martes, 5 de enero de 2010

Escaleras al cielo (con permiso de Led Zeppelin)



No para de llover. Llevamos dos semanas con el alma calada y lo peor es que no tenemos perspectivas secas a corto plazo. Tanto que lo pedimos y nos fue concedido el deseo. Los embalses están desbordados. Andalucía sumergida en un mar tierra adentro. Jerez de la Frontera ya no responde por la suerte de sus pueblos. En Cataluña no cae a cántaros sino continuas borrascas se encargan de humedecerlo todo. Maldita humedad. ¡Todo cambia con este cielo! Incrementan los vendedores de paraguas. Los reyes magos, que aquí siempre llegan por mar, ayer desembarcaron ensopados y así fueron a recoger las cartas. Yo no salgo ni a comprar el pan. Me encierro en mis paredes blancas para espantar ese pedazo de cielo negro que tengo encima. He reservado una habitación en un hotel íntimo de la Costa Brava, en un pueblo marinero cerca de Cadaqués. Tenía la reservación solicitada desde antes de que comenzaran las lluvias. Mañana salgo con mi mujer a merced del mal tiempo. Pase lo que pase. Es posible que desde ese pueblo pueda contar algo. Mientras tanto, dejo aquí debajo una crónica que escribí en mi primera cabalgata de reyes cuando yo tenía cuarenta años.



Este año tuve la primera cabalgata de mi vida. No es un sentido figurado: me refiero al desfile de los Reyes Magos por las calles de Barcelona. Paseo equino taponado por unos camellitos de verdad. Y, entre séquitos, unas máquinas barredoras del ayuntamiento que iban succionando el excremento de los caballos. Y el de los camellos, supongo; aunque no estoy muy seguro de si los jorobados cuadrúpedos excretan tanto como los otros. Lo cierto es que me quedé con la duda de las barredoras. ¿Formaban parte de la revista para anunciar que Barcelona es la ciudad más limpia del mundo –un posible lema de la Generalitat- o es que los operarios de limpieza se iban de jolgorio acto seguido y no podían pasar el escobillón después de la parada de Reyes, o es que, como mismo una carroza anunciaba la Coca-Cola, las barredoras promocionaban a BCNeta, la empresa encargada de cepillar la ciudad?
¿Y la banda de música al galope? ¿Acaso, contando solo con dos manos, no es prácticamente imposible llevar la rienda del animal, sostener una partitura y accionar los pistones de la trompeta al mismo tiempo? Pero los jinetes, más de cuatro, lo lograron, sin que ocurriera accidente alguno, al menos en la concurrida intersección de Sepúlveda con Villarroel, donde encontré a los Reyes de casualidad.
Mientras esperábamos el paso de la tropa, poco a poco me fui ganando la confianza de una joven madre que había llevado no solo a su pequeño, sino además una escalera de aluminio en la que el vástago se encaramó desde muy temprano, y, desde las alturas, el niño pescó infinidad de caramelos y rozó los dedos de los Reyes. Como soy un neófito en el asunto, humildemente pedí información a la madre sobre la secuencia de los hechos, sobre la iconografía de la comparsa. Y me enteré de muchas cosas. Tuve deseos de escribir una carta urgente pidiendo a los Magos que me acercaran este año a mi familia, pero no tenía lápiz, ni papel, ni un sobre para envolver la misiva. Aprendí, sin embargo, una cosa nueva: no importa la edad que tengas para comenzar a soñar. El niño de la escalera de metal podía ver el desfile desde su balcón, pero él quería tocar todo lo posible, quería ser partícipe de un pasacalles excepcional que, sin saberlo, encadenaría una secuencia de ilusiones ópticas que, a su vez, daría pie a desarrollar su imaginario personal. El día que descubra que todo era una farsa, tendrá edad suficiente para bajar él solo con su escalera, o quedarse voluntariamente en su balcón, y no le reprochará a la madre el ardid, porque él mismo se dará cuenta de lo que significa tener esperanzas.
Los niños de mi generación, en Cuba, jamás escribimos cartas a los Reyes Magos. Nos lo torcieron todo a cambio de un sistema aparentemente más justo y también más estandarizado. Un sistema pragmático. Los juguetes, como diría el cantor, nos venían solo una vez al año. Nos venían de China, y nos jugábamos en ellos la lotería. Era un sorteo que se realizaba en cada circunscripción, un bombo administrativo en el que se juntaban todos los números de las libretas de abastecimiento (cartillas de racionamiento) y, en dependencia de tu suerte, podías rifarte un puesto “alto” o uno “bajito”. Nosotros, en casa, éramos dos hermanos, de manera que al final de la contienda teníamos seis juguetes en total: tres por cabeza. Tenías derecho a un juguete llamado “básico”, otro “no básico” y el “adicional”. Este último, por lo general, era una caja de bolas (canicas). Pero mi hermano y yo, que en más de una ocasión nos halamos los pelos porque a los pocos días del sorteo nos aburríamos invariablemente del “básico” que nos tocaba, jamás tuvimos una bicicleta, que era la reina, o, en esas fechas, el rey de los juguetes. Con lo máximo que tuvimos que conformarnos fue con unos patines de cojinetes que duraron una eternidad.
No me arrepiento de ser ateo, pero, lo confieso, de niño me hubiera gustado más el sistema de las carticas, el paseo esperpéntico, el trote hípico a la vista, aunque hubiera sido sin barredoras simultáneas. En mi isla, siendo tan mestiza como es, todos los años hubiéramos tenido una cara nueva en el personaje de Baltasar. En Barcelona aún escasean los Reyes africanos.

(Enero 2006)

Nota: Foto del autor tomada en el pueblo pesquero de Cadaqués. Este texto forma parte del libro de memorias Pasajeros en tránsito.

2 comentarios:

bibiglez dijo...

Yoyi querido, yo también ví a los magos ayer (ya sabes que no son Dios, pero están en todas partes) También bebí la misma infancia. Nosotros no tuvimos esa escalera; pero al final aprenderemos a dar un rodeo. De todas formas te informo que Manolo (mi viejo) que lleva ya mucho tiempo en el cielo, no deja de recordarme cada día que tampoco hay que apurarse, que la vida es una larga competición con uno mismo y aunque parezca increíble, allá arriba, si no tienes suerte con el bombo, también te puede tocar un “básico”, un “no básico” y un “dirigido”.
P.D: Bajo ningún concepto aceptes carbón. Tú no te lo mereces.

Anónimo dijo...

Pues yo recuerdo las cabalgatas en mi nativo Santiago y creo que la última fue en enero de 1960. Los Reyes Magos luciendo sus vestiduras y capas sobre sus caballos a falta de camellos. Como “el año del error” me cogió ya con 14 de edad, recuerdo perfectamente varias de aquellas cabalgatas que además llevaban carroza y donde repartian muchos caramelos. Luego vino la oscuridad y ahí quedó todo hasta que en 1980 pude reencontrarme con todo aquello en un enero madrileño.