El paseo marítimo de Gijón no estaba abierto del todo, a pesar de su encanto, a pesar del privilegio que significa estar allí. Tenía techo, pero era una cubierta plomiza. Durante los días que lo recorrí, me embargaba la terrible circunstancia de sentir el agua por todas partes, esa caladora llovizna que no se ve, que te empapa los huesos y te hace rendir en la eterna búsqueda de la felicidad.
Luchando contra la persistente manía de querer extrapolar las cosas –querer encontrar a ciertas y determinadas personas, compartir con ellas el reciente panorama, compartir la diversidad de criterios y el miedo a lo nuevo-, me pasaba las horas corrigiendo el defecto. Cada realidad tiene sus características, sus gentes, sus maneras de vivir, su naturaleza particular, su clima propio. Yo lo sabía. Sin embargo, me podían más los recuerdos y las ganas incontrolables de comparar. Eso es lo que tiene haber vivido en otro país. Haber nacido y crecido lejos, pero no solo lejos físicamente, sino también con abundante distancia social, económica, política.
Me pasaba las horas bajo el agua del Cantábrico suponiendo cómo se pudieron aplatanar en Cuba los emigrantes asturianos, cómo echarían de menos ese cielo gris y esas colinas verdes, sus minas de carbón, sus animales, su pescado fresco, su leche de cabra, su sidra lanzada al vacío y rota en el borde de un vaso, sus paseos dominicales por ese litoral, su recogimiento en las casas de piedra, sus encantadores hórrios; sus visitas a Oviedo, la ciudad señorial, su literatura local, cómo echarían de menos a su idioma con la forma enclítica.
Yo caminaba con un perro que me hacía de lazarillo. Era un animal peludo y alegre, tan feliz que era difícil controlarlo, porque se lanzaba a la calle sin mirar, sin escuchar el sonido de los automóviles. Ese animal torpe y despistado, saltarín, intuitivo, habitaba la casa adonde fui a parar. Elizabeth, su dueña, me pidió una vez que lo sacara a dar una vuelta. Acepté con gusto. Me encantan los perros, y éste, en particular, acompañaba a un excursionista que empezaba una nueva vida. El perro me hacía feliz y me tiraba de la cuerda muy a propósito de mis viajes astrales. A finales de semana, Elizabeth me llamó a la cocina y me pidió algo verdaderamente inquietante. Al principio dije que sí, quiero decir: inmediatamente dije que sí, sin pensarlo, porque me consideraba en deuda con ella y además era una mujer, y no me estaba pidiendo que durmiera con el animal, o algo por el estilo. Fue una petición, desde mi punto de vista, desmesurada, poco táctica, pero, en fin, yo estaba prestado, y no era la primera vez que pernoctaba en calidad de favor humanitario.
Después de que le dije que sí, algo me estaba carcomiendo por dentro y no sabía qué era. Decidí bajar a la calle a fumar un cigarrillo –no era imprescindible bajar de aquella casa repleta de ceniceros-, y utilicé el pretexto de sacar un rato al sabueso. Cuando escuchó su nombre –el perro, no ella- saltó del suelo y me trajo en la boca la cuerda de pasear. Bajamos a toda prisa, tirado yo como un carretón de caballos, porque Ulises –pongamos que era el alias del peludo- estaba alborotado con la excursión extraordinaria que le había regalado la vida, que en realidad le había otorgado su dueña. Porque fue ella la que provocó mi desconcierto. En una mano iba Ulises y en la otra el paraguas. No tenía maniobra alguna para sacar un cigarrillo. Avancé hasta el mar, arrastrado y temiendo que fuéramos a molestar a la gente. No había muchas personas, es cierto, ahora lo recuerdo, porque me sentí absolutamente extraño, en un lugar extraño al que llega de repente un cuidador de animales, un cuidador de alquiler. Logré detener a Ulises con voces de mando hasta que lo arrimé a mí con la rienda corta. Él no tenía reparos con la lluvia. Diría que el chubasco lo hacía feliz. A mí me estaba mojando el alma y me chorreaba el pelo. No se veía un lugar donde escampar. Recordaba constantemente la cara de Elizabeth diciéndome que nos íbamos a empapar, que fuéramos por debajo de los balcones.
