



Su nombre era como un apellido, como un apellido sonoro y clásico, con cierta fonética femenina, pero esto último era, sin lugar a dudas , más una labor del campo referencial en el que nos movíamos de niños. Podría llamarse Alicia y sin embargo se llamaba Alonso.
No era grácil ni poseía una nariz grande. Era un redondo y corpulento ser que, al igual que Alejandro, gozaba de los pequeños privilegios de la vida ministerial, las pequeñas dispensas que ofrecía el pertenecer a la más elevada nomenclatura del cuadro de mandos del país. Era juguetón, travieso como cualquier niño. Su comportamiento era, no obstante, educado y abstraído, pues sus descargas canallescas, propias de su edad, se veían obligadas a menguar en público, una especie de censura ordenada desde arriba porque al fin y al cabo vivíamos en el socialismo utópico donde había que cuidar la imagen.
Alonso y yo éramos vecinos; no solo de pupitres, sino también de calle.
Cuando uno emigra y pasa el tiempo y uno se ve obligado a reconocer la distancia física y emocional con aquellas cosas ordinarias de la vida, reflexiona y busca sin querer las referencias de antaño. Es como si una voz interior te hablara de tu pasado, de tu infancia, y ahí es cuando comienza un autoanálisis de nuestra personalidad. Encontramos muchas respuestas que antes no pasaban por la cabeza ni siquiera teníamos la necesidad de buscar. Éramos como éramos y eso bastaba para aceptarnos, o, mejor dicho, para vivir sin aceptarnos. Cuando uno es niño y carece de algo, sufre, y seguramente Alonso y Alejandro también carecían de cosas que otros niños sí teníamos. Lo cierto es que sus figuras infantiles se me aparecían una y otra vez cuando estaba cerca de cumplir los cuarenta años, dando los pasos preliminares de una nueva vida en otro lugar muy lejos y sin la posibilidad de buscar a ningún ser querido.
Yo pensaba que uno emigraba de una sola vez y se establecía en un sitio y se aprendía de golpe las calles y la historia locales, que el esfuerzo y el desarraigo se sufría una sola vez en la salida del aeropuerto y en los minutos en los que el avión despega. Estaba convencido de que no había tiempo para el arrastre de ideas porque el camino que venía necesitaba de ti, necesitaba de nosotros. Creía que éramos importantes y que un lugar nos estaba esperando.
Fue muy duro comprobar que no es así. Por lo general no es así.
De manera que una segunda emigración hacia Asturias me provocó más melancolía que emoción, por el simple hecho de que era forzada, porque estaba escapando de la cruda comprobación de que en Barcelona había mucha gente interesante buscando su lugar en el espacio, incluso gente nativa, con más ventaja, con más coraza que la mía. Es cierto: yo no tenía coraza.
Por aquellos días, en una cena de fin de año, había conocido a Anna. Era una mujer especial, con el tempo reposado sobre la experiencia y sobre los palos que da la vida. Su corazón también estaba marcado por el desarraigo, con la diferencia de que vivía en Barcelona hacía mucho tiempo y tenía la ciudad en un puño, en un golpe de muñeca con el que señalizaba fácilmente una dirección, una puerta. Anna me dejó entrar en su casa y me subió a su mesa rodeada de amigos, espléndida de cariño y paz. En ese tiempo yo era un manojo de tristeza. Llevaba más de tres años cuidando a un pobre hombre cuya jubilación le llegó al mismo tiempo que la terrible enfermedad de Párkinson, con unas horas más que aplastantes, lentas. Demoledoras. Eran los tiempos de los parques de Barcelona, de las sillas de ruedas y la hipocondría.
Me había vuelto neurasténico sin darme cuenta, quizá por la cercanía a los medicamentos, por sentir el dolor tan cerca aun cuando mi cuerpo era saludable. Anna había detectado mis ojeras crónicas que sobresalían de una mirada extraviada y color malva. Lo curioso de todo esto es que no me di cuenta de cómo fue que llegué a ese punto sin sentir la desesperación. Ahora mientras escribo estas líneas me duele más y me siento más desesperado, ahora que todo aquello ha quedado atrás y que no me planteo salir de aquí.
La voz que me llegaba de Asturias, de Gijón, no tuvo que esperar mucho por mi respuesta. Gijón era un lugar nada más, un destino donde vivía un par de amigos que sentían mi extinción personal, mi delirio en la continuidad del día a día. Yo estaba en condiciones de semi esclavitud, pero yo no lo sabía, me lo advirtieron ellos.
Después del fin de año, un momento ideal para romper con todo o casi todo, dije que tomaría un ferrocarril transibérico porque seguía sintiendo en mi fuero interno que alguien o algo me esperaba en algún lugar, que me había equivocado de destino y yo seguía siendo imprescindible.
La fuerza de la autoestima fue la que me ayudó a superar los malos momentos, la que me salvó de no caer en un profundo abismo una vez corroborado que mi lugar no estaba en Asturias. Pero esa verdad tuvo que esperar una semana.
Antes de marchar, la escena en la que Anna me ayudaba a acomodar las dos maletas con toda mi vida dentro fue la que más me marcó. Estábamos en un piso alquilado en el que yo vivía y ella me miraba con reservas y respeto al mismo tiempo. No quería que me marchara, pero la decisión estaba tomada antes de nuestra era.
Me acompañó a la estación, un gesto impagable el resto de mis días, porque hubiera sido peor dejar Barcelona solo.
Una semana más tarde, Anna estaba en el andén contrario esperando el Talgo, tren de largo recorrido, cuando le avisé que volvía al mismo lugar.
Su presencia en aquellos momentos, su memoria, tuve que compartirla con la pujanza de los días de la escuela que se hacían cada vez más persistentes. Alonso fue el que más recordé durante las jornadas del norte, preguntándome qué sería de su vida, si el hecho de ser hijastro del ministro de educación, del Gallego Fernández –que en realidad era asturiano- le había otorgado otros privilegios concernientes a la frontera de los cuarenta años.

