martes, 31 de agosto de 2010

El viaje de Silvia. Retrospectiva



Nuestro querido barrio: El regreso (IX)

Bajamos por la calle Mayor de Gràcia en busca del María, un mítico pub inglés –con todo el decorado reglamentario- que está escondido en un callejón. Es un bar de copas donde se puede todavía escuchar música de tocadiscos, jugar una o varias partidas de billar y/o conocer a alguien en la barra mientras ordenamos una bebida. Es un sitio especial para cuarentones, tranquilo y guerrero al mismo tiempo. A mí me encanta su suelo auténtico, de madera vieja y crujiente. Me encanta su oscuridad intencional y sus copas servidas en el vaso correcto. Pero Silvia no quiso quedarse ahí. Me dijo suavemente que quería una terraza. Es comprensible: En Suecia, según me explicó, no sirven bebidas alcohólicas en las terrazas, además de que escasean las reuniones en exteriores.
Seguimos tirando entonces hacia abajo, en dirección al Eixample. Por el camino, mi amiga pudo apreciar la belleza de la calle Mayor de Gràcia, sus tribunas acristaladas y sus farolas de hierro, sus fachadas modernistas en perfecto estado de conservación y sus comercios iluminados que iban cerrando detrás de nosotros. El tramo de esa calle entre Diagonal y la estación de metro de Fontana es un exquisito escaparate de la Barcelona aristocrática, que llegó hasta lo irracional adornando las casas con el hierro, el vidrio y la piedra trabajados. Además, hay que tener en cuenta que la iluminación incidental termina redondeando el espectáculo, un escenario que no se agotaba nunca mientras caminábamos favorecidos por una especie de letargo. Dejé que Silvia mirara todo con calma sabiendo entonces hacia dónde llevarla; así que hicimos el típico zigzag por las calles del Eixample, que es mucho más entretenido y enriquecedor que una trayectoria en forma de L. El Eixample -siempre lo he pensado-, salvando las distancias arquitectónicas, viene siendo el equivalente del Vedado en La Habana. Tiene ese estatus, digamos, y tiene cuadrículas perfectas urbanizadas, aunque menos parques que la inmensa barriada habanera. Los parques del Eixample están dentro de las manzanas, los que quedan, quiero decir. Y por eso no se ven. Aunque, desde hace decenas de años, el interior de las cuadrículas ha sido devorado por la expansión de los comercios: tiendas de todo tipo, restaurantes, bares.
Ese fue mi barrio durante unos seis años: el Eixample izquierdo. Viví muy cerca del Hospital Clinic y de los bomberos más viejos de Barcelona. Un entorno precioso, comercialmente inmejorable y perfectamente comunicado. Pero con mucho ruido.
María y yo nos fuimos de allí hace ahora un año y medio y puedo asegurar que ha mejorado nuestra calidad de vida. Sé que este término es relativo. La calidad de vida, para algunos, puede estar en el propio hecho de vivir en el centro, con ruido y todo. Silvia me había comentado que la ciudad está muy contaminada acústicamente. Es un mal crónico de Barcelona, algo que va ligado al inmenso tráfico que soportamos sin darnos cuenta, como algo asumido porque el mal no tiene remedio.
Le enseñé el balcón donde vivíamos, en la calle Muntaner, una de las vías más atronadoras y congestionadas de coches y autobuses. Nosotros teníamos doble puerta exterior y aire acondicionado. O sea, vivíamos allí pero no disfrutábamos del balcón. Es un edificio con algo más de un siglo de vida, en las inmediaciones del mítico Mercat del Ninot, una de las más antiguas plazas de abasto. Justo frente al mercado –que ahora está cerrado por obras- está el bar de Jose, un mulato portugués con sonrisa amplia, de esos tipos envolventes que saben crear una clientela de la nada; porque la competencia por la zona está muy dura. Hay decenas de bares por los alrededores.
Hijo de portugués y caboverdiana, su perfil futbolero le garantiza una buena parte de la parroquia cervecera, mientras que la otra parte es gente como nosotros, que va de vez en cuando a tomarse una copa tranquila y se conecta a internet. Un bar que no tenga zona wifi se puede decir que pierde puntos. Me dio mucha nostalgia pasar por ahí. Desde que nos mudamos no había vuelto. Así que Jose se quedó petrificado cuando me vio. Se puso contento y me sacó algo especial, porque él sabe, por descontado, lo que yo bebo allí. Le presenté a Silvia recostados los dos al mostrador, un poco por encima de la peña del fútbol. Ella pidió una cerveza y Jose insistió en que probara ese material exclusivo. Era un ron panameño de 12 años, denominado Abuelo.
-Esto no lo encontrarás en casi ningún bar-aseguró Jose-. Me lo traen especialmente y te lo tenía guardado-bromeó conmigo-. ¡Pruébalo!-dijo enseguida mirando fijamente a Silvia con esa chulería bien administrada que a las mujeres les gusta tanto.
Silvia asintió con la cabeza y Jose nos dio un par de vasos sin servir con una rodaja de limón cada uno. El de Silvia llevaba dos cubitos de hielo. Nos pasó la botella por encima de la barra y nos dijo, mirando hacia la terraza:
-¡Disfrútenlo!
Es cierto que estaba exquisito. Yo no lo había probado nunca. La cabeza de Silvia se quedó dando vueltas con la simpatía del mulato que nos trataba como si nos conociera de toda la vida. No es nada usual que el camarero deje la botella de ron en la mesa. A partir de este detalle, podíamos sentir, imaginar o constatar –esa medida, al gusto- una verdad absoluta: Uno nunca sabe adónde lo llevarán los caminos de la vida.
Brindamos entonces por nosotros, por María y por nuestros queridos ausentes. Convenientemente o no –eso está por ver-, recordamos a La Habana.

