jueves, 16 de abril de 2009

El Iberia Express: mi trama asturiana (VIII y final)



Mi plan consistía en comunicarle a mi anfitriona –a Elizabeth no, sino a mi amiga lugareña- que me dejara en la estación de trenes con maletas y todo. Ese todo del que hablo se refería, por supuesto, al mal sabor de boca que llevaba.
Así lo había decidido cuando hablé por teléfono con Anna.
El apartamento de Barcelona había quedado sin mis electrodomésticos –excepto la nevera-, pues los había regalado y tirado algunos a la basura. Se trataba de visualizar un panorama semidesértico por el que rondaban aún varios recuerdos desagradables, aquel compendio de contratiempos, escaramuzas y miserias humanas que adelgazaron mi vida durante los años en que aprendí a estar fuera de mi país. En realidad ese resultado no se tiene nunca. Es un decir. Se pueden hacer más llevaderos los días, se puede incluso tratar con garras a la cotidianidad, amarrarse a un estilo de resolver las cosas, pero el sentimiento de estar fuera de sitio es permanente. El viaje de Barcelona a Gijón –y viceversa- no era otra cosa que un viaje dentro de un viaje, teñido de mala suerte, claro, porque me podían haber salido mejor las perspectivas.
Sin embargo, había que probar. Siempre supe –lo supe luego, cuando ya estaba fuera de Cuba-, que no es igual si te lo cuentan. El pudiera haber sido no vale mucho para tejer una historia personal.
Gijón es una ciudad encantadora, con la escala física perfecta para caminar, con el mar abierto enfrente, algo que seduce mucho a la hora de pensar en los límites de la Tierra, en las fronteras geográficas que están trazadas por cartografía y nos obligan a concebir las distancias y los viajes de una manera racional. Gijón era entonces el borde del camino, el destino, la franja utilísima del equilibrio emocional cuando uno siente algo de existencialismo en su personalidad, era la cuerda que te lanza tierra adentro de rebote, el fin del peligro, el clímax de la exploración. Era el casco antiguo ajustado para perderse por las tardes, en una medida humana y sensata. Porque, al igual que su borde marítimo, tenía el cerco urbano acogedor, con sus casas bajas y sus plazas recónditas, con la gracia del nombre de Jovellanos por todas partes, algo que me remitía a Cuba con cierta ternura. Y tiene a Oviedo al lado, a un salto de tren. Y tiene un candor en mis sentimientos voladores, una reminiscencia suave de un pueblo, por ejemplo, como Gibara.
Gibara comenzó a pasearse por delante de mí, albergando el surrealismo toda vez que por ahí caminaban mis compañeros de escuela primaria, los hijos de los generales, los descendientes de ministros y viceministros. Nunca estuve allí con ellos, solo que el tiempo, la sensación de mudarme a otro confín del mundo me permitía mezclar sin reparos. Los teatros de Gibara –hoy en ruinas- tienen las mismas dimensiones que los pequeños coliseos de Gijón, y el olor a sal y marisco, la curva del litoral haciendo una C y recogiendo a la gente luego de sus viajes mentales. Gibara cabía en un puño comparado con Gijón. Gijón cabía en una mano comparado con Barcelona. Barcelona me ofrecía una expansión ficticia por ser una majestuosa ciudad, y, sin embargo, lindaba con un mar cerrado.
El pequeño pueblo pesquero de Gibara había quedado en mis recuerdos como una fotografía hecha desde arriba, desde una colina, y parecía un rincón dormido. Los techos destruidos, los cables de luz y teléfono fláccidos, pelados; el teatro principal –no el cine/teatro donde daban las habaneras- cerrado a cal y canto esperando a que terminaran los tiempos de olvido; y la línea de tren rota a la entrada, partida en dos. Era un pueblo aislado con el que soñé vivir alguna vez. Ahora en Gijón tenía esa posibilidad con muchos más recursos materiales y no menos encanto.
Se me resistía la entrada definitiva. Se confabularon la mala suerte y la mala educación y me tuve que ir, no solo en concordancia con el mantenimiento de la dignidad, porque ciudad había de sobra, sino, sobre todo, tenía que ganar tiempo para regularizar mi situación legal.
Anna, por teléfono, me ofreció ser mi empleadora del hogar para que yo fuera su mayordomo. Una puesta en escena, solo eso para engañar al gobierno.
-No te puedo ofrecer más- me dijo-pero pudiera dar resultado.
-Sé que lo haces de todo corazón. ¿Qué más se pudiera pedir?-me salió decirle de pronto.
Una vez dentro del coche de mi amiga, estupefacta ella al verme con las dos maletas tan pronto, le pedí el camino de la estación de trenes. Le mentí. Le dije que se me había abierto una puerta en Barcelona –cosa que era verdad- y que los trámites consulares en el norte se me harían más complicados porque Gijón no tiene oficina cubana, y había que desplazarse hasta Santiago de Compostela. Todo eso era cierto. Entonces omití el verdadero motivo que me dio Elizabeth, el pulsador que fue para que dejara su casa en menos de 72 horas.
Mi amiga me acompañó hasta el tren. Más aun: me abrigó hasta el vagón, hasta mi asiento. Me compró una revista para el viaje y trató de interpretar mis ojos, la mirada extraña que llevaba encajada. Fue cautelosa, y no hundió ningún interrogatorio en ese preciso instante en que un vagón es solo un pasillo de distancias y desconcierto. Hablamos poco. Llegamos justo con el tiempo necesario para sacar un billete y subir, acomodar las maletas y esperar el silbido del oficial de línea.
Aun así, yo no acaba de asimilar que Gijón había terminado. Estaba allí movido por una fuerza interior, por la soberbia, también por la sospecha de que, por primera vez en mi vida –además del momento en que decidí abandonar mi país- tenía la clave para optimizar el tiempo.
Le dije a mi anfitriona que la llamaría al llegar a mi destino. Ella me abrazó.
De esta escena ahora hacen tres años. Nunca la he vuelto a llamar. Y todavía no sé bien por qué.
Ella tampoco ha vuelto a llamar.

4 comentarios:

Chantal Plata dijo...

Pero acabó en realidad? Saludos.

Jorge Ignacio dijo...

este recuento sí, pero vendrán otras historias. un abrazo esperando la verdadera llegada de la primavera, chantal.

Anónimo dijo...

Quizas tengas razon culpando a la confabulacion de la mala suerte y la mala educacion como causa de tu regreso a Cataluña.
Por lo que cuentas,y se "lee" sin que lo escribas ,me atreveria a asegurar que no solo Gijon no fue suficiente;sino que Barcelona te seducia tanto que no fue posible abandonarla.
Lo de la traquimaña para la "regularizacion" lo comprendo perfectamente por experiencia propia.
En cualquier caso Jorge, deseo que Barcelona se merezca ser "tu nuevo hogar"
Un saludo ROBERTO

Puchungurria dijo...

El destino Jorge, por mas que nos tratamos de escapar, lo que hacemos es perder tiempo, hacer mas largo el camino. La cosa no era por ahi, pero bueno te quedo esa experiencia.
Saludos.