miércoles, 19 de marzo de 2008

INTRAMUROS



Sombras nada más (VI)

Algo extraño estaba sucediendo en la parada del autobús. El vacío total comenzó a preocuparle, así como la inexistencia de un aviso en las paredes de la caseta del transporte. Faltaba una nota informativa, una voz que se pronunciara en nombre de los desconcertados que esa mañana se hallaran en apuros en plena vía urbana. Observó a lo lejos de la calle Marina, cuya profundidad se percibe desde la pequeña colina donde está enclavada la caseta. A lo lejos se movía un conjunto de autobuses de turismo, con destino a la Sagrada Familia. La maraña de coches de todo tipo, incluyendo hilos de bicicletas que cada vez coloreaban más la trama citadina, permitió a David el disfrute efímero de una ilusión óptica. Un “monstruo” rodante rojo parecía empastado en los perfiles del campo visual, como una película que destaca subliminalmente un objetivo central pero tarda en presentárnoslo en un primer plano. El autobús, o lo que él tomaba como tal, resultó ser un vehículo de turismo de dos pisos, rojo, en efecto. Consultó el reloj y vio que no tenía tiempo para quedarse allí sin hacer nada. Siempre pensaba que era una pena que la vida fuera tan sincrónica, aunque en esa misma medida había sido posible construir por la mano del hombre todo un mundo de cosas que él disfrutaba. Había dejado de fumar. No contaba sin quiera con el pretexto de encender un cigarrillo para que llegara la guagua.
El tráfico alocado, la gente apurando el paso en todas las direcciones, los claxon contaminando aun más el ambiente, el murmullo de las obras por todas partes, el cemento abierto como una herida mechada con tubos de agua, electricidad, teléfono, gas; todo seguía igual que siempre a la hora de siempre, excepto que los ómnibus urbanos brillaban por su ausencia. Decidió dejar el mundo exterior y regresar a donde mismo emergió, a las arterias subterráneas del ferrocarril metropolitano llenas de luz artificial, gente con mala cara y velocidad, tanta velocidad que sentía que por allí la vida se le iba como un suspiro. También se le truncaba, por esos mismos canales, la posibilidad de encontrarse con su adorado tormento, la pelirroja hermética que conducía uno de esos carruajes inmensos que pasaban, mordiendo el asfalto, cada siete minutos por un itinerario fijo; como si no bastara que los trenes masticaran el subsuelo y las grúas instaladas por todas partes se tragaran el paisaje.
Consiguió asiento en el metro. Tapó con los puños de su camisa el reloj de pulsera. Mientras se preparaba para escuchar el reproche de su jefe, vio en el lineal de enfrente un periódico abierto. Un gran titular decía:
La huelga de autobuses toma carácter indefinido
David no había visto los telediarios de la mañana. Estaba despistado del ámbito noticioso, más que todo estaba absorto pensando en ella, en cómo una mujer tan joven, atractiva, perfumada, podía conducir ocho horas diarias un inmenso transporte público con absoluta diligencia. Se había despertado con el tema metido entre ceja y ceja. Preparó el café pensando en Cristina, sirviéndose de paso una gran ilusión que era volver a encontrarla. Pero el azar no se regala tan fácilmente, y él lo sabía.
En efecto, ahora se hallaba en el trance complicado de dar una explicación en el trabajo. Supuso que todo el mundo conocía la noticia de la huelga de autobuses, que no tenía excusas, o que esa excusa podía parecer endeble. Llevaba un cuarto de hora de retraso. Retiró la vista del periódico de enfrente y se enganchó los auriculares para adornar su situación con una tanda de boleros melindrosos que siempre cargaba en su reproductor de bolsillo. Pensó en lo distinto que era el ambiente arriba y abajo. En la calle casi podías tocar el sol y, sin embargo, la gente parecía sombras chinescas, sin detalles en el rostro; en un vagón del metro viajabas con el olor mezclado de un sinfín de perfumes escandalosos, con alguien al lado rozándote el abrigo, otro ser indiscreto observándote de pies a cabeza, decenas, centenares de personas cabizbajas leyendo la prensa, de pie, sentadas, recostadas a las puertas, hablando por teléfono, escuchando música. El metro parecía un planeta hiperactivo en forma tubular, en el que la velocidad de la luz impedía comunicarse correctamente, humanamente. Para su estilo de vida -sus tardanzas, su regodeo con la cama-, el metro era su única salvación en días laborables, que era la mayor parte de su vida.
