jueves, 6 de marzo de 2008

INTRAMUROS



Tres cuartas partes sumergidas (V)

Se ha pasado la mañana corriendo, resolviendo cosas que tenía acumuladas en una libreta de notas. Ahora va a la última página y sigue anotando tareas para el futuro, un futuro que podría ser la última hora del día. Es una mujer dinámica, sanguínea. Le gusta sudar porque así nota el recorrido de sus acciones durante las horas que está trabajando en cualquiera de sus frentes; en su casa, cuidando de su hija, o la mayor parte del tiempo de su vida conduciendo un enorme autobús por las calles de Barcelona.
Al observar que casi todas las gestiones habían sido resueltas y tachadas con un lápiz rojo, cerró de golpe la libreta con aire de victoria. No cejar, no descansar, no abandonarse en el sofá eran los dictados de su mente siempre, pero hay ciertos momentos en los que uno necesita expandirse y pensar en asuntos triviales, aparentemente insulsos. Abrió una cerveza y luego se tumbó en el sitio que ocupaba cada noche antes de irse a la cama. Le pareció totalmente raro encontrarse allí de día, sintiendo su respiración como único sonido del ambiente. Se asustó un poco y no porque tuviera miedo a la soledad, sino por terror a la quietud. Desde los dieciocho años estaba trabajando en la calle y hasta la fecha de este día singular no había parado.
Cristina era una joven divorciada. Salía muy poco a divertirse, aunque este asunto no le preocupaba demasiado. Estaba cerrada en una rutina tan exacta y tan circular como una maquinaria de relojería suiza. El tiempo, graficado perfectamente por los saltos de las manecillas de su reloj de pulsera, era parte de su ritmo interior. Desde que pone los pies descalzos en el suelo cada mañana, se dibuja un sincronismo perfecto a su alrededor, se escucha un tic tac en su interior, apaciguado durante los minutos en que permanece en la ducha. Vive en una cuidad moderna donde no hay posibilidades reales para la contemplación. Su empleo le exige exactitud, control absoluto del campo visual, control imprescindible de sus nervios de cara al público. Lleva un reloj de hombre en su muñeca izquierda, una esfera analógica que funciona con baterías de litio, la más exacta y amplia maquinaria que encontró en la joyería de su barrio. En el baño tiene colocado un radio-reloj digital cuyos parlamentos –noticiosos- se mezclan con el sonido del chorro de agua; cuando deja la bata de baño en su habitación, totalmente desnuda, encuentra de frente dos agujas provocadoras que, sin embargo, ella tiene controladas. Es un par de agujas negras sobre fondo blanco lo que abusa de su dulzura, porque la tiene. Su apartamento está lleno de relojes. La niña duerme mientras Cristina se coloca el uniforme, se arregla el pelo y se pinta el contorno de los ojos. Gasta un chorro de perfume a cada lado de su cuello detrás de las orejas, y se pone también en el dorso de las muñecas. Se arregla con celeridad, con ritmo, dejando atrás un marcaje coreográfico que se esfuma en segundos. Se calza unos zapatos cómodos de tacón mediano. En su estilo no es posible resquebrajar la presencia física. Ella necesita sentir el sonido de sus tacones y el sudor leve pasando por sus sienes como un arroyo musical.
Desde que se divorció, se dedicó más a fondo a su trabajo. Ser conductora de autobuses urbanos fue un reto y a la vez un aliviadero, porque quería demostrar que las mujeres sirven para otras cosas además de para llevar un hogar bien arreglado. Su temperamento va más allá de las ansias acomodaticias de muchas de sus amigas. Pero es también su enemigo porque se alió al rigor del paso del tiempo físico. Prepara el desayuno –una tostada y un zumo de melocotón- para tomárselo a media mañana. Mientras toma el café, invariablemente, sus oídos están dirigidos al timbre de la puerta. Su madre llega puntual y ella se marcha a conquistar la calle, y nunca mejor dicho. En su casa deja un mundo de cosas que quisiera disfrutar, y además un ambiente perfumado que la madre reprocha porque le provoca coriza.
Había vencido el mediodía, dejado ella misma a la niña en la guardería, de vuelta del mercado cuando se regaló un rato estirada en el sofá. No era su día festivo. Era una jornada rara marcada por una huelga general de autobuses de los transportes metropolitanos. Un huelga reivindicativa con carácter indefinido. Se sintió una mujer plena allí donde estaba, ligera de ropa y de preocupaciones. Había hecho un alto en el camino y colocó su disco de baladas de fondo, para después continuar. Se le cruzó en la mente el recuerdo de aquel vendedor de electrodomésticos simpático y atrevido. Su sonrisa, el vuelo de su palabra provocadora, el cortejo a quemarropa, la dulce y a la vez desordenada observación de David.
