Veinticuatro horas después, ni más ni menos, el tendero había olvidado temporalmente el disgusto de la señora tan correcta, sobre todo porque fue un mal entendido y entre los dos, sin quererlo, hubo feeling. Funcionó el trabajo de las energías, los campos magnéticos estuvieron abiertos para que ambos encontraran su línea de conexión. Como la tienda está enclavada en un barrio popular, y allí todo el mundo se conoce o se tiene visto, quedaba la posibilidad de un reencuentro en el autobús o en la calle, y ambos, sin lugar a dudas, se tributarían una reverencia nada escandalosa.
Cerrado el caso, el hombre ignoraba que estaba a las puertas de otro percance de otra naturaleza. Porque la rubia que acababa de entrar, también a contraluz, ni llevaba maquillaje ni el rostro terso. Lucía unos cuarenta años menos que la del día anterior. Rellenita, como se utiliza cariñosa e hipócritamente para identificar a una mujer robusta. Esa era su gracia, precisamente: su andar descompuesto, desordenado, ruidoso, chacleteado, vulgar. Sin embargo, cuando se presentó ante la luz artificial del mostrador, sus ojos entregaron el candor suficiente como para que el tendero le abriera sus cinco sentidos, con el olfato por delante: acababa de ducharse; la chica olía a jabón de crema y llevaba el cabello mojado, largo, suelto, paradójicamente cuidado. Tenía la cara redonda, alegre. El hombre quiso asegurarse de que la llevaba hasta allí la búsqueda de un secador de pelo. Y formuló la pregunta traicionándose a sí mismo, toda vez que en su oficio estaba contraindicado adelantarse:
-Los secadores están aquí-dijo, señalando un extremo de la encimera.
-No, no, ya tengo secador. ¿Por qué lo dice?
-Uf, no me hagas caso…Es que me gusta jugar a las adivinanzas y casi siempre acierto, aunque sé que eso está mal de cara al público.
-No te preocupes –tuteó la chica-.Esta es una tienda de barrio y el trato es diferente.
-Más personalizado y natural, es cierto. Y eso tiene sus pros y sus contras.
-¿Cómo cuales?-siguió el diálogo la joven tranquilamente acodada en el cristal.
-Como que te venda algo defectuoso y luego me encuentres por la calle y me pongas como un zapato. Y, entre las ventajas, la proximidad al ser humano es algo de lo que se aprende mucho.
-Pues voy a aprovecharme-casi interrumpió ella, rápido, con suavidad. E inmediatamente hundió una mano en su bolso. En ese instante, el interlocutor supo que la rubia no iba por un secador; vio en el acto lo que más le tensionaba: una devolución.
En efecto. Salió a la luz un objeto que él conocía perfectamente.
-¿Qué te ha pasado? ¿Te falló o es que te arrepentiste al llegar a tu casa?
En ese mismo instante recordó su cara, su sonrisa de buena gente. Era una venta que había realizado al detalle y que le llevó más de veinte minutos, entre explicaciones técnicas y bromas de la vida en el barrio. No podía ser que ese modelo de depiladora fallara, pero no quiso ser absoluto.
-Recuerdo que es tu primera depiladora. ¿No será que no te aclaras con el rollo ese de las baterías? Porque más no puedo indicarte, imagínate, no puedo llegar hasta tu cuarto de baño-se atrevió el vendedor.
La chica se mantuvo abierta, divertida. Se reía sin límites, recostada al mostrador, con los pies cruzados y una chancleta suelta. Era, lo que se dice en el argot popular, un pedazo de pan. Se alborotaba el pelo, jugaba con la mirada, se insinuaba como ser social extrovertido. Al fin dio una razón:
-Es que tiene el cabezal muy estrecho y no me cubre…
-Pero, ¿no te cubre qué?-dijo el otro más suelto de lo habitual.
