domingo, 14 de octubre de 2007

Ferràn se llamaba Fernando



Hace mucho tiempo me estoy resistiendo a escribir sobre el programa que más me gusta de la televisión nacional. Quiero decir: de la televisión catalana. Quiero decir: del Ayuntamiento de Barcelona. Casi nadie ve Barcelona Televisión (BTV), el canal de nuestro alcalde. Desde allí se emite el “espacio” que más me entretiene y, encima, me aplasta por el alto nivel profesional de su conductor. Hablo de Telemonegal, sin más rodeos. Los martes por la noche sufro cuando no puedo estar en casa. Me he enganchado a la magnífica puesta en escena de aquel guía espiritual que casi siempre coincide conmigo. Monegal, Ferràn, que antes se llamaba Fernando –eso me han dicho los más viejos de aquí-, sabe perfectamente que nadie en este extenso país ibérico protagoniza un serial de debate televisivo en directo como lo hace él. Utilizo la palabra protagonista con toda intención, sin que Luis del Olmo se ofenda: es que Monegal ha puesto su apellido al servicio de la nomenclatura de la cartelera. Un pequeño detalle egocéntrico a perdonar. Su vuelco a corazón abierto –¡me da un miedo a veces que le pueda atacar un infarto!- es un acto de valentía total. Digamos que no deja títere con cabeza. Lo malo es que el programa solo se ve en Barcelona y alrededores. Es una pena, la verdad. La televisión nacional –ahora sí- es tan mala que alguien tenía que ponerle límite alguna vez, aunque sea el límite de la crítica que, por cierto, es el más difícil de emprender. El crítico se lo juega todo. A Monegal lo estoy observando desde hace tiempo y, al margen de su autobombo titular, al menos, te hace creer que lo que dice lo siente. Hay mucha gente con sentido común, con inteligencia, con buen gusto, con preparación estética y buena base ética, pero no todos ellos tienen voz pública. A mí Monegal, tanto desde las páginas de El Periódico de Catalunya como desde la pequeña pantalla, me llega, me llena. Incluso cuando tiene que tomarle el pulso a nuestro circunspecto alcalde, que, en definitiva, es quien le paga.
En Cuba hay un crítico de la televisión que es un hombre culto pero deshonesto, corrupto, injusto. Estos rasgos negativos de su personalidad lo llevan a ser mal crítico. Lo que pasa allí es que no tiene competencia. Yo creo que Monegal tampoco tiene un competidor a su nivel dentro de esta tele nuestra de cada día. La gran diferencia entre Monegal y el crítico cubano es que éste último, además de principios, no tiene libertad. Sin libertad de expresión es imposible ejercer la crítica correctamente. Son contemporáneos los dos, bigotudos ambos, envuelticos en carne, con gafas graduadas, ácidos, irónicos, demoledores. Monegal más simpático, la verdad.
Ferràn, el crítico, no el cocinero, lo hace desde los medios provincianos –me refiero a la televisión, no al periódico-, y su gran estocada está en invitar a los hacedores de la tele nacional. A algunos les da rabia que le tiren del pellejo desde un ámbito regional, y terminan perdiendo las tablas. Monegal es un especialista en derribar mitos. Es un artista, un histrión disfrazado de crítico. Críticos somos todos, o casi todos. "El viejo" disfruta haciendo la deconstrucción del sensacionalismo oculto y no tan oculto. Yo no quería escribir nada porque considero que él lo tiene todo –agallas y fino juicio fundamentalmente. Sin embargo, he tenido que salir a defenderlo porque una cronista de la prensa rosa lo puso a parir una vez. Aparentemente.
Me refiero a Carmele Marchante, quien, hablando un catalán entreverado, prácticamente no lo dejó respirar, cuando la mayoría de las veces ocurre lo contrario con el entrevistado de turno. Ferràn: estoy contigo. Sé que desmontaste a Carmele con tu silencio, que no quisiste ponerte a su nivel de gritería, y la dejaste marchar, valga la redundancia, contenta. Tú tienes clase y además confías en la inteligencia de los que estamos recibiendo la señal en casa. Me agradas molt, aunque te estás volviendo pretencioso. No te lo tomes a mal.

