Otra vez Jovellanos. Jovellanos. Jovellanos. Jovellanos por todas partes. Aquel nombre, en mi memoria, era un pueblo de la carretera central de Cuba, ubicado en una zona azucarera y negra, rumbera y señorial. Era la villa de una antigua novia; ella blanca, coqueta, con reminiscencias burguesas a juzgar por su educación y costumbres dominicales, y también por las dimensiones del caserón que habitaba junto a su madre y abuela, todo un matriarcado al que yo asistía cada dos o tres meses. Y entonces me perdía por los cañaverales al atardecer, buscando guayabas –era el pretexto para demorarnos- dentro del universo de aquella joven universitaria venida a más, porque recuerdo que resultaba intrigante su sabiduría casi científica de cómo utilizar el tiempo en su cuerpo. Me arrastraba por las plantaciones verdes del azúcar mientras yo me moría de miedo al no delinearse una salida por ningún lugar, y me adentraba estirándome del brazo por un surco infinito y cada vez más denso, hasta que, perdido, me dejaba llevar y lograba despejar mi mente de dudas. Entonces la muchacha me decía que se había equivocado de camino, que las guayabas rojas estaban dentro de sí misma, y me tiraba de la camisa. Así disfrutaba yo invariablemente los viajes a Jovellanos, herido en el sentido recto de la expresión, pues las hojas de carrizo cortan.
Fueron los años de la carrera, pero no todos, sino, al menos, un par de ellos. Me pasaron por delante de la vista como una retahíla de fotogramas de diapositivas. Estaban volviendo unos viajes por carretera que ocurrieron unos quince años atrás, y se habían quedado retenidos en la memoria pasiva, en mi memoria histórica. Solo hacía falta que mi cuerpo –y mi mente- viajara a Gijón, donde todo, o casi todo, se llama Jovellanos. El teatro, la estación…¿Qué más importante se podría nombrar?
Cuando uno acaba de llegar a un sitio donde se supone van a transcurrir muchos años, y, encima, ese lugar lleva el nombre de otro que ya existió y que no se le parece en nada, excepto en la activación de los recuerdos, el desconcierto que se crea es brutal. Hay que averiguar por qué los dos enclaves llevan el mismo nombre. Pero mientras tanto hay que suponer que la vida no nos ha llevado por casualidad otra vez al mismo punto. Al mismo punto.
Volver a sentir el olor intermitente de la melaza, volver a escuchar las hojas apartándose del camino, y percibir el color verde y el rasguño en la piel. Escuchar la voz de ella invitándote a avanzar hasta el infinito, perseguir sus caderas cuando la duda ha pasado, olvidarte del almuerzo que acaba de ocurrir, de la espera de la gente, olvidarte de las abuelas, de las madres, dibujar en tu mente una fruta fresca, aromática, repleta de semillas, jugosa.
No. Nada cuadra. Excepto el nombre.
(Continuará…)
3 comentarios:
sin más...
saludos de Puchun.
ok, puchun. te sigo esperando e interpreto tu palabras. besos desde le comienzo de la primavera.
Yo me he quedado pensando en Elizabeth... qué pasó? Qué hizo?
Saludos.
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