Saqué el teléfono de un bolsillo y llamé a Ana, con urgencia.
-Hola, ¿estás bien?-me preguntó.
-No. Tal vez yo esté equivocado, pero siento que me han tratado como a un trapo.
-¿Qué pasó?
-Elizabeth, la chica que me dio alojamiento –le conté a Ana atormentado- me pidió que esta noche no fuera por la casa hasta tarde porque tiene una cena con unos amigos y van a conversar de trabajo. No sé adónde voy a ir. Sí sé-continué-.A casa de mis anfitriones, pero es que ellos viven en las afueras. Además, apenas conozco la ciudad, y hace frío, y no puedo gastar dinero. Pero, mira, es que me he sentido desplazado.
-Te sientes ofendido. A veces la gente se pasa…-respondió Ana en el acto.
-Creo que no fue nada elegante mi casera. Hay otras maneras de hacer las cosas. Si me llevó a su techo no me puede pedir eso. O sí puede, porque lo hizo, pero yo tengo mucha dignidad…
-Y no la pierdas, por favor. En Barcelona todavía tienes un piso, no lo olvides. ¿Y qué pasó con el contrato de trabajo?
-Bueno, eso tampoco fue posible. No había nada claro, solo la intención de ayudar. Pero esas cosas pueden suceder. Eso no ha sido lo peor.
-Lo peor, Jorge, es la mala educación de la gente. Coge el primer tren que encuentres-solicitó esa voz que sufría el hecho en carne propia.
En ese mismo instante decidí volver.
Acaricié al perro. Logré sacar un cigarrillo y encenderlo. La escena ocurría a la intemperie. Con la sangre caliente –el mejor o el peor estado para realizar las cosas, para tomar decisiones- marqué otro número acto seguido. Contestó ella, la mujer asturiana y buena amiga que me había ofrecido un punto de giro en mi vida, la que quiso, con toda la buena intención del mundo, que mis pasos se encaminaran por allí, utilizando el compás del norte, que es otro modo, tan válido como cualquiera, para buscar un derrotero que te permita mirar la vida con perspectiva.
Le dije a mi amiga, quien había estado en La Habana con su familia, que pasara a recogerme porque esa noche no podía dormir en el sitio donde me dejó. Lo que no le expliqué fue mi plan. Lo tendría todo empaquetado, poco deshecho, pues las maletas estaban casi en el mismo lugar.
Elizabeth tampoco sabía nada. Ana me esperaría en el otro extremo de la línea que era en los bajos del país, tomando al Mediterráneo como un sur, un lugar de partida que ahora me esperaba como el resguardo que no por duro deja de ser dulce. Y en ese lugar no cabían más miedos. Todos los temores allí estaban pasados por la piedra de amolar. La ciudad adonde volvía había dejado de ser virgen.
(Continuará…)
Luchando contra la persistente manía de querer extrapolar las cosas –querer encontrar a ciertas y determinadas personas, compartir con ellas el reciente panorama, compartir la diversidad de criterios y el miedo a lo nuevo-, me pasaba las horas corrigiendo el defecto. Cada realidad tiene sus características, sus gentes, sus maneras de vivir, su naturaleza particular, su clima propio. Yo lo sabía. Sin embargo, me podían más los recuerdos y las ganas incontrolables de comparar. Eso es lo que tiene haber vivido en otro país. Haber nacido y crecido lejos, pero no solo lejos físicamente, sino también con abundante distancia social, económica, política.