David, supuso, estuvo en apuros esa mañana. Si había escuchado los informativos estaría al corriente de la huelga. De lo contrario, habría salido a la hora de siempre, habría realizado el trasbordo aparentemente sorpresivo para tratar de encontrarse con ella, y se habría visto frustrado. Todo el sistema de horarios basado en los autobuses desarticulaba los desplazamientos cotidianos. No había escapatoria excepto bajar al metro. Cristina se regodeó con la marcha inusual del tiempo. Se percató de que llevaba el reloj de pulsera. Lo retiró lentamente con cierta altanería. Lo dejó por ahí, sobre unos libros de cocina. Repitió el disco y repitió la cerveza. Estuvo un largo rato estirada sin hacer nada, acariciándose con la yema de los dedos el cuero cabelludo, el cuello, los pechos, alrededor del ombligo y bajó hasta que se encontró con su clítoris. Fue un acto reflejo, involuntario, un vaivén de caricias acompasadas que solamente recordaba de algunos domingos de fiesta, cuando su mente la dejaba de perseguir en torno al tiempo, cuando sus pensamientos de acción directa y estrecha la dejaban en paz. La paz existe, lo sabía, y el placer de la contemplación también. La combinación de recuerdos lejanos con los frescos se apoderó de su mano derecha, mientras todos los conductos de su cuerpo, sus músculos, sus membranas se relajaban y se abrían como un organismo virgen. Era preciso hacer huelga, dejar abandonadas un montón de cosas hilarantes que hacían funcionar su vida con precisión asombrosa, pero cuyo sistema frenaba automáticamente el movimiento de cualquier cuerpo extraño. David no era más que un vendedor de electrodomésticos, un sujeto atrevido que tendría sus problemas aparte, un espectro intangible que no debía acercarse demasiado, porque ella no tenía tiempo. Y así se lo dijo claramente aquella vez que se encontraron en el autobús y él se atrevió a interrumpir su concentración frente al volante para invitarla a tomar un café algún día. Era cierto que no tenía tiempo, pero también era verdad que deseaba tenerlo, que anhelaba robárselo de algún sitio para disfrutarlo de puertas adentro.
Una excusa, un programa de voz marcado por las prisas, por las circunstancias y por el ritmo de la vida. “No tengo tiempo”.
El ocio la abrazó entera y entera dejó escapar un tipo de voz salvaje entre sus dientes. Bajos decibelios, pero no por temor a que alguien la escuchara, sino porque estaba acostumbrada a resolver las cosas sola; compartir con el más allá no entraba en sus proyecciones. Miró a su alrededor. Todo estaba tranquilo, la cortina batiente y seguía el ambiente en silencio. Se había terminado la música. No había vestigios de relojes ni de sonidos telefónicos. Se incorporó con la disciplina que la caracteriza y se acercó al espejo. Vio a una pelirroja con la cabeza revuelta, con el rimel corrido, con las sienes mojadas. Vio a un muchacho por detrás con los dientes afilados queriendo comérsela y muy cerca de su nuca. Se enderezó el vestuario, el poco que llevaba. Fue al baño y se lavó la cara. Entre las tareas del día especial que vivía, estaba pasar el aspirador por el sofá, por el mismo sofá que había sido el soporte de unos temblores enajenantes que quedaron allí, sin discusión alguna.
Su equipo de música volvía a la carga, con otro disco. Conectó el aspirador a la corriente y le dio al botón de encendido. No hubo respuesta. Le dio otra vez, tres veces más, cuatro. El aspirador estaba muerto.
Corrió a mirar dentro de sus papeles de la casa en busca de la factura de compra. La situación era totalmente contraria a los minutos de intimidad que Cristina acaba de vivir, en los que se fue lejos, a sus dieciocho años, al bachillerato, de donde extrajo el cuerpo de un compañero de clases para colocarle la cara de David.


(Continuará…)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola!!! Jorge, como estan?
Muy bien por ti y esta historia. La vida empieza a tomar su camino y el rio de la creatividad su caudal. Saludos, Eduardo.

Anónimo dijo...

Hola!!! Jorge, desde tu blog me gustaria Felicitar a todas tus lectoras -y sus amigas- por el dia internacional de la Mujer, sobre todo que sigan luchando por sus derechos, sin perder sus encantos femeninos, por favor!!! Saludos, Eduardo.

Jorge Ignacio dijo...

yo también me sumo a esta felicitación. El relato parece intencional y es una casualidad. Valga, pues, el homenaje. Un abrazo para ti, Eduardo.

Anónimo dijo...

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