lunes, 21 de diciembre de 2009

El sabor más efímero



El destino me ha situado otra vez al nivel del mar. Aquí no nieva, aunque lo he visto en estas mismas calles un par de años locos, lejanos ya en la memoria por suerte para quien escribe estas líneas. Una mañana del ¿2005? abrí la ventana de atrás de un ático a los cuatro vientos en el que vivía y me sorprendió el paisaje blanco. El Tibidado, a unos 400 metros sobre el nivel de la costa, parecía un absceso congelado al final de la vista que tenía en mi habitación. Me había acostado a dormir con la montaña mágica encendida como una tarta de cumpleaños, y me desperté con ella hecha una copa glacial por donde, imaginariamente, bajaban rápidos esquiadores de temporada, dejando una estela parecida a la que se ve en el cielo cuando pasan los aviones a una gran altura.
Me han contado que, hace muchos años, Barcelona sufrió –mejor, vivió- una gran nevada, tan espectacular que la gente aprovechó las calles Muntaner y otras que bajan de los pies del Tibidado para esquiar, como mismo se hace en las pistas oficiales de Andorra la Vella. Se fracturaron muchos tejados en la gran nevada de esta ciudad y también se congelaron las tuberías de agua caliente sanitaria. Es inusual, repito, encontrar aquí el añorado paisaje blanco que daba hoy al mediodía la televisión española. Porque en estos momentos más de la mitad del país, incluyendo Madrid, está helada, escarchosa, obstruida también. Es una preciosa estampa la que vemos en la tele, estacionaria estampa incluso a unos pocos kilómetros de donde vivo –el interior de Cataluña también se pone blanco-, pero lo malo de todo esto es que la gente no puede llegar a sus puestos de trabajo, escuelas y fábricas.
La primera vez que vi la nieve no era tal, sino algo parecido a lo que sucede cuando uno descongela el refrigerador –aquí se llaman neveras y actualmente se descongelan solas-, cuando queda un granizo tan efímero que apenas se puede admirar. Fue el mismo año en que llegué, en 2001, y me impactó tanto ver la caída del cielo de una lluvia de escarcha que rápidamente me emocioné y me senté en un bar del centro de la ciudad –de la parte más parecida a París-, en una mesita que estaba vacía al lado de un enorme mirador de cristal. Estaba solo, desubicado en aquellos tiempos. Me sentí tan feliz por estar allí leyendo el periódico a las siete de la noche con un café con leche entre las manos, que cuando estuve de vuelta a casa escribí un relato dejando claro en el papel mi momento histórico.
Pasaron varios años y la nieve que podía acercarse a Barcelona se deshacía antes de tocar tierra, excepto aquel año ¿2005? manoseado por el dibujo clásico navideño de la montaña del Tibidado blanca como la masa de coco. Como me domina la pereza siempre, esa vez no fui a tocar la nieve cuajada, un viejo sueño que se me resistía. Y era muy fácil llegar a ella, en un tren intraurbano parecido a un metro que se podía tomar casi en la esquina de mi casa. Juzgué como una provocación ver la nieve a lo lejos –a unos cuatro o cinco kilómetros- y entonces asumí el turno del ofendido y le dije:
-¡Volverás! Te encontrarás conmigo sin que ni tú ni yo hagamos resistencia. Me encontraré contigo tal vez andando por la vida, pues siento que la vida me pondrá en tu ruta.
Así fue. Unos años después, mi suegro me llevó a Andorra la Vella como mismo en Cien años de soledad el padre de Aureliano Buendía llevó a su hijo a conocer el hielo, a conocer una piedra de hielo en el ámbito de un circo ambulante.
Ellos se ríen todavía cuando, en las sobremesas, recordamos el viaje y lo primero que hice al detenerse el coche en la base de una pista de esquí. Salté del salpicadero como si llevara un paracaídas, caí en cuclillas, agarré con una mano enguantada una porción de nieve y me la llevé a la boca. La probé, literalmente la probé y la mastiqué.
Todos pusieron cara de asco. Es cierto que muchos automóviles pasan por ahí con las ruedas sucias. Yo no había pensado en eso. Solo recordé automáticamente las jornadas de domingo en las que descongelaba el refrigerador soviético de mi casa en La Habana y me llevaba la escarcha a la boca. Sabía mal aquella, sabía a gas refrigerante y a pescado sin descamar y duro como un palo, un sabor que no tiene símil ni otra traducción.
La nieve, sin embargo, sabía a lejanía, a la confirmación del encuentro natural entre un hombre y un derrotero.

2 comentarios:

paquitoeldecuba dijo...

Me encantaría conocer la nieve Jorge Ignacio. En España solo estuve a inicios de un invierno. En Canadá fui en verano, y a París en primavera, en fin... algún día será. ¡Y para colmo, los refrigeradores chinos de ahora no hacen escarcha!

Jorge Ignacio dijo...

¡Ya la conocerás, `paquito! La nieve sale a buscar a la gente.