(Continuará…)

10 comentarios:

Puchungurria dijo...

aqui estuvo puchun :)

Jorge Ignacio dijo...

y espero que vuelva. también estuvo tu amiga marga. ya vi sus páginas. es toda una artista y una mujer sensible y desesperada. cuando quieras me escribes al mail, de lo contrario, puchun,te seguiré queriendo igual.

Margarita Garcia Alonso dijo...

Wuaoh cariño, he leido y hasta he tenido el pecho apretado por tantas imagenes compartidas, trenes, maleticas de suerte, vidas que caben en la colilla de un cigarro y se consumen y van, fuertes, desterrando hasta el propio exilio, reaprendiendo a ser seres de permanente humanidad...

Tu cuentas, y no lo sabes quizas, pero estas haciendo literatura excelente, de esa que vibra pues es vida.

Cuando el Talgo te lleve a Francia, aqui tienes una casa amiga.

Te abrazo y gracias por estar.

Anónimo dijo...

Solo una semana duro tu trama asturiana?
Joder ,no alcazo ni para una fabada acompañada de una Sidra!
Un sorprendido saludo:ROBERTO!

Anónimo dijo...

Pero como te atreves a mencionar a Anna, esa bella y solidaria mujer que dejaste en la cuneta....
Juan Luis

Jorge Ignacio dijo...

me atrevo a mencionarla porque es una bella mujer. porque su recuerdo es como una luz, porque viví su solidaridad de cerca, porque esa historia forma parte de mi vida, y por tanto no tengo la obligación de ocultarla, ni a ella ni a mi vida. ¿Cómo te atreves a cuestionar lo que digo o dejo de decir?

Dedalus dijo...

Pasajero, he dado con tu blog por causa de Connie, en esas intersecciones del espacio virtual que uno no se espera. Dice la cancion que un amor real es como vivir en aeropuertos... me luce que a ti te han sido más cercanas las estaciones de trenes.
Un saludo desde la República Dominicana.

Jorge Ignacio dijo...

Sí, Dedalus, los trenes son en España el transporte por excelencia. Incluso aquí en Barcelona existe la línea más antigua de este país, que cubre la ruta la capital catalana y Mataró, un pueblo costero mediterráneo. Esa línea significa un impacto ambiental tremendo, ya que discurre en primera línea de mar, casi sobre la arena, pero es una maravilla visual hacerla. ahora me he mudado cerca de ese tren, y lo sigo con la mirada preguntándome cómo se puede viajar a la orilla del mar sin sentir melancolía de isleño.
ya veo que eres guantanemero. yo estuve de luna de miel en un hotelito de caimaneras, cuando me casé con una coterránea tuya que ya no vive allí ni es mi mujer. supongo que en santo domingo hallarás muchas similitudes con tu tierra. te deseo buena suerte y aquí me tienes para lo que necesites. he leído algo de tu blog. gracias por la visita.

Anónimo dijo...

Si mencionas a Ana, debias hacer la historia completa de lo que te paso con ella y como la dejaste.
Mencionala, pero ten la honestidad de hacer la historia completa
Si escribes un blog, y no cuentas las historias completas, estamos todos los lectores en el derecho de cuestionar lo que escribes...
Precisamente ese el riesgo de todo escritor..
Juan Luis

Jorge Ignacio dijo...

Juan Luis: eres muy persistente y me llevas a hacerte dos preguntas básicas:

1.¿de qué Ana hablas? ¿Estaremos hablando de la misma persona?
2.¿Quién eres? ¿Acaso te conozco?

Las historias son historias, no son historias completas o incompletas. eso lo demantas tú solamente. En un blog se escribe lo que apetezca.