Otoño 2007

miércoles, 10 de octubre de 2007

Cuestión de genitales



Cualquier hombre con dos dedos (horizontales) de lujuria perseguiría a Maribel Verdú por los caminos del mundo. La delgadísima ninfa de dientes largos y abundantes labios volvió a asomarse en la gran pantalla, esta vez desde el reto para sí misma de no cautivar a nadie con su belleza, sino con la fibra histriónica. Acaba de salir a la calle Siete mesas de billar francés, el quinto largometraje de otra mujer, Gracia Querejeta, repleto de fuerza en las múltiples historias que narra.
El domingo nos fuimos a verlo mi mujer y yo seducidos por los avances del traíler, y, por qué no, por la curiosidad de constatar el contrapunteo entre Blanca Portillo y la sensualísima Maribel. Nos encontramos con un filme que no deja descansar a nadie durante las casi dos horas de metraje, porque cuenta con un alardoso guión que pretende ahondar en cada uno de la decena de personajes, haciendo hincapié, por supuesto, en las dos mujeres. El ritmo de la película es superágil, entretenido, vertiginoso. El guión utiliza el suspense como punta de lanza para traer más de una sorpresa constantemente, aunque esto le obligue a echarle manos a lugares comunes. La historia comienza a narrarse desde un punto que parece un final, y se va abriendo paso con las subtramas y las pequeñas historias de personajes menores. Hacía tiempo, me dijo mi mujer, que no veía una película española tan redonda y entretenida. Coincido con ella, aunque me parezca que el guión abuse del factor sorpresa. Desde mi más humilde opinión, es uno de los largometrajes nacionales que más dará que hablar en lo adelante, porque se mete hasta el cuello en la verdad social, digamos, en la urdimbre social, porque la verdad es relativa. Hay muchas gratuidades –como la mini historia de la enfermera que se ofrece para hacer la manicura- en pos de la presentación de conflictos sociales de la España de hoy y de la llamada España cañí, la auténtica, la barriotera y costumbrista.
Por suerte, aunque se huela la inspiración en el trhiller de la gran industria del cine, esta cinta no cae en situaciones y mucho menos en cierres americanos; quiero decir, norteamericanos. Podía haberse llegado a eso perfectamente con el buen ritmo de la tragicomedia que se logra.
Pero el final no es de happy end.
El final estaba dicho hacía rato, lo que la directora, los guionistas, tenían que bajar la persiana de una vez.
Historias de mujeres y hombres, de puntos de vistas y lecciones de emprendedores, de ancianos lúcidos y gente testaruda. En fin, cualquier entramado de patio citadino de hoy se ve aquí. Incluyendo –¡parece que no puede faltar en una peli que se respete!- el tema de la inmigración.
Nuestra adorada Maribel, no obstante, se nota sobreactuada. Su personaje no es nada fácil de interpretar y suponemos –mi mujer y yo- que hubo un error de casting. Esta película está muy lejos, por ejemplo, de la sensualidad bucólica que transmite un retrato social como Belle Èpoque. No es el estilo de Maribel, sencillamente, aunque se esfuerce y logre una aproximación, de lo que se le pide, por exceso de carácter.
La delicia total en pantalla es Blanca Portillo. La estábamos persiguiendo, por otras cosas, desde que la vimos en Volver. En esta nueva entrega suya, en la que le toca un papel de perdedora y amargada, no solo logra el matiz exacto del personaje, sino, además, lo enriquece. Hay escenas memorables, como la secuencia en la que tira los vidrios enmarcados al suelo, que la enmarcarán para toda la vida. Y valga la redundancia.
Otra cosa: mientras en las pantallas españolas siga diciéndose que las mujeres tienen cojones en lugar de ovarios, este país seguirá detenido en el tiempo.