Me pasaba las horas bajo el agua del Cantábrico suponiendo cómo se pudieron aplatanar en Cuba los emigrantes asturianos, cómo echarían de menos ese cielo gris y esas colinas verdes, sus minas de carbón, sus animales, su pescado fresco, su leche de cabra, su sidra lanzada al vacío y rota en el borde de un vaso, sus paseos dominicales por ese litoral, su recogimiento en las casas de piedra, sus encantadores hórrios; sus visitas a Oviedo, la ciudad señorial, su literatura local, cómo echarían de menos a su idioma con la forma enclítica.
Yo caminaba con un perro que me hacía de lazarillo. Era un animal peludo y alegre, tan feliz que era difícil controlarlo, porque se lanzaba a la calle sin mirar, sin escuchar el sonido de los automóviles. Ese animal torpe y despistado, saltarín, intuitivo, habitaba la casa adonde fui a parar. Elizabeth, su dueña, me pidió una vez que lo sacara a dar una vuelta. Acepté con gusto. Me encantan los perros, y éste, en particular, acompañaba a un excursionista que empezaba una nueva vida. El perro me hacía feliz y me tiraba de la cuerda muy a propósito de mis viajes astrales. A finales de semana, Elizabeth me llamó a la cocina y me pidió algo verdaderamente inquietante. Al principio dije que sí, quiero decir: inmediatamente dije que sí, sin pensarlo, porque me consideraba en deuda con ella y además era una mujer, y no me estaba pidiendo que durmiera con el animal, o algo por el estilo. Fue una petición, desde mi punto de vista, desmesurada, poco táctica, pero, en fin, yo estaba prestado, y no era la primera vez que pernoctaba en calidad de favor humanitario.
Después de que le dije que sí, algo me estaba carcomiendo por dentro y no sabía qué era. Decidí bajar a la calle a fumar un cigarrillo –no era imprescindible bajar de aquella casa repleta de ceniceros-, y utilicé el pretexto de sacar un rato al sabueso. Cuando escuchó su nombre –el perro, no ella- saltó del suelo y me trajo en la boca la cuerda de pasear. Bajamos a toda prisa, tirado yo como un carretón de caballos, porque Ulises –pongamos que era el alias del peludo- estaba alborotado con la excursión extraordinaria que le había regalado la vida, que en realidad le había otorgado su dueña. Porque fue ella la que provocó mi desconcierto. En una mano iba Ulises y en la otra el paraguas. No tenía maniobra alguna para sacar un cigarrillo. Avancé hasta el mar, arrastrado y temiendo que fuéramos a molestar a la gente. No había muchas personas, es cierto, ahora lo recuerdo, porque me sentí absolutamente extraño, en un lugar extraño al que llega de repente un cuidador de animales, un cuidador de alquiler. Logré detener a Ulises con voces de mando hasta que lo arrimé a mí con la rienda corta. Él no tenía reparos con la lluvia. Diría que el chubasco lo hacía feliz. A mí me estaba mojando el alma y me chorreaba el pelo. No se veía un lugar donde escampar. Recordaba constantemente la cara de Elizabeth diciéndome que nos íbamos a empapar, que fuéramos por debajo de los balcones.
Saqué el teléfono de un bolsillo y llamé a Ana, con urgencia.
-Hola, ¿estás bien?-me preguntó.
-No. Tal vez yo esté equivocado, pero siento que me han tratado como a un trapo.
-¿Qué pasó?
-Elizabeth, la chica que me dio alojamiento –le conté a Ana atormentado- me pidió que esta noche no fuera por la casa hasta tarde porque tiene una cena con unos amigos y van a conversar de trabajo. No sé adónde voy a ir. Sí sé-continué-.A casa de mis anfitriones, pero es que ellos viven en las afueras. Además, apenas conozco la ciudad, y hace frío, y no puedo gastar dinero. Pero, mira, es que me he sentido desplazado.
-Te sientes ofendido. A veces la gente se pasa…-respondió Ana en el acto.