(Continuará…)

Foto del autor
Interior de uno de los restaurantes de la cadena Orìgens, especializada en platos típicos catalanes. En primer plano, la famosa aceitera regional diseñada por Rafael Marquina, uno de los máximos exponentes del diseño industrial español.

4 comentarios:

Silvita dijo...

Jorge, amigo: qué regalo tan bonito esto de leer mi viaje en tu escritura!
Lindos recuerdos.
En suecia sí venden alcohol en algunas terrazas, que en sueco se llaman uteservering. Pero es caro, y los días en que te puedes sentar fuera sin congelarte son muy pocos al año. Si vienen en verano nos tomaremos una cervecita en alguna parte, para que sientas la cosa nórdica.
El segundo ron del bar del Jose me lo tomé sin hielitos, porque ese ron no se merecía un trato así, que va. El jose sabe lo que hace.
La verdad es que fuiste un guía excelente, sensible, sabichoso... qué suerte tiene una en la vida!
Besitos a María y dile que le estaré eternamente agardecida por presentarme a Murakamisan.
Otro pa ti, celoso!
S.

Jorge Ignacio dijo...

Querida Silvia: espero que al recibo de esta nota te encuentres bien. Te confieso que estoy redactando esta serie con un catarro talla extra. ¿Formará el catarro parte de la resaca? Yo a ti te debo el reencuentro con la ciudad donde vivo. un beso en espera de saber más y a pie de obra sobre eso que tú llamas "La cosa nórdica".

Silvita dijo...

Pero mi cariño!!! Los tres nos enfermamos. Qué barbaridad. Espero que se te pase pronto, con roncitos y cariñitos marianos.
Por suerte mi trabajo ha estado flojo por ahora, porque si no, no hubiera logrado trabajar. No es fácil esto.
La cosa nórdica no tiene piedad, imagínate que ya hemos sacado a relucir los abrigos de lana, y hemos tenido días de necesitar su bufandita y todo. Por suerte hoy subió a 17 graditos, y salió algo de sol. Qué te parece?

Jorge Ignacio dijo...

Me parece increíble! Aquí todavía estamos en verano, en short y sandalias. Lo del roncito tendrá que esperar porque estoy tomando antibiótico. habría que investigar por qué los tres nos enfermamos.le hablé al médico de ti y te envía saludos también. jajja.