martes, 23 de junio de 2009

En nombre de Freud (V y final)



Ingenuos, incautos, soñadores. Llegamos a la universidad en el año 1987, momento histórico en el que el campo socialista comenzaba a tirar la toalla. Nuestra información, lógicamente, arribaba de trasmano. Era una coincidencia iniciar así los altos estudios, con el mundo patas arriba, pues en realidad nuestros pensamientos estaban en la novedad del ámbito universitario, en la muchachada, las fiestas de la Facultad, los deseos de escribir cualquier cosa, de aprender mecanografía, taquigrafía, fotografía y utilizar nuestras primeras grabadoras de mano, artefactos gigantes comparados con los nanograbadores de hoy.
Vestíamos con tres o cuatro combinaciones, las mejores galas salidas más a menudo de nuestros roperos. La universidad nos enfrentaba por primera vez a un universo civil, toda vez que, hasta la fecha, y desde que nacimos, la enseñanza en Cuba nos obligó a llevar uniformes de todo tipo y colores, correspondientes a cada nivel escolar y cuyos atuendos iban acompañados de al menos un complemento, que era la pañoleta –azul o roja- que tanto odiábamos. Muchas veces, en invierno, en la Europa mediterránea donde vivo, me ha sorprendido el recuerdo de aquella tela distintiva, colocándome una bufanda. Es un reflejo involuntario, obviamente, que me perseguirá toda la vida.
También me perseguirá la imagen de los zapatos ortopédicos de Randy, el muchacho designado por Hugo Rius para leer A sangre fría.
Muchos años después, cuando trabajábamos en los medios de comunicación y una considerable parte del grupo había emigrado a Miami, me encontré con él en las escaleras del Instituto Cubano de Radio y Televisión. Yo conducía un programa radiofónico nocturno, una especie de colchón de compañía sin guión previo, aunque –no estaría de más acotarlo- censurado el hilo telefónico y el selector de canciones. Para mí fue una experiencia inigualable después de casi una década trabajando en la prensa escrita. Porque esa transmisión me abrió el deseo de emigrar definitivamente de Cuba. Vivir la madrugada tan intensamente me llevó a la conclusión de que había muchas personas llevando una doble vida, la doble existencia partida entre la realidad que comenzaba con la alarma del despertador, y otra mitad alienante, que era la más libertaria, agazapada en la oscuridad, en la intimidad de una voz –la mía- que hablaba de cosas light y remontada casi siempre en la nostalgia, en la música de los años ochenta, como también en un interlineado casi subversivo que se podía leer solamente en la intención del programa.
Saliendo del edificio –inmueble que compartíamos porque ahí estaba el centro gestor de toda la propaganda audiovisual-, sobre las cuatro de la madrugada, coincidimos en la escalera. Automáticamente me dio por bajar la vista y encontré su calzado ortopédico, entonces más moderno. Otro acto reflejo de los que nos persiguen sin nosotros saber racionalmente por qué. Me imagino que será porque registramos el hecho de una manera particular, sin analizarla pero con una cuota de afecto –también a veces por rechazo, aunque este no es el caso.
Observé su portafolios, más inflado aun que el de la universidad. Iba con un traje de pantalón y saco sin corbata. Llevaba bien colocadas sus gafas de miope –espejuelos, en Cuba se utiliza esa palabra tan antigua y cariñosa-, y recolocó su sonrisa suave, la misma de los años de la Facultad de Periodismo.
Tanto Randy como yo utilizábamos los micrófonos de la Frecuencia Modulada nacional –él en la televisión y yo en la radio-, pero con conceptos distintos, inmensamente separados. Fue tan breve el encuentro que me quedé con deseos de preguntarle sobre el efecto del libro de investigación periodística entregado por el maestro. Para esa fecha, unos quince años después del primer día de clases, ya yo me había leído A sangre fría, durante unas vacaciones que pasé sentado en el portal de mi casa. También me hubiera gustado preguntarle si devolvió el ejemplar prestado, y, sobre todo, si sacó partido de aquella inmensa investigación periodística de Truman Capote.
Ahora supongo que fue breve el reencuentro porque estaba seguro de que Randy tenía poco tiempo para atenderme, y además porque estaba custodiado y yo salía de la nada. Claro que no salía de ningún lugar, puesto que acababa de emerger del ascensor del edificio, pero no tuve tiempo para esquivar el sobresalto que provoca encontrarse de repente con uno de los hombres del grupo de apoyo de Fidel Castro.
Randy, el portavoz más increíble de la propaganda castrista –digo lo de increíble porque no sé cómo pudo llegar a tanto un muchacho introvertido y, por ende, discreto- había pasado las de Caín en sus años de estudiante, como cualquier otro becario de provincias, obligado a alimentarse con un solo menú, consistente en arroz y potaje de chícharos. Resultó el mejor expediente de nuestro año, cosa que no asombró a ninguno de nosotros.
Aquella madrugada tuvimos un diálogo casual.
No hacía falta que yo le preguntara por dónde le habían llevado los caminos de la vida. Ante el temible silencio que se originaría allí, de transcurrir un segundo más, en la escalera vacía de los estudios de radio y televisión, me preguntó qué hacía despierto a esa hora.
Entonces le conté que conducía un espacio intimista, tanto así hasta donde las realidades políticas me dejaban llegar. No le hablé de mis insomnios, del insomnio general que había descubierto al otro lado del micrófono, en los hogares, donde el hastío fumaba su pipa de murciélagos.
Lo normal hubiera sido un abrazo espontáneo, el abrazo cómplice de los años de la carrera. A esas alturas, ya yo tenía pensado marcharme del país, en silencio, como ha tenido que ser obligatoriamente, para asegurarnos de que el avión despegue con nosotros dentro.
No se produjo el abrazo. ¡Quién lo hubiera imaginado unos años atrás!


Foto del autor: "La tempestad", de Shakesperare, en la versión del grupo Buendía. El actor es Pablo Guevara, sobrino del Ché, a quien nunca se le ocurrió utilizar su apellido como patente. Solo se ha dedicado al teatro. Esto último también lo afirma el teatrista Rodrigo Kuang en su blog.



2 comentarios:

Rodrigo Kuang dijo...

Confirmo una vez más que todos los caminos conducen a La Habana. Mi herma, me asombra sobremanera que, más allá de tu amable enlace, estábamos conectados, cada quien a su manera, con el fenómeno de la mesa redonda y el discreto encanto de la oligarquía.
Ya me habías dicho eso de que Randy Alonso era un tipo tranquilo, y te creo porque te conozco, pero aún me resulta difícil engranar esa imagen con el rostro guatacónico, de apariencia reptil, oportunista, que se volvió ícono perverso de nuestras tardes televisuales en épocas de hambruna y apagones. El tipo tejió buena parte de la retórica que más daño nos hizo en los años del eternizado período especial, una obra que habrá de generar impúdica repugnancia en la historia de nuestra patria.
Imagino que mucha más letra inspirará en el futuro de la 2.0 el moderador de la mesa redonda, y de cualquier modo, siempre habrá que buscar la referencia que acabas de dar, de los años de incubación del monstrico.

Jorge Ignacio dijo...

en efecto, rodrigo, yo también me sigo sorprendiendo de cómo un muchacho de provincias, que suelen ser más sanos que los de la capital, llegó a martirizarnos tanto en la televisión. ¡oportunismo político!
un abrazo y siempre agradecido con us comentarios, estimado rodrigo kuang.