viernes, 2 de mayo de 2008

Barbas en remojo




LISBOA (Enviado Especial)

Me moría de ganas por subir a un tranvía.. Era un viejo sueño encauzado hace unos quince años cuando visité la ciudad de Camagüey, en Cuba, y vi los raíles sembrados en el asfalto y en los adoquines. Allí tuve que conformarme con aquel vestigio de un medio de trasporte cuya infraestructura todavía hoy me sigue pareciendo un reto.
Al abrir la ventana del hostal donde nos hospedamos aquí, obtuvimos la estampa local más vista en impresos turísticos, con el susodicho trencito amarillo aparcado a nuestros pies. Y el olor a cocina especiada –que no sale en las postales- subió inmediatamente de un comedor de los bajos que parece no cerrar jamás.
Un símil con La Habana me persigue desde que llegamos mi mujer y yo. La bahía de bolsa –ésta mucho menos contaminada- y sus trasbordadores de ida y vuelta enlazando las orillas; la gente alegre, comunicativa, “obrigado” todo el tiempo de arriba hacia abajo y de derecha a izquierda, en forma de cruz para agradecer siempre el buen trato. Hay que persignarse ante esta bellísima ciudad apuntalada por la observación atónita del forastero, quien, como nosotros, no alcanza a comprender por qué algunas fachadas sufren el abandono y otras viven del retoque. La decadencia visual es un clásico referente aquí; incluso llegamos a sospechar que es algo intencional, porque el gobierno ha invertido mucho en obras complejas de infraestructura urbana, en medios de transporte, por ejemplo. Es como si se dijera que los edificios pueden esperar, pero el desplazamiento y la gastronomía no.
La gente local va envueltita en carnes.
Hay una brisa marinera visitando las terrazas de los cafés, en estos días en los que se juntan los aires de cambio de estación, como mismo se mezclan con absoluta tolerancia las aguas del río Tajo y las del Atlántico. Ese cruce no se ve, pero se siente. También, como aventuramos en la crónica anterior desde Barcelona, el mestizaje étnico lleva a esta urbe de la mano y corriendo.
Lo de la prisa, que quede claro, es un decir.
El primero de mayo aprovechamos para salir y cruzar la rada inmensa, en busca de un pueblo marinero. Pareciera que no nos importara la fecha, y es todo lo contrario: mi mujer y yo somos trabajadores de este mundo nuestro, ahora desplazados por el rico ambiente luso.
Sentados frente a un arroz con mariscos tirado de precio, con todo el tiempo a nuestro favor, se me ocurrió pronunciar el nombre de ese barbudo maldito haciendo galas yo de una asombrosa intertextualidad.
-¿A qué viene esto ahora, mi amor? –interrumpió mi mujer-¡Definitivamente Fidel a ti te pone, mi vida…!

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