jueves, 6 de febrero de 2014

El Telegrama de 11 y 24


El muchacho llegó tarde a la redacción del periódico porque, primero, se enfrentó a la cola de la posada, que iba lenta; luego no aparecían las sábanas, el camarero todo el tiempo pidiéndole propina; aunque el sitio no tenía agua corriente, sino un cubo residual, muy sospechoso, además de que la cama tenía una mancha que fue lo que definitivamente lo desconcentró.
Aun así, la sangre joven luchó todo el tiempo contra los “desperfectos” que alguien envidioso, o la vida misma, había  diseñado para ese día, que fue escogido luego de un trabajo intenso de decantación con el calendario. Ella estaba casada; además de eso, que ya de por sí es un problema, la podían ver sentada en la parrilla de una bicicleta desconocida. Estaba casada con alguien del gobierno. Alguien que viajaba mucho pero con suficiente poder como para estropearle la vida a un amante, y el amante se quería mucho.
También, la primera vez que quedaron, siempre a golpe de calendario, ella cayó con la menstruación.
O sea, un cúmulo de cosas adversas perseguía  a la pareja, que hasta el momento era una pareja virtual. No de internet. No había internet en esa época. Se conocían por teléfono.
Ella entró en las líneas de un programa de radio nocturno, un programa de compañía, que el muchacho conducía, alternando con su trabajo en el periódico. Hablaron varias veces, sin que la llamada saliera al aire. Hablando de tantas cosas, la chica terminó confesándole que era psiquiatra de hijos de altos funcionarios de la revolución, niños bien, atormentados y suicidas.
Al llegar a casa, cansada, llenaba la bañera y se metía hasta el cuello con la radio puesta. Después de masturbarse, lo llamaba, con una voz fina y muy relajada. Entonces lo consultaba a él, que no tenía nada de hijo de papá y mucho menos intentaba quitarse la vida, pero sí estaba bastante estresado.
Era la época en la que robaban bicicletas con el conductor encima. Se entiende, a golpe y porrazo. El muchacho debía salir del programa con la nocturnidad azuzándolo, corroyéndole los nervios, pero aun así seguía yendo a la cabina, mucho más cuando conoció esa voz.
Ella le daba consejos de cómo relajarse cuando estuviera de vuelta del programa, porque no podía conciliar el sueño. Llegaba demasiado excitado para esa hora. Estaban los nervios de lo que debía improvisar frente al micrófono, los nervios del teléfono, de la censura comunista, los nervios del camino en bicicleta, y los nervios  producidos por esa voz que le aconsejaba masturbarse para dormir.
Una psiquiatra sin rostro con voz de guaricandilla –solo el tono de la voz- era un cóctel explosivo en medio de la noche. Lo peligroso, en todo caso, era el marido.
Ella aceptó quedar, pero con una condición: no se repetiría nunca más.
El muchacho llegó hecho un flan a la posada de 11 y 24,  ubicada en el  delta del pestilente Río Almendares, a un costado del río.
Amarró la bicicleta a un árbol y se puso a esperarla. Apareció la psiquiatra, una rubia de metro setenta con taconazos y jeans. Llegó en un Lada, el carro oficial de la jet set en Cuba. Dijo que iba a dejarlo a unas calles, porque ese auto no debía quedarse ahí.
Él siguió atacado de los nervios. Cuadró con el camarero la operación. Le dio propina antes de entrar. El lugar no era digno, pero fue el único que se le ocurrió,  el único que soportaba su billetera.
El sitio le daba morbo a la psiquiatra, ella misma se lo confesó. La muchacha no quería saber de hoteles, quería desconectar de su trabajo. Pero él no pudo desconectar, no fue capaz.
Todo fue un desastre. Terminaron rápido. El tiempo se le echaba encima.
Él le advirtió a ella que no es lo mismo una voz en la radio que esa voz en la garganta de un tipo común que va en bicicleta.
Ella le dijo que no se preocupara por eso, que ya lo había visto antes,  que sabía como era.
Metido en el lío, su cabeza iba del espionaje a la radio y de la calle sin alumbrado público a la cara del camarero,  pues le habían advertido que las paredes tenían huecos.
El trago expedito de las posadas, un “telegrama”, demoró en llegar. Dos vasos verdes y mugrientos aparecieron cuando habían terminado. La mezcla de ron, menta y hielo picado era una estafa.
Ella permaneció todo el tiempo más relajada que él.
Cuando salieron, la bicicleta no estaba. Habían cortado la cadena con una cizalla.
Ella lo tuvo que llevar, pero no hasta la puerta del periódico.
Aunque sabían perfectamente que era 14 de febrero, por haber estudiado el calendario, en ningún momento expresaron nada acerca del día de los enamorados, por obvias razones de confidencialidad.
Nunca más se vieron, como habían acordado.
Ella desapareció del teléfono.
Unos meses después,  él dejó la radio y se exilió.



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