sábado, 7 de noviembre de 2009

Laboratorio de Miles Davis



Extrapolación cubana anoche en L’Auditori

Al pianista Omar Sosa, un camagüeyano adoptado en Barcelona por su manera muy particular de hacer jazz, le encargaron el primer capítulo del ciclo que aquí se elaboró sobre los cincuenta años del álbum King of Blues, del genial Miles Davis. Ya terminado, entre los nervios que provoca un reto así y la responsabilidad de presentar su trabajo en el 41 Festival de Jazz de la Voll-Damm, anoche estrenó su particular visión, variaciones digamos que muy personales de las piezas del álbum. Eso era lo que se quería. Los otros dos capítulos, a cargo de Chano Domínguez y del baterista Jimmy Cobb, único sobreviviente de la banda original reclutada por Davis, todavía están por salir en el momento de escribir estas notas.
Sosa entró de primero al escenario de la sala Oriol Martorell, en L’Auditori; santiguó el ámbito con una tela roja marcando un territorio de lado a lado de su piano, y arrancó las primeras notas al teclado, vestido de babalao, con zapatos rojos y gafas verdes. Luego fueron saliendo sus músicos hasta completar el sexteto. Sus variaciones, ciertamente, lo eran. Excepto la segunda pieza, que respetó bastante la lírica del blue, un llamado al alba, según dijo Sosa, lo otro se fue por caminos demasiados experimentales, para mi gusto. Muy poco de aire afrocubano –la etiqueta con la que Sosa se mueve-, y sí música electroacústica por los cuatro costados. “Interferencias” marcadas a propósito con un incalculable número de aparaticos electrónicos que descansaban no solo en el suelo, sino, además, encima del piano, en el lugar de las partituras.
Un paso más lejos, según dicen algunos críticos, de lo que se entiende por cubanía, Omar Sosa se mueve en círculos exquisitos del jazz, en festivales importantes. Es un músico universal que ha marcado su caché mostrando la simbiosis de la raíz afro con una Cuba "revolucionaria" que forma a sus talentos y luego los pierde total o parcialmente por querer controlarlos en cuerpo y alma, además de no pagarle, justamente, su verdadero caché. Sosa ahora es barcelonés, del Barrio Gótico, de los arrabales de la más antigua Europa. Verlo anoche me recordó –y no me gusta comparar por simple placer- a un Edesio Alejandro que también experimentó en La Habana con el sonido afroelectroacústico, igualmente vestido de babalao, pero Edesio es rubio de ojos azules, lo que lo hace aun más esperpéntico.
Todavía no entiendo por qué Sosa no incluye en su agrupación un set de percusión afrocubana. Lo eché en falta, lo sentí por detrás, en las interminables notas del baterista que parecía una máquina con sentimiento. Dafnis Prieto, cubano, fue la estrella del concierto, no el trompetista invitado Jerry González a quien se le vio en sombras y sin brillo, aun cuando el concierto se inspiraba en la trompeta con sordina, sobre todo, de Davis.
También sentí que el espectáculo cerró en falso. Hubo temas por el medio de mayor vuelo y emoción, en la hora y veinte que duró y que supo, sin ambages, a poco. El sexteto de Sosa incluye a otros dos cubanos: el trompetista Dennis Hernández (excelente su intervención con sordina) y el saxo alto y flautista Leandro Saint-Hill; además del saxo tenor Peter Apfelbaum, norteamericano, y el barcelonés Childo Tomas en el bajo eléctrico.
A mí me sobraron efectos electrónicos y me faltó ese toque afro que define a Sosa, pero, a fin de cuentas, esto que digo termina siendo subjetivo, ya que la música es un hecho abstracto. Producto de la abstracción –me gustaría que así fuera- me pareció sentir en una pieza llena de variaciones algún acorde de La amorosa guajira, el mítico tema del también camagüeyano Jorge González Ayué, compositor de una época ya lejana. Sería un lindo homenaje, de Camagüey a Barcelona, de la sencilla canción al experimento.
Omar Sosa dedicó su actuación de anoche a Bebo y Chucho Valdés, padre e hijo que acaban de obtener un Premio Grammy Latino en la categoría de mejor disco de jazz, por su álbum Juntos para siempre.

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