-Quiero decir que no me alcanza el ancho para las piernas…
A esas alturas ya estaba claro que la operación era sencilla. Un cambio de modelo y ya todo estaría resuelto. Era el momento, la circunstancia lo que más seducía al hombre, un solterón de unos cuarenta años bien conservados. Solo faltaba el trámite. Y hacia eso se encaminó cuando de sus labios salió una interrogante:
-¿Te molestarías si te pregunto si la has usado ya? Es que ayer una señora…
-Hombre, lo encuentro normal. Es tu trabajo, y hay confianza, somos del barrio. No, me fijé bien en el cabezal cuando llegué a mi casa y no la he tocado.
El especialista observó que la caja había sido abierta y estaba pegada con cinta transparente. Pensó que en realidad no estaba usada la máquina y que la chica se arrepintió al abrirla. Le dio un voto de confianza. Guardó el aparato debajo del mostrador y solicitó el ticket para comenzar la anulación. Mientras trabajaba en el ordenador, recordó su nombre. Irene. La muchacha había pagado con tarjeta de débito. Le extendió un vale por el mismo importe y le ofreció un “¡vuelve cuando quieras!” con el mismo acento conquistador de antes. Se sentía feliz. Adoraba la relación interpersonal, el diálogo abierto, salpicón, respetuoso. Estaba delante de un día bueno, sin saber por qué.
La vida tiene sus curvas de modulación. El tema de las depiladoras le ponía al descubierto un sentido de cercanía hacia las mujeres que sabía llevar muy bien. Porque jamás se pasaba de la raya y entraba en ese terreno de proximidad que pocas veces ocurre, por ejemplo, en una parada de autobús.
El subconsciente le marcaba a trompicones una corazonada. Sin saber exactamente por qué lo hizo, abrió de golpe la caja antes de colocarla en la estantería. Fue su alter ego. Fue otro hombre el que buscó en las entrañas del utensilio y halló un vello rubio y largo enrollado entre las muelas de acero. Sintió repulsión. Soltó el instrumento con rabia, con asco. Irene se había marchado minutos antes contoneándose a lo largo del pasillo.
El vendedor se sintió ultrajado. No soportaba el embuste. Jamás imaginó que una mujer simpática y olorosa fuera a cometer semejante engaño. Apartó la depiladora con un pie para luego buscar una solución.
Recordó que en el bolso de su clienta viajaba un vale compensado. Estaba solo, como suele estar siempre por las mañanas. Habló como un loco, en alta voz.
Gritó una sola palabra:
-¡Volverá!
Cerrado el caso, el hombre ignoraba que estaba a las puertas de otro percance de otra naturaleza. Porque la rubia que acababa de entrar, también a contraluz, ni llevaba maquillaje ni el rostro terso. Lucía unos cuarenta años menos que la del día anterior. Rellenita, como se utiliza cariñosa e hipócritamente para identificar a una mujer robusta. Esa era su gracia, precisamente: su andar descompuesto, desordenado, ruidoso, chacleteado, vulgar. Sin embargo, cuando se presentó ante la luz artificial del mostrador, sus ojos entregaron el candor suficiente como para que el tendero le abriera sus cinco sentidos, con el olfato por delante: acababa de ducharse; la chica olía a jabón de crema y llevaba el cabello mojado, largo, suelto, paradójicamente cuidado. Tenía la cara redonda, alegre. El hombre quiso asegurarse de que la llevaba hasta allí la búsqueda de un secador de pelo. Y formuló la pregunta traicionándose a sí mismo, toda vez que en su oficio estaba contraindicado adelantarse:
-Los secadores están aquí-dijo, señalando un extremo de la encimera.
-No, no, ya tengo secador. ¿Por qué lo dice?
-Uf, no me hagas caso…Es que me gusta jugar a las adivinanzas y casi siempre acierto, aunque sé que eso está mal de cara al público.
-No te preocupes –tuteó la chica-.Esta es una tienda de barrio y el trato es diferente.
-Más personalizado y natural, es cierto. Y eso tiene sus pros y sus contras.
-¿Cómo cuales?-siguió el diálogo la joven tranquilamente acodada en el cristal.
-Como que te venda algo defectuoso y luego me encuentres por la calle y me pongas como un zapato. Y, entre las ventajas, la proximidad al ser humano es algo de lo que se aprende mucho.
-Pues voy a aprovecharme-casi interrumpió ella, rápido, con suavidad. E inmediatamente hundió una mano en su bolso. En ese instante, el interlocutor supo que la rubia no iba por un secador; vio en el acto lo que más le tensionaba: una devolución.
