Hace pocos días, un lector de estas páginas, Perucho, me preguntaba si había dejado mi trabajo como vendedor de electrodomésticos. Interpreté su alusión al abandono total o parcial de la serie Intramuros que ha quedado “en el aire” más abajo de estas líneas, y cuyo eje central es la relación eventual entre un joven llamado David (también vendedor de aparatos electrodomésticos) y una muchacha –Cristina- conductora de autobuses metropolitanos en la ciudad de Barcelona.
Quizá Perucho, simplemente, se preocupaba por mi vida.
La serie no ha concluido aún, y deseos de seguirla no me faltan. Incluso, como todavía trabajo en el ramo, y varias Cristina pasan a diario por mi tienda, historias reales no me faltan para adornarlas o manipularlas en la medida que demanda la serie, que intenta reflejar la sociedad que me rodea. Trabajar de cara al público ofrece, además de mucho estrés, un amplio terreno de comunicación con gente de todo tipo, algunas necesitadas de hablar, de ser escuchadas. Otras personas hoscas, hurañas, pasan rápidamente por delante del mostrador dejando una energía densa que absorbo sin querer y luego me pesa el resto del día.
Me gustaría tener tiempo –al menos una hora diaria- para escribir un sin número de historias que creo pudieran ser de interés general. Sin embargo, la realidad es otra, y es que el cansancio físico y mental me exige desconectar de casi todo cuando llego a mi casa, tumbarme en el sofá con mi mujer y ver juntos una serie tonta de televisión. Hacer esto a última hora de la noche, según creo, se llama higiene mental.
En estos momentos, cuando ya domino bastante el tema de calefacción, nos llegó una nota de la central pidiendo devolver al almacén todo tipo de aparatos de calor, y poner atención al tema de aire acondicionado. Llegó un camión y cargó con todos los artilugios que hasta ahora yo me empeñaba en vender con pasión y de los cuales me había aprendido hasta los más insignificantes detalles. O sea, el transporte de la central, de un golpe, se llevó el invierno. Rápidamente, las marcas comerciales están preparando cursillos para inducirnos a vender las joyitas de la nueva temporada.
Y es que, como bien reza la canción de Pablo Milanés, el tiempo pasa, y la letra que sigue a continuación también es cierta: nos vamos poniendo viejos.
Mi pobre madre, quien después del triunfo de la mal llamada Revolución se quedó en Cuba varada como un buque ilusorio, ha tenido que esperar el cambio de estación para que le enviemos un par de batas frescas para el verano, porque aquí solo se vende ropa de temporada. A ella le cuesta entenderlo. Le cuesta creer que este país se nutre de la dinámica del momento, que se mueve comercialmente por lo que demanda el mercado, y el mercado, a día de hoy, lo que pide son frigorías para encarar el verano que está a la vuelta de la esquina y que a mí siempre me sabe a poco.
De haber nacido y crecido en este lado del mundo, Virgilio Piñera no hubiera escrito Aire frío, esa obra maestra de la dramaturgia cubana que se apoya en la monotonía climática de un país tropical, cuyo costumbrismo se presta para mirar la vida desde una mecedora, pasando un buen rato y sin darnos cuenta del avance del tiempo.
(Una curiosa coincidencia:
Mientras escribo estas líneas, el autor de Yolanda debe estar afilando la voz para sentarse al lado de otro legendario músico cubano, Chucho Valdés, esta misma noche en el Palau del Música de Barcelona. Será un dúo curioso, eventual y, por descontado, veraneante.)
Quizá Perucho, simplemente, se preocupaba por mi vida.
La serie no ha concluido aún, y deseos de seguirla no me faltan. Incluso, como todavía trabajo en el ramo, y varias Cristina pasan a diario por mi tienda, historias reales no me faltan para adornarlas o manipularlas en la medida que demanda la serie, que intenta reflejar la sociedad que me rodea. Trabajar de cara al público ofrece, además de mucho estrés, un amplio terreno de comunicación con gente de todo tipo, algunas necesitadas de hablar, de ser escuchadas. Otras personas hoscas, hurañas, pasan rápidamente por delante del mostrador dejando una energía densa que absorbo sin querer y luego me pesa el resto del día.
Me gustaría tener tiempo –al menos una hora diaria- para escribir un sin número de historias que creo pudieran ser de interés general. Sin embargo, la realidad es otra, y es que el cansancio físico y mental me exige desconectar de casi todo cuando llego a mi casa, tumbarme en el sofá con mi mujer y ver juntos una serie tonta de televisión. Hacer esto a última hora de la noche, según creo, se llama higiene mental.
En estos momentos, cuando ya domino bastante el tema de calefacción, nos llegó una nota de la central pidiendo devolver al almacén todo tipo de aparatos de calor, y poner atención al tema de aire acondicionado. Llegó un camión y cargó con todos los artilugios que hasta ahora yo me empeñaba en vender con pasión y de los cuales me había aprendido hasta los más insignificantes detalles. O sea, el transporte de la central, de un golpe, se llevó el invierno. Rápidamente, las marcas comerciales están preparando cursillos para inducirnos a vender las joyitas de la nueva temporada.
Y es que, como bien reza la canción de Pablo Milanés, el tiempo pasa, y la letra que sigue a continuación también es cierta: nos vamos poniendo viejos.
Mi pobre madre, quien después del triunfo de la mal llamada Revolución se quedó en Cuba varada como un buque ilusorio, ha tenido que esperar el cambio de estación para que le enviemos un par de batas frescas para el verano, porque aquí solo se vende ropa de temporada. A ella le cuesta entenderlo. Le cuesta creer que este país se nutre de la dinámica del momento, que se mueve comercialmente por lo que demanda el mercado, y el mercado, a día de hoy, lo que pide son frigorías para encarar el verano que está a la vuelta de la esquina y que a mí siempre me sabe a poco.
De haber nacido y crecido en este lado del mundo, Virgilio Piñera no hubiera escrito Aire frío, esa obra maestra de la dramaturgia cubana que se apoya en la monotonía climática de un país tropical, cuyo costumbrismo se presta para mirar la vida desde una mecedora, pasando un buen rato y sin darnos cuenta del avance del tiempo.
(Una curiosa coincidencia:
Mientras escribo estas líneas, el autor de Yolanda debe estar afilando la voz para sentarse al lado de otro legendario músico cubano, Chucho Valdés, esta misma noche en el Palau del Música de Barcelona. Será un dúo curioso, eventual y, por descontado, veraneante.)
1 comentario:
Yoyi, no sabía que estabas en Barcelona. Por casualidad he encontrado tu blog que me ha gustado muchísimo y veo que como yo, estás trabajando en cualquier cosa menos en lo que estudiamos.
Yo estoy en Galicia, muy depre a ratos y a veces casi al borde de la locura. Como bien has dicho, en nuestro archipiélago la cosa sigue pintando del color de los dinosaurios y ahora ya tengo claro que ganarse aquí la vida es difícil; muy.....
Lo que no sé si es por culpa de la guerra que le hacen al español en las CA o si esta tristeza laboral para los que deberíamos vivir de chupar tinta, es igual en toda España.
¿Tú qué crees?
Un abrazo y mucha suerte.
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