Otoño de 2007

lunes, 8 de octubre de 2007

MP3



Durante años estuve negado a montarme en el tren de la revolución tecnológica, pero sólo en los apartados que perjudicaran mis intereses personales. Como mismo compré rápidamente el reproductor de DVD para el ámbito doméstico, el de MP3 portátil tardó en llegar a mi vida bastante tiempo. La razón principal era -¡uf, tengo que hablar en pasado!- que me perdía el sonido ambiente con los cascos puestos.
¿Si ya me había resistido sin doblegarme jamás al aparato itinerante de disco compacto, por qué iba a tentarme el archiconocido MP3? Soy devoto de los espacios abiertos, de los desplazamientos de la gente, de sus conversaciones más rutinarias, del sonido de las puertas, del de los pasos con tacones –lejanos o no-, de la musicalidad armónica de las máquinas, del murmullo del tráfico urbano –ese run run pertinaz e impertinente si quieres escuchar otra cosa-; soy un “enfermo” de los ruiditos singulares de las cremalleras –en Cuba se les llama zíppers-, de las tapas de los estuches para gafas, de las polifonías de los tonos en los teléfonos móviles, personalizados y –como los perros y sus criadores- muy semejantes a sus usuarios; del llanto o la risa de los niños, de los regaños de sus padres, de la comunicación verbal, en fin, que se lleva hoy en día. Con los cascos, obviamente, me lo perdería todo. (¡Vaya palabra dura para nombrar unos auriculares!).
Con el tiempo comencé a tener menos tiempos para mí, y perdónenme el pequeño trabalenguas. Esto me llevó rascarle al señor implacable, a Cronos, una milésima de segundo, casi a arrebatársela. Mis viajes en transportes públicos dejaron de ser un paseo para convertirse en traslados obligatorios, con el cuerpo roto después de ocho horas demoledoras de cara al público. Paralelamente, bajaron los precios de los diminutos reproductores de MP3. Y, como sumatoria, ahora resulta que también los vendo.
Hay personas mayores a las que regalo vocalmente esta historia mientras les suministro una radio convencional de sintonía analógica, si es que la tienda no está muy llena y tomé antes el fharmaton complex, que es un reconstituyente para levantar el ánimo junto a un trago de café. Eso supongo, no lo puedo asegurar.
Los viejecillos me miran con los ojos como platos asombrados de hasta dónde ha llegado la tecnología, mientras les narro en el nivel más elemental posible el principio de funcionamiento.
A los jóvenes como yo –permiso, señor Cronos-, les sobra la explicación. Llegan a comprar directamente. Hace poco vendí un MP3 a una muchacha con gafas que tenía más o menos mis años, quien recién se incorporaba a la avalancha de la incomunicación personal, a la cual se llega, sin dudas, por decisión propia. Se trata de ganar espacios, no en el sentido físico de la palabra, por supuesto.
Le busqué uno bastante atractivo y plano en el diseño, con memoria de un gigabites, y le gasté una broma:

-Antes que todo, te doy la bienvenida a la población abstraída de la cual acabo de ser miembro. Disfrutarás más de tus pensamientos, en la dimensión que desees. Te perderás, eso sí, un piropo a tus espaldas. Pero eso no importa tanto. Tú ten a mano el control de volumen o la pausa por si acaso.

La chica me miró medio confundida, sin poder aguantar una leve sonrisa cándida. Todo el mundo es feliz en el momento de comprar, y también durante el proceso de poner en marcha la primera vez el producto. Leyendo las instrucciones del material también sentimos que descubrimos nuevas experiencias. Esa tarde tuve la dicha de contribuir en el autoregalo –me dijo que era así- de una mujer que se decantó por el formato comprimido de archivos de música.

-¿Cuántos discos le caben a este aparatito?-, preguntó mientras yo le cobraba.
-Los suficientes como para hacer un viaje regional- me salió de golpe-. ¡Ah, se me olvidó decirte lo más importante! –grité cuando ella salía por la puerta-: tiene doble salida de audio; así que lo podrás utilizar en pareja.

Volvió a sonreír.