David llevaba un par de días melancólico desde que se enteró, a través de un amigo, de la muerte de un actor histórico. Ese actor había estado largos años en la pantalla de la televisión encarnando el personaje protagónico de una serie de espionaje, en su querida Cuba, donde nació y crecieron sus sueños de conquistador, aquel archipiélago remoto en el que estudió y ejerció la abogacía. La muerte del actor corroboró el paso del tiempo –aunque el histrión y, a la larga, funcionario gubernamental, no era tan viejo-; corroboró además la destrucción de un mito, porque no era posible de otra manera. Fueron muchos años de tejido emocional los que tornaron inquebrantable al personaje central, tocayo de David. Se llegó incluso a la confusión popular del personaje con el hombre real, que era un intérprete de carácter de teatro y cine, una especie de hombre duro que inspiraba en sus desdoblamientos cierta melancolía traspapelada entre la sequedad. La gente le hacía la broma a David preguntándole si le habían puesto el nombre por el personaje del espía legendario. Y él respondía que no, que él había nacido primero, pero que no le molestaba la aproximación a un galán.
Ese galán introvertido acaba de morir en su país, el de ambos, y la noticia pareció como un remache en los recuerdos de David, en su mezcolanza de planos temporales y en el pastiche de iconos afro-hispanos-antillanos que llevaba en su alma. Los boleros le hacían sucumbir en viajes astrales, aunque con ellos andara casi siempre. El pequeño espacio que le reservaba un vagón del ferrocarril suburbano, cerraba su viaje en un cubículo lleno de recuerdos, ensoñaciones y delirios controlados mientras los convoyes peinaban las estaciones. Cuando anunciaron el final de línea, David vislumbró el colofón de una obra de teatro y a un actor legendario inclinándose varias veces para despedirse. Se levantó y se arregló un poco ante los cristales del vagón. Salió corriendo con el álbum de boleros aún enganchado, hasta alcanzar otra vez la calle. Había atravesado sin darse cuenta la mitad de la ciudad de Barcelona.
Su jefe lo recibió con una pregunta que nada tenía que ver con los ardides preparados:

-Buenos días, David. Me imagino que se te estropeó el metro, ¿no? Oye, llamó una clienta preguntando por ti, relacionada con un aspirador…
-Sí, un aspirador de 2200 vatios tipo ciclón. ¿Ha pasado algo…?
-No lo sé exactamente. Dijo que vendría a verte.
-¿Cuándo?-intercambió David con los ojos dislocados.
-Hoy, me dijo que pasaría hoy.

David trató de ordenarse mentalmente mientras tomaba posesión de su puesto de trabajo. Había asuntos pendientes, cola en el mostrador, teléfonos timbrando, amenaza de la llegada del camión con mercancía para reponer, cambios de precio, mucho polvo encima de cada uno de los ejemplares del género en exposición. Necesitaba urgentemente un café doble y no lo tenía a mano. Dejó el bolso en la trastienda, se cambió la camisa y salió a tomar responsabilidades con absoluto oficio, como un actor que interpreta a Hamlet después de haber pasado la tarde en una oficina de reclamaciones. El contraluz de la entrada dibujó una silueta móvil, sobre tacones de mujer. David olfateó un perfume conocido y encontró, avanzada la mañana, por primera vez en su vida, el contorno de la sombra chinesca de Cristina.


(Continuará…)

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