martes, 26 de mayo de 2009

En nombre de Freud (II)



Los libros que nos prestó el profesor Hugo Rius, en su inmensa mayoría, fueron a parar a la beca de estudiantes, que era un edificio altísimo del sky line habanero. Allí se hojearon con la anuencia de los días salados, porque el aire corrosivo del mar discurría por las ventanas durante todo el año.
Me encantaba subir a esa torre para sentir, más o menos, lo que sentían mis compañeros de clase, llegados del interior del país con la ilusión de conquistar la capital. Yo había nacido con ese litoral en la frente. Desde mi balcón, que quedaba cerca de la residencia estudiantil, mi padre me enseñó a escudriñar las banderas de los barcos mercantes para determinar el país, y así pasábamos largas horas intercambiándonos los prismáticos. De noche, cuando mi padre dormía, me instalaba en el puesto de observación para descubrir otras cosas, otras banderas detrás de los cristales de los miles de apartamentos señalados con una luz. Cuando conocí a mis condiscípulos, ya siendo un hombre, y entrenado como estaba para localizar movimientos detrás de las lentes, me provocaba muchísimo saber dónde estaban los dormitorios de ellos, meterme sin licencia en su mundo de hormigón armado, porque aquella torre me daba el juego perfecto para construir historias con las sombras chinescas, toda vez que yo sabía quiénes podían estar ahí. Con los otros edificios, el entretenimiento resultaba más abstracto.
Alguna vez logré divisar el color y el estampado de ciertas piezas de ropa, en la tendedera, solo allí, pero eso bastaba para comprender lo pequeño que era el mundo, mi mundo de entonces que se circunscribía a las relaciones humanas a través de la universidad. Pasado el tiempo, conociéndonos más, los círculos de estudio se programaban en la Torre de Babel, generalmente en uno de los pisos superiores. Desde ese lugar invertía el punto de vista.
Entonces me veía a mí mismo sentado en el balcón, queriendo alcanzar sabiduría con los anteojos auxiliares. Me veía ridículo y disminuido en la soledad de la noche, maravillado con los puntos de luces y me veía con un suspiro entre dientes. Yo había llegado a la universidad por decantación, decantación del tiempo que me paseó primero por las fuerzas armadas. No era el caso de mis compañeros de aula que venían de largas horas de estudio, quemándose las pestañas como se suele decir. Entonces traté de recuperar el tiempo perdido para enlazarme con la impronta más común de un estudiante universitario de primer año. Y esa, precisamente, no era la mía.
Aunque parezca raro, yo quería ser como ellos. Incluso quería ser provinciano. Había en sus miradas un tono fresco de intención que era lo que me fascinaba. Su austeridad apuntalada con grandes cuotas de talento me llevaba a suponer que hasta entonces había vivido en un mundo superficial. Rápidamente, mis compañeros despuntaron como excelentes investigadores, ensayistas y políticos. Y artistas, porque también surgieron algunos. Traían el hábito de estudio, algo tan básico y necesario para despuntar en la capital de un país, donde se mueven los principales medios de comunicación y las principales editoriales.
El hecho de que un profesor se hubiera quedado impresionado con ellos en las pruebas de aptitud, y lo hubiera resuelto, espectacularmente, con la cesión de sus libros, decía mucho de la gente que me rodeaba. No recuerdo los títulos y a las manos que fueron a parar, excepto el mío, obviamente, y el de un alumno bastante tímido que llegaba de Pinar del Río, con gafas de miope –en Cuba se utiliza la palabra “espejuelos”-, y el rostro tallado completamente por la acné juvenil. Era un muchacho sonriente, de mediana estatura, con un nombre en inglés. Se llamaba Randy.
Recuerdo solamente cuando le entregaron el libro porque se trataba de un volumen grueso, el más grueso creo de todos. Y me pregunté en aquel momento por qué a él. Era una edición cubana de A sangre fría, el título de Truman Capote que iniciara, al menos universalmente, los caminos de la novela sin ficción. O Periodismo investigativo, como también se suele denominar a este campo.
Pero entonces yo no sabía de qué se trababa. Solo recuerdo que me llamó la atención las dimensiones del texto. Muchos años después, lo encontré en la biblioteca ecléctica de mi padre y lo leí en el balcón a plena luz del día, cuando ya mis compañeros no estaban allí enfrente, en aquel rascacielos que se veía mucho más cuidado de lejos que de cerca.

Foto del autor: Avenida de Los Presidentes, La Habana.

(Continuará…)

2 comentarios:

Silvita dijo...

Esa fotico sí que me trae nostalgias y recuerdos. Pasé por ahí casi todos los días entre mis 19 y 25 años! Y bastante a menudo durante mis otras edades de 0 a 29. Quién me iba a decir que iba a venir a dar tan lejos de esa calle!

La beca era un mundo en sí misma!
En 100 botellas en una pared, Ena Lucía Portela le dedica un capítulo maravilloso! Recomiendo ese y todos sus libros.

Esta historia promete. Espero el "continuará".
Ah... y suerte hoy BARCELONA! Suecia entera está al sentarse a disfrutar el partido.

Anónimo dijo...

Esto de los blogs es de verdad una maravilla. De repente uno se lee cosas como ésta de Yoyi, que sencillamente son excelentes o se recuerda de alguien como Silvita y de los tiempos en que ella, por sus funciones en el Teatro Nacional, era responsable de atender a la gente de la prensa que íbamos a cubrir las actividades allí programadas. O al mencionar a Ena Lucía, en mi caso me acuerdo de Cari, su mamá. En fin, que hay que dar gracias por los blogs que tantos recuerdos nos traen así de repente.