Otoño de 2007


Nota: La imagen de arriba fue “sustraída” de Las Ramblas, un escenario cotidiano donde las “estatuas humanas” trascienden el resultado plástico para ofrecer un todo conceptual.

viernes, 5 de octubre de 2007

Insularidad, descaro y cintas de video



La gente, por lo general, cuando es enrollada y tiene ganas de hablar, da por seguro que soy canario. Muchos se van del lugar donde yo trabajo con la certeza, y otros tienen el valor de preguntarme.
Recuerdo, por si acaso, que escribo desde Barcelona, un territorio marcado por la sequedad o introversión catalana, por la desconfianza “endémica”, por la distancia o por las reservas del común de los lugareños, para ser más cauteloso con las palabras que utilizo. Lo cierto es que cuesta entrar.
Y luego están los estereotipos: para no pocos de los locales, es bastante habitual que a un hombre de tez blanca, aunque morena, como soy, lo separen del contexto cubano. No. El cubano aquí es de tez negra; en rebajas, hasta mulato. Pero siempre de cabello duro. Así que tengo el contratiempo de que no me ubican a golpe de vista, con mi acentillo me envían al archipiélago español de donde emigraron, hacia Cuba, gran parte de nuestros antepasados. Las mujeres se vuelven locas con la dulzura del acento canario, con el deje musicalizado exento de zetas.
Estoy de cara al público ocho horas diarias y por delante de mis ojos pasa de todo. Como no me han entregado todavía el uniforme reglamentario, voy en “ropa de calle” enseñando mis combinaciones de otoño. Un otoño que no acaba de aterrizar, aunque lo fuerzo un poco con mis mangas largas entreveradas con lo informal. El público que pasa se cree que soy el jefe. La circunstancia de ser nuevo en esa plaza me deja un poco de tiempo libre y aprovecho, cuando se me acercan, para enrollarme. Termino vendiendo casi siempre. Soy comunicador de antes de la guerra –de mi batalla migratoria, quiero decir-, y, por idiosincrasia, tengo la lengua suelta a gusto y lo estaba deseando hace mucho tiempo.
Antes de llegar adonde trabajo ahora -vendo electrodomésticos de corriente alterna y corriente directa-, me hicieron pruebas en una emisora de radio latinoamericana. Y no les di el perfil. Buscaban a un discjockey que fuera capaz de operar cientos de botones simultaneando una venta de sueños tropicales, a base de bachata y merengue. A mí me gusta un ratico esa musiquita, pero no es mi estilo esencial. Ellos se dieron cuenta y me dejaron en la reserva, y eso encadenó, energéticamente, que fuera a parar a una tienda.

-¿Tú eres canario, verdad?
-No, no, soy cubano.

Ese es uno de los diálogos cotidianos ahora, incluyendo un intercambio que tuve con un nativo de aquellas islas. Me gustaría saber por qué se nos parece el acento. El clima, desde mi modesta opinión, justificaría en todo caso la gastronomía similar, ¿pero el acento y los giros lingüísticos no tendrán más que ver con los viajes de antaño de ida y vuelta?
De momento no me aprovecho ni siembro la duda intencionalmente. Solo me dedico a vender equipos de imagen y sonido, en algún lugar de esta ciudad en donde entré como quien atraviesa una puerta para solicitar un poco de agua, y luego se queda a comer.

Siguiendo la idea de varias líneas de conexión, mi vida ha dado un vuelco otra vez hacia la comunicación en abierto. Me gustaría pensar que estoy haciendo radio en el sentido de que las vendo, y de que hablo, mucho, más de la cuenta, aunque con el oyente en cuerpo real.
Una estrategia que utilizo a veces para vender unos ordenadores portátiles que también me asignaron es comenzar por la zona Wi-Fi.

-Tiene el sistema Wi-Fi incorporado –me adelanto- Y en Las Palmas de Gran Canaria, según me han dicho, el ayuntamiento ofrece conexión gratis a orillas del mar.

Y por ahí sigo sin dejar de sonreír suavemente. Y a veces hasta palpo al cliente como si fuera de la familia. Algún día, vivir por ver, alguien me regañará.