-Creo que no fue nada elegante mi casera. Hay otras maneras de hacer las cosas. Si me llevó a su techo no me puede pedir eso. O sí puede, porque lo hizo, pero yo tengo mucha dignidad…
-Y no la pierdas, por favor. En Barcelona todavía tienes un piso, no lo olvides. ¿Y qué pasó con el contrato de trabajo?
-Bueno, eso tampoco fue posible. No había nada claro, solo la intención de ayudar. Pero esas cosas pueden suceder. Eso no ha sido lo peor.
-Lo peor, Jorge, es la mala educación de la gente. Coge el primer tren que encuentres-solicitó esa voz que sufría el hecho en carne propia.
En ese mismo instante decidí volver.
Acaricié al perro. Logré sacar un cigarrillo y encenderlo. La escena ocurría a la intemperie. Con la sangre caliente –el mejor o el peor estado para realizar las cosas, para tomar decisiones- marqué otro número acto seguido. Contestó ella, la mujer asturiana y buena amiga que me había ofrecido un punto de giro en mi vida, la que quiso, con toda la buena intención del mundo, que mis pasos se encaminaran por allí, utilizando el compás del norte, que es otro modo, tan válido como cualquiera, para buscar un derrotero que te permita mirar la vida con perspectiva.
Le dije a mi amiga, quien había estado en La Habana con su familia, que pasara a recogerme porque esa noche no podía dormir en el sitio donde me dejó. Lo que no le expliqué fue mi plan. Lo tendría todo empaquetado, poco deshecho, pues las maletas estaban casi en el mismo lugar.
Elizabeth tampoco sabía nada. Ana me esperaría en el otro extremo de la línea que era en los bajos del país, tomando al Mediterráneo como un sur, un lugar de partida que ahora me esperaba como el resguardo que no por duro deja de ser dulce. Y en ese lugar no cabían más miedos. Todos los temores allí estaban pasados por la piedra de amolar. La ciudad adonde volvía había dejado de ser virgen.
(Continuará…)
5 comentarios:
Buena, muy buena esta parte.
para ti, quizá te leí el pensamiento. en realidad fue así como lo cuento. luego cogí el tren. un abrazo, chantal.
EL DEFENDER TU DIGNIDAD,CON LAS CONSECUENCIAS QUE ESTO PROVOCA,AUN EN LA DESESPERADA SITUACION EN QUE TE ENCONTRABAS,LO ENTIENDO.....PERO ES QUE NO HABIA OPCION LABORAL?ES QUE EL GIJON QUE TE ACOGIO Y "MORDIO TU AUTOESTIMA" A LA VEZ NO EXISTIA MAS ALLA DE ESE MUNDO TRISTEMENTE ABSURDO EN QUE ELIZABETH SE MOVIA?
Y EL OTRO GIJON?Y OTRAS PERSONAS?.
CON TRABAJO VIENE LA "AUTODETERMINACION",SIN TRABAJO,PARA UN ATROPELLADAMENTE ESTABLECIDO RECIEN LLEGADO,PUES NO HAY OTRA SALIDA QUE VOLVER A DONDE SE PUEDA DEFENDER DE SUS MIEDOS Y FANTASMAS.AUN ASI CREO QUE QUIZAS LA DECISION DE REGRESAR A BARCELONA NO SE DEBE SOLO A ESE "INCIDENTE" CON TU BOHEMIA CASERA,SINO QUIZAS A EL SOFOCO DE NO ENCONTRAR EL TRABAJO ESPERADO EN "MENOS DE UNA SEMANA"!!!PRECIPITADO?
UN SALUDO ROBERTO
Más, más...
Roberto. estuve en madrid y ya estoy de vuelta a casa. te envié un mail a un correo que no funcionó, pues me lo devolvieron. creo que no podemos ver en otra ocasión. en el post que vieneb pienso cerrar la serie y va dedicado a ti. gracias por la visita al blog, como siempre.
chantal: sigo aquí, y espero entregarte algo pronto. un beso.
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