En efecto. Salió a la luz un objeto que él conocía perfectamente.
-¿Qué te ha pasado? ¿Te falló o es que te arrepentiste al llegar a tu casa?
En ese mismo instante recordó su cara, su sonrisa de buena gente. Era una venta que había realizado al detalle y que le llevó más de veinte minutos, entre explicaciones técnicas y bromas de la vida en el barrio. No podía ser que ese modelo de depiladora fallara, pero no quiso ser absoluto.
-Recuerdo que es tu primera depiladora. ¿No será que no te aclaras con el rollo ese de las baterías? Porque más no puedo indicarte, imagínate, no puedo llegar hasta tu cuarto de baño-se atrevió el vendedor.
La chica se mantuvo abierta, divertida. Se reía sin límites, recostada al mostrador, con los pies cruzados y una chancleta suelta. Era, lo que se dice en el argot popular, un pedazo de pan. Se alborotaba el pelo, jugaba con la mirada, se insinuaba como ser social extrovertido. Al fin dio una razón:
-Es que tiene el cabezal muy estrecho y no me cubre…
-Pero, ¿no te cubre qué?-dijo el otro más suelto de lo habitual.
-Quiero decir que no me alcanza el ancho para las piernas…
A esas alturas ya estaba claro que la operación era sencilla. Un cambio de modelo y ya todo estaría resuelto. Era el momento, la circunstancia lo que más seducía al hombre, un solterón de unos cuarenta años bien conservados. Solo faltaba el trámite. Y hacia eso se encaminó cuando de sus labios salió una interrogante:
-¿Te molestarías si te pregunto si la has usado ya? Es que ayer una señora…
-Hombre, lo encuentro normal. Es tu trabajo, y hay confianza, somos del barrio. No, me fijé bien en el cabezal cuando llegué a mi casa y no la he tocado.
El especialista observó que la caja había sido abierta y estaba pegada con cinta transparente. Pensó que en realidad no estaba usada la máquina y que la chica se arrepintió al abrirla. Le dio un voto de confianza. Guardó el aparato debajo del mostrador y solicitó el ticket para comenzar la anulación. Mientras trabajaba en el ordenador, recordó su nombre. Irene. La muchacha había pagado con tarjeta de débito. Le extendió un vale por el mismo importe y le ofreció un “¡vuelve cuando quieras!” con el mismo acento conquistador de antes. Se sentía feliz. Adoraba la relación interpersonal, el diálogo abierto, salpicón, respetuoso. Estaba delante de un día bueno, sin saber por qué.
La vida tiene sus curvas de modulación. El tema de las depiladoras le ponía al descubierto un sentido de cercanía hacia las mujeres que sabía llevar muy bien. Porque jamás se pasaba de la raya y entraba en ese terreno de proximidad que pocas veces ocurre, por ejemplo, en una parada de autobús.
El subconsciente le marcaba a trompicones una corazonada. Sin saber exactamente por qué lo hizo, abrió de golpe la caja antes de colocarla en la estantería. Fue su alter ego. Fue otro hombre el que buscó en las entrañas del utensilio y halló un vello rubio y largo enrollado entre las muelas de acero. Sintió repulsión. Soltó el instrumento con rabia, con asco. Irene se había marchado minutos antes contoneándose a lo largo del pasillo.
El vendedor se sintió ultrajado. No soportaba el embuste. Jamás imaginó que una mujer simpática y olorosa fuera a cometer semejante engaño. Apartó la depiladora con un pie para luego buscar una solución.
Recordó que en el bolso de su clienta viajaba un vale compensado. Estaba solo, como suele estar siempre por las mañanas. Habló como un loco, en alta voz.
Gritó una sola palabra:
-¡Volverá!
1 comentario:
¡Mijo qué clase de personajillos los de aquí arriba!
Anyway... esto lleva muy buen ritmo. Me gusta.
Moraleja: no te fíes de las rubias, jajajaja.
(en el último párrafo te falta un artículo "el" antes de bolso... tiquismiquis que es una... ;) )
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