domingo, 24 de enero de 2010

Un sueño comarcal (Cuento de principio de año) VII y final



En Pals nos hubiéramos quedado a tirar el invierno, con una buena reserva de troncos de madera en la puerta de la casa. Es un buen lugar para escribir historias de amor y, después de volar, bajarse uno de las nubes reproduciendo esos boleros tremendistas en los que parece que el amor se acaba.
A las seis de la tarde, la noche se cerró. Uno se confunde en invierno constantemente porque al perderse la luz natural aparece una voz interior que va diciendo todo el tiempo que es hora de volver. ¿Volver a dónde? ¿Volver a casa, al trabajo, a los encuentros familiares? ¿Volver al hotel, a esa reserva de intimidad protegida por piedras de Dios sabe cuántos años? ¿Volver a la carretera, como primer paso de salir de allí, y que la carretera cante sola en lugar de los boleros, que marque un destino incluso cercano pero un destino extraordinario? ¿Y la idea de llegar a Francia, tan al lado, tan diferente?
Teníamos la advertencia de los noticieros de que no era de buen sentido viajar por carretera en esos días. Se aproximaban densos bancos de nieve que incluso podrían caer en zonas costeras. Quedarnos atrapados en una carretera comarcal en medio de una helada siberiana no estaba dentro de nuestras directrices. A Pals no llegan las máquinas quitanieve y sin embargo es un sitio ideal para escribir. Parece que una cosa está relacionada con la otra. Cuando se hizo totalmente oscuro y las manos, aunque enguantadas, se engarrotaron, comenzamos a buscar un bar para refugiarnos y seguir recordando aquellos amigos que estaban por todas partes. Un vino tinto de cualquier zona nos iría muy bien.
Todos los bares estaban cerrados y los que no estaban a punto. Así que volvimos, volvimos a la opción más íntima, la de la masía cuyo nombre me sonaba demasiado largo para lo capsulares que suelen ser las denominaciones locales. Le habían puesto recientemente un cartel inmenso que juraba que allí estaba el hotel-restaurante Galena, en el borde mismo de la carretera que va hacia la cala de Aiguablava, pero lo cierto era que todo el mundo conocía ese empedrado como Mas Comangau. Sus acogedores salones calentados a la brasa, el trato cercano de sus escasos dos empleados visibles, la sencillez aparente del dueño, aquel hombre con un rabo de mula recogido en la nuca, la carta del restaurante que se balanceaba entre la cocina tradicional española, la francesa y la catalana -¡el toque local es a veces tan sutil y tan agradable!-, pues todo esto me daba vueltas en la mente mientras nuestros anfitriones nos llevaban de regreso.
Propuse comprar una botella de vino y tomarla en nuestra recámara, con boleros de fondo y calor artificial producido por una bomba acondicionadora. Una bomba, ¡vaya palabra se me ocurre para explicar el silencioso trabajo de la energía eléctrica! Era un verdadero lujo poder estar allí entre páramos todavía verdes, las montañas cercanas –se veía a lo lejos el tapizado blanco de los Pirineos-, el mar insultantemente bello a “dos pasos” de la masía, furioso por las ráfagas de viento que se revolvían allí mismo, en el Mediterráneo. A mí me encanta viajar a contracorriente. No soy hombre de paquetes populares, teledirigidos. Lo malo de viajar en estas fechas es que te puedes encontrar muchas puertas cerradas, y, en esa misma medida, las que están abiertas reciben toda nuestra bendición. De cierta manera agradezco el descuido del hotelero Patrick Beau. De habernos avisado a tiempo, hubiéramos cambiado la reserva on line por otra y nos hubiéramos perdido la emoción de llegar con cara de pena a un mostrador, allí donde, en invierno, la esperanza duerme entre ráfagas de levante. Dicen que la gente se vuelve loca con el viento de la tramontana, tan ordinario en esa zona donde estábamos. En las dos horas de paseo por el caserío medieval de Pals, se nos metió dentro del cuerpo algo invisible que bien pudo ser un vendaval con mangas, algo tan abrazador y constante que llegó a aturdirnos un poco.
La noche, sin embargo, pasó serena. Nos despertamos con la sensación de haber estado ahí durante mucho tiempo. Mi mujer saltó de la cama con una intuición femenina. Yo en esos momentos no intuía nada, solo disfrutaba el calor de la manta y el olor a madera cortada en los talleres de la comarca, disfrutaba el interior de una cabaña como la que siempre he soñado tener, con los travesaños del techo a la vista y un ventanuco de madera y hierro forjado. Tonterías, cosas simples me pasaban por la cabeza. Mi mujer dijo, algo exaltada, entre alegría y consternación:
-¡Está nevando!
Es hora de regresar a casa, pensé enseguida y me levanté también de un salto a mirar por la ventana. Había escarcha en las hojas de las plantas que estaban sembradas en tiestos de piedra, al pie de la escalera exterior. Hicimos las maletas y después subimos a desayunar, con el ordenador portátil. ¡Qué dura realidad comprobar las cuentas de correo electrónico, el aviso final del día en que vivíamos, sentados en un comedor antiguo provisto de chimenea!
Terminamos de saldar las cuentas con el dueño, quien dijo llamarse Miguel González, González como mi segundo apellido. Me preguntó si yo era de La Habana. Me había notado el acento. Miguel había estado en mi ciudad natal hace unos quince años, cuando aquello despuntaba en la emulación con las ciudades más destruidas del mundo por bombardeo. En nuestro caso, no había caído una sola bomba pero el efecto del paso del tiempo daba esa impresión.
El hombre me miró con ganas de seguir hablando toda la mañana sobre La Habana, me miró con pena en los ojos, pena de un hostelero que se registró allí en el Hotel Riviera y pudo comprobar lo que había quedado de lo que fue originalmente.
-Sí, una ciudad grande, más grande que Barcelona quizá, en radio –le dije-, pero hecha triza…
-¿Por qué no se quedan una noche más?- casi nos suplicó.
-¿Aquí llegan barredoras de nieve?-pregunté yo en tono de broma.
Miguel se echó a reír.
Una hora y media más tarde ya estábamos entrando en Barcelona y habíamos dejado la nieve atrás, o la posibilidad de que nevara. He seguido los partes meteorológicos y ninguno indica la presencia de nevadas en el Baix Empurdá, al menos en la franja costera. Antes de bajar del coche, mi mujer me recordó que debíamos llamar a nuestros amigos comarcales para informarle que llegamos bien.
-Sí -puntualicé con toda seguridad-, y también hay que pedirle que nos esperen donde están porque, verdaderamente, Begur, lo que es el centro de Begur, no lo conocimos en este viaje.


Foto del autor.
En la imagen, Calle Mayor, en Pals.



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