Otoño (retenido) de 2007

martes, 2 de octubre de 2007

Corriente alterna



Cierta vez acompañé al médico al señor Coll, de quien hablaré particularmente otro día. Fuimos al oftalmólogo de la seguridad social, en su centro de atención primaria. Allí, como casi siempre ocurre, nos tocó entrar una hora un poco más avanzada de la que indicaba la cita, pero, en cambio, participamos de una junta de vecinos instructiva y un tanto asombrosa. Yo no sabia que en los policlínicos acostumbran a cruzar las salas de espera entre el oculista y el pediatra. Al señor Coll, con 93 años, lo ubicaron en un recinto de atenciones neonatales hasta que lo llamara el especialista, y a los bebés que esperaban su turno, en otro lado frente a la puerta de optometría. Supuse que la idea era motivar a los ancianos para idealizar un viaje a la semilla por unos largos minutos, pero no, era para que los niños no se asustaran con el llanto doloroso de los otros bebés.
Había un silencio tremendo hasta que llegó una chica de unos 30 años con un jolongo en cabestrillo. Primero comenzaron los murmullos a nivel particular, hasta que una señora que iba con su marido rompió el enigma, al parecer movida por la curiosidad que todos los demás teníamos: ¿llevaría un animal atado a su cuerpo? Pero, claro, no estábamos en una clínica veterinaria.

-¿Portas un nen petit?-preguntó en catalán a la chica.
-Sí, una nena. Sólo tiene 24 días.

Y se explayó la joven madre a relatarnos en voz alta y con pelos y señales cómo había sido su parto. En realidad el silencio la llevaba incómoda. Ella estaba rebosante de alegría y quería compartirla, quería echarnos en cara una serie de cuestiones que, por lo menos a mí, me parecieron contracorriente. Había parido en su propia casa el día 24 de diciembre a las 5 y media de la madrugada, y lo había hecho así por deseo propio. Por supuesto, asistida por una comadrona. Previamente al parto, según nos contó, había tomado un curso de cómo dar a luz en el propio hogar, según opciones alternativas y filosóficas al uso que buscan lo natural, o, por lo menos, tratan de acercarse lo más posible a ello. ¿Y si se complica el parto y urge una cesárea? Ya sabemos de antemano que en las zonas rurales e incluso en las urbanas y hasta no hace mucho tiempo iba la comadrona a casa, pero ¿por qué negar la asistencia institucionalizada gratuita? ¿Por solo el hecho de parir a tu medida y además tener la oportunidad de hacerlo de pie? Pero, bueno, en realidad el alumbramiento de la chica no fue lo que más me preocupó, sino su necesidad de gritar a los cuatro vientos que era una madre en producción independiente. Claro que ni siquiera la osada señora que primero la interpeló se atrevió a preguntarle si había localizado unos espermatozoides en un banco de semen, así que nos quedamos con la duda de cómo había sido el proceso de fecundación.
La misma chica se interrumpió para contestar su teléfono. Siguió el mismo tono de voz con el que se dirigía a nosotros. La conversación, después de indicar con lujo de detalles la dirección exacta de su casa –por cierto, vivía en la acera de enfrente del señor Coll- terminó más o menos así:

-Vale, vale, Roser, te espero el jueves...Y, recuerda, ve sola...O sea, con el niño. Pero no lleves a tu marido, que será una fiesta únicamente para las madres.

Bien: esto último me confirmó la sospecha. La chica era una snobista que, ya sea por fracasos personales o por rebeldía antisistema con o sin causa, había
decidido actuar por cuenta propia y había nombrado a su hija Serena que, nunca mejor dicho, sí que lo era. A la niña no le importaba viajar en una bolsa de canguro, y tampoco le molestaba el llanto provocado por las inyecciones. Porque su mamá, como es tan alternativa, la tenía en la sala de espera para oftalmología, o sea, con los ancianos.
¿Y por qué llevarla al pediatra de la seguridad social si, según nos contó la madre, ya Serena tenía su pediatra de cabecera proporcionado por el mismo grupo naturalista?
¿Acaso sería por los medicamentos?
De regreso a casa, el señor Coll me comentó que su vecina estaba de vuelta y media. Para ser mamá por cuenta propia, lo cual es muy loable, me dijo, no hay que ser tan excéntrica. Yo recordé una canción de los Matamoros que es un son y le regalé al abuelito el estribillo, bastante desafinado por mi parte:
“¡Como cambian los tiempos, Benancio! ¿Qué te parece?”.

Nota:
Jolongo : en algunos países latinoamericanos: cesta de tela para recolectar viandas y frutos.


Enero 2006